El cazador (Dark Verse 1)

Fragmento

Prrólogo. La Alianza

PRÓLOGO

La Alianza

Ciudad Tenebrae, 1985

En una noche fría y oscura de invierno, mientras el viento aullaba y el cielo lloraba aguanieve, dos hombres de la Organización Tenebrae se encontraron con dos hombres de Puerto Sombrío en medio de la nada. Aunque las dos familias llevaban más de diez años enfrentadas, la rivalidad empezaba a ser perjudicial para sus respectivos negocios. El suyo era un mundo pequeño y no podían seguir atacándose cuando había acuerdos importantes y lucrativos de los que ambas podían beneficiarse. Había llegado el momento de ponerle fin a una década de rivalidad y de comenzar una colaboración duradera.

El líder de Puerto Sombrío, poco acostumbrado a las gélidas temperaturas comparadas con las de su ciudad del oeste, temblaba bajo su pesado abrigo. El líder de la Organización Tenebrae se rio. Veía el sol incluso menos de lo que veía a su mujer. Mantuvieron una conversación jovial. Sus acompañantes, uno por cada bando, se mantuvieron como simples observadores.

Después hablaron del negocio. Las armas y el alcohol serían la cara visible de la operación. Había llegado el momento de poner en marcha un nuevo proyecto, el primero de ese tipo en la familia. El líder de Tenebrae sugirió la idea. Era algo nuevo, aún poco común en el mundo, pero con un gran futuro y que podría reportarles más dinero del que habían soñado. El líder de Puerto Sombrío estuvo de acuerdo. Ambos juraron mantenerlo en secreto, como un negocio oculto, y dejar que todo el mundo pensara en las armas y el alcohol como su actividad principal.

El líder de Tenebrae abrió el maletero de su coche. Dos niñas de no más de ocho años yacían inconscientes, sin saber lo que les esperaba.

Ambos intercambiaron una pequeña sonrisa y un apretón de manos.

—Por el futuro —dijo uno.

—Por el futuro —repitió el otro.

Y así comenzó la Alianza.

1

Acecho

En la actualidad

El cuchillo se le clavaba en el muslo.

«No debería estar aquí».

Ese pensamiento retumbaba una y otra vez en la cabeza de Morana. Tenía los nervios a flor de piel, aunque intentara parecer distante. Fingió beber un sorbo de la copa de champán llena sin dejar de mirar a la multitud. Aunque sabía que unos cuantos sorbos de la burbujeante bebida serían maravillosos para calmarla, se abstuvo. Esa noche necesitaba más mantener la mente fría que tragar coraje líquido. Tal vez. «Ojalá», pensó.

La fiesta estaba en pleno apogeo y se celebraba en el extenso jardín de la casa de alguien de la familia Maroni. Dichosa Organización Tenebrae. Se alegraba de haber investigado a fondo en los últimos días.

Desde las sombras, echó un vistazo por el jardín bien iluminado, fijándose en los rostros que había visto en las noticias a lo largo de los años. Algunos los había visto en su propia casa mientras crecía. Observó a los soldados de la Organización, deambulando entre la multitud con expresión estoica. Observó a las mujeres, que en su mayoría se limitaban a colgarse del brazo de los hombres con los que habían llegado. Observó al enemigo.

Ignoró el picor que le provocaba la peluca y se limitó a estudiarlos. Se había cuidado mucho de parecer otra persona esa noche. El largo vestido negro que había elegido ocultaba los cuchillos que llevaba en los muslos, uno de los cuales se había movido de alguna manera y se le estaba clavando. Había comprado en la dark web la pulsera que le adornaba la muñeca, la cual dispensaba a través de una ranura oculta un veneno en forma de aerosol que no estaba disponible en el mercado. Se había recogido la melena oscura en un moño tirante para ponerse una sedosa peluca rubia cobriza y se había pintado los labios de un rojo tentador. No era su estilo en absoluto, pero era necesario. Llevaba días planeando esa noche. Llevaba días confiando en que ese plan funcionara. No podía estropearlo. No cuando estaba tan cerca.

Miró la mansión, que asomaba tras la multitud. Era una bestia. No había otra forma de describirla. Al igual que un antiguo castillo oculto en las colinas de Escocia, la casa —un extraño híbrido entre mansión moderna y castillo ancestral— era una bestia. Una bestia que tenía algo suyo en la barriga.

El aire nocturno era fresco y fragante por las flores que se abrían de noche. Se estremeció con disimulo, intentando contener los escalofríos que le recorrían la piel.

El sonido de una estentórea risa masculina le llamó la atención. Observó al hombre, corpulento y canoso, mientras hablaba con otros en el rincón norte de la propiedad. El paso del tiempo le había llenado la cara de arrugas y, a esa distancia, parecía tener las manos limpias.

Sin embargo, las tenía manchadas de sangre. De muchísima sangre. Como el resto de la gente de su mundo. Pero él en concreto se había ganado el honor de ser considerado el más sanguinario de todos, incluido su padre.

Lorenzo Maroni, el Sabueso, era el líder de la Organización Tenebrae. Ya llevaba más de cuarenta años de carrera, la lista de sus antecedentes penales era más larga que su brazo y su crueldad era objeto de admiración en su mundo. Morana había estado rodeada de gente como él el tiempo suficiente como para que eso no la perturbara. O, mejor dicho, como para que no se le notara.

Junto a Lorenzo estaba su hijo mayor, Dante Maroni, el Muro. Aunque su cara bonita engañaría a muchos, ella había investigado lo suficiente como para no subestimarlo. Con la misma constitución de una pared de ladrillos, sobresalía por encima de casi todos los demás y era todo músculo. Si los rumores eran ciertos, había asumido un papel clave en la Organización hacía casi diez años.

Fingió beber otro sorbo de champán, intercambió una sonrisa educada con una mujer que la miró y al final dejó que sus ojos se desviaran hacia el hombre que estaba en silencio junto a Dante.

Tristan Caine.

Era una anomalía. El único miembro sin lazos de sangre que había usado precisamente su sangre para prestar juramento a la familia. Era el único miembro sin lazos de sangre que ocupaba un puesto tan alto en la Organización. Nadie sabía exactamente qué lugar ocupaba en la jerarquía, pero todos sabían que estaba muy arriba. Todos tenían teorías sobre el motivo, pero nadie lo conocía con certeza.

Morana lo observó. Era alto, solo unos cuantos centímetros más bajo que Dante. Vestía un traje negro de tres piezas, aunque parecía más informal por no llevar corbata. Su pelo rubio oscuro era casi castaño, lo llevaba casi rapado y a esa distancia sus ojos parecían claros.

Ella sabía que eran azules. Un azul impactante. Había visto fotos suyas, imágenes en las que parecía impasible hasta un punto sorprendente. Estaba acostumbrada a los rostros inexpresivos de su mundo, pero él lo llevaba a un nivel superior.

Aunque su complexión musculosa era atractiva, esa no era la razón por la que le resultaba difícil apartar la mirada. Eran las historias que había oído sobre él en los últimos años, espiando conversaciones ajenas, sobre todo las de su padre.

Según se decía, Tristan Caine era hijo del guardaespaldas personal de Lorenzo Maroni, que había muerto mientras protegía a su jefe hacía casi veinte años. En aquel entonces, Tristan era pequeño y su madre se marchó tras la muerte de su marido.

Por razones desconocidas, Lorenzo tomó al muchacho bajo su protección y lo formó personalmente en las labores del oficio. A esas alturas, el señor Caine era un hijo para Maroni el Sabueso. Algunos hasta decían que lo prefería a sus hijos biológicos. De hecho, se rumoreaba que cuando este se retirase, Tristan sería el jefe de la Organización, no Dante.

Tristan Caine, el Cazador.

Lo llamaban «el Cazador». Su reputación lo precedía. Rara vez salía de caza, pero si lo hacía, no había escapatoria. Iba directo a la yugular. Sin medias tintas. Sin juegos. Pese a su actitud imperturbable, era más letal que el cuchillo que se le estaba clavando en el muslo a Morana.

Él era, también, la razón por la que ella había ido a esa fiesta.

Iba a matar a Tristan Caine.

Como hija del líder de la familia de Puerto Sombrío, la vida había preparado a Morana para muchas cosas, pero no para aquello. A pesar de haberse criado rodeada de delincuencia, había estado protegida de la fealdad de su mundo hasta un punto sorprendente. De pequeña, la educaron en casa, después fue a la universidad y en ese momento trabajaba por cuenta propia como desarrolladora. Todo muy normal.

Precisamente por eso no estaba preparada para afrontar aquella situación. No estaba preparada para infiltrarse en la casa de los enemigos de su padre y, por extensión, los suyos. Y, definitivamente, no estaba preparada para asesinar a uno de dichos enemigos.

Quizá no tuviera que matarlo. Quizá le bastaría con secuestrarlo.

«Sí, claro…».

Durante más de una hora observó con atención a Tristan Caine sin que resultara demasiado obvio, a la espera de que se moviese. Por fin, después de pasarse un buen rato pegado a Maroni con una expresión ceñuda en su apuesto rostro, se apartó de él y echó a andar hacia la barra.

Morana se debatió entre acercarse a él allí mismo o esperar a que entrara en la casa. Tras dudar durante una fracción de segundo, se decidió por la segunda opción. La primera era demasiado peligrosa y, si la descubrían, no solo significaría su sentencia de muerte, sino una guerra entre las dos familias. Una guerra entre mafias. Se estremeció solo de pensar en las espantosas historias que había oído a lo largo de los años.

También se preguntó si estaba siendo lógica al querer matar a ese hombre.

Tal vez no, pero lo que sí necesitaba hacer era entrar en la casa y descubrir dónde había escondido su programa.

Todo empezó por un reto de su exnovio (al que nadie conocía). Como también era desarrollador, la había desafiado a crear el programa informático más complejo que pudiera. Y como a ella le encantaban los retos, sucumbió.

Ese programa era su Frankenstein; un poderoso monstruo que salió mal y escapó a su control. Tenía la capacidad de destrozar digitalmente a cualquiera, de extraer cualquier secreto de lo más profundo de la red y de destruir gobiernos enteros, mafias enteras, si caía en las manos equivocadas.

Y había caído en las peores manos posibles. El gilipollas de su ex, Jackson, se lo robó hacía tres semanas, cuando ella lo terminó, y luego desapareció.

Cuando le siguió la pista, descubrió que, en realidad, Jackson se había acercado a ella por órdenes de la Organización. Más concretamente, del señor Caine. No tenía ni idea de cómo se había enterado él de sus habilidades y del programa.

Estaba jodida. Muy jodida.

No podía decírselo a su padre. No, bajo ningún concepto. Los delitos que había cometido eran demasiado graves. Había mantenido una relación con alguien ajeno a la familia, había desarrollado un programa sin ninguna medida de seguridad que era una bomba de relojería, y lo peor de todo…, si su padre se enteraba de que había ido a parar a manos de la familia Maroni, la mataría sin pestañear. Morana era consciente de ello y, la verdad, no le importaba. Sin embargo, no sería justo que otras personas inocentes vieran sus vidas destruidas por el error que ella había cometido.

Así que, tras semanas de investigación y acecho, por fin había logrado crearse una invitación falsa para asistir a la fiesta que se celebraba en Tenebrae. Su padre pensaba que había ido a la ciudad para verse con sus inexistentes amigas de la universidad. Sus guardaespaldas la creían borracha y durmiendo en la suite de su hotel, cerrada con llave.

Se había escapado. Se había metido en lo más profundo de la boca del lobo. Tenía que hacerse con el programa y largarse de allí cagando leches. Y tenía que hacer todo eso sin que el Cazador diera la voz de alarma. La única forma de lograrlo era matándolo.

Al pensar en que ese hombre lo había planeado todo con Jackson le hirvió la sangre.

Sí… Matarlo no sería un problema. Las ganas de hacerlo aumentaban cada vez que pensaba en el muy cabrón. Apretó los dientes.

Por fin, tras apurar un vaso de whisky, Tristan Caine echó a andar hacia la mansión.

Hora del espectáculo.

Morana asintió para sus adentros mientras dejaba la copa de champán en la bandeja de uno de los muchos camareros que iban de un lado a otro. Caminó en silencio hacia el sendero casi oculto que él había tomado. Guarecida entre las sombras, su vestido oscuro la ayudaba a pasar desapercibida. Tras adentrarse en el sendero, la fiesta quedó amortiguada a su espalda y los arbustos que flanqueaban el sendero se hicieron más espesos.

Veía la figura alta y corpulenta de Caine, que avanzaba con rapidez hacia los escalones de la casa. Los subió de dos en dos y ella se apresuró a seguirlo, intentando no perderlo de vista.

Echó un vistazo a su alrededor, se agachó y subió los escalones. A su izquierda vio la fiesta y a los guardias apostados por los jardines. Morana frunció el ceño, extrañada por la falta de seguridad en torno a la propia casa, y entró en ella traspasando la enorme puerta de doble hoja, que estaba entreabierta.

Y vio que un guardia atravesaba el vestíbulo hacia ella.

Con la adrenalina recorriéndole las venas, se agazapó detrás de la primera columna que vio y recorrió con la mirada la enorme entrada hasta llegar a la gigantesca araña de cristal que colgaba del techo. Vio que Caine enfilaba un pasillo a la izquierda del vestíbulo y lo perdió de vista.

De repente, sintió que alguien le tiraba del brazo.

El guardia corpulento la miró con el ceño fruncido.

—¿Se ha perdido, señorita? —le preguntó, con expresión recelosa, y antes de pensárselo mejor, Morana cogió el jarrón que tenía al lado y se lo rompió en la cabeza. El hombre abrió los ojos de par en par antes de desplomarse y ella escapó, echándose la bronca en silencio.

«¡Joder, joder, joder!».

Había sido demasiado descuidada.

Respiró hondo y se concentró en la tarea que tenía entre manos, tras lo cual se agachó todo lo que pudo hasta llegar al pasillo. Una vez en él, se detuvo a quitarse los zapatos de tacón para no hacer ruido y empezó a correr. En cuestión de segundos se encontró en una esquina en la parte trasera de la casa, ante una escalera que conducía a una solitaria puerta.

Tragó saliva y subió, con el corazón acelerado.

Una vez en el descansillo, se acercó de puntillas a la puerta. Tras tomarse un segundo para respirar hondo, se sacó el cuchillo de la funda del muslo, consciente del pequeño moratón que le había dejado. Aferró el pomo de la puerta mientras se ponía los zapatos, y la abrió.

Se asomó y vio lo que parecía un dormitorio de invitados en penumbra. Estaba vacío. Frunció el ceño, entró y cerró la puerta sin hacer ruido.

Antes de que tuviera la oportunidad de examinar sus alrededores, se abrió una puerta al otro lado de la enorme estancia. Se acuclilló en un rincón con el corazón en la garganta, y vio que el hombre salía del cuarto de baño y arrojaba la chaqueta del traje a la cama. Se fijó en los tirantes oscuros que llevaba por encima de la camisa blanca, cuyo almidonado cuello se había desabrochado. La tela se tensaba sobre su pecho, que era muy musculoso. Pensó que seguramente también tendría los abdominales marcados.

Aunque se odiaba a sí misma por fijarse, no podía negar que era muy, muy atractivo. Lástima que fuera igual de cabrón.

Lo vio sacarse el móvil del bolsillo de los pantalones y mirar la pantalla, concentrado. Sin apartar los ojos de esa musculosa espalda, Morana se enderezó y salió de su escondite en las sombras.

Era ahora o nunca.

Se acercó a él, empuñando el cuchillo con la mano un poco temblorosa y los nudillos blancos, sin atreverse siquiera a respirar para no alertarlo. Estaba a unos dos pasos de su espalda cuando alzó el cuchillo sobre esta, justo por encima del lugar donde supuestamente estaría su corazón, y dijo con toda la frialdad que pudo:

—El menor movimiento y es hombre muerto.

Vio que los músculos de su espalda se tensaban, uno a uno, incluso antes de que ella hablara. Si no hubiera estado tan acojonada y furiosa, la habría fascinado.

—Interesante —replicó él con voz serena, como si su vida no estuviera a merced de la temblorosa mano de Morana.

Ella agarró el cuchillo con más fuerza.

—Suelte el teléfono y levante las manos —le ordenó, y lo vio obedecer sin titubear.

Su voz rompió el tenso silencio.

—Dado que aún no estoy muerto, supongo que quiere algo.

Ese tono de voz completamente imperturbable no contribuyó a calmar sus nervios. ¿Por qué no parecía afectarle lo que estaba sucediendo? Podía abrirlo en canal. ¿Se le escapaba algo?

Le corría el sudor por la espalda y le picaba la cabeza por culpa de la peluca, pero se concentró en su espalda. Tras sacar el cuchillo que llevaba en el otro muslo, se lo colocó en el costado, justo sobre el riñón. Él se tensó un poco más, pero no movió las manos, y se mantuvo firme.

—¿Qué quiere? —preguntó, con un tono tan inalterable como sus manos.

Morana respiró hondo, tragó saliva y habló.

—La memoria USB que le dio Jackson.

—¿Qué Jackson?

Morana apretó un poco más los cuchillos a modo de advertencia.

—No finja que no sabe de qué cojones le hablo, señor Caine. Lo sé todo sobre sus tratos con Jackson Miller. —Él mantuvo la espalda rígida, a pesar de que a ella le bastaría un segundo para atravesarle la piel con los cuchillos—. ¿Dónde está el USB?

Se produjo un breve silencio antes de que él inclinara la cabeza hacia la izquierda.

—En mi chaqueta. En el bolsillo interior.

Morana parpadeó sorprendida. No esperaba que se rindiera con esa facilidad. Quizá bajo toda esa fachada de tío duro se escondía en realidad un cobarde. Tal vez los rumores y las historias eran inventados.

Miró hacia la chaqueta, y todo sucedió en la milésima de segundo que le llevó esa pequeña distracción.

De repente, se golpeó de espaldas contra la pared y descubrió que tenía la mano derecha (en la que todavía sujetaba el cuchillo) inmovilizada. Apoyada bajo la barbilla estaba su propia mano, de la cual se había apoderado un Tristan Caine mucho más fuerte y mucho más furioso que ella.

Morana parpadeó y lo miró a los ojos, azules y llenos de rabia, paralizada por lo que acababa de suceder. No estaba preparada para algo así. Mierda, no estaba para nada preparada para algo así.

Tragó saliva. Tenía en el cuello la hoja de su propio cuchillo, empuñada por su propia mano que él aferraba. Sintió el frío metal amenazando su piel morena. Su otra mano, grande y áspera, le sujetaba la otra muñeca por encima de la cabeza, rodeándola con los dedos como si fuera un grillete. Sintió cómo pegaba el cuerpo, mucho más grande y musculoso que el suyo, a ella; esos pectorales cálidos aplastaban su pecho tembloroso; el olor almizcleño de su aroma le invadía los sentidos; le aprisionaba las piernas con las suyas, a cada lado, dejándola completamente inmóvil.

Tragó saliva, lo miró a los ojos y enderezó la espalda. Si iba a morir, no mostraría miedo y mucho menos ante alguien como él.

Tristan Caine se inclinó hacia ella y dejó la cara a escasos centímetros de la suya. Sus ojos eran fríos y su voz sonó cruel cuando dijo en voz baja:

—Aquí, justo aquí… —Acercó la punta del cuchillo a un lugar de su cuello ladeado situado justo debajo del mentón—. Es un punto débil. Si te apuñalo, morirás antes de pestañear siquiera.

Morana sintió que se le revolvía el estómago, pero apretó los dientes, negándose a demostrar su angustia, escuchándolo en silencio mientras él descendía con el cuchillo por su cuello, en dirección hacia la parte donde le latía el pulso.

—Aquí. Morirás, pero no será rápido.

El corazón le latía a toda velocidad en el pecho y le empezaron a sudar las palmas de las manos al ver la expresión de su rostro. Él volvió a mover el cuchillo hacia un punto cercano a la base del cuello.

—Y aquí… ¿Sabes lo que pasa si corto aquí?

Morana guardó silencio y se limitó a observarlo. Su voz era burlona, como si intentara seducirla con la tentación de la muerte.

—Te dolerá —siguió él, impertérrito—. Te desangrarás hasta morir. Sentirás cada gota de sangre que salga de tu cuerpo. —Su voz le recorrió la piel—. La muerte llegará, pero tardará muchísimo. Y el dolor será insoportable. —Mantuvo el cuchillo firme en ese lugar y su voz se tornó escalofriante—. Bien. Si no quieres que eso suceda, dime quién te ha enviado y de qué USB hablas.

Morana parpadeó confundida, antes de caer en la cuenta de que él no la había reconocido. Claro que no. En realidad, nunca se habían visto y, en lo que a primeros encuentros se refería, ese dejaba mucho que desear. Seguramente solo había visto alguna foto de pasada, como ella había visto las suyas.

Tras humedecerse los labios secos, susurró:

—El USB es mío.

Lo vio entrecerrar un poco los ojos.

—Ah, ¿sí?

Ella también entrecerró los suyos, porque la ira, que antes la había abandonado ante el miedo, regresó con fuerza.

—Sí, lo es, cabrón. Me he dado una paliza para crear ese programa y no pienso permitir que lo uses. Jackson me lo robó y he venido desde Puerto Sombrío porque necesito recuperarlo.

Hubo un instante de silencio y esos ojos azules recorrieron su cara antes de que la sorpresa se apoderara de ellos.

—¿Morana Vitalio?

Ella asintió con un gesto brusco, teniendo cuidado con la afilada hoja que le oprimía la garganta. Tristan Caine la miró de arriba abajo, deteniéndose en la peluca y en sus labios, fijándose en todo lo que pudo abarcar de ella antes de mirarla de nuevo a los ojos.

—Vaya, vaya, vaya… —murmuró, casi para sí mismo, mientras apartaba la hoja un centímetro y relajaba un poco el mentón ahora que conocía su identidad.

Morana abrió la boca para pedirle que quitara el cuchillo justo cuando se oyó un fuerte golpe en la puerta que tenían al lado. Se le escapó un gritito de sorpresa, y él le soltó la mano que tenía sobre la cabeza para taparle la boca.

¿En serio? ¿Qué pensaba que iba a hacer? ¿Gritar pidiendo ayuda en la casa de la Organización Tenebrae?

—Tristan, ¿has visto a alguien por la casa? Han noqueado a Matteo en la planta baja —dijo una voz grave desde el otro lado de la puerta, con un acento muy marcado.

Morana sintió un peso enorme en las entrañas, como si hubiera tragado plomo, y abrió los ojos de par en par cuando esos ojos azules se clavaron en ella. Él respondió mientras levantaba la ceja derecha.

—No, no he visto a nadie. —Siguió con la mirada clavada en la suya—. Bajo en unos minutos.

Morana escuchó que el hombre se alejaba, y una vez que sus pasos dejaron de oírse, Tristan Caine le retiró la mano de la boca. Sin embargo, no retiró el cuerpo.

—¿Te importaría quitarme el cuchillo del cuello? —preguntó Morana en voz baja, con los ojos fijos en él.

Él elevó un poco más la ceja que había levantado y se inclinó hacia ella sin mover el cuchillo ni un milímetro.

—Deberías saber que no hay que entrar en casa del enemigo sola y desprotegida. Y deberías saber que nunca hay que acechar a un cazador. Si olemos sangre, empieza la cacería.

Morana apretó los dientes. Le picaba la palma de la mano de las ganas de darle un bofetón por esa actitud tan condescendiente.

—Quiero que me devuelvas el USB.

El silencio se prolongó unos segundos. Después él retrocedió un paso y le soltó los brazos, no sin antes arrebatarle los cuchillos, que procedió a examinar.

—Venir aquí ha sido una estupidez, señorita Vitalio —dijo en voz baja, mirándola—. Si mi gente te hubiera encontrado, estarías muerta. Si tu gente se hubiera enterado, estarías muerta. ¿Querías que se declarara la guerra?

¡Menudo hipócrita! Morana se acercó un paso más a él, dejando unos centímetros de espacio entre ambos, y lo fulminó con la mirada.

—Haga lo que haga estoy muerta, así que a mí no me parece ninguna estupidez. ¿Sabes lo que puede hacer el programa que guarda ese USB? La guerra hipotética que me acusas de querer iniciar… pues imagínatela diez veces peor. —Inspiró hondo mientras intentaba razonar con él—. Mira, solo tienes que darme el USB para que pueda destruirlo, y me largaré.

Se produjo un tenso silencio, que se prolongó durante unos largos minutos mientras él la contemplaba con aquellos ojos azules de una forma tan enervante que la incomodó. Después de esos momentos que parecieron interminables, Tristan Caine le entregó el cuchillo y dijo:

—Debajo de la escalera hay una puerta. Te conducirá a la verja de entrada. Sal de aquí antes de que alguien te vea y se desate el caos. Estoy disfrutando de una noche de tranquilidad en meses y lo último que me apetece es limpiar tu sangre del suelo.

Morana respiró hondo y aceptó los cuchillos.

—Por favor.

Por primera vez, Morana captó el atisbo de algo nuevo en sus ojos, pero él se limitó a cruzar los brazos por delante del pecho y a inclinar la cabeza para ponerse a la altura de su mirada.

—Largo.

Suspiró y supo que la había derrotado. No podía hacer nada más. Y volver a casa significaba contárselo a su padre. Lo que significaba la muerte o el exilio. «Joder».

Morana asintió, saboreando la amargura en la boca, y se dio media vuelta, extendiendo un brazo para agarrar el pomo de la puerta, consciente de que él seguía mirándola.

—¿Señorita Vitalio?

Volvió la cabeza hacia él y descubrió un brillo en sus ojos que hizo que el corazón le diera un vuelco y se le encogiera el estómago. Siguió mirándola un momento en silencio antes de decir:

—Estás en deuda conmigo.

Morana parpadeó sorprendida, sin comprender.

—¿Cómo?

Esa mirada se hizo aún más intensa. Sus ojos azules la abrasaron.

—Que estás en deuda conmigo —repitió él.

Morana arrugó los labios.

—¿Y se puede saber por qué cojones te voy yo a deber nada?

—Por haberte salvado la vida —respondió—. De haber sido otro, ahora mismo estarías muerta.

Frunció el ceño, confundida, y vio que sus labios se estiraban un poco mientras seguía mirándola con esa expresión que no acababa de entender.

—No soy ningún caballero, no voy a dejarlo pasar —añadió en voz baja—. Me debes una.

Y entonces él acortó la distancia que los separaba. Morana tragó saliva, con la mano en torno al pomo de la puerta mientras el corazón le latía con fuerza, y echó la cabeza hacia atrás para mantener los ojos clavados en los suyos. Él la miró en silencio un instante, tras lo cual se inclinó hacia ella sin apartar la mirada y sintió su aliento rozándole la cara y el olor almizcleño de su aroma en la nariz cuando susurró:

—Y algún día me la cobraré.

A Morana se le entrecortó el aliento.

Y luego salió corriendo de la habitación.

2

Choque

Dios, de verdad que no debería estar allí.

Ese podría ser el título de su autobiografía, teniendo en cuenta que siempre acababa metida en ese tipo de situaciones. Si alguna vez la escribía, estaba segurísima de que a mucha gente le interesaría leerla. Al fin y al cabo, ¿cuántas hijas de mafiosos, que además eran un genio, exponían sus vidas en papel para el consumo público? Incluso podría ser un superventas si vivía lo suficiente para escribirlo. Tal y como iban las cosas, dudaba de poder regresar a casa sana y salva.

El miedo le atenazaba la boca del estómago como un peso enorme y amenazaba con aflojarle las rodillas mientras se dirigía con piernas temblorosas hacia el edificio abandonado. Ella era un genio, sí, pero por Dios, también una imbécil. Pero imbécil de campeonato. Una imbécil que no bloqueaba a su exnovio infiel en el móvil. Una imbécil que había dejado que dicho exnovio gilipollas le dejara un mensaje. Una imbécil que, por algún estúpido motivo, lo había escuchado.

Estaba sentada en su dormitorio, trabajando con el portátil en intentar deshacer los desastrosos efectos de su programa, cuando Jackson le dejó el mensaje.

Aún oía el pánico que impregnaba su voz mientras susurraba las palabras a toda prisa. Aún sentía que las palabras susurradas le ponían la piel de gallina. Aún recordaba el mensaje completo, palabra por palabra, porque lo había escuchado diez veces. No, no porque todavía lo quisiera ni nada parecido, sino porque estaba sopesando qué hacer.

Era una imbécil.

Tenía su frenética voz grabada en la cabeza.

«¡Morana! ¡Morana, por favor, tienes que escucharme! Necesito tu ayuda. Es cuestión de vida o muerte. El programa… El programa está… Lo siento mucho. Por favor, reúnete conmigo en Huntington con la Octava. Verás un edificio en construcción. A las seis de la tarde. Estaré escondido en el interior, esperándote. Te prometo que te lo explicaré todo, pero ven sola. Por favor. Te juro que van a matarme. Por favor, te lo suplico. El programa está…».

Y el mensaje se interrumpió.

Se quedó una hora entera sentada, con la vista clavada en el móvil, mientras sopesaba las posibilidades. Las posibilidades eran muy simples.

Posibilidad uno: era una trampa.

Posibilidad dos: no era una trampa.

Simples, pero totalmente desconcertantes. Jackson era una víbora de la peor calaña, lo sabía bien. Cabía la posibilidad de que le hubieran pagado para que hiciese la llamada, de la misma manera que le habían pagado para que la espiase. Había fingido el afecto que sentía por ella durante semanas. En comparación, ¿qué era una llamada de unos pocos segundos fingiendo nerviosismo? Ya la había engañado una vez, así que ¿intentaba engañarla de nuevo? ¿Sería una trampa?

Sin embargo, eso era lo que la había convencido. ¿Quién iba a tenderle una trampa? ¿La Organización? Se infiltró en su centro de operaciones la semana anterior. Entró en la guarida del león, se enfrentó cara a cara con su famoso Cazador y salió ilesa. Sabía que no querían declarar una guerra entre mafias, de lo contrario Tristan Caine la habría desenmascarado aquella misma noche. Pero no lo hizo. La dejó marchar. No tenía sentido que ahora le tendieran una trampa.

Y si no se trataba de la Organización, ¿quién iba a querer que Jackson llamara simulando estar histérico? ¿Era una trampa? ¿Estaría siendo demasiado cauta? ¿Estaba asustado de verdad o lo fingía?

Por desgracia, ella no podía permitirse el lujo de dejar pasar la oportunidad. Porque si estaba asustado, y si de verdad sabía algo sobre el programa, tenía que verlo. Tenía que escucharlo. Tenía que recuperar el programa, por las buenas o por las malas.

Claro que la última vez que lo intentó por las malas no salió muy bien.

Seguía conmocionada por haber estado a merced de Tristan Caine, un hombre famoso por su crueldad. La había inmovilizado contra la pared y la había amenazado con sus propios cuchillos apuntándola al cuello. Y la había dejado marchar. De hecho, le había dicho dónde estaba la puerta que conducía a su libertad, hacia su huida encubierta de la mansión Maroni, esa fortaleza bestial, en plena fiesta.

Recordó la incredulidad que sintió al hacer autostop para volver al hotel. La incredulidad que le provocó su propia audacia. La incredulidad por el intento fallido. La incredulidad por lo cerca que había estado. La incredulidad que él le suscitó.

El encuentro, aunque fugaz, inició una tensión palpitante que la acompañaba desde su vuelta de Tenebrae. Había pasado una semana desde que regresó, una semana desde que se coló en los dominios de los Maroni, una semana desde que fracasó a la hora de recuperar el USB. Una semana durante la que le había ocultado la verdad a su padre. Si lo descubría, es decir, cuando lo descubriera, lo pagaría muy caro…

Se desentendió de esos pensamientos que la distraían, enderezó los hombros y notó el tranquilizador frío del metal en la cintura, donde había escondido su pequeña Beretta, cubierta por un sencillo top amarillo. Salvo por las llaves de su Mustang rojo descapotable, no llevaba nada encima, de modo que tenía las manos libres, con el móvil en el bolsillo de los pantalones negros anchos.

Después de lo de la última semana se había teñido de castaño el pelo, que antes llevaba rubio, en un intento por desprenderse de los sombríos rescoldos del encuentro. Se cambiaba de color a menudo. Con tantas cosas en su vida que escapaban a su control, le gustaba llevar la voz cantante en lo que se refería a su aspecto. Sus nuevos rizos oscuros se agitaban en una coleta alta. Además llevaba las gafas. Incluso se había puesto zapatos planos por si necesitaba salir corriendo.

Tras decirle a su padre que se iba de compras a la ciudad, Morana se marchó antes de que sus matones pudieran seguirla. Se había escabullido de aquella forma tantas veces que ya solo recibía una mirada de reproche por su parte.

En realidad, no es que su padre se preocupara por su seguridad, simplemente quería mantener el control que ejercía. El control sobre sus hombres, sobre ella, sobre las negociaciones con el enemigo. Ambos habían renunciado hacía tiempo a fingir que no eran conscientes de cuál era la verdad. Por su parte, y desde hacía mucho, Morana había dejado de sentirse decepcionada. Lo cual la empujaba a comportarse de una forma que oscilaba entre la valentía y la temeridad.

Ir a aquel lugar estaba justo en el punto medio.

Una vez que entró en la obra, pasada la verja de hierro forjado que protegía el único edificio en construcción de la calle abandonada, echó un vistazo a su alrededor para examinar la zona. El sol estaba ya muy bajo en el cielo, preparado para hundirse en el horizonte en cualquier momento, y lanzaba la luz justa para que el edificio proyectara sombras largas y espeluznantes en el suelo, mientras el cielo iba perdiendo poco a poco el color púrpura para pasar a un gris frío, con la luna a la espera de salir.

Sentía que el viento le enfriaba la piel, lo que le provocó un leve escalofrío que le recorrió los brazos desnudos y le erizó la piel, poniéndole el vello de punta como soldaditos preparándose para la batalla. Sin embargo, lo que la había asustado era otra cosa.

Águilas. Decenas de águilas sobrevolaban en círculos el edificio, una y otra vez, llamándose entre ellas mientras la cacofonía de sus chillidos se perdía entre el batir de sus alas contra el viento.

Estaba anocheciendo, y seguían sobrevolando el alto edificio, indicándole algo sobre la estructura. No era una obra normal y corriente. En algún lugar de su interior había un cadáver o —miró de nuevo las aves, lo numerosas que eran— más de uno.

No debería estar allí. Ni de coña.

Contuvo el nerviosismo repentino y se echó un vistazo al reloj. Las seis en punto. Era la hora. ¿Dónde estaba Jackson?

El repentino zumbido del móvil en el bolsillo la sobresaltó. Soltó el aire despacio para calmar su acelerado corazón, lo sacó a toda prisa y miró el número. Jackson. Se lo llevó a la oreja y aceptó la llamada.

—¿Morana? —le susurró con su voz tan conocida.

Ella frunció el ceño. ¿Por qué susurraba?

—¿Dónde estás? —musitó ella mientras miraba a su alrededor, en busca de algo inusual. Cualquier cosa fuera de lo común, aparte de las dichosas águilas.

—¿Has venido sola? —preguntó Jackson.

Las arrugas en el entrecejo de Morana se acentuaron, y todos sus sentidos se pusieron en alerta.

—Sí. ¿Me vas a decir qué está pasando de una vez?

Vio que Jackson asomaba la cabeza por la puerta del edificio. Le hizo un gesto para que avanzara.

—Entra, rápido —oyó que le decía a través del teléfono.

Morana desvió la mirada hacia la construcción, que se alzaba hacia el cielo como un monstruo ruinoso rodeado de aves de la muerte. De haber estado viendo una película, se habría partido de risa ante una escena tan manida y evidente, pero lo último que le apetecía en ese instante era reírse. Estaba cagada de miedo. Aquello no le cuadraba en absoluto.

—No pienso moverme ni un milímetro hasta que me digas de qué va todo esto —replicó, manteniéndose donde estaba, delante del edificio, mientras veía a Jackson asomarse por la puerta de nuevo.

—¡Joder, Morana! —masculló él, soltando un taco por primera vez y con el nerviosismo patente en su voz—. ¡No va a entrar!

Se quedó paralizada al oír que él le gritaba a alguien que estaba a su espalda, y la certeza de que la había traicionado por segunda vez se le clavó en las entrañas. Puto imbécil. Le había tendido una trampa.

Morana no perdió ni un solo segundo más y se agazapó detrás de unos escombros antes de sacarse la pistola de la cinturilla de los pantalones. Le quitó el seguro, estiró los brazos y se preparó para apuntar y disparar en cuanto fuera necesario. El corazón le martilleaba en el pecho, su respiración se volvía más agitada conforme la adrenalina le corría por las venas. Lo único que rompía el silencio eran sus jadeos y los chillidos de las águilas, que seguían gritando en el cielo, por encima de ella, sobrevolando en círculos el edificio que apestaba a muerte.

Debía volver al coche.

Desvió la mirada hacia la verja, calculó la distancia que había entre ella y el montón de escombros, y se dio cuenta de que estaba a unos cien metros. Joder. Si ya tenían a alguien encañonándola, ni de coña podría correr todo ese espacio abierto sin recibir un balazo.

«Piensa». Tenía que pensar.

—¡Morana! —Se encogió mientras Jackson la llamaba desde el edificio—. ¡No te haremos daño! ¡Solo queremos hablar!

Claro, qué gracioso.

Apretó los dientes consumida por la rabia, muriéndose de ganas de dejarlo sin dientes de un puñetazo. ¡Uf, cómo le encantaría darle un puñetazo!

—¡Sé que te gustan los jueguecitos, nena, pero esto va en serio!

Detestaba que la llamase «nena», lo detestaba con todas sus fuerzas. Hacía que se sintiera como una de esas fulanas que revoloteaban alrededor de los hombres en su mundo. Debería habérselo cargado.

—Oye, lo entiendo —siguió Jackson, cuya voz se iba acercando poco a poco adonde se encontraba ella—. Sé que me odias por llevarme el programa, pero solo fue por dinero, nena. Me gustabas. Podremos ayudarte si tú nos ayudas.

¿Iba colocado?

Morana sujetó la pistola con más fuerza.

Se oyó un disparo. Las águilas se volvieron locas.

Ella dio un respingo al oír el estruendo y al mirar hacia arriba vio que las aves se desbandaban, presas del caos, frenéticas, y sintió que el corazón le latía al mismo ritmo con el que batían sus alas. Esperó que Jackson hablara de nuevo, pero no lo hizo. El miedo que sentía en el estómago aumentó.

—Te prefiero rubia.

Se le atragantó el aire al oír la voz que le llegó desde atrás. Esa voz que desde hacía una semana no podía olvidar. Esa voz que le había descrito entre susurros las distintas formas en las que podía matarla, acariciándole la piel con suavidad. La voz de whisky fuerte y de pecado.

Morana levantó la mirada y la clavó en el cañón de la Glock que le apuntaba a la cabeza. Despacio, fue subiendo la vista hasta los dedos seguros y firmes que la empuñaban; hasta los antebrazos expuestos bajo la camisa negra remangada, de músculos marcados; hasta los hombros que sabía que poseían la fuerza necesaria para inmovilizarla contra una pared sin que pudiera hacer nada; hasta la barba incipiente que le cubría la mandíbula cuadrada y, por fin, hasta sus ojos. Unos ojos tan azules. Tan azules y tan despojados de expresión.

Se permitió solo un segundo, un segundo de admiración femenina, antes de recordarse quién era él. Y, al hacerlo, alzó el brazo, apuntándole al corazón mientras Tristan Caine seguía apuntándole a la cabeza en un silencioso duelo.

Morana se puso en pie, sin apartar los ojos de los suyos, sin que le temblara el brazo con el que sujetaba el arma, y ladeó la cabeza.

—Y yo te prefiero muerto.

Él mantuvo esa expresión estoica de su rostro, aunque entrecerró los ojos ligeramente. Permanecieron en silencio unos minutos, apuntándose el uno al otro, y Morana se dio cuenta de que no tenía sentido. Sabía que no iba a matarla. Tuvo muchas oportunidades de hacerlo la semana anterior y no las aprovechó. No iba a hacerlo entonces.

—Ambos sabemos que no vas a dispararme, así que guardemos las armas. ¿Te parece b

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