Capítulo 1
EL LEGADO DE EVA
(Carmen)
Madrid, 1998
—Digamos que así fue como os decidiste...
El comentario pudo haber sonado raro en otra persona. Pero mi jefa tenía ese don de materializar mis pensamientos de un modo que asustaba.
—No sé bien a qué te refieres —respondí buscando evadir el hecho de conocer de antemano lo que pretendía con sus palabras.
Me veía decidida a abandonar mi puesto en el canal de noticias mejor pago de Madrid. Un paso que daba por su culpa y de quienes consideraba «sus secuaces». Si pensaba que se la dejaría ganar tan fácil era porque no había terminado de conocerme...
Había llegado a España, desde mi añorada Buenos Aires, repleta de sueños —y con mis papeles de residencia al día—, con mi título y unas ganas de hacerme valer que demandaba una completa dedicación al trabajo. Luego de algunos puestos sin trascendencia —camarera en un bar, cuidadora de niños— que, por cierto, me habían dejado en mi cabeza cuatro canas de verdad, y no verdes, por lo pillos que eran... Hasta que había logrado ubicarme en un sitio privilegiado.
Mi entrada al canal se había producido casi sin querer. Y Elena fue, además de quien había hallado en mí la posibilidad de una «cara para la pantalla», un pilar en mi rápida escalada al lugar de conductora del noticiero en el horario central. Juraba, ante Dios y la Biblia, que estaba convencida de que ese tipo de acontecimientos ocurrían solamente en las películas. Pero no era así. A mí me había pasado. Pronto había aparecido en las casas de un público español tan agradable que me había hecho sentir como en casa, a la que, por cierto, extrañaba horrores.
Aunque estaba demasiado bien por ser una extranjera, mi deseo era viajar y componer la imagen conforme acontecían los sucesos. En la última reunión habían prometido escucharme. Cuando me desperté esa mañana, lo primero que descubrí en un programa de entrevistas fue la alusión a la partida de mi compañero rumbo a Oriente, a cubrir una nota.
Mientras hablaba podía parecer despreocupada, pero no era así. Tomé una hoja de la pila que siempre me acompañaba y comencé a enlistar lo que debía llevar de la oficina para no olvidarme de nada. Se trataba de mis mejores años y tiraba todo por la borda. Me iba y no tenía pensado a qué me podría dedicar. «Seguramente, algo terminará apareciendo», pensé optimista.
Elena arremetió con lo que pudo. En parte, comprendía lo difícil que le resultaría aceptar mi renuncia. Había planteado mi necesidad de cambio en numerosas reuniones, y la respuesta había sido siempre la misma: «Se le va a dar. Lo estamos considerando. Pero si está subida a un éxito...».
—Carmen... Escucha. Bien sabes que no depende de mí.
—Pero puedes influir lo suficiente para que al menos lo piensen.
Contaba que se trataba de tirar de un hilo muy muy fino. Ella tenía algún poder ante la junta que marcaba los destinos de los periodistas con cierta trayectoria. Sin embargo, no era correcto ser discriminada por mi condición de mujer y, por si fuera poco, ambiciosa. Prendí la TV y alcancé a mirar la promoción de mi programa grabado anoche. En letras grandes, Carmen Morales, daba cuenta de mi camino como comentarista de la noche al cierre de los canales de noticias.
Sentí que Elena se apoyaba contra mi espalda. Mi cuerpo se tensó. Podía reconocer una actitud que demostraba, aunque con cautela, sus intenciones. Me sacudí con delicadeza, pero de todos modos lo hice. No quería que creyese que aceptaba sus caricias.
—Carmen... —rogó una vez más.
Sus manos comenzaron a masajearme la zona baja del cuello. Sus dedos, largos y contundentes, aflojaban con increíble habilidad, a pesar de mi resistencia, la tensión. También la ira acumulada luego de tantos días de reclamar a los directivos del canal que me dejasen estar presente cuando las hazañas de verdad ocurrían, y no detrás de una pantalla.
Con fastidio me levanté y los brazos de ella acabaron colgados, mudos testigos del desprecio que venía ante cualquier gesto suyo que demostrase unos sentimientos no correspondidos. Era un tema por demás hablado, pero Elena no cejaría en su empeño por conquistarme. Y yo, por rechazar sus avances.
—No quiero que te vayas... —Retomó casi sin pausa. Muda de asombro observé su mirada anegada de lágrimas contenidas a duras penas. —Lo siento, ma petite[1], haría cualquier cosa por ti, pero no puedo.
—Vamos. Las dos sabemos que eso es mentira. No estás de acuerdo con que me aleje de la oficina —reclamé—. Tenerme sentada a tu lado es lo único que te importa.
—Ay, si pudieses hacer el esfuerzo por entenderme...
—Lo hago. Por eso mismo es que me voy. No pienso seguir desperdiciando mi carrera detrás de la pantalla. Agradezco tu buena predisposición y mi crecimiento en la compañía. Sin embargo, debes comprender que quiero más. Y no pararé hasta conseguirlo.
Al momento supe de mi pérdida de tiempo. Ella jamás permitiría que abandonase las instalaciones del canal, y mis planes eran otros. Atrapada. Condenada a ser la presentadora de los hechos que a diario golpeaban al mundo. No obtendría nada nuevo de este empleo. Lo mejor sería buscar otro.
Apurada junté lo que tenía sobre el escritorio, la cartera y mi gabán del perchero. Luego mandaría por el resto. «Es ahora o nunca», me planteé con total decisión. Si no jugaba bien mis cartas, jamás reconocerían mis aptitudes como periodista. Además, mi situación dentro del canal había empezado a fragmentarse, producto de mi relación con uno de los jefes.
—No debes tomar decisiones apresuradas...
Lo que dijo lo oí casi llegando a la puerta. La miré un segundo y le hice un «adiós» con la mano. La que se iba era otra. No me arrepentiría así nomás. Era una cuestión resuelta. O confiaban en mi desempeño periodístico y aceptaban mi lugar como corresponsal en el extranjero, o no me quedaría para ver lo que ocurría.
***
Osmar caminaba de un lado a otro de su despacho. Una de las pantallas proyectaba publicidad, anunciaba el programa de noticias más popular de España. ¿Y qué sucedería en breve? Esperaba que en cualquier momento se abriese la puerta y le llegase la renuncia de su conductora estrella. Eso era todo. Increíble pero cierto. No podía soportar que de un plumazo le hubiesen quitado la posibilidad de decidir.
De ser honesto, Elena le había anticipado con tiempo los requerimientos de la jovencita, y él había estado tratando de interceder. Aunque no le había prometido que lograría convencer al resto de los directores integrantes de la junta del canal, ella le había tenido fe. Y le había fallado.
Se detuvo para encender un cigarrillo y aspiró con enojo. Cuando golpearon a la puerta, la abrió él mismo. Miró a la mujer y supo enseguida lo ocurrido. Predecible pero no por ello menos molesto. ¿Cómo arreglaría esa cuestión sin sentir que se moría por dentro?
—Ella se fue.
La voz de Elena sonaba... desilusionada. La había visto luchar ante la miseria humana de los dueños del canal, lo que no había imaginado fue descubrir su frustración. Adolecía de un amor particular por Carmen, pero eso era distinto. Hablaba de una impotencia contra quienes la estaban marginando. Ellos ganaban una vez más. Y ella, sin fuerzas para enfrentarlos como era debido.
—¿Desde cuándo sabías que nombrarían a Ernesto González para cubrir la nota? —le preguntó al hombre, que observaba con la mirada perdida.
Elena sentía su pena, la compartía. Cuando se había enterado de su relación con Carmen, había rabiado de celos. Era un hecho que jugaban en el mismo bando. Ambos sufrirían si se iba.
De alguna manera, Osmar entendió que lo incluía entre los pérfidos. Nunca hubiese autorizado que afectasen a la muchacha. Eso iba más allá, resultaba decididamente muy complejo.
—Vamos, Elena, no vas a suponer que pude ser capaz de engañarte en algo así...
—Pero no pudieron nombrarlo sin tu consentimiento.
—En eso os doy la razón. Les dije que lo pensaría. En cuanto a la decisión final, no fue mía. Teníamos que votar y la mayoría no estaba de acuerdo con que Carmen viajase a Oriente. La querían acá. La quieren aún.
—Pues se quedarán con las ganas. ¡Mierda! La muchacha se ha ido y te traigo su renuncia, como te anticipé que sucedería si no le daban la posibilidad de ser parte del proyecto.
Elena entendía a la perfección que no se abandonaba un éxito, aun estando enterada de los sueños de su compañera desde hacía largos meses, puntualmente, cuando se había difundido que se formaría un grupo de trabajo para cubrir el conflicto en Oriente Medio. También conocía sobre la relación que mantenía Osmar con Carmen. Aunque lo hubiese querido ocultar, se había transformado en vox populi al verlos como se miraban. Se comían con los ojos...
Osmar sabía que todavía le quedaba una última carta por jugar. Sin embargo, le iba a costar desprenderse de Carmen, más de lo que había supuesto al comenzar a verse a escondidas.
Pensar en la muchacha despertó sus ansias por tenerla frente a él. Tenían demasiada piel como para no reconocer que se trataba de un sentimiento que iba más allá de los cuerpos. Ella ejercía sobre él una atracción que comenzaba a preocuparlo. Nunca había habido nadie que le sacase su trabajo de la cabeza... hasta su aparición.
Se sentó frente al gran ventanal a contemplar la tarde que se iba. Sus ojos, tan grises como el cielo, se oscurecieron recordando alguno de los tantos momentos junto a ella. Encima, el clima en Madrid no se estaba portando bien. Llovía desde hacía algunos días y el otoño parecía no querer abandonarlos. Sumado a eso, él, que no podía quitarse la nostalgia de saber que acabaría por perderla.
Fue en ese preciso instante en que tomó la decisión. Iba a tratar de mostrarle el gran error que cometía al renunciar al canal. Y lo último que haría, si no quedaba otra posibilidad, sería plantear nuevamente, ante el directorio, su candidatura como corresponsal de la guerra desatada entre los pueblos bereberes.
***
(Carmen)
La carta llegaría mucho después de que se terminase por decidir mi futuro. Pero significaba mi cable a tierra. Volver a mis orígenes. Extrañaba el mate, los asados de los domingos que hacía mi padre. La noche de Buenos Aires, tan distinta y tan parecida a la de Madrid. «Es que somos tantos los argentinos que nos apropiamos de este suelo. No se puede negar que nos sentimos a gusto. ¿Quién no tiene en sus raíces algún gallego?», pensé. Al llegar, de lo primero que me enteré fue cuánto les molestaba que los llamemos así. Es como si a nosotros nos dijesen a todos porteños... o cordobeses.
Por un momento, levanté la vista y mi imagen en el espejo me apabulló. Era igualita a mi madre. Los ojos oscuros, la boca grande y la palidez que asustaba. Las cejas bien tupidas, lo mismo que mi cabello esponjoso por la electricidad de tantos rulos, tan rebeldes como ensortijados. Pero tenía la altura y esbeltez de mi padre. De sangre francesa, había heredado también su amor por el periodismo y la lectura. Ambos iban de la mano. Estaba visto que, para ser una buena profesional, una debía instruirse.
Comencé, así, a escribir con la cabeza repleta de momentos pasados junto a los míos y una nostalgia que trataba de guardar para no echarme a llorar. Porque, si pensaba en ellos mucho rato, era capaz de tomarme un avión y volar a mi Argentina.
Queridos padres:
No dejo de tenerlos presentes. Y menos cuando mi vida está por dar un giro completo, como ahora...
Continué relatándoles parte de la experiencia de trabajar en los medios. Sabía que a ellos les gustaba conocer sobre el mundillo del espectáculo y que los llenaba de orgullo mis logros. Pero también debí contarles que había renunciado. Me imaginé la cara ceñuda de mi padre y las lagrimitas de doña Herminda, mi madre. Además, tenía muy en claro que me apoyarían cualquiera fuese mi decisión. Su confianza me había hecho la mujer que era. Sin dudarlo más, les comenté mi deseo de viajar como corresponsal a Oriente. Mejor que se enterasen por mí y no, si la suerte me acompañaba, por los programas de televisión.
Terminé diciéndoles que, apenas supiese cómo seguiría la historia, los mantendría al tanto. El final me hizo angustiarme un rato. Los extrañaba un montón. Y más en ese momento, en que parecía que todas mis ambiciones se habían hundido con un adoquín colgado de lastre, en el fondo del mar. Igual, no podía contarles toda mi realidad, al menos hasta saber mi próximo destino, o solo lograría preocuparlos. Por eso terminé...
Con todo el amor del mundo. Un gran beso,
Carmen
Capítulo 2
LOS HOMBRES DE AZUL
En las arenas al norte de Níger
La caravana dejaba el lugar que los había preparado para la llegada del invierno. Se trasladaban con todas sus posesiones, incluidas las flacas crías, fruto de una estación poco abundante. Las tiendas de piel de cabra debían reponerse, el viento las había castigado demasiado. Pero Iyad sabía que a su gente no le molestaban las inclemencias del desierto, tampoco a él. Formaban el conjunto de sus días y de los que habían estado antes que ellos. Para muchos resultaba algo tremendamente difícil de comprender. Una nación sin tierra que adoraba cada grano de arena donde sus pies se posaban.
Por eso fue que el joven caminó, ansioso, entre unos cientos de camellos apostados cerca de un precario corral. Además de cabras y algunos bueyes, destacaba, inserto en la fisonomía habitual, Amalu, su caballo; llamado «sombra» por ser, luego del agua, lo más buscado por los peregrinos que transitan el desierto sahariano. Se veneraban una relación mutua que trascendía el compartir largas noches de vigilia bajo la luna solitaria en la quietud del despoblado. Ambos conformaban una imagen de avasallante poder. Con sus crines tan oscuras, arremolinadas por la cálida ventisca, respondía a los suaves toques en sus ancas por un Iyad consciente de su inteligencia. En muchos casos, confiaba más en él que en sus compañeros de hazañas.
Observó con detenimiento el trabajo de los encargados del proceso. Todo se desmantelaría hasta que no quedase ni rastro de su paso por las dunas.
—Iyad...
Oyó la voz cadenciosa de la mujer con más poder en la tribu, consejera del clan de jefes. Acarició por última vez a Amalu y se dirigió hacia donde era requerido.
—Sí, madre —respondió solícito a su llamado.
Todavía contemplarla era una delicia para cualquiera. A pesar del castigo a cargo del soplido constante del viento seco, su piel permanecía intacta. De una hermosura clásica para otras razas. Entre los tuaregs había causado siempre sensación. De cabellos claros y una mirada tan azul como la suya, se había enamorado de uno de esos bárbaros, a decir de su familia europea, y había decidido fugarse con él. Habían pasado varios años desde la muerte de su padre, y aún notaba la tristeza en los ojos de Bella. Solo brillaban al verlo a él. La parte salvaje de su hijo era la viva muestra de lo que se puede lograr mezclando dos culturas tan disímiles. Sin dudas, Iyad poseía lo mejor de ambas.
—Reúne a los jefes —dijo sin mirarlo—. Es hora de partir.
Su resolución culminó mirando al cielo. En el fondo, una oscuridad espesa hacía suponer que la tormenta de arena aún les daría un tiempo de respiro. No demasiado. Por eso debían ser expeditivos en sus movimientos.
La vista del joven también se perdió en la lejanía. Su inquietud era consecuencia de un torbellino que se venía gestando desde la madrugada anterior. El pueblo emprendía su retirada hacia el desierto, y debían reunirse para iniciar la marcha. La decisión la tenía a cargo su madre, quien, a través de su intervención, manejaba los destinos de la kel o tribu. Una pesada herencia otorgada por su padre Idir a la mujer que no solo amaba por su belleza, sino, además, reconocía su inteligencia.
La República de Malí, históricamente, cuenta con la región llamada Azawad, que contiene parte del desierto del Sáhara. Este sector es recorrido por las tribus nómadas que viajan tras las tierras donde trasladan a pastar a sus animales en épocas propicias. Los camellos o dromedarios, según su número de jorobas, constituyen la principal riqueza de los pueblos, ya que les permite el trueque por cantidad de bienes, tan necesarios para su subsistencia que les resultaría imposible superar un invierno sin ellos.
A pesar de que ya era tiempo de volver, Iyad, al igual que otros, no veía con buenos ojos hacerlo en la mitad de la conformación de una tormenta de arena. Confiaba en el criterio de Bella, pero la posibilidad de quedar atrapados siempre estaba latente. El tegaragit o código de conducta social y moral tradicional marcaba la obediencia a su líder de este pueblo sin fronteras. Se cumplían a rajatabla los mandatos de sus jefes, lo que no quería decir que fuese gente pusilánime. Al contrario, de no ser por el respeto a las costumbres y a su religión, acabarían desordenados y sin futuro.
Años atrás, había surgido la primera rebelión por mantener su andar sin sometimiento. La insurrección tuareg contra la autoridad de Bamako, una de las principales ciudades de la república, dio paso al reclamo por sus derechos de transitar libremente, como lo venían haciendo sus ancestros. Los urgían a cambiar su modo de vida. El sedentarismo los conminaría a afrontar las obligaciones de cualquier ciudadano —como pagar impuestos—. Perderían sus hábitos y pasarían a estar gobernados bajo una ley diferente a la acostumbrada. Se sintieron defraudados por quienes habían respetado, hasta entonces, su particular existencia para aquellos que no entendían su necesidad de confundirse con las arenas blancas, llamadas sîmūm, mezcladas con la ventisca al soplar el viento que las arremolina y levanta para co