La aventura

Danielle Steel

Fragmento

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La gente siempre giraba la cabeza cuando Rose McCarthy entraba en una sala. Con su casi metro ochenta y tres de altura, sus largas y estilizadas piernas, iba derecha como un palo, perfectamente conjuntada con un estilo impecable y su melena francesa de un blanco níveo redondeada a la altura de la barbilla. A sus penetrantes ojos azules no se les escapaba nada. Podía aterrorizar a cualquiera con unas cuantas palabras elocuentes bien escogidas y pronunciadas en voz queda, o reconfortar y deleitar a un joven empleado con un generoso cumplido. Llevaba veinticinco años siendo la legendaria directora de Mode Magazine. Amable, respetuosa y extraordinariamente competente, la dirigía con mano de hierro, suma elegancia y discreción. Era conocida por su excelente criterio, sus sabias decisiones siempre en beneficio de la revista, su dedicación y su pasión por la moda.

Siempre llevaba algún toque de color o un complemento llamativo y original, un anillo que había encontrado en una antigua y polvorienta joyería de Venecia, un brazalete de un bazar marroquí, un pañuelo, un broche o alguna pieza singular. Destilaba elegancia por los poros de la piel. Vestía casi siempre de negro, pero alguna que otra vez sorprendía a todos con un color vivo. Nadie conseguía imitarla jamás, aunque lo intentaran; nadie lucía un aspecto tan pulcro como ella a las nueve de la mañana o a cualquier otra hora del día. Llegaba a la oficina totalmente despejada y espabilada, y no paraba un momento en todo el día. Apretaba las clavijas a sus empleados y esperaba que dieran lo mejor de sí, pero era infinitamente más exigente consigo misma que con los demás.

Su pasado ofrecía un contraste fascinante. Su padre, un historiador británico muy respetado con una trayectoria colmada de publicaciones, había sido profesor en Oxford. Ella, que nació y se crio en Londres, estudió en Oxford dos años ante la insistencia de su padre, pero nunca le gustó. Su madre, que procedía de una gran familia aristocrática italiana, era una reputada experta en pintura del Renacimiento italiano. Las hijas de Rose la chinchaban diciéndole que era italiana en casa y británica en el trabajo; algo había de cierto en ello. Toda la pasión que derrochaba la madre de Rose le faltaba a su padre. Rose había aprendido de ellos y, con el amor y el cariño de ambos progenitores, floreció como hija única. Le encantaba visitar con frecuencia a su cariñosa familia materna en Roma. Hablaba con fluidez italiano, francés e inglés, y tras dos años en Oxford había estudiado un año en la Sorbona, donde se encontró mucho más en su salsa. A los veinte años, en el transcurso de su estancia en París, afloró su pasión e instinto para la moda. Posteriormente regresó a Londres, trabajó como becaria en una revista británica muy conocida y, en cuestión de meses, se enamoró de Wallace McCarthy, un banquero estadounidense. Movida por un impulso, a los veintiún años se trasladó a Nueva York por él, consiguió un modesto empleo en Vogue, fue subiendo en el escalafón con esfuerzo y a los treinta se convirtió en editora asociada. Once años después, a los cuarenta y uno, le ofrecieron el puesto de directora de Mode Magazine, y había sido la artífice del inmenso éxito que tenía en la actualidad. Era el alma de la revista y tenía el listón muy alto. Veinticinco años después de que se pusiera al frente de ella, Mode era una de las revistas más influyentes del mundo de la moda. Su éxito se debía a Rose sin ninguna duda. Su marido, Wallace, se enorgullecía de ella y siempre la apoyó en su desarrollo profesional. Su matrimonio era importante para ambos; ella lo consideraba sólido como una roca y prioritario. Rose era una pieza clave en la oficina y una amante esposa en casa.

Fiel a su educación británica, en el trabajo jamás decía una palabra acerca de su ámbito personal. En la oficina rara vez mencionaba a Wallace, aunque este ocupara el centro de su vida privada. A lo largo de su progresivo ascenso a la fama como editora de moda, había dado a luz a cuatro hijas, que según reconocía en la intimidad eran la alegría de su vida. En el día a día apenas hablaba de ellas. Era una profesional nata, se había tomado el tiempo justo al dar a luz y había vuelto a la oficina con ganas de trabajar. Había regresado de sus bajas maternales tan delgada y estilosa como siempre, sin un pelo fuera de su sitio, lista para centrarse de nuevo en la revista.

La estabilidad de su matrimonio de cuarenta años se mantuvo hasta la muerte de su marido hacía cuatro años.

Solo su fiel ayudante, Jen Morgan, que se había marchado con ella de Vogue y permanecía a su lado, conocía algún detalle de su vida privada, o lo tremendamente desconsolada que se quedó a raíz de la muerte de Wallace tras una enfermedad fulminante. A partir de entonces, Rose se mantuvo más unida que nunca a sus hijas y hablaba con ellas a menudo, pero en la oficina se centraba en cuerpo y alma en Mode y nada más. Aunque su carrera siempre había sido su pasión, también se convirtió en su refugio a raíz del fallecimiento de Wallace. Las dos parcelas de su existencia jamás interferían entre sí; había creado una revista de increíble éxito y una familia con cuatro hijas jóvenes muy distintas, aunque tremendamente unidas entre sí y a ella. Se enorgullecía de ellas y de las vidas que se habían forjado como adultas.

Rose siempre había sacado tiempo para su marido y sus hijas, pero desde que había enviudado y ellas se habían hecho mayores se volcaba aún más en el trabajo. A veces daba la impresión de que nunca se marchaba de la oficina; a menudo estaba allí cuando los demás llegaban. Era madrugadora, le gustaba llevar la delantera, y se marchaba de la redacción bien entrada la noche. Durante años había repartido su tiempo entre su marido, sus hijas y el trabajo, y ahora centraba en este toda su atención y le absorbía la mayor parte de su tiempo. Adoraba a sus hijas, pero ellas tenían sus ocupaciones y sus propias vidas, que en su opinión era como debía ser. No se entrometía ni les reclamaba tiempo. Llenaba sus días y noches con su labor para Mode. Vivía por y para la revista, y prestaba toda su atención a cada detalle y a cada edición. No se le escapaba nada.

Aquella mañana de mayo en particular, recorrió con la mirada a los presentes en la mesa con una sonrisa tibia. A la reunión habían asistido las editoras sénior importantes, así como el equipo de diseño al completo. Rose siempre escuchaba sus opiniones, pero ella tenía la última palabra. De haberles preguntado, todos habrían dicho que era ecuánime. No imponía su criterio, pero, cuando escuchaban sus argumentos, a menudo reconocían que su instinto no fallaba en lo tocante a Mode. Amaba la revista casi como a un hijo, pues la consideraba como un ser humano con vida propia. Ella no hacía suposiciones: sabía de buena tinta lo que era adecuado para Mode y, en veinticinco años, sus errores se podían contar con los dedos de una mano.

Se trataba de una reunión de planificación preliminar para la macroedición que publicaban anualmente en septiembre. Era algo habitual en las principales revistas de moda, pero el número de septiembre de Mode era el más esperado. Tan emblemático como la propia Rose, se convertía en un ejemplar de coleccionista de manera indefectible. Ella era una leyenda en el mundo de la moda y el estilo que Mode proponía para la temporada de otoño-invierno generaba expectación. Las mujeres redefinían por entero su look y su vestuario en función de las tendencias que marcaba la revista respecto al maquillaje, la salud, el cabello y cómo debían vestir. Mode no imponía nada, eran sus lectoras las que ansiaban cuanto Mode ofrecía.

Normalmente se adelantaban y comenzaban a trabajar en cada edición con tres meses de antelación. No obstante, se lanzaron a preparar el número de septiembre incluso antes. Había mucho que pensar y sobre lo que deliberar, empezando por quién ocuparía la portada y, más allá de eso, la temática, los editoriales, los artículos y la colocación de la publicidad de los anunciantes, que pagaban un dineral por un espacio destacado en el número de septiembre.

Ya tenían tres opciones para la portada, pero ninguna de ellas convencía a Rose, pues le parecían trilladas y nada interesantes. Ella quería en portada a alguien que enganchara a las lectoras y que arrasara. Una de las editoras sénior había sugerido a una estrella del rock femenina de primer orden. La habían sacado en varias ocasiones y, aunque era una mujer despampanante, no aportaba nada novedoso o diferente. También habían barajado la posibilidad de mostrar a una actriz oscarizada, pero Rose se inclinaba por alguien más joven. La editora de belleza apostaba por la primera dama, que había conquistado a los estadounidenses con sus buenas obras y su perspicacia; era abogada y había abanderado causas femeninas desde la llegada de su marido a la Casa Blanca. La idea era digna de elogio, pero si sacaban a la primera dama en portada, con su estilo de señorona, conservador y un tanto recatado, sería difícil dedicar el número a la moda.

—Tiene mi edad —dijo Rose con gesto disconforme—. Podemos sacarla más adelante, no en septiembre.

La estilista con más veteranía y carácter, Charity Bennett, tenía otra propuesta y la presentó poco después del comienzo de la reunión. A pesar de sus frecuentes enfrentamientos con ella, Rose respetaba el estilo e ingenio de Charity, que a menudo se dejaba la piel para conseguir algo verdaderamente rompedor. Rose siempre la ataba corto para que no se pasara de la raya. Joven y atrevida, con el pelo negro azabache, la tez ebúrnea y las facciones muy marcadas, Charity nunca se amilanaba a la hora de plantar cara a la directora, que la admiraba por ello y escuchaba lo que tuviera que decir. A pesar de que a Rose personalmente no le cayera muy en gracia, la sal y pimienta que brindaba a los editoriales constituían un revulsivo que contribuía a mantenerlos a la cabeza de las últimas tendencias.

—¿Qué tal Pascale Solon? —les planteó Charity—. Tiene veintidós años, un look espectacular y acaba de ganar todos los premios habidos y por haber en el Festival de Cannes por su última película. Mantiene una tórrida aventura con Nicolas Bateau, el autor del libro en el que se inspira el filme. Él tiene cuarenta y dos, casi el doble que ella, y han sido la gran atracción en Cannes; dejó muy claro que está teniendo una aventura con ella. Está casado, claro, y es el autor más vendido de Francia. Todo el mundo opina que Solon va a ganar un óscar por esta película y desde luego un globo de oro. —Este premio, concedido por la Asociación de la Prensa Extranjera en Hollywood, a menudo pronosticaba los votos para los Óscar de la Academia—. Es joven, una cara nueva, y de las chicas más despampanantes que he visto en mi vida. Es tan sexy que desprende un aire obsceno rayano en la inocencia. A su lado, Lolita parece Minnie Mouse. ¿Qué opinas? —Miró directamente a Rose, que permaneció en silencio, inexpresiva, pensativa y sin reaccionar durante unos instantes. A veces, hasta que decidía compartir sus pensamientos, Rose era inescrutable.

—Es una posibilidad —se limitó a decir. Cuando una propuesta no la convencía, parecía una esfinge. Para aquellos que la conocían bien, era obvio que no compraba la proposición. Y, de no contar con su aprobación, todos sabían que quedaba descartada. Rose tenía que creer en las decisiones que tomaba.

—Si no la conseguimos, lo hará Vogue —advirtió la estilista, consciente de que eso tal vez la alentaría a fichar a Pascale antes de que les tomaran la delantera. Charity sabía que su jefa bajo ningún concepto permitiría que Mode se rebajase a ponerse al nivel de la prensa rosa, si bien no estaban exentos de tocar por encima algún detalle jugoso de la vida personal de alguien, sin hurgar demasiado. Rose esperaba que sus editoras respetasen las reglas y los límites que establecía. Solo daba el visto bueno a lo que redactaban si se trataba de hechos constatados, y no toleraba la falta de ética en los editoriales de la revista. Detestaba la grosería y el cotilleo frívolo. La revista era de moda, estaba fuera de lugar fisgonear en los ocasionales episodios escabrosos de la vida de sus protagonistas. Si eran famosos, por lo general ocultaban secretos. Charity Bennett siempre intentaba presionar a Rose para sobrepasar esos límites, y, cuando a Rose se le agotaba la paciencia, no dudaba en pararle los pies. Esta vez, sin hacer ningún comentario, se limitó a apretar los labios, un gesto que todos los presentes entendieron como una señal de advertencia para recular.

—No podemos basar nuestro interés en ella en su aventura con un escritor famoso —dijo por fin Rose—. De todas formas, para cuando salga la edición especial de septiembre, podrían haber roto. La película acaba de estrenarse. Dentro de cuatro meses a lo mejor se ha liado con otro, la noticia estará desfasada y quedaremos en ridículo.

Como todos sabían, ella odiaba publicar cotilleos y lo evitaba en la medida de lo posible. Publicaban artículos serios y entrevistas sobre el rumbo profesional y el estilo de vida de los protagonistas, y una aventura con un hombre casado, aunque fuera famoso, no bastaba como argumento para que Rose sacara a Pascale en portada. Pero no cabía duda de que Pascale Solon se había convertido en una estrella fulgurante de la noche a la mañana gracias a un papel difícil que había interpretado magistralmente. Y por lo visto, Nicolas Bateau, el coproductor y director, la había asesorado en sus ratos libres y conseguido que realizara una fabulosa interpretación. Rose desconocía lo de aquella aventura hasta que Charity la sacó a colación; era justo el tipo de información salaz y sugestiva que se le daba bien a Charity. Rose quería un tema de moda para la portada, no un reclamo sensacionalista.

—Puede que la aventura dure más de lo que piensas —insistió Charity—. Hay rumores de que está embarazada, así que igual acertamos de pleno con la historia en septiembre —dijo con presunción, al tiempo que otra editora ponía los ojos en blanco.

—Ay, por favor, no me vengas con otra portada de una estrella desnuda con una barriga prominente. Prefiero ver a la primera dama con uno de sus trajes pantalón azul marino y blusa blanca con lazo. No podemos mostrar a otra actriz embarazada —dijo Rose, con un atisbo de irritación.

—Si la fotografiamos ahora, no se notará. —Charity le lanzó una mirada fulminante, mientras Rose repasaba otra lista de propuestas, ninguna de las cuales la entusiasmaba.

—¿Y Michaela Lim? —dijo Rose, distraída. Era otra actriz joven de nueva cantera que acababa de realizar una brillante interpretación en una película reciente.

—El año que viene —repuso Charity—. Nadie ha oído hablar de ella todavía. No tiene el glamour de Pascale ni por asomo y, en realidad, es demasiado joven. Acaba de cumplir los diecinueve. Necesita curtirse más para que podamos sacarla en septiembre. —Rose asintió con la cabeza. Su argumento tenía fundamento—. Seamos realistas: Nicolas Bateau es un guaperas y, si deja a su mujer por Pascale Solon, la noticia dará la vuelta al mundo y nuestro número de septiembre será el más vendido en los quioscos. No se nos puede escapar —añadió con tenaz determinación. Pascale tenía una belleza apabullante y a todas luces le sentaría de miedo cualquier cosa que le pusieran. Era evidente, pero a Rose no le gustaba.

—También dará la impresión de que somos partidarios de la infidelidad y de que los hombres engañen a sus mujeres. Esto es Estados Unidos, Charity. A los estadounidenses no les gustan los hombres infieles. Esto no es Francia —dijo Rose con frialdad y gesto impasible mientras clavaba la mirada azul eléctrico en la veterana estilista que tan empeñada estaba en poner a Pascale en la portada. Antes de llegar a Mode, Charity había trabajado para una revista de moda francesa que rozaba peligrosamente el sensacionalismo—. Esto no es un tabloide o una revista de cine —le recordó con gesto severo—. Hay muchas otras revistas para cubrir eso. No olvidemos quiénes somos.

Charity parecía frustrada. Siguieron con otros detalles del número que era necesario decidir en las siguientes semanas. La reunión terminó sin cerrar la portada.

—Creo que no es la primera vez que le pone los cuernos —comentó Charity al término de la reunión—. No recuerdo con quién está casado; no es famosa, pero sí atractiva. Me parece que es escritora, periodista o algo por el estilo.

—Es una diseñadora de interiores muy conocida —la corrigió Rose—. Y tienen niñas pequeñas. No me gusta la historia.

Se levantó, la señal para que todos volvieran al trabajo. La reunión había durado dos horas y habían tratado una gran cantidad de cuestiones relativas a otros asuntos. El número especial conllevaba un millón de detalles. Al final, la última palabra la tenía Rose, pero todos sabían que, sin excepción, ella hacía lo más conveniente para Mode y que poseía un olfato infalible para desentrañar qué era lo mejor, sin importar su opinión personal. La respetaban por ello, incluida Charity, aunque discrepaba de ella en este momento, pues las restantes opciones le parecían de lo más sosas. La estilista era la más joven de la plantilla sénior y, en la mayoría de las ocasiones, a Rose le gustaba la chispa que aportaba, pero no esta vez.

Rose salió deprisa de la sala al concluir la reunión. Sabía que habría un montón de correos electrónicos y mensajes impresos sobre su mesa. Aunque Jen Morgan se ocupaba de tantos como podía, para despachar la mayoría era necesario que Rose devolviera llamadas. La pelota estaba en su tejado, de lo cual nunca se quejaba. Hasta la competencia coincidía en que era una de las mejores editoras del gremio y valiente a la hora de tomar posiciones. Era una defensora a ultranza de los derechos de la mujer. Para ella, la integridad y la honestidad eran importantes, en realidad fundamentales, y constituían la base de cada entrevista y artículo.

Pasó como una exhalación junto a la mesa de Jen, prácticamente sin mirarla, sujetando con fuerza contra el pecho un taco de carpetas de la reunión. Tenía citas concertadas a lo largo de toda la jornada e iba apurada.

—¿Tenemos la portada? —Jen le sonrió.

—Todavía no. Tengo que hacer una llamada confidencial. Es probable que esté al teléfono quince o veinte minutos. No me pases llamadas hasta entonces —dijo al detenerse junto a la puerta de su despacho. Jen se sentaba justo fuera.

—La montaña que hay sobre tu mesa ya es considerable —le recordó Jen—. Otros veinte minutos y te sepultará.

—Qué le vamos a hacer, debo llamar. Se avecina una tormenta. —No dio explicación alguna acerca de la naturaleza de la tormenta.

Jen enarcó una ceja, pero no preguntó. Sabía que no tenía que indagar y también que, de todas formas, Rose no soltaría prenda. Ella rara vez hacía confidencias en el trabajo, ni siquiera a su ayudante de confianza.

—Contendré a los ejércitos invasores —prometió Jen. Era buena en su puesto y Rose la valoraba por lo bien que atendía los millones de detalles que su empleo generaba.

Rose entró en su despacho, cerró la puerta y se sentó a su mesa. Comprobó que Jen no exageraba: una pila de mensajes, correos electrónicos impresos y otros documentos se acumulaban sobre su mesa. Procuró no mirar mientras marcaba el número.

Como sabía que sería imposible hablar con Olivia a esa hora, no la llamó. A sus treinta y nueve años, había sido nombrada jueza de un tribunal superior de justicia recientemente y estaría en el estrado o deliberando con unos abogados en el despacho. Olivia era la tercera hija de Rose, de la cual estaba orgullosa, igual que de las demás. El actual trabajo de Olivia comportaba una enorme responsabilidad. Estaba casada con Harley Foster, un juez de un tribunal federal veintiún años mayor que ella, que había sido profesor suyo en la facultad de Derecho. Tenían un hijo de catorce años, Will, y eran una pareja muy seria y conservadora.

Athena, la hija mayor de Rose, nunca era la primera a quien acudir con un problema. Se tomaba la vida al estilo californiano, con tranquilidad, filosofía y optimismo a ultranza, y siempre le decía a su madre que todo saldría bien, aun cuando fuera obvio que no. Su mentalidad era completamente diferente a la de su progenitora y a la de sus hermanas. Athena había tomado otros derroteros en su vida. A sus cuarenta y tres años, llevaba quince viviendo en Los Ángeles, era una chef televisiva, había escrito las biblias de la cocina vegetariana y vegana, y tenía varios restaurantes veganos. Desde hacía trece años vivía con la misma pareja, Joe Tyler, cinco años menor que ella, también chef y propietario de un restaurante de gran éxito en Los Ángeles. No se habían casado ni tenían intención de hacerlo; vivían juntos y eran felices tal y como estaban. Compartían una jauría de perros a los que Athena llamaba «mis bebés». Decía que eran los únicos que deseaba, que el matrimonio era una invención del hombre que no funcionaba en la mayoría de los casos y que los niños no eran para ella. Aunque hacía muy buenas migas con los críos, se daba por satisfecha con jugar con los de otros cuando se presentaba la ocasión. Ese era el único «momento niño» que deseaba, y Joe coincidía con ella.

Rose llamó a su segunda hija, Venetia, de cuarenta y un años, una diseñadora de moda con un éxito arrollador que había montado su empresa catorce años antes con el sabio asesoramiento financiero de su marido, Ben Wade, inversor de capital riesgo. Venetia era y siempre había sido una mujer imaginativa y extraordinaria. Dirigía su empresa con audacia, y sus creaciones causaban furor. Se le ocurrían diseños tan estrafalarios y estrambóticos como ella; parecían un cóctel explosivo entre un camping de caravanas, París y Las Vegas. Cuando Rose vio los diseños por primera vez, le pareció impensable que alguien los comprara, a menos que fuera tan peculiar y excéntrico como su hija. Sin embargo, la ropa funcionaba y parecía hacer realidad la fantasía del look que prácticamente toda mujer anhelaba, como costosos tejidos italianos de lentejuelas y estampado de leopardo, y chaquetitas formales de visón blanco y tela vaquera de estilo Chanel para combinar con tejanos. Venetia los marcó a precios elevados para colocarlos en el mercado del lujo y, para gran asombro de Rose, habían triunfado y causado sensación. Un año después de que montara la empresa, Mode y The Wall Street Journal le dedicaron sendos artículos. Venetia era tan alta como su madre, y su marido, Ben, que poseía el atractivo de un galán de cine con su pelo oscuro y sus ojos verdes, incluso más. Venetia, que iba a diario al gimnasio a las cinco de la mañana, tenía una figura espectacular; conjugaba la disciplina con la creatividad, una combinación que le había granjeado el éxito. Lucía una larga e indómita mata de pelo rojo rizado. La prensa la llamaba la Leona de Oro, porque también convertía en oro todo lo que tocaba y tenía un magnífico olfato para los negocios.

Había estudiado en la escuela de diseño Parsons y en la escuela de negocios de Columbia. Ben y ella eran padres de tres hijos muy monos, aunque algo trastos, dos de ellos niños, Jack y Seth, y la benjamina, India. Venetia decía que quería tener más, pero todavía no había convencido a Ben. De alguna manera se las apañaba para compaginarlo todo —trabajo, matrimonio, hijos—, lo mismo que había hecho su madre. Sin embargo, a diferencia de Rose, Venetia vivía en una casa adosada en Nueva York que por lo general parecía que la habían bombardeado, pese a que ella mostraba un magnífico aspecto, igual que los niños. Todos eran alegres y vivaces; la de cinco años había heredado la vena creativa de su madre y de mayor quería diseñar zapatillas de fantasía.

A pesar del ajetreo, Venetia siempre encontraba un hueco para escuchar los problemas de sus hermanas o su madre, y les daba infalibles consejos.

Cuando su ayudante respondió, Rose pidió hablar con Venetia, que se puso al teléfono al cabo de unos minutos, contenta de tener noticias de su madre.

—Perdona, mamá, estaba en una reunión de diseño. ¿Qué pasa?

Rose nunca la llamaba a esa hora. Normalmente conversaban cuando Venetia iba de camino a su casa en un Uber a la salida del trabajo, a menudo el único momento del que disponía para sí misma. A su llegada, ayudaba a los niños con sus deberes y la acaparaban durante horas.

—En una reunión, acabo de enterarme de algo que me preocupa, y no sé si estarás al tanto —dijo Rose en tono grave.

—¿Los bajos se van a acortar? Si los míos se acortan un pelín más, detendrán a mis clientas. —Se echó a reír, pero enseguida se dio cuenta de que su madre no estaba para bromas.

—Es sobre Nicolas. —Nicolas era el marido de Nadia, la hija menor de Rose—. Por lo visto tiene una aventura con la chica que protagonizó su última película, Pascale Solon. ¿Te ha contado algo Nadia? Llevo varios días sin hablar con ella; he estado enfrascada en el número de septiembre. Espero que no sea verdad. Al parecer, se dejaron ver en público en el Festival de Cannes la semana pasada. ¿No lo acompaña Nadia?

—Normalmente sí. Como estaba decorando una casa en Madrid, es posible que no lo haya acompañado este año o que se haya quedado solo un par de días. Yo no he hablado con ella; hemos tenido varios intentos de llamadas fallidos. Vi algo sobre eso en la portada de una revista del corazón en el súper.

—¿Te ocupas tú de hacer la compra? —Su madre parecía estupefacta—. ¿Hay algo que no hagas?

—Me tocaba cocinar para los niños y paré a comprar pizza congelada. —Aunque tenían una asistenta y una niñera, Venetia intentaba cocinar para ellos una vez a la semana.

—Menos mal.

Era un secreto a voces que las mujeres de la familia eran malas cocineras, salvo Athena, que lo compensaba por todas ellas y era un genio en la cocina —para quien le gustaran las verduras—.

—Confiaba en que, puesto que ella no estuvo allí, no fuera más que la típica basura de la prensa del corazón. ¿Qué has oído en la reunión? —Venetia también parecía preocupada.

—Que Nicolas tiene una aventura con Pascale Solon y que podría estar embarazada.

—Dios mío, espero que no sea cierto. Quizá toda esta historia no sea más que bombo publicitario hollywoodense para promocionar la película —dijo Venetia, esperanzada. No quería que a su hermanita le rompieran el corazón. Nicolas había sido un ligón cuando era más joven, pero no en los últimos tiempos. Como era francés, formaba parte de su cultura, pero a Venetia le daba la sensación de que la cosa no pasaba de ahí. Nadia nunca se había quejado de él, ni le había dicho que la engañara.

Mientras reflexionaba acerca de esto, Venetia iba vestida con una de sus creaciones, unos inconfundibles pantalones pirata de leopardo, un suéter de lentejuelas turquesa y unos zapatos de salón de lagarto verde lima de tacón alto de Hermès, combinados con un montón de pulseras de esmeraldas y diamantes en un brazo, un brazalete con una enorme piedra turquesa en el otro, y su melena pelirroja en un recogido alto pillado con un palillo de diamantes. Para Venetia era un atuendo básico de trabajo y, de alguna manera, en ella todo funcionaba; era una mujer preciosa que pisaba fuerte, un icono de la moda con estilo propio. Su atrevimiento a la hora de vestir se remontaba a la adolescencia y con ello se había labrado una profesión de éxito en la madurez.

—Espero que sea mentira —dijo Rose de corazón—. Acabo de descartar a la chica para la portada de septiembre y estoy segura de que el asunto va a traer cola, especialmente si el rumor, lo de la aventura, es verdad. No quiero ni pensar en un posible embarazo.

—Tiene toda la pinta de ser basura sensacionalista, mamá —la tranquilizó Venetia.

—Y ahora, ¿qué hacemos? No quiero tantear a Nadia y que se lleve un disgusto si no ha oído el bulo —dijo Rose pensativa.

—Seguro que sí. Es probable que circule por todo internet. —Venetia lo consultó en su ordenador. Aparecieron media docena de artículos entre los que elegir y algunas imágenes tomadas por paparazzi—. Podría ser cierto, al menos lo de la aventura —dijo con voz apagada, triste por su hermana pequeña—. Llámala, mamá, y ponme al tanto. Yo la llamaré más tarde. No puedo creer que sea tan estúpido. Tiene una mujer preciosa y dos niñas estupendas, le va de maravilla en su matrimonio, se adoran mutuamente, ¿y se pone a hacer el gilipollas con una actriz en ciernes a la que le dobla la edad? Qué patético. Al más puro estilo francés. Una cosa es flirtear, pero de ser cierto esto, es un palo para Nadia.

—La llamaré. Esta noche te cuento —prometió Rose a Venetia, que siguió trabajando minutos después, preocupada por su hermana pequeña.

Rose, sentada a su mesa, se quedó pensando en su hija menor unos instantes. Nadia, siguiendo los pasos de su madre, había estudiado el penúltimo año de carrera en la Sorbona. Conoció a Nicolas en aquella época, una noche que fue con unos amigos a una discoteca, y se enamoraron locamente. Él le llevaba seis años a Nadia y era estudiante de posgrado en Ciencias Políticas; a finales de su curso en el extranjero, ella dijo que estaba demasiado enamorada de él como para dejarlo y regresar a Nueva York. Sus padres no se lo tomaron muy bien, pero Nadia se empecinó y se quedó con Nicolas en París. A pesar de que Nicolas estaba estudiando Ciencias Políticas, quería ser novelista. Nadia se trasladó a la Universidad Americana de París y descartó la idea de volver a vivir en Estados Unidos. Tras graduarse, se apuntó a clases de decoración en París y consiguió un puesto de becaria en un elegante estudio de interiorismo. Nicolas y ella se habían casado hace once años, cuando ella tenía veinticinco y él treinta y uno, tras vivir juntos durante varios años. Al año siguiente dio a luz a Sylvie, que ahora tenía diez años, y luego a Laure, de siete. A sus treinta y seis años, Nadia era dueña de su propia empresa y había triunfado como decoradora de interiores. Y los sueños de Nicolas se habían hecho realidad: era el novelista superventas en Francia. Encantador y muy inteligente, trabajó en el mundo del periodismo político durante un tiempo, hasta que escribió su primera novela de éxito. Sus padres habían muerto en un accidente poco después de que Nadia y él se casaran y, al ser hijo único, heredó todo, incluido un castillo en Normandía que Nadia lo ayudó a restaurar al mismo tiempo que inauguraba su propia empresa de interiorismo.

En ciertos aspectos, Nadia era distinta a las otras hijas de Rose. Igual que Venetia, tenía dotes artísticas, aunque en su caso las aplicaba al diseño de interiores en vez de a la moda. Y tenía buen ojo para los negocios. Sin embargo, era más callada que sus hermanas y había heredado algo de la mesura británica de su madre. Todas las demás expresaban sus opiniones abiertamente; Nadia, por lo general, se guardaba para sí sus puntos de vista y planes hasta que los llevaba a cabo. Tímida pero segura de sí misma, sus clientes la adoraban por su delicadeza, discreción y buen gusto. Ella nunca imponía su criterio, pero siempre se las ingeniaba para convencerlos de las opciones que prefería y consideraba más convenientes para ellos, con resultados espectaculares. Las casas de las que se encargaba a menudo salían en las portadas de las mejores revistas de decoración.

A diferencia de sus hermanas, que reñían entre ellas cuando eran más jóvenes, Nadia se forjó recatada y resueltamente el porvenir que consideraba correcto, y a Rose siempre le había impresionado su valentía. Rara vez pedía opinión a alguien antes de tomar decisiones, no le temblaba el pulso y desde muy joven mostró una gran confianza en sí misma, como cuando decidió quedarse en Francia con Nicolas, algo de lo que jamás se había arrepentido.

Él había sido bueno para ella y, cuando se casaron y formaron una familia, Rose respetó la estabilidad de su relación. Su hija gestionaba la fama de Nicolas con soltura, igual que su empresa y su familia. A pesar de su juventud, había transformado el castillo de la familia de su marido en un hogar y lo dirigía con aparente desparpajo. A su madre siempre le recordaba el dicho de «las apariencias engañan»; era una de las hijas más competentes de Rose.

Rose a menudo pensaba que Nadia tenía una vida perfecta: un matrimonio feliz, hijas encantadoras y un marido al que adoraba y que a todas luces la amaba con locura. Cada vez que Rose los veía juntos, él apenas podía apartar las manos de Nadia. A Rose le caía bien su yerno y, sin duda alguna, era un escritor con talento. Había escrito cinco bestsellers en Francia hasta la fecha, y sus obras también se traducían en el extranjero; era muy conocido en su país e incluso en Estados Unidos. Esta era la segunda película basada en uno de sus libros. Era un hombre que tenía todo lo que necesitaba para ser feliz, y ahora mantenía una aventura sin tapujos con una joven estrella de cine.

A Rose se le partía el corazón al pensar en ello y en cómo debía sentirse Nadia. Ciertamente era una manera de destruir un matrimonio que tanta felicidad y satisfacciones les había aportado a lo largo de once años. No tenía la menor idea de qué le había dado a Nicolas. En opinión de Rose, a sus cuarenta y dos años ya era mayorcito para eso, y demasiado joven para sufrir la crisis de los cincuenta. Y Nadia no era de las que se quejaban si tenía un problema.

Tras la conversación telefónica con Venetia, Rose telefoneó a Nadia a París. No tenía claro cómo abordar el tema. Nadia era tan reservada que su madre no estaba segura de si se sinceraría con ella. Tras preguntar por las niñas y una vez que su hija la puso al corriente del nuevo cliente que tenía en el sur de Francia, Rose decidió tirarse a la piscina.

—Hoy me he enterado de algo que me preocupa —empezó a decir con tacto.

Nadia era más baja que Venetia y su madre, y de pelo oscuro. En cambio, Athena y Olivia eran rubias, como Rose de joven. Nadia y Olivia eran mucho más bajas que sus hermanas y su madre. Nadia era un bellezón, la única morena de la familia, pero con los ojos azules y la tez lechosa de su madre. Sus hermanas solían decir que se parecía a Blancanieves.

Hubo un silencio al otro lado de la línea. Nadia, vacilante y desanimada, finalmente soltó un suspiro que sonó como un globo desinflándose despacio. Rose casi pudo sentir cómo se le hundían los hombros a su hija.

—Sé de qué se trata, mamá. Es acerca de Nicolas. Aquí ha salido en toda la prensa sensacionalista. Ha quedado a la altura del betún en el Festival de Cannes, y los medios están haciendo el agosto con eso. No he tenido valor para llamarte. —Tampoco había llamado a sus hermanas. Estaba demasiado hundida.

—¿Habría bebido? —Rose no le encontraba explicación a su conducta.

—A lo mejor. No lo sé. Yo no estaba allí, estaba trabajando en Madrid. Dice que se lio con ella cuando estaba rodando la película. Es una chica preciosa —dijo Nadia con tristeza—. Yo he estado ocupada y él se dejó llevar.

—Tú también eres preciosa —le recordó su madre, enfurecida con su yerno—. ¿Sabías o intuías algo?

—No, jamás pensé que haría eso. Confiaba plenamente en él. Todo salió a la luz en el festival, cuando lo vi en la prensa. Me siento como una idiota. Igual parte de la culpa es mía. He estado trabajando mucho, a destajo.

—¿Ha sido un ligue de esos de una noche? —le preguntó

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