Prólogo
Baipur, estado de Merala, India, noviembre de 1859
La señorita Leonelle Ingram cerró con un suspiro afligido el libro que había estado leyendo en uno de los confortables sillones tapizados en verde del salón del gobernador de Merala.
Era una verdadera contrariedad que se hubiese dejado convencer por su familia para traer desde Inglaterra solo el primer volumen de la enciclopedia Introducción a la Entomología: Elementos de la Historia Natural de los Insectos. Que los baúles con sus pertenencias hubieran contenido tantos otros libros que el peso amenazase con hundir el barco antes de llegar a Calcuta era un asunto nimio ahora que no disponía del segundo volumen para continuar con esa deslumbrante obra. Con otro suspiro, se puso en pie. Había estado tanto tiempo absorta en la lectura que el té sobre la mesita auxiliar a su espalda ya estaría frío, pero se acercó para beber un poco de todas maneras en lugar de pedir una nueva tetera. No había necesidad de importunar con más trabajo a los sirvientes cuando ella era la única responsable de haber perdido la noción del tiempo. También había perdido la noción de la realidad, al parecer, porque no había escuchado a nadie entrar en el salón, pero junto a la delicada taza de porcelana encontró un cuaderno que no había estado allí media hora antes.
Miró a ambos lados para asegurarse de que, en efecto, era la única persona en la estancia, y alargó la mano para tocar el lomo de piel y la cubierta forrada en tela rojiza de manera apreciativa. Encuadernación holandesa, confirmó, duradera y elegante. La lógica, ya que quienquiera que lo hubiese colocado junto a su té tenía que saber que Leo lo vería en algún momento, y la curiosidad la llevaron a hojearlo sin encontrar nada en su interior.
Excepto que sí había algo.
Una nota que se desprendió de entre las páginas desprovistas de tinta y revoloteó sobre el vestido color crema hasta llegar a sus pies.
Leo se agachó con tal ímpetu a recogerla que las gafas de montura metálica se le escurrieron por el puente de su estrecha nariz. Se las colocó con un movimiento torpe, y el pulso se le fue acelerando conforme leía el contenido.
Vi este cuaderno en el bazar y me he tomado el atrevimiento de considerar que debe pertenecerle, espero que lo acepte como un regalo de despedida. A veces, las páginas en blanco son tan útiles como las que están escritas. No hay condicionantes que nos limiten, no hay imposiciones, no hay renglones donde ocultarse. Solo el comienzo que uno mismo elige.
Aunque, puesto que nuestros labios se han rozado en una ocasión, supongo que hemos ido un poco más allá de las formalidades y que el atrevimiento no te es desconocido, ¿no es cierto, sherani? Lo último que deseo es privarte de la satisfacción de responderme. Si así lo quieres, ya sabes dónde encontrarme.
B.
Desde luego que sabía dónde encontrar a ese... ese desvergonzado.
En el mismo lugar donde, varias semanas atrás, había comenzado una intensa contienda entre ambos. A él se le daba muy bien sacarla de quicio con sus conjeturas sobre lo aislada que estaba Leo del mundo por dedicarle tanto tiempo a los libros y al estudio, y se esforzaba en escandalizarla con sus acciones e insinuaciones. Y ella parecía haber tocado un punto sensible al acusarlo de no ser realmente quien decía ser.
¿Cómo se le había ocurrido besarlo hacía unos días? Con el rostro ardiendo y la imagen de su propia falta de prudencia al unir sus bocas para resultar vencedora en esa lucha de voluntades todavía muy fresca en la memoria, guardó la nota de nuevo en el cuaderno y salió del salón con pasos determinados.
Dos minutos y medio exactos después, la puerta de la biblioteca se abrió y se cerró con una suavidad que contrastaba con el aspecto arrebolado de Leonelle al deslizarse dentro.
Aún sentía calor en las mejillas, y no había conseguido decidir por dónde comenzar su ofensiva. Quizá debería aludir al descaro de su adversario al hacerle semejante regalo o a su falta de caballerosidad y discreción al dejar una evidencia escrita del casi inexistente contacto de sus labios donde cualquiera podría haberla encontrado.
La primera frase que pronunció, sin embargo, consiguió sorprenderla incluso a sí misma.
—¿De verdad se marcha?
El hombre al que se dirigía estaba de espaldas a ella, junto a la ventana entornada, y parecía mirar hacia la jungla que se extendía más allá de las paredes del bungalow. El crujido de las hojas y el murmullo de los animales que deambulaban en el exterior se colaron en la estancia para cubrir el silencio que había seguido a aquella pregunta.
Él giró la cabeza hacia la izquierda, solo un poco, y le dejó ver su duro perfil a contraluz.
—Saldré hoy mismo de Baipur. No quería interrumpir tu lectura, así que te estaba esperando, sherani. —Leo intentó hacer caso omiso del estremecimiento que siempre le provocaba la cadencia oscura y ronca de su voz cuando la llamaba así. «Sherani significa “leona”. Fiera y de ojos ámbar...» le había dicho una vez, en esa misma biblioteca—. ¿Has venido a devolverme mi regalo o prefieres quedártelo?
Leonelle apretó más el cuaderno contra su pecho y no se dejó desviar de la sospecha que se había formado en su mente.
—Preferiría que me contara si su partida tiene relación con lo que le dije. Con el hecho de que sepa que oculta algo y quiera saber quién es usted en realidad.
«Preferiría que se quedara en un lugar donde yo también esté».
De pronto, el aludido se dio la vuelta con agilidad sobre sus pies descalzos y clavó los ojos en su rostro, como si hubiera oído ese último pensamiento.
El corazón de Leo empezó a latir más fuerte al contemplarlo.
El cabello, de un negro vibrante, le caía libre sobre la ancha espalda, y encima del hombro izquierdo descansaba una estrecha tela de algodón blanco que descendía hasta enrollarse en sus caderas y dejaba la mayor parte del duro torso al descubierto. Su cara y su pecho siempre estaban pintados con rayas horizontales, también blancas, que contrastaban contra su piel morena, pero que no conseguían atenuar el resplandor de su mirada.
Era imposible no quedar atrapada por esos ojos verdes que parecían conocer todos sus secretos.
Así había sido desde que Leonelle viera a Ban por primera vez.
Él se fue acercando con pasos lentos, medidos, sin desviar la vista en ningún momento.
—Ya sabes lo que soy —respondió, por fin, a solo unos pasos de ella—. Soy hindú. Un brahmán.
Levantó las manos, grandes y masculinas, con una lentitud casi enloquecedora para aferrarla por las caderas y atraerla hacia a él. Leo no lo impidió y exhaló aire con suavidad cuando Ban fue bajando la cabeza milímetro a milímetro, cada vez más cerca... hasta unir su frente con la suya.
—Soy solo un hombre, sherani. —Fue apenas un susurro que acarició su rostro.
A Leo le pareció escuchar tristeza en el eco tenue que dejaron sus palabras. Sin darse cuenta, el cuaderno se escapó de su agarre y cayó al suelo mientras ella se rendía al impulso de alzar sus propias manos para tocar los antebrazos desnudos de Ban con las yemas de los dedos e ir subiendo hasta apoyar las palmas sobre la piel cálida y elástica de sus hombros. Abrazados por un momento. Iba a apartarse cuando él la sujetó con más firmeza contra sí.
—Y prefiero despedirme con otro beso.
Leo levantó la cabeza, sobresaltada.
—No se atreverá a... —Sintió arder las mejillas de nuevo y trató de empujarlo—. No hace otra cosa más que provocarme...
—Me encanta provocarte, sherani. Lo echaré de menos.
El brahmán aprovechó la sorprendida inmovilidad de Leonelle para besarla de lleno en la boca. El contacto duró tan solo unos segundos, intensos e incendiarios, en los que el mundo pareció cambiar de eje.
Cuando Leo fue consciente de que se había quedado sola en la biblioteca, tenía el sabor de Ban todavía en los labios, y la incertidumbre de no saber si volvería a verlo alguna vez le produjo una extraña punzada en el corazón.
Capítulo 1
Delhi, India, finales de febrero de 1860
Leonelle se ajustó las gafas y estiró el cuello todo lo que pudo para no perder detalle de la asombrosa construcción que se elevaba a más de setenta y dos metros sobre algunas de las ruinas más antiguas del sur de Delhi. Toda la ciudad era como un inmenso museo al aire libre, con kilómetros y kilómetros a la redonda de regias estructuras de palacios y mezquitas ya olvidados, pero el minarete Qutab Minar era incluso más bello de lo que había imaginado. La torre de arenisca roja estaba ornamentada con arabescos y enormes caracteres cúficos con fragmentos del Corán, y las acanaladuras de la pared alternaban formas redondeadas con agudas aristas en un impresionante juego de volúmenes. Nunca había visto algo semejante. Era...
—Maravilloso —exhaló; los dedos casi le dolían por tocar la deslumbrante mole de piedra.
—Sí, es realmente maravilloso. —La señorita Emily Campbell, su acompañante en aquella escapada, apenas disimuló un bostezo cuando colocó el dorso de la mano enguantada sobre la boca, con genuina delicadeza—. ¿Aún te queda mucho para terminar, querida? Madrugar tanto con el fin de evitar el calor ha resultado agotador, y llevamos aquí un buen rato...
A Leo le costó un triunfo apartar la mirada del Qutab Minar para enfocarla en la exquisita y dorada señorita Campbell y observarla con atención. Aunque se encontraba cobijada en la sombra del carruaje, a unos metros de ella, las ojeras bajo los ojos color zafiro de Emily delataban el cansancio que sentía y su deseo de regresar al centro de la ciudad.
El sol ya había recorrido un buen trecho de cielo en su camino al tórrido cenit y sus rayos iban cobrando fuerza, pero Leo no se explicaba cómo había pasado tanto tiempo desde su partida al amanecer si ella tenía la sensación de que apenas acababan de llegar. Un breve vistazo en derredor le bastó para darse cuenta de que algunos de los sirvientes nativos del pequeño grupo que conformaba la expedición removían las piedrecitas del suelo con la punta de los pies descalzos y levantaban nubecillas de tierra mientras trataban de ocultar el aburrimiento.
La joven intentó no sentirse dolida por semejante desprecio a esa joya arquitectónica y asintió para mostrar su conformidad con la partida.
—Ya he acabado —anunció, a la par que recogía con rapidez los carboncillos con los que había trazado un modesto boceto del minarete en cierto cuaderno con tapas rojizas.
Una vez dentro del carruaje que los llevaría de vuelta a la residencia de los Campbell, Leo se dirigió a Emily, preocupada por haberla hecho pasar un rato desagradable.
—Te agradezco mucho que hayas organizado esta salida, ¿no te encontrarás indispuesta por mi culpa?
—Claro que no, no seas absurda, Leonelle. —Emily le dio un apretón cariñoso en la mano y sacudió la cabeza con una sonrisa, lo que consiguió que Leo se relajara.
Aunque su cabeza le decía que Emily Campbell nunca la juzgaría, era difícil desprenderse de las reacciones negativas que sus gustos —tales como visitar un montón de piedras erosionadas por el paso del tiempo a horas impías— solían provocar en la gente que la rodeaba.
Sabía demasiado bien que era un caso inusual, se lo habían remarcado muchas veces como para olvidarlo. «Peculiar» era la palabra más común con la que solían describirla. Un término tibio e inofensivo en apariencia, que a duras penas camuflaba lo que opinaban de Leo en realidad. Rara. Extraña. Diferente allí donde lo distinto no era sinónimo de bueno, sino objeto de censura.
Su marcada personalidad, que se había acentuado tras llegar a la India, la había hecho blanco de críticas crueles desde su niñez en Inglaterra. Se la tachaba de ser estudiosa en exceso. También se la acusaba de ser experta en temas inapropiados para una mujer. Y, la falta más vulgar de todas, de ser muy franca. Pero Leo no sabía expresarse de otra forma que no fuese clara y directa. El hecho de que su madre fuera la hija de un vizconde que se casó muy por debajo de sus posibilidades económicas y sociales con un militar destinado en India no había hecho más que contribuir a hacerla receptora de miradas de despectiva superioridad y comentarios humillantes.
Que ella no hubiera tenido ni voz ni voto a la hora de elegir su carácter o las acciones de sus padres carecía de relevancia.
Pero, aunque todavía acusaba las heridas que recibía, su fuerza de voluntad era más fuerte y había logrado dejar atrás el punzante sentimiento de culpa por no ser lo que los demás esperaban de ella. El angustioso deseo de convertirse en otra persona. Alguien dulce y sin tacha como su hermana Cam o extrovertida y encantadora como su hermana Lemy.
Leo era Leo. No podía evitar sentir una curiosidad innata por todo lo que la rodeaba, por empaparse de saber, aunque eso la hiciera vivir al margen de la corriente social. Cada libro, periódico o gaceta que llegaba a sus manos era consumido con la misma inevitabilidad y determinación que... una planta carnívora devoraba sus nutrientes, a falta de un ejemplo menos botánico. Tampoco tenía reparos en acribillar a preguntas a quien estuviera a su lado, a pesar de lo mucho que la alejaba su comportamiento de entablar amistades o conocer a un potencial marido.
En realidad, Leo nunca había renunciado expresamente a pertenecer a un círculo social, ni siquiera se oponía a contraer matrimonio. Pero, al parecer, todas esas cosas eran incompatibles con la peculiar Leonelle. En cualquier caso, tenía a su familia y su pasión por aprender. Y con eso bastaba.
—¿Sabes, querida? No tienes que agradecerme nada. —La voz suave de Emily trajo a Leo de vuelta al presente. Cuando la miró, la joven curvó los labios con picardía y se ahuecó los bucles, de un rubio muy claro, antes de continuar—: Mi tía y yo nos hemos propuesto hacer que tu primer viaje a las montañas sea lo más agradable posible. —Su sonrisa se amplió—. Y eso incluye satisfacer todos tus caprichos.
Leonelle le devolvió la sonrisa, que alcanzó sus ojos ámbar tras los cristales de las gafas. Afortunadamente, ahora también tenía a las Campbell.
La tía de Emily era la formidable Heather Campbell, a quien Leo había conocido en agosto del año anterior en el viaje de varias semanas en barco que las había llevado a ella y a sus hermanas desde Inglaterra hasta la India. La señora Campbell, esposa de un acaudalado mercader, había entablado una profunda amistad con las Ingram y, puesto que no tenía hijos, siempre hablaba maravillas de sus cuatro sobrinas. Tras conocer a Emily, Leo entendió el porqué. La joven tenía diecinueve años, su misma edad, y era hermosa, sofisticada, con un ingenio femenino y encantador que atraía a las personas como abejas a la miel.
—Se lo prometimos a tu familia, y cumpliremos nuestra palabra —continuó Emily. Luego arrugó el delicado entrecejo—. Excepto visitar el Taj Mahal. Lo siento mucho, pero me temo que tía Heather no estaba dispuesta a soportar ni un día más de calor en el llano para desviarnos hasta Agra.
Leonelle negó con la cabeza y sus rizos castaños se sacudieron.
—Estoy segura de que habrá más oportunidades para visitarlo. Quizá en nuestro viaje de regreso.
No se le ocurriría recriminarle nada a las Campbell después de lo mucho que estaban haciendo por ella.
Todo había comenzado dos semanas atrás, en Merala, el estado nativo donde vivía con sus hermanas; Lemy, de diez años, y Carmentia, dos años mayor que Leo, además de Jason, el marido de Cam.
Las temperaturas estaban empezando a subir, como ocurría cada año por aquella época en las llanuras de la India, y, por norma general, las mujeres y niños europeos comenzaban el éxodo hacia las estaciones de montaña construidas por los británicos a los pies de los Himalayas. Podría decirse que eran un refugio terapéutico en el que pasar los meses de verano, donde lograban huir del insoportable calor al que estaban tan desacostumbrados, de la imbatible fuerza del monzón o de las temidas enfermedades del trópico, como la malaria. Nadie podría negar la tranquilidad que suponía el hecho de que el mosquito que la transmitía no alcanzase esas altitudes.
Las Campbell habían visitado a las Ingram en Baipur, la capital del estado nativo de Merala, y les habían propuesto acompañarlas a pasar los meses más tórridos en Simla, una pequeña estación a unos trescientos kilómetros de Delhi, compuesta por poco más de cien viviendas y un número igual de limitado de residentes británicos. Sin embargo, Jason había sido nombrado gobernador de Merala hacía muy poco y Cam no deseaba dejarlo solo en aquellos momentos de cambio tan delicados. Lemy tampoco quería iniciar un viaje agotador y prefería quedarse en Baipur con ellos.
Era de esperar que la mediana de las Ingram también declinase la invitación, puesto que nunca se había separado de sus hermanas, pero Leonelle tenía un motivo de peso para querer embarcase en ese viaje al norte con Heather y Emily Campbell.
Sería difícil olvidar la cara atónita de su hermana mayor al escuchar su petición, pero Cam, después pensarlo detenidamente, había aceptado su partida. Sabía que estaría segura bajo la protección de las Campbell y su legión de sirvientes.
Tras la agridulce despedida que la separaría varios meses de su hogar, Leo emprendió el camino junto a Heather y Emily. No tardaron mucho en llegar a Calcuta y, una vez allí, siguieron la Grand Trunk Road, una descomunal carretera de más de dos mil quinientos kilómetros que unía Bengala con Peshawar, en la frontera afgana, abarcando así el nordeste del país casi en su totalidad.
El fatigoso viaje hasta Delhi duró unos diez días en dak gari, un pequeño carromato abierto tirado por caballos esmirriados, y el transporte más común en la India, puesto que muchos caminos eran tan estrechos y estaban en tan malas condiciones que no permitían el paso de carruajes más grandes. Hacían altos en los dak bungalow que encontraban apostados a los lados del camino, y podían dormir con cierta comodidad, pero resultaba una marcha tediosa moverse con tantos sirvientes y baúles de equipaje. O de eso parecía lamentarse Emily a cada momento.
Leo recordó una jornada en la que Emily había estado especialmente gruñona acerca de las molestias que suponía recorrer la calurosa India hasta Simla, y ella había intentado apaciguarla con una de sus historias.
—Piensa en lo duro que sería desplazar un campamento de doce mil personas con sus correspondientes tiendas, baúles, caballos, camellos, elefantes... —Leonelle iba desplegando los dedos a medida que contabilizaba.
—¿Un campamento de doce mil personas y otros tantos animales? ¿Y por qué alguien querría hacer semejante cosa? —preguntó Emily. Parecía horrorizada mientras trataba de abanicarse entre las sacudidas del dak.
—Si eres el gobernador general de la India y vas a viajar durante más de dos años por el norte del país, es absolutamente necesario —había respondido Leo—. O, al menos, eso le pareció a lord Auckland cuando realizó semejante hazaña con sus hermanas hace más de veinte años.
—¡Señor! ¿Puedes imaginar la cantidad de polvo que removerían todas esas patas?
Esa era otra de las cosas que admiraba de Emily. No se mostraba aburrida por sus temas de conversación, ni la acusaba de sabelotodo o la sermoneaba acerca de tratar asuntos más acordes con su edad, sexo y posición.
Las dos se habían echado a reír ante el comentario. Solo eso, una risa espontánea, de camaradería. Una risa que Leonelle compartía en muy contadas ocasiones con aquellos ajenos a su familia.
Aunque, bien pensado, era cierto que Leo podía hacerse una perfecta idea de la cantidad de polvo rojizo que había cubierto los campamentos del gobernador general. Tenía que ser igual al que las había envuelto a ellas con frecuencia durante el viaje sin dejar la más mínima superficie a salvo: vestidos, cabellos, zapatos, lo había sentido incluso sobre cada una de sus pestañas... También estaban los insectos. Aunque Leo había vivido unos años en Baipur debido al puesto de su padre, había sido demasiado pequeña y había estado demasiado protegida como para ser consciente de ello, por lo que, antes de salir de nuevo de Londres, jamás habría imaginado que pudieran existir semejantes ejércitos de mosquitos y hormigas concentrados en un mismo lugar. Tenía el convencimiento de que muchas especies ni siquiera figuraban en sus enciclopedias. Y, aun así, a pesar de lo complicado que había sido construir una nueva vida a mares de distancia de su hogar, ya no cambiaría la India por nada.
El carruaje por fin llegó a su destino en una de las mejores zonas residenciales de Delhi, y Leo trató de concentrarse en el presente. Sin perder un momento, entró en la residencia de los Campbell, que contaba con las mismas o incluso más comodidades que cualquier mansión londinense, dispuesta a sumarse a la frenética actividad de preparar la última etapa del recorrido.
Varias horas después, cuando al fin se quedó a solas en el cuarto que ocupaba, Leo se puso un sencillo camisón, se cepilló la larga melena castaña y se sentó en un taburete frente al tocador, donde ardía una tímida vela. La luz, de un amarillo suave, se derramaba sobre el cuaderno de Ban. En su interior, escondida en la tapa trasera mediante una pequeña incisión en la tela, todavía conservaba la nota que le había dedicado, puesto que había sido incapaz de deshacerse de ella.
A veces, las páginas en blanco son tan útiles como las que están escritas. No hay condicionantes que nos limiten, no hay imposiciones, no hay renglones donde ocultarse. Solo el comienzo que uno mismo elige.
Bien. Habían pasado tres meses desde su último encuentro con el brahmán, y las páginas ya no estaban en blanco porque Leonelle había elegido su propio comienzo. Estaba decidida a escribir el libro de viajes sobre la India más completo del que fuera capaz.
Tras su acalorada despedida en la biblioteca, Leo había tenido tiempo de meditar sobre lo todo lo sucedido entre ellos. La primera vez que lo vio en el bungalow de su familia, cuando el brahmán fue a reunirse con su cuñado Jason en Baipur en calidad de médico, Leo se había quedado sin habla por unos instantes. Impresionada no solo por conocer a un hombre de la casta más alta de la estratificada sociedad india, sino por todo lo que revelaba su apariencia. Emitía poder, desbordaba atractivo y poseía una seguridad indomable que la irritaba y atraía a la vez. También guardaba demasiados enigmas como para no despertar en ella la necesidad de querer descubrirlos uno a uno. Cualquier posibilidad de desenmascararlo había desaparecido con su marcha. Pero, al igual que Leo había sido capaz de ver a través de sus mentiras, también había sido capaz de distinguir sus verdades.
Podría resultar inverosímil que un hombre que una vez la había acusado de escudarse tras hojas de papel para ser una fría observadora del mundo le hubiera regalado un cuaderno, nada menos. Pero ese hombre, que seguía siendo un completo rompecabezas, la había calado hasta el fondo. No tenía por qué gustarle, pero Leo era lo bastante inteligente como para admitir que a Ban no le había costado nada llegar a lo más profundo de sus cicatrices, hasta ese rinconcito solitario enterrado con esmero, que aún estaba herido por verse apartada de todo y de todos, y que necesitaba sanar.
Tampoco le costaba reconocer que, en medio de los intentos del brahmán para distraerla de sacar a la luz su farsa, a su modo intenso y provocativo, había querido ayudarla de verdad. Y para eso, había utilizado un arma a la que Leo no podría resistirse: la escritura.
¿Qué mejor manera de sentirse parte del mundo y demostrarse que pertenecía a él tanto como aquellos que la rechazaban que explorándolo y describiéndolo ella misma? Canalizando todo lo que era sin renunciar a nada, con sus propias percepciones junto a hechos fundamentados.
Después llegaría la ardua cuestión de hacer público su trabajo. Escribir no era fácil para las mujeres, apenas se reconocían sus méritos, y no se podían abandonar los temas y patrones ya establecidos por hombres, a muchos de los cuales les asustaba perder sus derechos y privilegios en ese campo.
Como si la literatura solo les perteneciese a ellos cuando preguntar a Leonelle Ingram qué significaba un libro para ella sería como preguntar a cualquier ser alado qué significaba el cielo infinito. Libertad. Posibilidades. Aprendizaje. Consuelo.
Y Leo estaba dispuesta a desplegar sus alas, por imperfectas que fueran, y lanzarse a volar.
Escribiría su viaje hasta el final, a donde quiera que la llevase.
Hojeó con rapidez algunas de las páginas que llevaba redactadas, junto a algunos mapas y pequeñas ilustraciones que había esbozado de monumentos y rostros anónimos. Desde que partiera de casa, ya había plasmado el aire místico de la santa Benarés, con sus decenas de ghats repletos de devotos entregados a sus rezos, o su paso por Allahabad, donde los ríos Ganges y Yamuna confluían para hacer de la ciudad un lugar sagrado al que hindúes de todos los rincones del país acudían en peregrinación. No dejaba de sorprenderla que, según le había relatado un sirviente de los Campbell, sus veneradas aguas se transportasen en vasijas a lugares tan lejanos en el sur como Madrás, donde se vendían a hombres ricos que no habían podido acudir a sus orillas. Sabía que, aunque permaneciese mil años más en la India, no le bastarían para estudiar todos sus misterios, pero se esforzaría por plasmar los que descubriera de la mejor manera posible.
Llegó a la siguiente página en blanco y preparó el tintero y la pluma para dejar constancia de su día en Delhi. Antes de comenzar, cogió una sencilla cinta azul para atarse el cabello y pasárselo por encima del hombro. Después, se ajustó las gafas y se alzó un poco para colocar la pierna derecha debajo del cuerpo. Ya estaba preparada para lanzarse a detallar todo cuanto recordaba de la impresionante ciudad. El sonido de la pluma al rasgar sobre el papel era lo único que se escuchaba en la tranquilidad de la noche. Ante ella desfilaron la mezquita Jama Masjid y sus espectaculares vistas al Fuerte Rojo hasta llegar al punto final con el relato de su visita al Qutab Minar.
La tinta hizo un pequeño borrón al no levantar la pluma con la rapidez suficiente, pero Leo estaba lejos de allí.
«El mundo, sherani, hay que vivirlo».
La voz que se derramó en su interior era tan nítida y tentadora como el día que Ban le susurró esas palabras mientras la abrazaba contra las estanterías de la biblioteca del gobernador. Un resquicio en su consumado pragmatismo le hizo preguntarse si volvería a cruzarse con esos ojos verdes que la contemplaban con descaro y desafío, y así poder contarle lo que había significado su regalo. Pero se deshizo del pensamiento con una sacudida de cabeza tan pronto como había llegado. No había vuelto a tener noticias de él. Incluso había vencido la timidez que le suponía intentar sonsacar a Jason alguna información sobre el brahmán que le fuera de utilidad, sin obtener nada a lo que aferrarse.
No. Lo más seguro era que jamás volvieran a encontrarse.
Cerró el cuaderno de golpe y apagó la vela. Al día siguiente partirían hacia Simla.
Capítulo 2
En algún lugar cerca de Simla, India, tres días después
Los culíes, unos cuarenta hombres en total, resoplaban debido al esfuerzo que suponía el ascenso por el camino estrecho y empinado que zigzagueaba hasta el anhelado frescor de las montañas. Una parte de los trabajadores indios iba cargada con las numerosas pertenencias de las Campbell y las dos bolsas de tejido de alfombra de Leo, más ligeras que los compactos baúles de madera. El resto de los porteadores tenía que hacer altos cada pocos metros para hacer relevos e intercambiar su lugar bajo los pesados doolies, los palanquines de bambú y telas multicolores en los que iban recostadas Heather y Emily, y el transporte más común para que las damas inglesas alcanzasen los Himalayas. Leonelle, pese a la tozuda oposición de las Campbell, había preferido montar en un pequeño poni de montaña. Había alegado disfrutar más, de esa manera, del paisaje que la rodeaba, lo cual era cierto, pero también prefería aliviar a los trabajadores nativos de la carga de tener que acarrearla a ella. Estaba acostumbrada a cabalgar sobre caballos más grandes en Londres y, al principio, le había preocupado que el animal no resistiera su peso o que pudiera desestabilizarlo, pero había resultado ser fuerte y ágil, ideal para los tramos angostos que habían tenido que atravesar, e impracticables para una montura más grande.
Allí arriba, en la tranquilidad de las montañas, las nubes más bajas le hacían compañía y la brisa suave era un regalo para su cuerpo acalorado después de tantos días de recorrido por las planicies del Ganges; el verde había ganado cada vez más terreno a los colores rojizos y marrones de la tierra arrasada por el sol, y se encontraba muy a gusto sobre el lomo pajizo del dócil y robusto poni. Era totalmente ajena a su aspecto, pero formaba una bonita estampa, enfundada en un traje de montar gris perla y un gracioso sombrerito a juego.
Estar, al fin, tan cerca de Simla la hacía sentir expectante y entusiasmada. Heather y Emily no hacían más que hablar del feliz momento en el que se encontrasen en la pequeña estación de montaña. Heather, que había nacido en Brighton, aseguraba que era como transportarse hasta allí sin moverse de la inmensa India puesto que el clima era muy similar al de su añorada ciudad costera y, al igual que Brighton, hacía maravillas con su salud, algo menguada por el constante calor de Calcuta. Para Emily, que había nacido en el Indostán, suponía unos meses de ocio y diversión, donde podría ponerse al día de los últimos chismes de la reducida sociedad británica afincada tan lejos de su hogar.
Cruzaron el cauce de un pequeño arroyo seco, y Leo sonrió un poco al ver las caras sorprendidas de unos niños indios que dejaban de jugar para observar el paso de la comitiva desde una choza de techo plano y aspecto cuidado.
No había duda de que la vida en las montañas era más apacible que en las áridas llanuras, y pensó que a Lemy le encantaría trotar por esos bosques y valles como la pequeña aventurera que era.
Leonelle continuaba sonriendo cuando el nutrido grupo giró sin previo aviso en un recodo del sendero y, después de tantos días de agotador camino, se dio de bruces con el escarpado y pintoresco perfil de Simla. Estaba ante la reina indiscutible de la colina. Sobre sus laderas, las casas de color blanco, todavía pequeñas desde la distancia a la que se hallaban, se distribuían en terrazas de roca viva a distintos niveles, flanqueadas por impresionantes cedros centenarios y pinos de largas agujas. Estaban construidas tan al borde de los riscos que daba la impresión de que podrían caerse en cualquier instante por un ligero golpe de viento; y, en lo más alto, la torre amarilla de una iglesia dominaba con su presencia todo su alrededor. Como marco perfecto, las cumbres de los Himalayas se recortaban en el horizonte formando un anfiteatro de deslumbrantes picos nevados y grises acerados. La belleza del paisaje hizo contener el aliento a Leonelle.
Todo el grupo pareció apresurar el paso ante el fin inminente del viaje, y los porteadores nativos emplearon sus últimas energías en su afán final por alcanzar Simla. Sus brazos flacos estaban en tensión y temblaban por el esfuerzo de acarrear los kilos de equipaje y los doolies a más de dos mil metros de altitud por desfiladeros imposibles, mientras que el manso poni de Leo avanzaba, con paso firme, lo más lejos posible del borde.
Cuando entraron en la estación de montaña, la cabeza rubia de Emily asomó por entre las cortinas de su palanquín e instó a Leo a acercarse.
—¿Cómo ha sido la escalada a lomos de esa bestiecilla?
Leo le dio una palmadita cariñosa al cuello del animal.
—Inmejorable —aseguró. Luego, pasó a inspeccionar el rostro de su amiga con clínica minuciosidad—. Emily...
—¿Sí, querida?
—¿Sientes náuseas?
La joven pareció atragantarse un poco antes de responder.
—¿Cómo dices?
Leonelle se ajustó las gafas.
—Náuseas. Verás, conforme a las investigaciones publicadas por el médico francés Denis Jourdanet acerca de la fisiología respiratoria de altura, la falta de oxígeno puede producir síntomas adversos tales como jaqueca, mareos, falta de apetito, irritabilidad...
Ante ese último dato, Emily asintió.
—Oh, sí. Tía Heather está irritada. Aunque, bien pensado, sufre de irritabilidad crónica.
—¡Emily Campbell, te he oído! —Se escuchó el reproche desde el otro doolie, sobresaltándolas a ambas, para terminar con una exasperada afirmación—: Por suerte, ya nos encontramos muy cerca de Campbell Cottage.
Emily emitió una risilla pícara y Leo dejó escapar un ruidito de satisfacción.
—Muy bien, nada de síntomas. Quizá la subida paulatina haya disminuido el riesgo de sufrir mal de altura o nos hemos hidratado de forma adecuada... —comenzó a murmurar para sí, a la vez que instaba a su poni a moverse de nuevo, sin ver a Emily, quien agitó la cabeza con afecto y dejó caer las cortinas de nuevo.
Unos diez minutos después, se adentraron en un animado bazar que sacó a Leo de sus elucubraciones, en el que se alternaban negocios ingleses con otros nativos en una llamativa amalgama de gente y de colores, donde la añoranza por el Viejo Continente se fundía con grácil esplendor entre las texturas del trópico.
Continuaron subiendo hasta a una avenida en la que parecían concentrarse los edificios más importantes de Simla: la oficina postal, los juzgados, un teatro de variedades y, al fondo, como si no quisiera perder de vista toda la actividad de la estación de montaña, se encontraba la basílica de estilo isabelino que habían atisbado en la distancia. Leonelle no tardó en indagar sobre todos los lugares y edificaciones con los que se topaban. La amplia calle comercial era conocida como The Mall, y el templo anglicano no era otro que la iglesia del Cristo, con su torre color crema y sus puntiagudos chapiteles alzados con orgullo hacia el sol del mediodía.
Pronto giraron a la izquierda para tomar una de las estrechas callejuelas que partían de The Mall, y que serpenteaba como una alegre cinta entre tupidos rododendros que prometían una explosión de color con la inminente primavera.
El camino hasta Campbell Cottage estaba bordeado de más rododendros y violetas salvajes; y, tal y como había dicho Heather, no tardaron demasiado en llegar a la residencia de verano de la familia.
Leo ya se había dado cuenta durante el viaje de que los bungalows habían ido desapareciendo de manera gradual conforme iban tomando altitud para dar paso a construcciones europeas, pero, cuando la casa de campo quedó a la vista, no pudo evitar sentirse encandilada por su acogedora silueta. Se trataba de una amplia construcción de dos plantas, cuyos muros, de un blanco impoluto, resaltaban bajo listones de madera de color oscuro colocados de manera que formasen triángulos y rectángulos, en un delicado entramado estilo Tudor. Las tallas ornamentadas en aleros, puertas y ventanas eran exquisitas, y los tejados a dos aguas sobre los que descansaban numerosas chimeneas la hacían parecer una casita salida de cuento de hadas. La madreselva y las fucsias se habían adueñado de las paredes en un abrazo que rodeaba todo el perímetro que Leo alcanzaba con la vista, y disponía de un cuidado jardín que la joven se prometió recorrer más tarde.
La puerta se abrió de golpe y el señor Campbell, que se había trasladado unas semanas antes que su esposa y su sobrina a las montañas por negocios, salió a recibirlas con una amplia sonrisa en su rostro redondo y alegre. Leo lo había conocido hacía meses en Calcuta y no había olvidado su tupido cabello blanco y su aire bonachón. Emily se echó a sus brazos abiertos con un chillido de deleite apenas se hubo apeado del doolie, y el señor Campbell dejó escapar una sonora carcajada y la envolvió en un fuerte abrazo, para después besar con suavidad a Heather en la mejilla cuando llegó a su lado.
—Por fin estáis aquí, queridas. —Extendió una mano regordeta para tomar la de Leo, que se había acercado hasta ellos con cierta timidez—. Espero que te sientas como en casa, Leonelle.
—No podría ser de otro modo en un lugar tan encantador, señor Campbell.
—¡Vamos! Llámame tío George. A partir de hoy, eres una sobrina más. —Se giró de nuevo hacia Emily—. Al parecer, habéis llegado en el momento más oportuno. Esta noche, los Gorton van a celebrar una de las primeras veladas de la temporada y estamos invitados.
—No habrás aceptado, ¿verdad, George? —Fue la pregunta horrorizada de la señora Campbell.
—Tío George, por lo que más quieras, di que has aceptado —contraatacó Emily al momento, incluso con un pequeño tironcito a la manga de su tío.
—¡Emily Campbell! Llevamos dos semanas dando tumbos por caminos que despedían polvo, porquería y más polvo —la regañó la señora Campbell—. Me niego a dar un solo paso en lo que queda de día.
La formidable Heather, tan parecida físicamente a su sobrina, había dado con la horma de su zapato, porque Emily no se encogió un centímetro ante su tono severo e incluso miró a su tío con un mohín demoledor.
—Me temo, querida, que ya he aceptado en nombre de todos —admitió George Campbell a la vez que alzaba la mano para apaciguar la ira de su mujer—, pero los Auburn ya están aquí con la pequeña Rose. Puesto que Emily y ella son amigas, estoy seguro de que a sus padres no les importará cuidar de tres hermosas jovencitas durante la fiesta.
—¡Oh, tío! ¿Te he dicho ya que te adoro?
—Desde que has llegado, no.
Emily volvió a abrazarlo y Leonelle alcanzó a ver una pequeña sonrisa camuflada en el rostro enfurruñado de la señora Campbell.
Durante el intercambio de besos y abrazos, los sirvientes ya habían llevado la mayor parte del equipaje al interior de la casa y los tíos de Emily las instaron a entrar para que pudieran descansar y reponerse por unas horas antes de la fiesta. El aire puro y fresco de las montañas entraba por las ventanas abiertas, y Leonelle hizo una honda inspiración, disfrutando de la sensación plena que colmaba sus pulmones. Ahora entendía por qué sus compatriotas disfrutaban tanto de Simla, ya que la atmósfera se parecía mucho a la de su tierra natal, era su pequeño bastión en un mundo inmenso y desconocido. Apenas tuvo tiempo de ver un saloncito de aspecto muy agradable antes de subir las escaleras, donde Heather y Emily le mostraron su habitación. Quedó enamorada de inmediato de las vistas, que daban a un profundo valle con un río sinuoso al fondo. Tras él, las cumbres nevadas de los Himalayas se alzaban como colosos en la distancia.
Al cabo de un rato, después de darse un baño y cambiar su vestido de montar por uno de delicada muselina verde, se reunió con Heather en la pequeña salita que había visto al entrar.
—¿Emily aún no ha bajado? —Se extrañó.
—Mi sobrina derrocha demasiada energía para su propio bien —suspiró la mujer mientras los sirvientes dejaban unos cuantos platos con pasteles a su alcance—. Le pareció que estábamos tardando demasiado en acomodarnos después del viaje y ha decidido hacer una breve visita a Rose. Puedo pedir a una de las doncellas que te acompañe a casa de los Auburn o... —bajó la voz en tono conspirador y señaló unos dulces con forma cuadrada y de aspecto delicioso— puedes esperarla aquí y probar los barfis recién salidos de la cocina.
—Solo hay una respuesta correcta a esa pregunta, señora Campbell —aseguró Leo con seriedad, antes de alargar la mano hacia los postres.
Unos cuarenta minutos después, Emily entró al saloncito en el momento en el que la señora Campbell daba cuenta de una segunda taza de té y Leo estaba terminando de escribir una carta a sus hermanas para informarlas de su llegada a Simla sin incidentes. La joven tenía el rostro algo ruborizado.
—¡No vais a creer las noticias que traigo!
Parecía muy entusiasmada.
—¿De qué se trata, querida? —preguntó su tía en tono apacible, antes de llevarse la taza a los labios para dar un sorbito.
—¿Sabéis quién está en Simla? —Hizo una pausa de apenas un segundo para dar un efecto dramático y continuó con rapidez—: Fitzwilliam Elwood, lord...
—¡¿Cómo dices?! —La señora Campbell casi se atragantó con el té y su rostro se volvió tormentoso.
—Exactamente lo que oyes, tía. Llegó hace una semana y hoy...
—¡Qué atrevimiento el suyo! —la interrumpió de nuevo su tía—. No ha tenido suficiente con el revuelo que provocó en Delhi hace unos meses. ¡Será mejor que no me cruce con ese sinvergüenza!
—Estamos en Simla, tía Heather. No puedes permitirte esos lujos en un lugar tan pequeño como este, donde es imposible evitar a los vecinos. —La sonrisa de Emily era pura picardía—. Quizá podrías elegir el número de ocasiones que estás dispuesta a verlo en un día y entonces decir: «¡Será mejor que hoy no me cruce más de tres veces con ese sinvergüenza!».
Leo, que no perdía detalle del intercambio de palabras desde su puesto junto a la ventana, no sabía si sería capaz de controlar la carcajada que burbujeaba en su garganta.
—Me voy a ir para concederme el gusto de no darte la razón, querida. —Heather Campbell se levantó del sofá y ya se dirigía hacia la puerta cuando se detuvo para mirar a su sobrina, con el semblante muy serio—. Emily, quiero que Leonelle y tú os mantengáis bien alejadas de él. Ese canalla no es de fiar. No puede haber venido por nada bueno.
Cerró la puerta con un golpe ominoso, y Leo se volvió hacia Emily con expresión interrogante.
—¿Tan horrible es ese hombre?
—Es... deliciosamente oscuro —respondió Emily con una mueca maliciosa, mientras volvía sus ojos azules y chispeantes hacia ella—. Se presentó hará unos dos meses en Delhi y causó estragos entre las damas de todas las edades. Tiene algo magnético... No sabría explicar el qué. Pero, lo peor, aunque se supone que yo no debería saberlo, es que se rumoreaba que frecuentaba los peores antros y fumaderos de opio de la ciudad.
—Cielos...
Aunque a Leo también se la había intentado resguardar de esos temas, sabía que el opio era un veneno que esclavizaba y torturaba de por vida a aquellos que lo consumían. Casi sintió pena por él.
—Además —prosiguió Emily—, según Rose, y ella es una fuente totalmente fiable, en la fiesta privada que lady Shelton ofreció en la estación hace unos días, se les habían acabado las ideas para amenizar la velada, por lo que nuestro infame caballero —en este punto se aproximó más a Leo y comenzó a hablar más bajo, en un tono confidencial— propuso un juego de lo más escandaloso, pero al que muchos se prestaron sin demasiada oposición. Las damas debían sentarse sobre la mesa del comedor y subirse las faldas y enaguas hasta las rodillas, y los caballeros debían situarse justo debajo y reconocer a cada mujer por sus extremidades inferiores.
Leonelle se sintió enrojecer con solo pensar en la imagen que habían formado las palabras de Emily en su cabeza. Al ver su rostro arrebolado, la señorita Campbell se echó a reír.
—Oh, vamos, Leonelle, tú vienes del sofisticado Londres. Estoy segura de que allí ocurren cosas mucho más atrevidas...
—Yo... —vaciló un poco—. No he asistido a demasiadas fiestas y siempre era en compañía de mi hermana. No recuerdo haber escuchado nada parecido.
—Sí, tienes razón. No creo que haya nadie como él, ya sea en la India o en cualquier otro lugar de la Tierra... pero no te diré nada más. Es una sorpresa. Y no te inquietes, querida, podrás saciar tu curiosidad esta noche.
—¿Esta noche? —Leo no pudo evitar sentarse más recta ni negar que, en efecto, le había picado la curiosidad—. ¿Nos vamos a encontrar con él? Pero tu tía nos ha advertido que nos mantengamos alejadas.
—He intentado decírselo a tía Heather, pero no me ha escuchado, así que no es culpa nuestra el que asistamos a la misma fiesta, ¿verdad? No es como si lo hubiéramos buscado a propósito.
—Oh, Emily. Parece que te gusta atraer problemas.
—Tantos como sea posible, querida. Aunque he de admitir que me divierte igual o más ver la manera en la que estos se resuelven.
Unas horas después, Leonelle alisaba con nerviosismo las arrugas inexistentes de su voluminoso vestido de tafetán amarillo limón. A su edad ya no era una debutante, pero tampoco se consideraba una mujer tan sofisticada como para usar colores más llamativos. Además, se sentía bastante insegura sin la presencia de su hermana Cam como apoyo para enfrentarse a una reunión social. Frunció las cejas tras las gafas y se insufló ánimos. Desde un punto de vista objetivo, todas las fiestas seguían un mismo patrón en el que los invitados intercambiaban cortesías o puñaladas, los jóvenes bailaban bajo el cuidado, más o menos atento, de una carabina, dependiendo de la idoneidad del enlace, y Leo se mantenía al margen, en los límites de la pista de baile, con la cabeza repleta de pensamientos que podrían estar relacionados o no con lo que la rodeaba. No podía ser demasiado distinto en Simla, así que se puso recta y miró con valentía la puerta abierta de la residencia de los Gorton, donde se celebraría la velada. Era una casa de campo muy parecida a la de los Campbell, también adornada con un precioso jardín, aunque algo más pequeña.
Un golpecito en el codo enguantado le hizo girar la cabeza.
—Vamos, Leonelle, Rose ya nos debe de estar esperando. Hemos quedado en vernos en el recibidor. —Emily, con un precioso vestido azul aciano, se había acercado para animarla a entrar—. Rose es... algo habladora, pero no lo hace con mala intención, enseguida lo verás.
Se adentraron en la casa y al momento se acercó una joven morena, bajita y bastante delgada, enfundada en un vestido rosa, seguida de cerca por una pareja entrada en años que les sonrió con calidez. En realidad, eso fue lo único que el matrimonio pudo hacer porque, no bien hubo acabado Rose Auburn de presentarse a sí misma y a sus padres, se lanzó a una diatriba acerca de lo difícil que era elegir cintas para el pelo que no desentonasen con su ropa con un catálogo tan limitado como el de Simla.
Emily le lanzó una mirada de disculpa, pero Leo se esmeró en seguir la conversación mientras accedían al salón, aunque sus comentarios sobre la armonía de colores en tríada equidistante del círculo cromático y su utilidad para combinar cintas y vestidos no recibieron respuesta alguna. La estancia estaba iluminada por decenas de velas, y la mayor parte de los invitados ya se encontraba allí, a juzgar por el poco espacio que quedaba libre entre muselinas, encajes y levitas.
Los señores Auburn se alejaron para saludar a sus conocidos, y Emily alargó el cuello con la elegancia que la caracterizaba para tomar nota de cada integrante de la fiesta. Algunos caballeros se acercaron a saludarlas con efusividad, aunque la mayoría parecían estar acaparados por grupos de damas con rostros sonrosados y sonrisas estudiadas. Rose chasqueó la lengua en un ruido poco femenino que intrigó a Leo.
—¿Ocurre algo?
—En realidad, no. Debí haber supuesto que «la flota pesquera» estaría aquí. Menos mal que yo ya estoy comprometida con mi querido Oswald. Nos casaremos el próximo otoño, ¿sabes?
Leo alzó las cejas sin comprender, y Emily le devolvió el gesto alzando las cejas en el mismo ángulo.
—Leonelle, querida, eres un pozo de sabiduría, pero cuando se trata de asuntos más frívolos parece como si hubieras salido de un convento.
—A decir verdad, eso no es del todo acertado —se defendió—. Estoy igual de poco versada en teología y nunca he contemplado la vida monástica.
Rose la miró como si le hubiera salido otra cabeza, pero Emily captó la mínima curvatura en los labios de Leonelle y chocó su hombro contra el suyo, sonriendo a su vez.
—A lo que Rose se refiere es que la mayoría de las mujeres solteras que ves aquí han hecho el largo viaje desde Inglaterra hasta la India como último recurso para contraer matrimonio.
—A pescar marido —apuntilló Rose, lo que se ganó la mirada de desaprobación de su amiga.
—La expresión pescar resulta un tanto... desagradable —no pudo evitar murmurar Leo con una mueca.
—Es que de ahí viene lo de «flota pesquera»... ya me entiendes —continu