El coleccionista

Nora Roberts

Fragmento

1

Creía que no iban a marcharse nunca. Los clientes, sobre todo los nuevos, solían quejarse y entretenerse, repitiendo una y otra vez las mismas instrucciones, teléfonos de contacto y comentarios antes de marcharse. Empatizaba con ellos porque cuando salían por fin por la puerta dejaban su hogar, sus perte­ nencias y, en ese caso, su gato en manos de otra persona.

Como cuidadora de la casa, Lila Emerson hacía todo cuanto podía para que los propietarios se fueran tranquilos y con la seguridad de que las suyas eran unas manos competentes.

Durante las siguientes tres semanas, mientras Jason y Macey Kilderbrand disfrutaban del sur de Francia con amigos y fami­ liares, Lila viviría en su magnífico apartamento en Chelsea, re­ garía las plantas, daría de comer y de beber al gato, recogería el correo… y les reenviaría cualquier cosa que fuera importante.

Atendería el precioso jardín en la terraza de Macey, mimaría al gato, cogería los mensajes y actuaría como elemento disuaso­ rio para los ladrones con su sola presencia.

Mientras lo hacía, disfrutaría viviendo en el elegante edificio London Terrace en Nueva York igual que había disfrutado vi­ viendo en el coqueto piso en Roma —donde por una tarifa adi­ cional había pintado la cocina— y en la amplia casa en Brooklyn, con su vivaracho golden retriever, su dulce y anciano boston terrier y su acuario de coloridos peces tropicales.

Había visto mucho de Nueva York en los seis años que lleva­ ba como cuidadora profesional de casas, y en los últimos cuatro había expandido su negocio para ver también algo de mundo.

Era un buen trabajo si se tenía, pensó; y ella lo tenía. —Venga, Thomas. —Acarició el largo y esbelto cuerpo del gato de la cabeza a la cola—. Vamos a deshacer el equipaje.

Le gustaba ponerse cómoda y, dado que el espacioso aparta­ mento contaba con un segundo dormitorio, deshizo la primera de sus dos maletas, guardó la ropa en la cómoda con espejo y colgó algunas prendas en el ordenado vestidor. Le habían ad­ vertido que Thomas insistiría sin duda en compartir la cama con ella; ya se ocuparía de eso. Y agradecía que los clientes —se­ guramente Ma cey— hubieran dispuesto un bonito ramo de fre­ sias en la mesilla de noche.

A Lila le gustaban mucho los pequeños toques personales, el dar y el recibir.

Ya había decidido hacer uso del baño principal con su amplia ducha de vapor y su honda bañera de hidromasaje.

—Nunca malgastes ni abuses de las comodidades —le dijo a Thomas mientras ordenaba sus artículos de tocador.

Dado que sus dos maletas contenían casi todo lo que poseía, puso mucho cuidado en distribuir sus pertenencias donde mejor le venían.

Después de pensarlo un poco, instaló su despacho en el co­ medor; colocó el ordenador portátil de forma que pudiera le­ vantar la mirada y contemplar la vista de Nueva York. En un piso más pequeño se habría conformado con trabajar en el dor­ mitorio, pero, como disponía de espacio, iba a aprovecharlo.

Le habían enseñado el funcionamiento de todos los elec­ trodomésticos, de los mandos a distancia y del sistema de segu­ ridad; el lugar contaba con un surtido de aparatos que desper­ taba el interés de su alma de empollona.

En la cocina encontró una botella de vino, un bonito bol con fruta fresca y un surtido de sofisticados quesos con una nota manuscrita en un papel estampado con las iniciales de Macey.

¡Disfruta de nuestra casa!

Jason, Macey y Thomas

Qué bonito, pensó Lila, y desde luego que iba a disfrutarla. Abrió el vino, se sirvió una copa, tomó un sorbo y le dio su aprobación. Luego cogió los prismáticos y salió con la copa a la terraza para contemplar la vista.

Los clientes hacían buen uso del espacio; contaban con un par de cómodas sillas, un rústico banco de piedra y una mesa de cristal; macetas de florecientes plantas, bonitas matas de tomati­ tos cherry y fragantes hierbas, las cuales le habían instado a re­ coger y utilizar.

Se sentó y colocó a Thomas sobre su regazo; se dispuso a beber el vino mientras acariciaba el sedoso pelaje.

—Seguro que salen a sentarse aquí con mucha frecuencia cuando se toman una copa o un café. Parecen felices. Y la casa es un buen reflejo de ello. Se puede palpar. —Le hizo cosquillas a Thomas bajo la barbilla y consiguió que los ojos verdes del animal se tornaran soñadores—. Ella va a llamar y mandará mu­ chos correos electrónicos los dos primeros días, así que vamos a sacarte fotos, cielo, y a enviárselas para que vea que estás perfec­ tamente.

Dejó la copa a un lado y cogió los prismáticos para escudri­ ñar las edificaciones de los alrededores. El edificio de aparta­ mentos abarcaba toda una manzana y ofrecía pequeños atisbos de otras vidas.

Las vidas de otros le fascinaban.

Una mujer de más o menos su misma edad llevaba un peque­ ño vestido negro que se ceñía a su alto y delgado cuerpo de mo­ delo como una segunda piel. Se paseaba de un lado para otro mientras hablaba por el móvil. No parecía contenta, pensó Lila. Una cita cancelada. Él tenía que trabajar hasta tarde; eso decía él, agregó Lila, urdiendo la trama en su cabeza. Ella está harta de eso.

Una par de pisos más arriba había dos parejas sentadas en un comedor —con las paredes cubiertas de cuadros y con elegantes muebles contemporáneos—, y reían mientras se tomaban lo que parecían ser unos martinis.

Era evidente que no les agradaba el calor del verano tanto como a Thomas y a ella; de lo contrario, se habrían sentado en su pequeña terraza.

Viejos amigos, decidió, que se juntaban a menudo, y que a veces se iban juntos de vacaciones.

Otra ventana abría el mundo a un chico que rodaba por el suelo con un cachorro blanco. La felicidad de ambos impregna­ ba el ambiente e hizo que Lila sonriera.

—Siempre ha querido un cachorro… A esa edad, seguramen­ te «siempre» es un par de meses, y hoy sus padres le han dado la sorpresa. Recordará este momento toda su vida, y un día sor­ prenderá a su hijo o hija del mismo modo.

Muy satisfecha con ese comentario, Lila bajó los prismá­ ticos.

—Vale, Thomas, vamos a trabajar un par de horitas. Lo sé, lo sé —prosiguió dejándolo en el suelo y cogiendo su media copa de vino—. La mayoría de la gente ha terminado ya de trabajar. Salen a cenar, se reúnen con amigos… o, en el caso de la despam­ panante rubia del vestidito negro, despotrica por no salir. Pero lo cierto es que… —Esperó hasta que él entró en el apartamento delante de ella— yo me pongo mi propio horario. Es una de las ventajas.

Escogió una pelota, que se activaba con el movimiento, de la cesta de los juguetes del gato situada en el armario de la cocina y la hizo rodar por el suelo.

Thomas se lanzó a perseguirla de inmediato; peleaba con ella y la golpeaba con la pata.

—Si yo fuera un gato —especuló Lila—, también me pirraría por eso.

Con Thomas feliz y ocupado, cogió el mando a distancia y puso música. Tomó nota de la cadena de radio que sonaba para poder asegurarse de sintonizarla de nuevo antes de que los Kil­ derbrand volvieran a casa. Cambió el jazz por el pop contempo­ ráneo.

Cuidar casas le proporcionaba alojamiento, beneficios e in­ cluso aventura. Pero escribir cubría los gastos. Escribir de for­ ma independiente, y servir mesas, la había mantenido a flote durante sus primeros dos años en Nueva York. Después había empezado a cuidar casas, en un pr

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