Comprometida

Elizabeth Gilbert

Fragmento

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Una nota al lector

Hace unos años escribí un libro llamado Come, reza, ama, donde contaba la historia de un viaje que había hecho por el mundo, sola, tras un divorcio complicado. Cuando lo redacté, a los treinta y tantos años, me alejé por completo de mi trayectoria como escritora hasta entonces. Antes de Come, reza, ama, en los círculos literarios se me conocía (en caso de que se me conociera) como una autora que escribía fundamentalmente para y sobre hombres. Llevaba años trabajando de periodista en revistas como GQ y Spin, enfocadas hacia un público masculino, empleando sus páginas para explorar la masculinidad desde todos los ángulos posibles. De igual modo, los personajes de mis tres primeros libros (tanto de ficción como de no ficción) eran todos del tipo supermacho: vaqueros, pescadores de langostas, cazadores, camioneros, cargadores, leñadores…

Por aquel entonces muchos me decían que escribía como un hombre. Conste que ni siquiera tengo muy claro lo que significa «escribir como un hombre», aunque sospecho que suele decirse como un halago. En todo caso, yo en aquel momento me lo tomé como un halago. Para escribir un artículo de la revista GQ, hasta me hice pasar por un hombre durante una semana. Después de cortarme el pelo y aplastarme el pecho, me metí un condón lleno de semillas en los pantalones y me pegué una barba tipo mosca debajo del labio, en un esfuerzo por colonizar y desentrañar los fascinantes secretos de la masculinidad.

Debería añadir aquí que mi fijación con los hombres también afectaba a mi vida privada, lo cual a menudo me causaba problemas.

Mejor dicho, siempre me traía problemas.

Entre mis amoríos y mis obsesiones profesionales, el tema de la masculinidad me tenía tan ocupada que jamás dediqué ni un solo segundo al tema de la feminidad. Y desde luego, jamás perdí el tiempo dedicándome a mi propia feminidad. Por ese motivo, aparte de sentir una indiferencia general hacia mi propio bienestar, jamás había llegado a familiarizarme conmigo misma. En tal situación, cuando a eso de los treinta caí al fin en una profunda depresión, fui incapaz de entender y articular lo que me estaba pasando. Primero se me vino abajo el cuerpo, luego el matrimonio y después —durante un periodo horrible y aterrador— la mente. El flanco masculino no me servía de nada en aquella situación; la única manera de salir del embrollo anímico en que estaba era intentar dilucidarlo a tientas. Recién divorciada, hecha polvo y sintiéndome muy sola, lo abandoné todo para lanzarme a un año de viaje e introspección, para estudiarme a mí misma tan a fondo como en otro tiempo había estudiado la huidiza psicología del vaquero estadounidense.

Y después, como soy escritora, lo conté todo en un libro.

Y entonces, como la vida a veces es muy extraña, ese libro se convirtió en un best seller gigantesco y de pronto —tras una década de escribir solamente sobre el hombre y la masculinidad— me empezaron a llamar autora de chick-lit, o literatura rosa moderna. No es que tenga muy claro qué tipo de literatura es, pero estoy bastante segura de que no es un halago.

El caso es que ahora la gente me pregunta si yo ya me veía venir toda esta historia. Quieren saber si cuando estaba escribiendo Come, reza, ama me llegué a imaginar el fenómeno de ventas que iba a ser. Pues no. Era imposible que yo hubiera podido predecir o planificar una respuesta tan apabullante. Lo único que se me pasaba por la cabeza al escribir el libro era que se me perdonase el hecho de que fuera una crónica autobiográfica. Es cierto que por entonces sólo tenía un puñado de lectores, pero eran lectores fieles a la terca joven que escribía historias duras sobre hombres masculinos que hacían cosas masculinas. Jamás pensé que esos mismos lectores fuesen a disfrutar de un relato más bien sentimentaloide en primera persona sobre el intento de una mujer divorciada de hallar un remedio psicoespiritual para sus males. Esperaba que tuviesen la generosidad de entender, eso sí, que tenía motivos personales para escribir un libro así. Entonces, una vez aceptado eso, lo dejarían correr y todos podríamos seguir adelante como si nada.

Sin embargo no fue así como salieron las cosas.

(Y para dejar bien claro el asunto: el libro que tenéis entre las manos ahora tampoco es una historia dura sobre hombres masculinos que hacen cosas masculinas. ¡Que no se pueda decir que no estáis avisados!).

Otra pregunta que la gente me hace sin parar es cómo me ha cambiado la vida a partir de Come, reza, ama. A eso me resulta difícil contestar, porque la influencia ha sido monumental. Hay una analogía infantil que puede resultar útil. Cuando yo era pequeña mis padres me llevaron al Museo de Historia Natural de Nueva York. Ahí estábamos los tres, en la Sala de los Océanos. Alzando el brazo hacia el techo, mi padre señaló la enorme ballena azul que colgaba sobre nuestras cabezas, una reproducción en tamaño natural. Intentó que me fijara en el tamaño mastodóntico de aquella criatura, pero yo era incapaz de ver la ballena. Estaba justo debajo, que conste, y la estaba mirando directamente, pero era incapaz de asimilarla. Mi mente no estaba dotada para comprender algo así de grande. Veía el cielo azul y las caras asombradas de todos los que estaban en la sala (¡era obvio que estaba pasando algo emocionante!), pero fui incapaz de asimilar a la ballena en sí.

Eso es lo que me sucede a veces con Come, reza, ama. Una vez publicado el libro, llegó un momento en que ya me era imposible asimilar las dimensiones de su trayectoria, así que dejé de intentarlo y dediqué mi atención a otros pasatiempos. Plantar un jardín me resultó útil; no hay nada como quitar babosas de las tomateras para mantener la perspectiva de la vida.

Dicho esto, me ha producido cierta desazón plantearme cómo, después de un fenómeno semejante, voy a poder volver a escribir sin sentirme consciente de ser quien soy. Y no quiero fingirme falsamente nostálgica de ser una escritora sumida en las tinieblas, pero antes siempre escribía mis libros convencida de que los iban a leer muy pocas personas. Esa idea, por supuesto, casi siempre me parecía deprimente. Pero tenía un consuelo desde el punto de vista crítico: si me humillaba de un modo excesivamente atroz, al menos no habría demasiados testigos. En cualquier caso, ahora se trataba de una cuestión académica. De pronto había millones de lectores atentos a mi siguiente proyecto. ¿Cómo demonios se escribe un libro que satisfaga a millones de personas? No estaba dispuesta a hacer algo descaradamente facilón, pero tampoco quería descartar por las buenas a ese público recién adquirido —sagaz, apasionado y formado en su mayoría por mujeres—, después de todo lo que habíamos vivido juntos.

Sin tener claro cuál iba a ser mi proceder, actué de todas formas. Tardé un año en escribir un borrador completo de este libro —quinientas páginas—, pero nada más acabarlo me di cuenta de que fallaba algo. La voz na

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