Llamaradas

Nora Roberts

Fragmento

1

Atrapada en las corrientes de viento que soplaban sobre las montañas Bitterroot, la avioneta intentaba encontrar la mejor dirección una y otra vez. Las llamas que hervían sobre la tierra se alzaban a través de unas torres de humo como si quisieran dejarla fuera de combate.

Desde su asiento, Rowan Tripp se inclinó para contemplar el gran espectáculo de una Madre Naturaleza realmente furiosa. En cuestión de minutos estaría allí dentro, rodeada de aquella locura, del calor abrasador, las llamas como lenguas y el humo sofocante. Libraría una guerra con pico y pala, coraje y astucia. Una guerra que no pensaba perder.

Su estómago se removía con el avión, una sensación que había aprendido a ignorar. Llevaba toda la vida volando, y desde los dieciocho años apagaba incendios forestales todas las temporadas. Formaba parte de la unidad paracaidista desde hacía cuatro años, la mitad del tiempo que llevaba en el cuerpo de bomberos.

Había estudiado, se había entrenado, había sangrado y había sufrido quemaduras; había aprendido a dominar el dolor y el agotamiento para convertirse en una Zulie. Un bombero paracaidista de Missoula.

Estiró un momento las piernas tanto como pudo y meneó los hombros bajo el contenedor para relajarlos.

Su compañero de saltos, a su lado, la miró mientras se removía. El chico tamborileaba deprisa los dedos sobre sus muslos.

—Parece que tiene mala uva.
—Nosotros tenemos más.
Él sonrió de oreja a oreja.
—Por supuesto.

Nervios. Rowan casi podía ver cómo recorrían la piel del muchacho.

Jim Brayner casi había llegado al final de su primera temporada, pensó Rowan, y seguía necesitando darse ánimos antes de un salto. A algunos siempre les sucedería, pensó, mientras que otros echaban una siestecilla para acumular horas de sueño ante las duras noches sin dormir que les esperaban.

Ella sería la primera en saltar, y Jim lo haría inmediatamente después. Si el chico necesitaba ánimos, Rowan se los daría.

—Le daremos una buena paliza, ya verás. Es el primer cabrón de verdad sobre el que saltamos esta semana —prosiguió, dándole un codazo—. ¿No eras tú el que decía que la temporada había terminado?

Aquellos dedos inquietos seguían algún ritmo interno sobre los muslos del muchacho.

—¡Qué va! Era Matt —replicó sin dejar de sonreír, echándole la culpa a su hermano.

—Con este par de granjeros de Nebraska estamos arreglados. ¿No has quedado con ninguna tía buena mañana por la noche?

—Yo siempre quedo con tías buenas.

Rowan no podía discutírselo, ya que había visto a Jim pescar mujeres como si fuesen truchas arcoíris cada vez que la unidad salía de marcha por la noche. Incluso a ella le había tirado los tejos, recordaba, a los dos segundos escasos de llegar a la base. Aun así, se tomó bien su rechazo. Rowan seguía a rajatabla su norma de no salir con ningún miembro de la unidad.

En otras circunstancias, tal vez se hubiese sentido tentada. Jim tenía un rostro sincero e inocente que contrarrestaba con su sonrisa fácil y el brillo en sus ojos. Para divertirse un rato, pensó ella, para descorchar con despreocupación la botella del deseo. Para algo serio —suponiendo que ella buscase algo serio—, aquel chico nunca serviría. Aunque tenían la misma edad, él era demasiado joven, un chico recién salido de la granja… y quizá demasiado dulce bajo la fina capa de verde que el fuego aún no había arrasado.

—¿Cuál es la chica que se acostará triste y sola si sigues bailando con el dragón? —le preguntó.

—Lucille.
—Aquella bajita… la de la risa floja.

Los dedos del chico no dejaban de tamborilear sobre su rodilla. —La risa floja no es su único encanto.
—Eres un perro, Romeo.

Jim inclinó la cabeza hacia atrás y soltó una serie de ladridos que hicieron reír a Rowan.

—Procura que Dolly no sepa que vas aullando por ahí —comentó.

Rowan sabía, como todo el mundo, que Jim llevaba toda la temporada tirándose a una de las cocineras de la base.

—Puedo ocuparme de Dolly —replicó el chico, acelerando el ritmo de sus dedos—. Yo me ocupo de Dolly.

Entiendo, pensó Rowan, algo se había torcido; ese era el motivo de que las personas inteligentes evitasen acostarse con sus compañeros de trabajo.

Le dio un ligero empujón; aquellos dedos inquietos empezaban a preocuparla.

—¿Todo bien, granjero?

Los ojos de color azul claro de Jim se clavaron en los suyos por un instante, y luego se apartaron mientras sus rodillas brincaban bajo sus dedos nerviosos.

—Ningún problema. Será un vuelo tranquilo, como siempre. Solo tengo que bajar hasta allí.

Rowan puso la mano sobre la de él para inmovilizarla. —Tienes que concentrarte, Jim.
—Ya lo hago. No pienso en otra cosa. Mira cómo menea la cola ese cabrón —dijo—. En cuanto los Zulies bajemos ahí dejará de ser tan impertinente. Acabaremos con él, y mañana por la noche podré darme el lote con Lucille.

Poco probable, se dijo Rowan. Por la vista del incendio desde el aire, calculaba dos días de trabajo duro y fatigoso.

Y eso si la suerte estaba de su parte.

Rowan cogió el casco y le hizo una señal al jefe de saltos. —Prepárate, granjero, y mantén la cabeza fría.
—Soy de hielo.

Cartas, así lo llamaban porque siempre llevaba encima una baraja, se abrió paso con su equipo entre el grupo de diez paracaidistas hasta llegar a la cola del avión y sujetó su arnés a la línea de seguridad.

Justo cuando Cartas les advertía a gritos que comprobasen el paracaídas de emergencia, Rowan colocaba el brazo sobre el suyo. Cartas, un robusto veterano, abrió la portezuela y una ráfaga de viento cargada de humo y combustible entró en el aparato. Mientras él cogía el primer grupo de cintas, Rowan se colocó el casco sobre el corto cabello rubio, se lo sujetó con la correa y se ajustó la máscara.

Rowan contempló las cintas, que danzaban alegres en el cielo gris, manchado de humo. Las largas cintas se agitaron en la turbulencia, bajaron en espiral hacia el sudoeste, parecieron balancearse y subir, y finalmente brincaron de nuevo antes de precipitarse entre los árboles.

Cartas gritó «¡Derecha!» en el micrófono de sus auriculares, y el comandante viró el avión.

El segundo juego de cintas chasqueó y giró como un juguete de cuerda de un niño. Las cintas se unieron, se separaron y a continuación cayeron sobre el terreno bordeado de árboles de la zona de aterrizaje.

—La corriente de viento atraviesa ese arroyo, desciende hasta los árboles y cruza la zona —le dijo Rowan a Jim.

Por encima de ella, el jefe de saltos y el comandante hicieron algunos ajustes más, y otro juego de cintas saltó al rebufo con un chasquido.

—Tiene fuerza, ¿eh?
—Sí, ya me he dado cuenta —contestó Jim, pasándose el dorso de la mano por la boca antes de ponerse el casco y la máscara.

—¡Sube a tres mil! —gritó Cartas.

Altitud de salto. Como primer saltador, Rowan se levantó para ocupar su posición.

—¡Hay unos trescientos metros de deriva! —le gritó a Jim, repitiendo unas palabras que Cartas acababa de decirle al comandante—. Ten en cuenta esa fuerza. No te dejes arrastrar por el viento.

—No es mi primera vez.

Tras las barras de la máscara, Rowan vio su sonrisa llena de seguridad, entusiasta incluso. Sin embargo, hay algo en sus ojos, pensó. Solo por un instante. Quiso volver a hablar,

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