La luz tras la ventana

Lucinda Riley

Fragmento

Capítulo 1

1

Gassin, sur de Francia, primavera de 1998

Émilie notó que la presión sobre su mano se relajaba y bajó la mirada hacia su madre. Mientras la contemplaba, pareció que, al tiempo que el alma abandonaba el cuerpo de Valérie, también lo hacía el dolor que hasta ese momento había crispado sus facciones, permitiendo a su hija ver más allá del demacrado rostro y recordar la belleza que su madre había poseído en otros tiempos.

—Se ha ido —murmuró en vano Phillipe, el médico.

—Sí.

Estaba detrás de ella. Émilie le oyó farfullar una plegaria, pero no sintió el impulso de acompañarlo. En lugar de eso, se quedó observando con macabra perplejidad el saco de carne macilenta, todo lo que restaba de la presencia que había dominado su vida durante treinta años. Sintió un deseo instintivo de zarandear a su madre para que despertara, pues la transición de la vida a la muerte —dada la fuerza de la naturaleza que había sido Valérie de la Martinières— era más de lo que sus sentidos podían aceptar.

No estaba segura de lo que debería sentir. A fin de cuentas, había imaginado ese momento infinitas veces a lo largo de las últimas semanas. Apartó la mirada del rostro de su madre muerta y contempló por la ventana las nubes suspendidas como volutas de merengue en el cielo azul. Por el hueco de los vidrios abiertos le llegaba la brisa tenue de una alondra anunciando la primavera.

Se incorporó despacio, rígidas las piernas después de largas horas de vigilia, y caminó hasta la ventana. El paisaje de las primeras luces no presentaba aún la pesadez que el paso de las horas traería inevitablemente consigo. La naturaleza había pintado un retrato nuevo, como hacía cada amanecer, la suave paleta provenzal de ocres, verdes y celeste que marcaba el inicio de un nuevo día. Más allá de la terraza y los jardines formales, Émilie vislumbró los ondulantes viñedos que rodeaban la casa y se extendían hasta donde alcanzaba la mirada. La vista era, sencillamente, magnífica, y había permanecido inalterada durante siglos. El castillo De la Martinières había sido su refugio de niña, un lugar que le transmitía paz y seguridad, y esa calma estaba indeleblemente grabada en cada sinapsis de su cerebro.

Y ahora el castillo era suyo, aunque ignoraba si su madre había dejado algo, después de sus excesos con el dinero, para financiar su mantenimiento.

—Mademoiselle Émilie, la dejaré sola para que pueda despedirse. —La voz del médico irrumpió en sus pensamientos—. Bajaré para cumplimentar la documentación pertinente. Lo siento mucho —añadió con una leve inclinación de la cabeza, y salió de la habitación.

«¿Lo siento yo...?»

La pregunta cruzó inesperada por la mente de Émilie. Regresó a la silla y se sentó de nuevo, tratando de encontrar respuesta a las numerosas incógnitas que la muerte de su madre planteaba, ansiando una resolución, contrastando las emociones en conflicto para producir un sentimiento definitivo. Era imposible, naturalmente. La mujer que yacía tan patéticamente inmóvil —tan inofensiva para ella ahora, pero una influencia tan confusa en vida— siembre le provocaría la inquietud de la complejidad.

Valérie le había dado la vida, la había alimentado y vestido, le había proporcionado un techo seguro. Jamás la había pegado ni maltratado.

Simplemente, la había ignorado.

Valérie había sido —Émilie buscó la palabra justa— indiferente. Y eso la había vuelto a ella, como hija, invisible.

Posó una mano sobre la de su madre.

—No me veías, mamá... no me veías...

Émilie era plenamente consciente de que su nacimiento había sido la consecuencia de una aceptación reacia a la necesidad de engendrar un heredero que perpetuase el apellido De la Martinières; un requisito fruto del deber, no del instinto maternal. Y al verse frente a una heredera en lugar del requerido varón, el desinterés de Valérie había crecido. Demasiado mayor para concebir otro vástago —Émilie había nacido en el ocaso de la fertilidad de su madre, cuando esta contaba cuarenta y tres años— Valérie había continuado su vida como una de las anfitrionas más encantadoras, espléndidas y bellas de París. El nacimiento de Émilie y su posterior presencia habían tenido para ella la misma importancia que la adquisición de otro chihuahua para añadirlo a los tres que ya poseía. Como los perritos, Émilie era sacada de su cuarto de juegos y exhibida a los invitados siempre que su madre lo juzgaba oportuno. «Al menos los chuchos podían consolarse entre ellos», se dijo Émilie; ella, en cambio, había pasado sola largos periodos de su infancia.

Tampoco había ayudado que hubiese heredado el físico de la rama De la Martinières en lugar de los cabellos rubios y las facciones delicadas de los antepasados eslavos de su madre. Émilie había sido una niña fornida, de piel aceitunada y su abundante pelo caoba —cortado cada seis semanas a la altura del mentón, con el flequillo formando una gruesa línea sobre las cejas oscuras—, era un regalo genético de Édouard, su padre.

—¡A veces, cuando te miro, me cuesta creer que seas la niña que di a luz! —comentaba su madre en sus raras visitas al cuarto de jugar, antes de marcharse a la ópera—. Por lo menos tienes mis ojos.

Émilie deseaba a veces poder arrancarse de las cuencas esos globos color azul intenso y sustituirlos por los bonitos ojos castaños de su padre. Creía que no iban con su cara y, además, cada vez que los contemplaba en el espejo veía a su madre.

A menudo había tenido la impresión de que no había nacido con un solo don que su madre pudiera valorar. Apuntada a clases de ballet a los tres años, Émilie descubrió que su cuerpo se negaba a retorcerse para adoptar las posturas requeridas. Mientras las otras niñas revoloteaban por la sala cual mariposas, ella tenía problemas para dar gracilidad a sus movimientos. Pequeños y anchos, sus pies se empeñaban en permanecer plantados en el suelo y todo intento de separarlos del mismo acababa en fracaso. Las clases de piano habían resultado igualmente infructuosas, y en lo que a canto se refería, carecía de oído.

Tampoco su cuerpo hacía honor a los vestidos femeninos que su madre se empeñaba en ponerle cuando ofrecía una velada en el exquisito jardín repleto de rosas que había detrás de la casa de París, el escenario de las famosas fiestas de Valérie. Sentada en una silla dispuesta en un recodo, Émilie observaba fascinada a la distinguida, encantadora y bella mujer que se paseaba entre los invitados con elegante profesionalidad. Durante las innumerables reuniones sociales que tenían lugar en la casa de París, y en el castillo de Gassin durante los veranos, Émilie siempre se sentía cohibida e incómoda. Para colmo, estaba claro que no había heredado el don de gentes de su madre.

Y sin embargo, visto desde fuera, parecía que Émilie lo había tenido todo. Una infancia de cuento de hadas —nacida en una hermosa casa de París, en el seno de una familia que pertene

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