El color de la luz

Marta Quintín Maza

Fragmento

SL90285_Tripa_El_color_de_la_luz-1.html

Prólogo 

Nueva York, 1982

Un millón de dólares.

Lo dijo con voz serena y el rostro imperturbable. Mantuvo la mano alzada y la mirada al frente. Un murmullo recorrió la sala. Algunos, desde la primera fila, se volvieron para contemplarla fugazmente. Todos contenían el aliento. El director de la subasta, parapetado tras su atril, emitió un silbido de admiración.

—Ofrecen un millón de dólares. Esto se pone emocionante, ¿verdad, amigos? ¿Alguien da más? —les tentó.

Como respuesta, un silencio sepulcral se espesó en la estancia. A su lado, el cuadro relumbraba bajo los focos, ajeno a aquella pugna que había originado, inmune a la culpa. No parecía darse por aludida aquella explosión de colorido incandescente, recogida en trazos gruesos, embalsada en rugosas lágrimas de pintura, acotada por una sombra que bien podía ser la de una mujer, que, sin embargo, se veía arrollada y desfigurada sin remedio por una llamarada de pasión hecha de luz, día y fuego. La verdad sea dicha, aquella obra cumbre de Pendragón era una auténtica maravilla. Un prodigio conmovedor capaz de golpear el estómago, dejar la mente en blanco y estrujar el corazón en un solo vistazo. Pero un millón... Era un despropósito. La anciana sabía que todos lo estaban pensando. Una ligera sonrisa de triunfo surgió de su boca. Nadie se atrevería a superar su oferta. La subasta había concluido y ella había dado la puntilla. Por fin el cuadro era suyo. Se equivocaba.

—Un millón quinientos mil dólares —anunció el director de la subasta con la euforia golpeteándole en la voz como un remo contra el agua.

El comprador que pujaba al otro lado del teléfono no se rendía tan fácilmente. A la anciana, la sonrisa se le deshilachó en los labios. Suspiró con resignación y de inmediato levantó de nuevo la mano.

—Dos millones.

—¡Esto es fantástico! Ofrecen dos millones. ¿Le he dicho ya que la quiero?

Los susurros crecían en la sala, como un mar que se hincha a instancias de la brisa.

—Dos millones quinientos mil. —Se complació el director ante la indicación de uno de sus acólitos, que atendía al personaje del otro lado de la línea—. ¿Eso significa que nos vamos a tres millones? En efecto, ¡subimos a tres! —chilló, al tiempo que la interpelada izaba cansinamente el brazo.

A partir de aquel punto, los gladiadores se enzarzaron en una enconada lucha cuerpo a cuerpo, trepidante, que no admitía tregua, y en la que las estocadas se asestaban de quinientos mil en quinientos mil. Los demás se habían ido retirando paulatinamente de la contienda, con humildad, conscientes de que no tenían nada que oponer a la férrea determinación de semejantes colosos, que no cedían ni un milímetro en aquellas arenas de las que se habían hecho dueños. Los millones sumaban un cero detrás de otro, vertiginosamente, sin dar tiempo a calibrarlos. Se había tejido una especie de hechizo, y ya nadie sabía a ciencia cierta por qué se estaban chocando los aceros ni qué significaban aquellas cifras exorbitantes. El público simplemente se dejaba acunar por ese frenético toma y daca, que había entrado en la fase del paroxismo, y que lo arrastraba todo a su paso, dejando un reguero abrumador.

—Ocho millones.

Unos instantes de tiempo muerto. Pero apenas unos segundos.

—Nueve.

Los ojos de la anciana crepitaban con fiereza, se mordía los labios, con el cuello envarado y el rostro esculpido en el granito de la resolución.

El director de la subasta se desgañitaba desde su tribuna, medio desplomado por la tensión de dirigir con una mínima templanza de batuta a aquellos formidables contrincantes que habían atenazado la yugular de la presa, con una mandíbula hermética, y que se negaban a soltarla, como si hacerlo implicara caer allí mismo fulminados. Parecía que la vida se les iba en ello. La batalla duraba ya doce minutos de reloj y no presentaba visos de acabar. El calor se había condensado bajo la cruda luz eléctrica, y algunas calvas relucían, pecado que los pañuelos intentaban opacar.

—Veinte millones de dólares —tronó entonces la voz de la anciana.

Un silencio sobrecogido se apoderó de la sala. Solo un cuchicheo lo quebró:

—El récord..., se ha batido el récord...

El director de la venta se quedó en suspenso, expectante. Al otro lado del teléfono nadie dijo nada. No había contraoferta.

—Por veinte millones..., ¿alguien da más? ¿No? A la de una, a la de dos, a la de tres... —El director se regodeó en prolongar el último segundo—. Adjudicado.

El mazo cayó inapelable.

—Nuestra pujante con el número 414 es la nueva propietaria del cuadro, que, por cierto, como bien han observado ustedes, se convierte esta noche en la obra por la que se ha pagado un precio más alto en toda la historia del arte.

—No lo sabe usted bien —musitó la anciana entre dientes.

Pero nadie la escuchó. La sala había estallado en ovaciones. Algunos se habían puesto en pie y vitoreaban, poseídos por el jolgorio y el entusiasmo. Pero, de pronto, el auditorio enmudeció y los aplausos cesaron, quedándose prendidos en el aire. Sin terminar de dar crédito, todos fueron testigos de cómo aquella anciana que acababa de pagar veinte millones de dólares por un trozo de tela pintado se levantaba de su asiento, avanzaba lenta pero firmemente por el pasillo y cogía del caballete ella misma, con sus propias manos, el cuadro que tanto le había costado.

El director de la subasta levantó el brazo que había dejado caer momentos antes, y una mueca escandalizada se dibujó en su boca para parir una protesta sobre lo sumamente irregular de aquel comportamiento. Pero la anciana se volvió hacia él y se la abortó.

—Ahora el cuadro me pertenece, ¿no es eso?

El director pegó de nuevo los labios y encogió la vista como un perro regañado, en señal de humilde asentimiento. La anciana desligó la mirada del inoportuno y casi se oyó el chasquido de desprecio que restalló entre sus pestañas. Una vez desentendida de aquella minucia, se volvió hacia el cuadro.

Lo sostuvo ante sí un momento, contemplándolo fijamente, como si no existiese nada más. Lo estrechó contra su pecho y dio media vuelta para marcharse. Se alejó sin apartarlo de ella ni un ápice y se perdió corredor adelante hasta desaparecer al otro lado de la puerta, como un fantasma. Había tardado casi cincuenta años en lograrlo, pero aquel Martín Pendragón volvía a ser suyo.

Lo ocurrido aquella noche en la casa de subastas de Nueva York salió al día siguiente en todos los periódicos y en los noticiarios televisivos de medio mundo, llenando de colorido sus minutos finales, tras media hora de relato de catástrofes, conflictos laborales y declaraciones de políticos sinvergüenzas. El hecho de que se hubiera batido el récord de la cotización alcanzada hasta la fecha por una obra de arte era algo pintoresco en todos los sentidos, y copó titulares. Sin embargo,

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos