Te veo en el cielo

David Olivas

Fragmento

Elías

Elías

Un tiempo antes

Hoy es el día más feliz de mi vida, porque por fin voy a comenzar a vivir. A vivir de verdad. La tibia oscuridad que tiñe aún el cielo de mi minúsculo pueblo da paso al amanecer. El ladrido de un perro suena entre el cacareo de los gallos, y en la granja el mugido de las vacas se mezcla con el relincho de los caballos. El naranja baña los picos de Valle de Toledo y los pinos sacan a relucir su color verde. En una de esas casas, en medio del valle, vivo yo.

Me llamo Elías, tengo veintidós años y llevo muchísimo tiempo esperando este día. Hoy por fin dejo atrás este lugar que poco a poco me ha ido apagando. He desactivado la alarma del móvil antes de que suene; llevo un buen rato despierto. Enciendo la pequeña bombilla de filamento que hay junto a mi mesilla, al lado de una pila de libros que cada vez se hace más y más grande. Todas las veces que dejo alguno nuevo en esa torre pienso que no debería comprar más. Me miro en el espejo de la habitación y sonrío, pero a la vez siento un cosquilleo en el estómago. Todo lo nuevo me asusta, siempre lo ha hecho, pero hoy tengo una sensación diferente y estoy deseando saber qué me deparará un año de estudios en el extranjero. Necesito conocer qué hay más allá de estas montañas.

Siempre he sido diferente, el raro, el niño callado que no armaba follón y que acompañaba a su madre a todas partes, el que se entretenía leyendo un cuento o jugando con sus peluches y figuritas en silencio. Hay pequeños destellos en mi memoria, momentos de mi infancia y mi adolescencia que he preferido olvidar. La mayoría son tristes, algunos incluso violentos. A veces escucho todavía en medio de la noche las risas de los que fueron mis compañeros de instituto y sus insultos al pasar a mi lado: «nenaza», «maricón». Ser el bicho raro en un pueblo tan pequeño es duro, más aún cuando ni tu propia familia te entiende, pero de eso os hablaré después. Por suerte, entre todos esos días nublados a veces también se asomaba el sol. Mi rayo de esperanza ha sido siempre Sari, mi mejor amiga. Fuimos juntos al colegio y después al instituto. Ella, que estudia Psicología, fue la primera en decirme que me vendría muy bien marcharme durante un año, y no solo por lo mucho que aprendería, sino sobre todo por las cosas nuevas que descubriría. Haría amigos, aparcaría a un lado los miedos que me invaden y empezaría a dejarme llevar, algo que no he hecho nunca. Me apetece hacer planes sin sentir que todos me juzgan y opinan sobre mí. Eso ha pasado muchas veces aquí, en el pueblo, pero otras simplemente ha ocurrido en mi cabeza. Ese sudor frío, esa presión en el pecho y el estómago, esas voces en mi cabeza que no dejan de decirme al oído: «Están hablando de cómo vas vestido, dicen que aún eres virgen, dicen que eres gay, que estás hecho un fideo, dicen que nunca te vas a liar con ninguna tía, dicen que morirás solo, dicen que eres invisible». Y así fue como me convertí en mi peor enemigo.

Pasé mucho tiempo sin hablar con nadie; iba a la universidad, cogía apuntes y me montaba de nuevo en el autobús que me traía de vuelta a casa. Comía y me encerraba en mi cuarto a leer hasta el día siguiente. Esto se repitió durante gran parte de mi adolescencia. Gracias a las muchas conversaciones con Sari, y con mi psicóloga, con el tiempo entendí que no todo el mundo es necesariamente mala persona, que en la vida también hay gente buena y que vale la pena. Solo necesitaba saber que estaban ahí.

Y entonces llegó la oportunidad. Un año de Erasmus en otro país. Desde que me concedieron la beca no podía pensar en otra cosa, y cada mañana, nada más levantarme, tachaba un día más en el calendario. He pasado el verano en la piscina municipal cuidando de mis primos pequeños mientras mis tíos bebían cerveza y la gente joven pasaba por delante de mí. Los chicos comenzaban a ponerse fuertes, y yo en cambio cada día estaba más delgado. Los veía saltar al agua y pasárselo bien mientras yo no me sentía parte nada. He pasado los tres últimos meses deseando que llegase este día, y ahora aquí está, frente a mí, rodeado por un círculo rojo.

—Hoy —digo con la mirada fija en el calendario—, hoy, hoy, hoy…

El naranja entra ahora por mi ventana y tiñe la habitación de un color tan bonito que decido hacerle una foto. «Aún es demasiado temprano», pienso. Me acerco de nuevo a la cama y doblo la almohada frente al cabecero, me estiro y repaso la lista de cosas que no debo olvidar. Ropa. Bañadores. Portátil. «Acuérdate del cargador del portátil, por Dios», me digo a mí mismo y compruebo que está en la mochila. La cadena de plata que me regaló la abuela. La cámara analógica. Los carretes. Los libros. «Pero ¿cuántos meto?», me pregunto. No puedo llevarme todos los que quiero porque no habría sitio para nada más. Al final, opto por hacer una pequeña selección de mis imprescindibles, entre los que no puede faltar el de mi autor favorito, Carlos Ruiz Zafón. Repaso los documentos: el pasaporte, el DNI, la tarjeta sanitaria y la cartera. Al lado he dejado las pequeñas libretas donde mi psicóloga me recomendó que apuntase cómo me sentía. Ahora las utilizaré para anotar ideas sobre lo que me gustaría escribir, ya que ese es mi mayor sueño: convertirme en escritor. Sonrío al imaginarme redactando algo en el trayecto de la universidad a la que será mi nueva casa, o por las noches antes de dormir, mientras doy un paseo por aquella preciosa ciudad.

Desde pequeño supe que quería contar historias, me emocionaba el poder que tenían los libros para arrancarte unas lágrimas al terminar cada novela. Para mí eran como ventanas a mundos con posibilidades infinitas. Con los años me acostumbré a visitar la biblioteca del pueblo en busca de los pocos libros que ahí llegaban. También aprovechaba los viajes que mi madre hacía a Toledo para encargarle más libros que devoraba en pocos días. Aunque realmente hubo uno que lo cambió todo: Marina. Leí aquella historia de amor y supe que quería ser escritor. Así, cuando me tocó elegir qué hacer al terminar el Bachillerato, lo tuve claro: Literatura General y Comparada. Una carrera que quizá no me haría millonario, pero que me enseñaría mejor qué eran las historias de verdad.

En la universidad, mi tutor me dio un consejo que se me quedó grabado a fuego: la vida es un conjunto de lugares, personas y anhelos; escribe sobre lo que sientes y no te equivocarás. Y llevaba razón. Primero tenía que sentirlo para después poder escribir sobre ello. Cuando les dije a mis padres que quería ser escritor, no les sentó muy bien. Lo primero que hizo mi padre fue soltar una carcajada y mirarme con desdén. Me dijo que me dejase de pájaros en la cabeza y que, por favor, emplease el tiempo en un trabajo de verdad. Se negó en redondo a pagarme la matrícula de una carrera tan inútil, aunque gracias a mi madre al final sí pude cursarla. Ella es la persona más comprensiva del mundo. Me animó con mi sueño y me dijo que llegaría a donde me propusiera. En el fondo, creo que lo hizo porque me había visto pasarlo bastante mal durante mi adolescencia y sabía que lo único que me había salvado de aquel infierno habían sido los libros.

Abro con cuidado la puerta de mi habitación para no hacer ruido. Voy al baño y me lavo la cara. El agua empapa mis ojos cuando de repente noto algo en mis piernas. Al principio me asusto, pero después me doy cuenta de que es Byron, el labrador color canela que le regalaron a mi hermano pequeño en la primera comunión. Roza mi tobillo con el hocico en busca de mimos y caricias.

—Buenos días, precioso —le susurro tras darle un beso. Poco después desaparece. Cuando vuelvo a la habitación en busca de ropa interior lo encuentro tumbado encima de mi cama, hecho un ovillo entre las sábanas. Me mira con cara de pena, por lo que no puedo decirle nada, así que le sonrío y pienso en lo mucho que lo echaré de menos. Cierro el pestillo del baño y me desnudo. Cuando el agua cae sobre mi cabeza está sonando una canción que me encanta: «Resurrección», de Amaral. El agua desciende con fuerza. Me quedo unos segundos inmóvil con la cabeza hacia abajo mientras la presión masajea mi pelo y recorre mi espalda. Y entonces escucho la letra. «Siento que mi alma se encuentra perdida». Cojo el bote de gel y me echo un poco sobre las palmas de las manos. «Siento que, si te veo, terremotos recorren todo mi cuerpo». Mientras extiendo el jabón por mi piel pienso que mañana, cuando se repita este momento, ya no estaré aquí, sino muy lejos. Sonrío lleno de ilusión por llegar y ver qué me deparará esta aventura. «Me devuelves de nuevo a la vida. Antes de llegar siquiera a conocerte». Me imagino paseando por la ciudad que va a acogerme mientras el sol cae. Me siento libre y sin miedos. Sigo sonriendo mientras el agua me resbala por la cara. Entonces me imagino qué sentiré cuando deje atrás este pueblo, cuando ya no viaje en el bus más de cuarenta y cinco minutos cada mañana para llegar a la universidad. Pienso en la nueva vida que abrazaré. La de verdad. Pero no puedo evitar pensar en eso que intento evitar a toda costa, en si llegaré a enamorarme. «Quiero un mundo nuevo. Quiero palmas, que acompañen a mi alma». La canción llega al clímax, la gente aplaude al son de la música y, antes de que suene de nuevo el estribillo, solo puedo imaginarme al protagonista de esta historia, que soy yo, al llegar al aeropuerto cargado de ilusión y ganas de ser feliz. Entonces miro la pantalla en la que aparecen todos los vuelos y veo el mío. ¡Ahí está! Frente a mí, casi puedo rozarlo con las manos, cuando de repente…

—¡Joder, Elías! —exclama una voz muy grave desde el pasillo. Mi hermano intenta entrar—. Como me dejes sin agua caliente antes de irme a trabajar te mato.

Él es David, mi hermano pequeño. Tiene dos años menos que yo y ya tiene claro que no quiere ir a la universidad. Prefiere trabajar en el pueblo con mi padre; juntos se encargan de cuidar los animales de la granja familiar. Su única aspiración es poder quedarse aquí, comprar una casa junto al arroyo y casarse con alguna chica de su pandilla, algo que todavía no comprendo en una persona tan joven como él. Yo siempre he intentado hacerle entrar en razón, le digo que fuera de este pueblo hay muchas más oportunidades, pero, aunque soy el hermano mayor, él es más alto, más fuerte y con mucho más genio.

Agarro la toalla y me envuelvo en ella, conecto el viejo secador que hay en casa y antes de secarme el pelo me fijo en el reflejo del cristal. Nunca he sido de comer mucho, podría decirse que mi metabolismo funciona rápido. Muy rápido. Tanto que siempre he tenido que escuchar los típicos comentarios de mis tíos, primos y, por supuesto, de mi hermano burlándose de mí. Llegué a escuchar tantas veces lo mismo que un día llegué a desear ser invisible. En el reflejo observo mis brazos e intento sacar músculo, pero no ocurre nada. Suspiro cabizbajo mientras considero quizá hacer deporte y comer un poco más de ahora en adelante. Cuando abro la puerta encuentro a David con el móvil sentado en la cama de su habitación.

—Buenos días —le digo mientras me dirijo a la mía.

Él simplemente me ignora, pasa por mi lado y entra en el baño dando un portazo. El golpe estremece el cuadro que cuelga en el pasillo. Para el avión decido ponerme una camiseta de mi serie favorita, Stranger Things, unos vaqueros desgastados y mis Air Force. En la cocina encuentro a mi padre colocando los mantelillos sobre la mesa.

—Buenos días —saludo, y me acerco a darle un beso. Mi padre me lo devuelve con tibieza.

—¿Y tu hermano? —pregunta—. ¿Se ha ido ya?

—No, está en la ducha.

Mira el reloj que hay en la pared de la cocina y suspira. Saca la leche del frigorífico para mi hermano y le pone dos rebanadas de pan en la tostadora.

—Buenos días. —Mi madre, Carmen, aparece en la cocina junto con Byron, que la sigue. Me da un beso y me sonríe—. ¿Con ganas? —dice mientras se dirige hacia la cafetera. Ella sabe lo mucho que ansiaba el día de hoy. Ha vivido conmigo la cuenta atrás. Me roza la barbilla y pone la cafetera al fuego. Yo abro el frigorífico y cojo el zumo para echarme un poco en mi vaso. Al pasar cerca de mi padre me toca el pelo con mala baba.

—A ver cuándo te pelas.

—Papá —protesto, y aparto su mano con brusquedad—, ya vale. Ni el último día vamos a tener la fiesta en paz.

Mi madre se gira y me pide con un gesto que me calme un poco. Según mi padre, mi hermano es el único que hace lo correcto: aportar dinero a casa, trabajar en el pueblo y estar cerca de sus padres. Yo, en cambio, estudio una carrera con la que no saben cómo voy a poder ganarme la vida.

—¿Y David? —pregunta mi madre mientras sirve el café.

—En la ducha —contesta mi padre—, nos vamos pronto.

Anoche, antes de dormirme, oí la discusión que mantuvieron mis padres en su cuarto. Mi madre le preguntaba cómo no iba a ir a despedirme al aeropuerto, que por mucho trabajo que tuvieran en la granja, hiciese un esfuerzo para acompañarme todos juntos. Mi padre, alterado, le gritaba que quien había decidido irse era yo, y que por la tontería del viaje no iba a perder todo un día de trabajo, que gracias a él entraba el dinero en casa, y que la culpa de todo era de mi madre por permitirme hacer semejante locura. Ella, por más que intentaba calmarlo, no lo conseguía. Y yo, desde mi habitación, comprendí muchas cosas. Pasé unos minutos con la cabeza hundida en la almohada para dejar de oírlos, pero un rato después me levanté de la cama sin hacer ruido y salí al balcón de mi cuarto. Esa era una de las pocas cosas que me gustaban del pueblo, la facilidad que tenía para encontrar paz y calma cuando la necesitaba. Me puse los auriculares y miré a las estrellas mientras pulsaba el play. Sonó «A Sky Full Of Stars», de Coldplay. Y mientras se me escapaban unas lágrimas me prometí a mí mismo disfrutar del momento y no sentirme culpable por irme. Necesitaba hacerlo, me lo debía; no podía seguir hundiéndome más y más.

Hacía tiempo que sabía que algo en mi interior no iba del todo bien, pero cuanto más pensaba en ello, más deseaba eliminarlo de mi cabeza. Una noche sufrí un fuerte ataque de ansiedad. No podía evitar pensar que, si no era capaz de encontrar la solución a todos esos pensamientos negativos y a la angustia, quizá lo mejor fuera acabar con el problema. Y el problema era yo. Escribí una nota de despedida y saqué la silla de mi escritorio; pasé el cinturón a través de la barra de la cortina y me lo ajusté al cuello. Miré al frente. Podía ver las estrellas a lo lejos. Estaba a punto de cerrar los ojos, decidido a saltar y acabar con todo, cuando una estrella fugaz cruzó el cielo entre la sombra de las dos montañas que hay en el valle. Suspiré y me quedé quieto. Era como si algo o alguien me estuviese diciendo «no lo hagas, hay otra manera, te mereces ser feliz». Lloré sin consuelo. Pocos meses después de aquella noche Sari me habló de los plazos de solicitud de la beca Erasmus. Hablé con un profesor de la universidad que siempre me había ayudado y cuando todavía no me lo había terminado de creer, la idea de viajar, de empezar de cero, de estudiar fuera, se convirtió en una realidad.

En un faro de esperanza.

—¿Cuántas horas de vuelo son? —me pregunta David mientras se pone las botas de trabajo.

—Dos y media —contesto con una tostada en la boca.

—Hay que ver lo que son las cosas; mientras yo me lleno de mierda, tú te vas de vacaciones por ahí.

—No me voy de vacaciones —respondo de inmediato.

—Ya. Claro. Que te crees que no sé de qué va todo eso. Con la excusa de estudiar se pegan las fiestas más grandes, y luego vuelves sin haber sacado nada de provecho y habiéndote gastado el dinero de la familia. No sé cómo lo habéis consentido.

Mi padre asiente en silencio, orgulloso. Mi madre hace un gesto de pena.

—Mi expediente es el mejor de la clase —le digo—, y por eso me han concedido la beca. Me lo he ganado.

La conversación comenzaba a ponerse tensa.

—Si fuera por mí, te quedarías con nosotros en la granja. Eso sí te haría espabilar.

Mi madre se acerca a la mesa.

—¿Podéis parar de una vez? —protesta—. Quién diría que sois hermanos.

—Tú estás en la granja porque así lo has querido —añado.

—Hombre, alguien tenía que ayudar a papá. ¿O lo ibas a ayudar tú? —dice él cambiando el tono de voz—. Con esos bracillos de risa que tienes.

—¡David, ya! —grita mi madre.

Yo me limito a mirar en silencio el plato de tostadas que tengo delante y no entro en su juego. Aprieto tan fuerte los dientes que me hago daño. Pero aguanto para no contestarle. Solo pienso en las pocas horas que faltan para dejar todo esto atrás. Mi hermano se acaba las tostadas y coge deprisa y de mal genio las llaves del coche. Levanto la cabeza pensando en que, al menos, se despedirá. Pero él mira a mi madre y le da un beso.

—Nos vemos luego, mamá.

Y después solo se oye el golpe de la puerta de casa al cerrarse. Un portazo que me deja un poco más roto por dentro.

Siempre había querido tener un hermano pequeño. Cuidarlo, protegerlo y ayudarlo en todo lo que estuviese en mi mano. Le enseñé a dar sus primeros pasos en el bosque que hay detrás de casa. Le cogía sus pequeñas manos y no dejaba que se cayera. Le prestaba todos mis juguetes y me convertí en su protector. Pero todo cambió cuando creció. Desde que empezó en el instituto me di cuenta de que no era el mismo. Era duro con sus compañeros, se burlaba de los que estaban gordos, de los que estaban flacos, de las chicas con granos y de todos los que llevaban gafas. Yo habría sido víctima de su acoso de no haber sido su hermano. Una vez, su tutora citó a mis padres porque se había liado a puñetazos con un compañero de clase. A mi padre no le pareció raro; al contrario, dijo que eso denotaba carácter, autoridad.

Las notas de David al final de cada trimestre eran pésimas. A menudo se saltaba las clases y los profesores acudían a mí extrañados. No comprendían que yo fuese tan aplicado, que no faltara ni un solo día a clase y que mi hermano fuera justo lo contrario. Algunas veces, antes de entrar en casa, le decía que por favor se dejase de tonterías, que se pusiera las pilas, que la vida que estaba llevando no era la vida de verdad, la que se iba a encontrar ahí fuera. Mi hermano contestaba con risas y me preguntaba que quién me creía que era yo para aconsejarle. Y así fue como poco a poco lo fui perdiendo. Y la idea que había en mi cabeza sobre él: viajar juntos, llamarnos si había algún problema, querernos el uno al otro. Todo eso se esfumó y ahora solo quedaba rencor y distancia.

—Hijo —dice mi padre mientras se acerca a la mesa de la cocina con el mono blanco de trabajo puesto. Por su cara, sé perfectamente lo que va a decirme. Mi madre lo mira desde el lateral de la encimera mientras se muerde un poco el labio por los nervios.

—No vienes al aeropuerto, ¿verdad? —pregunto, aunque conozco la respuesta por la gran discusión que tuvieron anoche.

—Me habría gustado, Elías, pero verás, hoy tenemos que hacer el cambio de los abrevaderos y tu hermano solo no puede…

En mi interior, una presión me obliga a frotarme las yemas de los dedos y a pellizcarlas para no llorar, algo que solía hacer de pequeño cuando la situación estaba a punto de sobrepasarme.

—No te preocupes. Está bien —le aseguro con una sonrisa.

—Ten cuidado por allí y estudia mucho. No te metas en líos, y cualquier cosa nos llamas.

Asiento con la cabeza y se acerca a mí, pero en lugar de abrazarme me esquiva y da un par golpes en mi hombro antes de darse la vuelta y salir de casa.

—Nos vemos esta noche —añade, cogiendo los dos bocadillos que mi madre les ha hecho—, prepara algo rico para cenar, anda.

El sonido de la puerta al cerrarse es lo que hace que me rompa por completo. Yo no era lo que él esperaba, eso lo supe enseguida; mi hermano, en cambio, sí lo era. Yo era el defectuoso, el rarito que se pasaba los días leyendo y no le interesaba el fútbol. Recuerdo todo eso de pronto y mis ojos se llenan de lágrimas. Por más que me aprieto las yemas de los dedos me es imposible evitarlo. Me levanto de la mesa y me acerco a mi madre, que aún mira a la puerta.

—Termino de repasar la mochila y nos vamos ¿vale? —digo, intentando recomponerme.

Ella sonríe como puede ante la situación y me aprieta el brazo para demostrarme que ella sí está ahí, a mi lado.

—¿Qué voy a hacer yo un año entero sin ti? —me dice con los ojos húmedos cuando vuelvo con las maletas.

Un puño me aprieta en las entrañas.

—Ay, mamá, no…

—No es nada, hijo; si yo sé que tienes que irte. Aquí ya sabes lo que te espera —añade. Abre y señala con los ojos la puerta por la que se han ido mi padre y David.

—Tú entiendes que mi lugar no está aquí, ¿verdad? —susurro. Nos miramos y sé que comprende lo que nunca me he atrevido a decirle. Ella asiente, me coge de la mano y me acaricia los dedos—. Te llamaré todos los días, te lo prometo —termino.

—Lo que tienes que hacer, Elías, es no pensar en nosotros y dejarte llevar, soñar, enamorarte. En definitiva, vivir de verdad.

—¿Y cómo se vive una vida de verdad?

Mi madre me aprieta más fuerte las manos y veo cómo sus ojos brillan por las lágrimas.

—Si amas mientras vives, siempre te recordarán, aunque ya no estés aquí. Te encontrarán en cualquier recuerdo, en alguna canción o hasta en el aroma de una prenda. Son esas cosas sencillas las que llenan un corazón, Elías, y las que lo hacen latir hasta la eternidad.

Me quedo sin palabras delante de mi madre, que me sonríe mientras una lágrima recorre su mejilla. Se la quito con el dedo y pienso en esa última frase. Amar mientras viva para que siempre puedan encontrarme. ¿Encontraría el amor en el lugar al que me dirigía?

—¿Listo? —pregunta mi madre con las llaves del coche en la mano.

Un escalofrío me recorre todo el cuerpo. Cojo aire. Todo comienza aquí.

—Listo.

Antes de que el coche atraviese la gran verja que separa la casa del camino de tierra vuelvo la mirada y sonrío a la casa. Dirijo la vista hacia la ventana de mi habitación, en la que tantas horas he pasado. Ese ha sido mi refugio, mi escondite, y donde he soportado tantas noches en vela mirando al techo preguntándome qué era lo que me ocurría. Me voy con el deseo de ser una persona distinta cuando vuelva. Dejo la mochila a mis pies y me acomodo en el asiento del copiloto. Mi madre me toca la rodilla y acelera. Los árboles van uniéndose a medida que el coche avanza. Cuando miro por el espejo retrovisor veo mi casa haciéndose más y más pequeña. Suena una canción en la emisora favorita de mi madre. Muchos pensamientos se cruzan en mi cabeza, pero solo me sale sonreír. Aquí estoy, este es el día y lo he conseguido. Y la felicidad es tan palpable que hasta mi madre se da cuenta. De repente, la alarma de mi móvil suena de nuevo. Había puesto muchas por si me quedaba dormido. La apago. Ya son casi las diez de la mañana. Ahora empieza todo.

Enzo

Enzo

Son casi las diez de la mañana. La alarma sonó a las nueve, pero la apagué para seguir durmiendo. Ahora me han despertado varios mensajes de mis colegas, algunas notificaciones de las redes sociales y varias llamadas de mi entrenador. A las once tengo que estar en la piscina junto con mi equipo o me aniquilará. La cuenta atrás para el campeonato mundial de natación ya ha comenzado y todos los nadadores estamos intentando mejorar nuestras marcas para ser seleccionados y representar al país.

Salgo de la cama y camino por casa; la luz que entra por las ventanas lo convierte en uno de mis momentos favoritos del día. Este ático fue el regalo que me hizo mi padre, Lorenzo, cuando conseguí la medalla de oro en los campeonatos nacionales de la pasada temporada. Digamos que tampoco le supuso un gran desembolso, porque según la revista Forbes Italia mi padre forma parte del top ten de los más ricos del país desde que dirige el grupo audiovisual líder de audiencia.

El piso está en el centro de Roma y cuenta con una terraza enorme y las mejores vistas de toda la ciudad al Vaticano. Voy en calzoncillos, hace un calor horrible. Me meto en la ducha mientras suena una canción de Bad Bunny. El agua cae por mi cuerpo y me relaja tanto que podría volver a quedarme dormido. Me encanta la ducha con efecto lluvia. Con la toalla sujeta a la cintura, voy a la cocina y coloco un bol sobre la encimera de mármol para preparar mi desayuno estrella: tres yogures griegos, trocitos de fresas y plátanos y un buen puñado de avena con bayas y frutos rojos. Un chorreón de miel y listo. Saco el zumo de naranja de la nevera y salgo con el plato a la terraza. Luego subo las escaleras de caracol y me siento en la parte superior de la casa, donde todas las flores que planté al inicio de la primavera han florecido. Hago una foto de mi desayuno, mis flores y las vistas a Roma. La comparto en las historias de Instagram y a los pocos segundos ya la han visto más de doscientas personas. Me fijo en las que subí ayer, que cada vez llegan a más y más gente. Ocurrió sin darnos cuenta, la verdad. Hace un par de temporadas pasamos de ser desconocidos a convertirnos en famosos en cuestión de meses, y todo porque mi padre firmó un acuerdo con la Federación de Natación para dar cobertura a nuestros campeonatos. Peleó con uñas y dientes y hasta se reunió con el ministro de Deportes para conseguir que Roma fuese la sede de los próximos mundiales de natación. Se comenzó a hablar de nosotros cada día en casi todas las televisiones, redes sociales y foros. Querían saberlo todo de nosotros. La gente veía nuestras fotografías y los entrenamientos en los informativos y nos buscaba en Instagram para seguirnos. Sobre todo la gente joven. Aunque, ahora mismo, lo único que me importa es ser uno de los elegidos para competir en el mundial. Mi padre me recuerda cada día lo que hay en juego: un contrato millonario, su reputación al saberse que es el padre de uno de los nadadores que optan a competir. Solo de pensarlo se me acelera el corazón.

Le doy un trago al zumo mientras publico una fotografía que me hizo un fotógrafo durante el último entrenamiento, justo antes de saltar al agua desde el trampolín. Miro las respuestas y ya hay varias chicas que me han dejado unos cuantos emojis de fuegos, corazones y hasta anillos. Me río y le devuelvo la llamada a mi entrenador, que me ha telefoneado varias veces.

Coglione, Enzo! ¿Qué cazzo fai con el teléfono? —me pregunta soltando una retahíla de tacos nada más contestar.

—Perdón, me he dormido.

Massimiliano Castellini ganó los Juegos Olímpicos de Seúl del 88 y es famoso por su carácter duro y su mal genio.

—Termino de desayunar y voy para la piscina —le prometo.

—Si es así como quieres conseguir ser seleccionado lo tienes muy jodido, Magnini —responde, llamándome por mi apellido—. Ponte las pilas de una santa vez, porco.

Y cuelga. Me llama cerdo y me deja con la palabra en la boca. Me quedo mirando las azoteas de Roma mientras termino de desayunar. Estoy cabreado. Conforme nos acercamos a la fecha del mundial la tensión crece por momentos. En pocos días se hará pública la lista de los nadadores que competirán por Italia. A las expectativas de seguidores, fans, amigos, familiares, entrenadores y compañeros se suma las de mi padre, que ha convertido mi carrera deportiva en su pasión personal. Nadar es mi vocación, pero a veces un miedo súbito a decepcionar a todo el mundo me domina y siento que no lo voy a conseguir, que no voy a ser seleccionado.

Agarro las llaves de casa, cojo el casco y bajo por el ascensor. Miro el móvil y veo que me han etiquetado en varias fotografías en Instagram. Algunas son dibujos, otras son collages con muchas de mis fotos en competición. Les doy varios likes y comparto el dibujo que más me gusta en mi historia junto a un mensaje que dice «Muchísimas gracias» y un corazón naranja. Salgo de casa y voy hasta mi moto, una Yamaha R125 de color negro. Me la compré con mi primer sueldo del equipo. Mis padres no están muy contentos con la decisión, pero era uno de mis sueños desde pequeño.

Nuestro único día libre es el domingo. Entonces aprovecho para llenar el depósito de gasolina e irme lejos, con una mochila, un libro y el viento atravesándome el pecho a medida que acelero más y más. Porque si hay algo que me gusta más que el agua y nadar es sentirme libre, a toda velocidad, ver esas curvas y estar seguro de que puedo llegar adonde yo quiera. Nadando, conduciendo, sintiendo; viviendo, al fin y al cabo. Aunque cada día tenga más miedo a dejar de vivir después de lo que me ocurrió.

Arranco y acelero, las palomas se asustan cuando paso y recorro a gran velocidad la ciudad, que comienza ahora a llenarse de turistas de camino a la plaza de San Pedro. Serpenteo entre los coches. Al girar en una de las calles principales descubro el castillo de Sant Angelo, uno de mis rincones favoritos. Cuando crees que conoces Roma como la palma de tu mano, aparece algo que no habías visto antes y te deja con la boca abierta. Así es esta ciudad.

Sigo por la avenida que da al río Tíber y me dirijo a la piscina construida hace apenas un año y que nosotros mismos estrenamos hace un par de meses con una gran fiesta de inauguración. En apenas veinte minutos llego al aparcamiento de mi universidad, la Sapienza de Roma, una de las más conocidas del mundo. Están preparando las instalaciones para las jornadas de bienvenida a todos los nuevos estudiantes, algunos venidos de fuera de

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