¿Y si nos lo montamos juntos?

Sandra Bree

Fragmento

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Prólogo

Julián se asfixiaba y el maldito nudo de la corbata que oprimía su garganta no hacía más que acrecentar esa sensación. Por más que quería, no podía llevarse la mano al cuello para aliviar su desazón. Los presentes lo observaban, sobre todo la mujer ubicada a su izquierda que, aunque disimulaba mirar al juez, estaba atenta a él y a todos sus movimientos. Era como el águila que estudia a la presa antes de cazarla.

No faltaba mucho para que la ceremonia concluyera. Ya habían intercambiado los votos y las alianzas de oro lucían en sus dedos. Calculaba que en unos minutos el magistrado daría por terminada la reunión.

Él esperaba que sus padres no fueran corriendo a felicitarle. Tal vez su madre sí, porque era una sentimental que pensaba que aquel matrimonio iba a durar para siempre. Su padre, el señor Vega, no lo haría. Llevaban días sin hablarse más que para intercambiar las palabras justas y necesarias.

Sus ojos volaron de nuevo a la vitrina situada detrás del magistrado. En su reflejo veía a las personas que tenía a su espalda. Los señores Teehankee, padres de la novia, los suyos y dos personas que no había visto nunca. Uno de ellos era una mujer robusta que continuamente se limpiaba las lágrimas. La otra, un hombre joven de rasgos filipinos.

Por unas décimas de segundo, sus ojos coincidieron con los de su esposa y ambos los apartaron con rapidez. Esposa, se dijo masticando las palabras como si se trataran de un pedazo de hígado crudo que daba vueltas en su boca sin que se atreviera a tragarlo.

—Pueden sellar este matrimonio con un beso —anunció el juez captando de nuevo la atención de Julián.

En un acto reflejo, él inclinó la cabeza hacia la mujer y besó su mejilla sin emoción alguna, luego caminó hacia la mesa donde debían firmar.

Evelyn suspiró resignada. Se acababa de casar con un caballero de los pies a la cabeza, sí señor, pensaba con ironía, mientras lo seguía despacio observando su ancha espalda cubierta por una chaqueta de lino azul oscuro.

Ese hombre parecía tenerlo todo; era guapo a rabiar. Más que guapo, perfecto, admitió.

La primera vez que lo vio en Madrid le impresionó bastante. Era alto, de hombros fuertes y cuerpo atlético. Su cabello oscilaba entre dos tonos de castaño y dependiendo de cómo incidía la luz de sol sobre ellos, algunos mechones adquirían el color del oro. Lo llevaba ondulado y rebelde hasta el inicio de los hombros. Las cejas se dibujaban rectas sobre unos ojos de un inusual color azul; pómulos lisos, nariz aristocrática, labios carnosos y sensuales y, por si fuera poco, en la barbilla tenía una pequeña hendidura que lo hacía mucho más atractivo. Desde aquella primera vez, él se había dejado crecer una barba que llevaba muy recortada y bien cuidada.

La mágica divinidad lo había tocado con el don de la belleza, además de haber sido bendecido con el de la prepotencia y la estupidez, y lamentablemente, a Evelyn no le gustaban las personas así. En realidad, a ella no le agradaba casi nadie. Miles de veces se había denominado a sí misma como antisocial.

—Firme usted aquí, señora Vega.

Evelyn se estremeció al escuchar su nuevo apellido. Observó los papeles que había sobre el escritorio, percatándose de que aún continuaba allí el otro documento que había tenido que firmar antes de jurar los votos. Se trataba de uno meramente comercial con cláusulas impuestas en ese matrimonio. La primera señalaba que ambos debían convivir juntos un mínimo de cuatro meses. Y la segunda, si Julián se divorciaba, perdería la empresa familiar de la que ambos eran socios.

Existía otra tercera imposición que, en este caso, había decidido él. No habría celebración de ningún tipo y la boda se llevaría en la más estricta intimidad.

Evelyn imprimió la última firma y, educada, se dejó abrazar por su suegra. Tanto ella como su madre, Isabel, eran las únicas en toda la sala que demostraban que ese matrimonio les hacía felices.

Su mirada se encontró con la de su amigo Danilo, que había presenciado el enlace a petición de ella. Desde hacía mucho tiempo lo consideraba un miembro más de su familia y un gran apoyo para ella misma.

Se acercó a él con una trémula sonrisa en los labios.

—Ya estás casada, Eve. Creí que no llegaría nunca este momento.

—Reconozco que yo tampoco —le confesó en voz baja—. Espero no tener que pagar caro mi error.

Danilo prefirió guardarse su opinión.

—Julián. —El señor Vega, con gesto adusto, se llevó a su hijo a un rincón. Desde los ventanales del rascacielos, toda la ciudad bañada por el sol relucía. Estaban en la isla de Mindanao y en la tercera ciudad más grande del país—. Arnel os ha obsequiado a su hija y a ti con un ático de lujo situado en Macati, en Manila.

El hombre se sorprendió, pero ninguno de sus gestos lo demostró. Había creído que esos cuatro meses debía pasarlos en la casa familiar de los señores Teehankee.

—¿Quieres que se lo agradezca? —siseó, sin disimular su furia. Llevaba así desde las navidades pasadas, que fue cuando le comunicaron que debía casarse con esa mujer medio asiática medio española, que era más estirada que el palo de una escoba.

Ella vestía una prenda larga, de color hueso, con unos delgados tirantes en los hombros.

—Creo conveniente que lo sepas para dejar atrás esa cara de funeral que tienes desde que llegamos a Filipinas.

—Lamento mucho que no te guste mi cara, padre, pero es la que tengo. —Por el rabillo del ojo descubrió que su esposa conversaba con Isabel y el filipino. Evelyn parecía contenta y le molestó. Ella no tenía derecho a disfrutar de ese día. No se encontraban ahí por amor ni nada similar. Simplemente era una transacción—. ¿Cuándo nos marchamos?

—Supongo que no tardaremos mucho. Comeremos algo antes...

Julián lo interrumpió con brusquedad.

—Dejé muy claro que nada de celebraciones.

Su padre no se inmutó ante su tono de voz.

—No las habrá. ¿Ves aquí alguien que lo esté haciendo?

Él volvió a mirar a Evelyn. Absorta escuchaba a su madre con la vista clavada en el suelo. Ya no sonreía. No sabía qué le estaba diciendo la mujer, pero estaba seria.

Julián suspiró dócil, y tras echar un vistazo a la hora de su reloj, aceptó. Entre el enfado y los nervios no había comido nada desde el día anterior.

Lo que más deseaba era estar solo. Olvidarse por unas horas de que llevaba el yugo de la esclavitud en su cuello, no obstante, eso era mejor que ser desheredado por sus padres.

Evelyn y él se vieron obligados a descender juntos en el ascensor junto al filipino y la mujer más gruesa. Ella se llamaba Elena y era criada de los Teehankee desde hacía mucho tiempo. Cariñosamente la familia la llamaba Lany.

Evelyn evitaba mirar a su enfurruñado marido y cuando, por casualidad, sus ojos se encontraban, ambos los retiraban como si fuese el mayor veneno letal que existía en el mundo.

No se encontraba satisfecha con esa ceremonia. Había accedido a unirse a ese ogro de mal genio solo para salvaguardar la empresa que tanto apoyo había brindado a su madre al morir su primer esposo. Aunque no entendía que Arnel les impusiera pasar juntos los primeros meses.

Todos se fueron a comer a un restaurante cercano y después se trasladaron en avión privado a la isla Luzón. Una vez en el aeródromo, Evelyn y Julián marcharon en solitario hacia su nuevo hogar. Los dos, hundidos en sus pensamientos, fueron en silencio durante todo el trayecto en el interior de una limusina blanca, y una vez que llegaron al ático, el hombre se cambió de ropa y se marchó sin cruzar ni una sola palabra con ella.

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Capítulo 1

Evelyn no llevó bien que Julián se fuera sin decir a dónde iba. Podía hacer lo que le diera la gana excepto serle infiel. Los votos del matrimonio eran sagrados para ella. Por otro lado, pensó que si se quedaba viuda tampoco iba a incumplir nada.

Aun así, sabía que era la primera vez que ese hombre viajaba a Filipinas y desconocía la ciudad. Lo mismo podía acabar en uno de los barrios más exclusivos como en cualquiera de mala muerte. Si terminaba en uno de estos últimos, era posible que escapara en calzoncillos o que saliera con los pies por delante.

En verdad no le importaba mucho si le sucedía algo. Casi lo tenía merecido por ignorarla desde que llegó de España. Y mucho más por abandonarla justo ese día.

Ninguno de los dos era feliz con lo que les tocaba vivir, pero había esperado poder conocerse un poco y conversar. Julián debería haber tenido un mínimo de consideración con ella antes de dejarla tirada como si fuera algo molesto e inservible.

Evelyn recorrió el apartamento que sus padres les habían regalado. Poseía más de seiscientos metros, cinco baños, cuatro habitaciones y una preciosa terraza con vistas a la ciudad.

Todo estaba decorado con modernos muebles de líneas rectas, paredes blancas, techos altos... Era bonito, aunque no la sorprendiese. Estaba acostumbrada a vivir en la zona de Galas-Santol, donde a un lado de la avenida todo eran residencias de lujos. Se había criado en un hogar tropical con un maravilloso jardín floreado adornado con árboles de espeso follaje y palmeras. Y con una piscina de aguas azuladas totalmente privada.

Tenía claro que escaparía de allí siempre que pudiera, pues además de alojar a muchos sirvientes, también hospedaba a Danilo.

Recordó con nostalgia el día que comenzaron su amistad. Uno de los más oscuros y crueles de su vida.

Ella tenía diez años cuando escuchó la voz de su madre que la llamaba desde la galería. A regañadientes, dejó el cuaderno y la pluma bajo el árbol en el que hacía sus tareas y corrió hacia su voz.

Dos trenzas largas y gruesas, negras como el ébano, pendían por delante de sus delgados e infantiles hombros y solo las manchas verdes que ensuciaban las medias blancas del uniforme escolar delataban que había estado arrodillada en la hierba fresca.

Era una niña alegre, bastante despierta y perspicaz. Adoraba estudiar, el esparcimiento con sus amigos, escuchar música, y hablaba por los codos. Era una parlanchina nata. También, la única que se reía con los chistes malos de su padre. Sus carcajadas se podían escuchar por toda la casa.

Sus ojos eran semirrasgados de un increíble color gris que cambiaba con la luz y con las emociones. Pestañas tupidas, negras como su cabello, y nariz ligeramente respingona.

En la galería, Isabel, reposaba sobre una silla acolchada. Cuando la miró, abundantes lágrimas corrían a raudales por sus mejillas. Lany, la criada española que había viajado con Isabel desde Madrid, también la contempló con ojos acuosos.

Junto a ellas había dos personas, ambas con uniforme de policía.

—¿Me... has llamado? —preguntó indecisa.

No era tan pequeña como para no adivinar que había sucedido algo grave. El corazón empezó a latirle con fuerza dentro del pecho. Nunca había visto llorar a su madre, y lo adivinó antes de que nadie dijera nada.

—Evelyn, cariño... —Lany acercó su orondo cuerpo hacia el de ella.

—¿Es... papá?

El desgarrador sollozo de Isabel resonó en sus oídos como el lamento de un animal herido.

—¿Dónde está? —gritó ocultando la angustia con ira.

Isabel se incorporó y pretendió envolverla en sus brazos. Apenas dos segundos pudo retenerla mientras ella luchaba con todas sus fuerzas por salir de su agarre.

—¡Oh, Evelyn, hija! Papá ha tenido un accidente. No volverá más —decía Isabel sin dejar de llorar.

Pero ella se negaba a escucharla.

A los gritos llegaron más criados que se adentraron en la galería. Miraban la escena con la curiosidad de no saber qué pasaba. Romeo, el encargado de mantenimiento de la casa y padre de Danilo, que tenía dieciséis años, cruzó la vista con Lany.

—El señor ha fallecido.

Se unieron al dolor de la familia. Unos lloraban y otros guardaban silencio sin atreverse a mostrar sus debilidades. Marlon Galura había sido un hombre bueno, atento y educado. Se preocupaba por todo el mundo y siempre tenía una sonrisa amable que regalar. Con treinta y cinco años era demasiado joven para haber sucumbido a los brazos de la muerte dejando a una esposa locamente enamorada y a una niña que lo idolatraba.

Evelyn sintió que se asfixiaba. Era insoportable ver llorar a su madre y como Lany trataba de convencerla de que se retirase.

Sus ojos grises como el cielo de invierno se engancharon en los de un policía. Era un hombre mayor que la contemplaba con piedad.

Detrás de él se habían dejado la puerta abierta y Evelyn oteó una vía de escape. Tomando una fuerte bocanada de aire corrió hacia allí sin que nadie pudiera detenerla.

Caminó sin rumbo. Daba igual dónde fuera porque el dolor cada vez se volvía más intenso y oprimía su garganta. Su padre ya no estaba. No volvería a ver su cariñoso rostro, ni el brillo de amor en sus ojos tan iguales a los de ella. No escucharía nunca más su voz, ni los chistes tontos, que estaba segura de que él los inventaba solo para hacerla reír.

Sentía que el corazón iba a explotarle como si le hubiesen clavado un puñal que ascendía hacia su garganta desgarrando todo lo que encontraba a su paso. A veces se detenía a tomar aliento, a mirar con pavor alrededor con la terrible sensación de que el monstruo que se había llevado a su padre también iba a por ella.

Gritaba y su cuerpo se doblaba por los esfuerzos. No era consciente de que la gente la observaba, y si lo era, no le importaba lo más mínimo. Solo quería arrancar el dolor de su pecho, expulsar al demonio que la ahogaba.

Se había salido del camino y la hierba alta acariciaba sus piernas. Algunas ramas secas se prendían en las medias queriendo detenerla. Prohibiéndole que continuase su marcha hacia el bosque. Pero ella tampoco se fijó en eso, ni que rebasaba los primeros árboles de bambú, caobas y nipas, hasta pararse en una gran roca blanca.

Con las manos sobre la rugosa piedra y la cabeza gacha, calmó por fin su llanto. El susurro del aire entre las plantas se asemejaba a la voz de su padre, y la consoló con su habitual dulzura.

Creyó oír un crujido de ramas y, limpiándose las lágrimas, alzó la cabeza y advirtió que Danilo caminaba muy despacio en su dirección. Tal parecía que disfrutaba del paseo y de las vistas.

—¿Qué haces aquí? —le preguntó furiosa.

Él encogió los hombros.

—El bosque no es tuyo.

—¡Yo he llegado la primera y no quiero estar con nadie!

Otra vez Danilo se encogió de hombros.

—¿Pretendes que tu madre también muera?

—¡Soy yo quien debería morir! ¡Lárgate!

—No voy a hacerlo —respondió con firmeza.

—Entonces no hables conmigo. No quiero hablar con nadie. —Ella se sentó en el suelo con la espalda contra la roca y hundió la cabeza entre las piernas. Las trenzas negras besaban el suelo y su cuerpo temblaba.

Danilo obedeció.

La luz del sol se filtraba entre las ramas, pero no lo suficiente, pues casi todo estaba cubierto de sombras. El bosque era uno de los primeros lugares donde anochecía. Pronto los animales saldrían de sus escondrijos y vagarían a su libre albedrío, dueños de los bambús y las nipas.

Estuvieron mucho tiempo en silencio, roto apenas por las ardillas que trepaban los árboles y los pájaros que, con sus trinos, comenzaban a cobijarse en sus nidos.

—¿Todavía estás aquí? —inquirió ella levantando la cara hacia él.

Danilo asintió.

—No me puedo marchar sin ti. Hoy soy tu niñera.

La furia de ella creció y lo barrió con la mirada igual que habría hecho con un insignificante mosquito.

—No te necesito —escupió.

—Entonces madura un poco y vuelve a casa con tu madre. No eres la única que ha perdido a alguien.

Ella se levantó con la velocidad de un perro que iba a ser atacado.

—¡¿Cómo te atreves a decir eso?! —Se abalanzó hacia él dispuesta a arrancar los ojos de su cara, o como poco, marcarle el rostro.

Danilo la esquivó con facilidad y ella cayó de rodillas en el suelo rompiéndose las medias.

Romeo le caía bien y habían hablado bastantes veces, sin embargo, con Danilo, el contacto que mantenía era mínimo. Él era seis años mayor y se creía que podía mandar en todo. Lo fulminó con la mirada mostrándole los dientes como una bestia salvaje.

—¡No quiero verte! ¡No quiero ver a nadie!

—No seas mocosa. Si regreso solo a casa me reñirán. ¡Eres una cría mimada y egoísta que solo piensas en ti!

Evelyn se levantó despacio.

—Mi padre se ha muerto —dijo desconsolada—. No lo veré más. ¿Cómo voy a vivir sin él?

Los oscuros ojos de Danilo se suavizaron y susurró:

—Porque yo siempre estaré contigo. Lo prometo.

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Capítulo 2

Macati desconcertó a Julián y no se encontraba seguro de que le agradara. Era el centro financiero de Manila y le evocaba al Paseo de la Castellana, en Madrid.

Poseía rascacielos y avenidas amplias, abarrotadas de un tráfico intenso y desmesurado. El ruido de las bocinas, las voces del gentío que se arremolinaba junto a los semáforos esperando que se pusieran en verde para poder cruzar y el bullicio de la muchedumbre que iba de un lado a otro de la calle era algo a lo que no sabía si podría acostumbrarse.

No conocía nada de ese país y juzgó que era una ciudad llena de contrastes. Lo mismo veía edificaciones recién construidas, como viviendas humildes, chabolas prefabricadas con chapas y lonas, y calles con lodo y basura, repletas de perros y de niños que, al tiempo que jugaban, le abordaban con las manos extendidas en busca de limosnas. Algunos iban con los pies desnudos y la mayoría usaban ropas estropeadas y anticuadas.

Julián había escapado de la residencia sin nada fijo en mente, más que la idea de encontrar un pub donde conseguir tomar algo más fuerte que el vino de la comida, o incluso una cerveza bien fría.

Otras de las razones había sido la necesidad de dejar claro a su mujer que detestaba que lo manipularan. Esos esponsales no eran más que pura fachada y él no creía en ellos. Nunca lo haría.

No podía negar que Evelyn era muy hermosa. Sus padres decían que bastante inteligente, pero eso lo dudaba cuando había accedido a casarse con alguien como él. Por dinero era imposible, ya que los Teehankee duplicaban la fortuna de los Vega. Y siendo honesto consigo mismo, no entendía qué esperaba ella de esa unión.

¿Por qué no había puesto ningún inconveniente para casarse? ¿Qué era lo que le impedía unirse a otro hombre? Estaba seguro de que habría tenido pretendientes. En vez de eso, lo forzaba a convivir juntos como un maldito matrimonio feliz. Pues él pensaba hacer que desistiera y recapacitara. Evelyn tendría que darse cuenta de que no le convenía. Uno de los dos debía reaccionar e iniciar los trámites del divorcio, y era imposible que fuera él debido a la repugnante cláusula que manifestaba que lo perdería todo.

Lo eminente sería exigir un coche de empresa para sus desplazamientos. Evelyn tendría que acceder o, de lo contrario, él se las apañaría para arrebatarle el suyo.

¿Ella conducía o disponía de chófer que la trasladase a todos los lados?

¡Mierda! Tenía muy pocos datos sobre esa mujer. A decir verdad, no sabía nada excepto que era hija única.

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