Siempre es verano contigo

Andrea Herrera

Fragmento

1. Zoe. Decisiones que marcan la vida

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ZOE

Decisiones que marcan la vida

Cerré la puerta de golpe y me quedé unos segundos mirándola inmóvil. Tomar aquella decisión me había costado mucho, pero ya no había vuelta atrás. En ese instante comenzaba el verano más importante de mi vida. Me salió una sonrisa tonta al tiempo que contenía la respiración; mis pulsaciones estaban disparadas. Oí el sonido de un claxon, levanté la mirada y lo vi, era el coche de mi tío. Venía con la radio a todo volumen, y la canción veraniega que tenía puesta fue como una inyección de adrenalina. Me di la vuelta y caminé hacia allí bailando al ritmo de la música, con el cuerpo liberado de toda la presión de los últimos meses. Sí, ese iba a ser un gran verano.

—¡Zoe, te vas a arrepentir toda la vida de esta decisión! —gritó mi padre desde la ventana de la cocina—. ¡Tu tío es un loco desquiciado! Y tú… ¡una niñata que se las da de madura!

—¡Calla, David! —me llegó la voz angustiada de mi madre, que estaba a su lado mientras lo cogía del brazo para calmarlo—. Te van a oír los vecinos.

Fui directa al maletero del coche, ignorándolo. Lo abrí y metí una maleta mediana y un bolso pequeño, cerré de golpe y caminé al lado del coche sin volverme. Iba a abrir la puerta del copiloto, pero el asiento estaba ocupado, para mi sorpresa, por mi querido primo. Mis lágrimas brotaron de emoción y sentí que me retumbaba el corazón, acelerado, en el pecho. Abrí la puerta trasera y metí la mochila y la riñonera; con esto completaba mi equipaje para la temporada. A continuación me senté con la respiración acelerada por los nervios que me generaba la situación. Al entrar vi a mi tío Martín sentado al volante con su pasmosa calma, gafas de sol, un cigarro en la boca, su inconfundible ropa desaliñada y arrugada, el cabello castaño revuelto, una barba incipiente y su preciosa sonrisa de oreja a oreja. Sacó la mano por la ventanilla y, con tranquilidad, le lanzó una peineta a mi padre, quien seguía vociferando desde la ventana con la cara encendida por la rabia.

—¡Chiquillaaa! —Esa voz tan bonita no era ni la de mi padre ni la de mi tío. Era la de mi primo Álex.

—¡No me puedo creer que hayas venido a buscarme! —exclamé entusiasmada—. ¿Y tú? —Me dirigí a mi tío—. ¡Has llegado supertemprano y, además, has traído a este tonto!

Me llenaba de alegría volver a verlos después de meses, demasiado tiempo, diría yo, en concreto desde el funeral de la abuela, el año anterior. En la última temporada, nuestro contacto se había reducido a videollamadas, aunque nuestra complicidad seguía siendo única y hablábamos todas las semanas sin excepción. Con mi tío y mi primo se cumplía la teoría de que, cuanto más te nieguen a una persona sin un claro porqué, más te empeñarás en buscarla y amarla incondicionalmente.

Me colé por el espacio entre los dos asientos y los abracé con mucho cariño. La mezcla de olores de perfume, tabaco y marihuana que desprendían me envolvió y asqueó a partes iguales. Era su olor, único e inconfundible, como ellos.

—¡Mi sobrina preferida al fin está conmigo! —Mi tío me correspondió con un corto beso en la frente y se giró para posar sus brazos musculosos en el volante y arrancar el coche.

—Pero si soy tu única sobrina —resoplé volteando los ojos—. Ay, tío, no sabes lo que me ha costado poder estar aquí, con vosotros, después de tantas discusiones. —Me acomodé en el asiento y me ajusté el cinturón de seguridad—. Mi padre está demasiado irritable, no hay quien lo aguante. Tu hermano es insoportable, ya no podía hacer ni decir absolutamente nada, porque acabamos volviendo al mismo punto de siempre. Que si mi vida va a ser un desastre, que si voy por mal camino…

Por mi mente pasó una secuencia a cámara rápida de todas las peleas, los reproches y las discusiones de los últimos días. ¿Por qué no podía ser un poco más como mi tío y un poco menos él? Mi padre era una persona muy chapada a la antigua, incapaz de hacer frente a la rebeldía de una hija que salía de la adolescencia con un carácter propio y muy distinto del suyo. Él era el clásico hombre de mentalidad arcaica que siempre había cumplido con los patrones que dictaba la sociedad, como le había inculcado su padre, es decir, mi jodido abuelo.

Y es que la mayor parte de nuestros conflictos tenían origen en la educación que le había inculcado mi abuelo. Era una herencia difícil de llevar. Mis abuelos se separaron cuando mi padre tenía apenas diez años. Mi abuela, harta de los mandatos de su marido y de su trato asfixiante, abandonó el hogar familiar en el norte y regresó a Cádiz, donde vivían sus padres. No fue una decisión nada fácil en aquella época, pero no podía más. Lo que más la apenó fue no poder llevarse a su hijo, pues mi abuelo se quedó la custodia e impidió que se vieran durante muchos años. Con el tiempo, mi abuela rehízo su vida con un amor de la adolescencia y, dos años después, nació mi tío Martín. Alejado del amor de su madre y con un progenitor muy rígido, mi padre creció bajo una educación muy estricta. Estudiar, casarse, buscar un trabajo de bien y formar una familia eran sus metas en la vida. Y las cumplió a rajatabla.

Se graduó en el instituto con notazas, fue el mejor de su clase, como no podía ser de otra manera; siempre estudiando ciencias, claro está, porque los amantes de las artes, según mi abuelo, no estudiaban, sino que vagueaban. Y en nuestra familia no había cabida para los vagos, así que años más tarde mi padre me repetiría las mismas palabras, esa era «la rama de los vagos» y nada bueno me podía traer. Pero volviendo a él… cuando llegó a la universidad, mi padre siguió el camino estipulado. Por supuesto, él no eligió la carrera, estudió lo que su padre le había machacado toda la vida, y digo «machacado» porque mi abuelo lo guio con insistencia para que estudiara Empresariales desde que era un crío. No debía salirse del sendero del bien, debía seguir sus pasos. «Hijo de banquero tiene que ser banquero», solía decir. Pero no un banquero dueño de banco. No. Un trabajador que se cree importante solo por dirigir una entidad bancaria. Es decir, ambos habían acabado siendo un currito más con un poco de decisión.

En el resto de los aspectos de su vida, mi padre siguió las mismas pautas convencionales. Tras conseguir el puesto soñado por su padre, se casó con la novia de toda la vida, la niñita que había conocido en la guardería, con quien había comenzado a salir en el instituto y de la que nunca se había separado. Mi madre también era una clásica, y es que para estar con un hombre como mi padre o eres la típica esposa solícita o te divorcias. Mi madre era demasiado solícita e incluso sumisa, pues a veces se dejaba dominar. Eso contrastaba con su profesión. Nunca te imaginarías que una inspectora de Hacienda, que debería ser fuerte y decidida, en el caso de mi madre distaba mucho del patrón: ella se dejaba llevar por el marido y, a decir ver

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