Alianza de sangre

Lena Valenti

Fragmento

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1

«Todos tenemos monstruos en nuestro interior, cohabitando con nosotros. Unos solo hibernan y duermen. Otros despiertan. Es un gen que poseemos —o que nos posee—, pero como sucede con las enfermedades, unos lo desarrollan y otros, no. Sin embargo, todos somos portadores.

»El monstruo, como la rabia en los animales, también es una esencia externa, una doctrina, que se puede transmitir por contagio y por educación. Como el mordisco que todo lo envenena.

»Pero hay algo que diferencia a humanos y a animales y que convierte a los segundos, sin lugar a dudas, en la especie más noble.

»El animal es instinto, y sus impulsos de lucha, caza y persecución se activan por mera supervivencia. Solo por eso.

»El humano no necesita estar en modo supervivencia para que su monstruo despierte. Tampoco necesita que lo muerdan para que muestre su verdadera cara.

»Al animal solo lo puedes volver agresivo si lo tratas muy mal, pero nunca sibilino ni malicioso. El animal solo reaccionará violentamente por miedo a que le vuelvan a hacer daño.

»En el humano, el monstruo puede despertar por sí solo con la maldad y la perversión suficientes como para aterrorizar a quien esté a su alrededor. Porque sí, la inteligencia que se le presupone al cerebro humano se corrompe con facilidad.

»El animal, en cambio, carece de esos rasgos abyectos y pérfidos.

»Y es algo que no entendemos como sociedad, por eso cuando insultamos y llamamos a alguien “animal”, ensuciamos la honorabilidad del animal y le damos demasiada nobleza al humano. Pensamos que este último es bueno por naturaleza, por eso aún creemos en la reinserción y liberamos a violadores, maltratadores, pederastas y asesinos, no solo porque nuestro sistema penitenciario es pésimo y las penas que imponen las leyes son ridículas. Los dejamos libres porque creemos que han aprendido lo que está mal y que no lo volverán a hacer, como si fuéramos magnánimos y ellos se hubiesen curado. Pero ¿qué sucede cuando se disfruta haciendo el mal? ¿Cómo habría que actuar cuando el mal es el móvil y el alimento para este tipo de individuos? ¿Qué pasa cuando la sociedad en la que se desarrollan estos personajes tiene inputs preocupantes alrededor y connotaciones maliciosas graves que provocan que ese monstruo crezca como una enfermedad?

»Lo que sucede es que reinciden.

»Reinciden y reincidirán una y otra vez.

»Así que, cuando me preguntan por qué prefiero la compañía de los animales antes que la de las personas, mi respuesta es siempre esta: porque confío en ellos más que en los humanos».

Ese era el pódcast que Elora escuchaba en su Jeep ranchera de color negro mientras se dirigía a su nuevo trabajo y, también, a su nuevo hogar.

Le gustaba escuchar a Susane Spencer, una socióloga que hablaba sobre la naturaleza humana en su programa De animales y hombres. Ella no dudaba en admitir que la especie noble era la animal, a pesar de ser más salvaje. El ser humano, en cambio, como tenía la inteligencia al servicio de los deseos y del poder, había olvidado su moral y su espiritualidad y eso lo convertía en un monstruo potencial. En el auténtico depredador.

Y Elora lo creía también a pies juntillas. Era veterinaria porque sentía más conexión con los animales que con las personas.

Se inclinó hacia delante para leer el rótulo de bienvenida, de fondo verde y con la fuente en amarillo, al pueblo en el que iba a instalarse durante, al menos, tres meses.

—Meadow Joy —susurró solo para notar cómo se deslizaban las letras entre la punta de su lengua y sus dientes blancos.

Prado Alegría. No había oído hablar de ese lugar jamás hasta que recibió la oferta de trabajo en el buzón de su correo. Ofrecían una plaza como veterinaria con alojamiento incluido y un buen sueldo fijo. Por el tono, era urgente cubrir el puesto.

Y como Elora tenía urgencias personales, decidió aceptar la propuesta. Agarró todo lo que tenía, dejó su piso de alquiler en la gran ciudad y se lanzó a su nueva aventura profesional y personal, porque no tenía nada que perder. Sus padres siempre viajaban y, aunque los quería, tenían una relación sin dependencias excesivamente emocionales. Ella odiaba que la atasen en corto y ellos habían aprendido a respetar su espacio y a quererla así. Porque ellos también la habían querido marcando distancias.

Estaba soltera, no tenía hijos ni nadie a quien cuidar o de quien responsabilizarse, excepto de su tesoro más preciado en la ciudad, su mejor amiga, Gisele. Pero a ella jamás la perdería, porque Gisele y ella siempre estarían juntas y tampoco estaban tan lejos, solo a tres horas en coche.

De quien sí quería olvidarse era del tóxico de quien huía y al que no echaría de menos ni siquiera un poco. De hecho, no quería ni pensar en él porque se agriaba. Aún no comprendía cómo había tenido tan mala suerte de cruzarse con un individuo como ese, ella que siempre había alardeado de detectar a los nocivos y gilipollas a un kilómetro de distancia… Pues ¡zas! Había caído en las redes de Rud, de sus buenos modales y su carácter afable al principio. Aunque se había dado cuenta a tiempo de que era un friki y la sangre, menos mal, no había llegado al río.

Elora sacudió el recuerdo de su mente y movió el cuerpo como si le hubiese entrado un escalofrío. Rud la incomodaba y su viaje no debía verse empañado por recuerdos amargos.

Estaba dispuesta a empezar de cero y comprobar cómo de idílica o apacible podía ser la vida en un pueblo norteño como ese. Oculto en un cerro de encinas, robles y pinares, las fotos que había visto de él eran muy bucólicas y no podía negar que tenía un aspecto encantador que le recordaba a una aldea irlandesa o escocesa enorme rodeada por un bosque insondable y misterioso. Pero no había encontrado mucho más, como si Google tampoco tuviera muchos registros de Meadow Joy. Si hasta al GPS le había costado ubicarse y, a veces, la brújula y la orientación se volvían locas y se salían de la ruta.

Con lo urbanita que había sido siempre, ante ella se abría un nuevo ambiente, un nuevo espacio de trabajo y nuevos vecinos y animales a los que ayudar. Una nueva vida.

Dejó atrás el cartel del pueblo y abrió la ventanilla para que el olor a naturaleza inundase sus fosas nasales y el canto de los pájaros bailotease en el interior del coche dándole la bienvenida. Su melena larga y castaña oscura ondeó con el viento y sus ojos de color miel, grandes y algo curvos en las comisuras, sonrieron y se cerraron con gusto, abrazados por el recibimiento acogedor. Un suave sonrojo cubrió sus pómulos, como si el frío los besara, y se llenó los pulmones de ese oxígeno tan puro, difícil de absorber en la ciudad.

Sí, sin duda había tomado una buenísima decisión al irse. Encendió el MP3 del coche y puso «Book of Days», de Enya, no solo porque le encantaba, sino porque para ella la cantante representaba la música del mundo etéreo y de las hadas, y parecía que Meadow Joy tenía mucho de cuento.

El futuro era de los valientes y de los emprendedores, y Elora empezaba su historia en esas tierras.

El pueblo se erigió ante ella como aparecido de la nada. Había salido de los senderos y las curvas del interior de la montaña y, tras pasar por debajo de troncos de árboles trepadores que con sus ramas formaban arcos gigantescos, asomó la villa.

Elora esperaba un pueblo más modesto y pequeño, pero era grande y demasiado coqueto. Tenía tanto duende que cualquier rincón podía convertirse en una fotografía maravillosa para el ojo del buen observador y del artista. El verde era el color predominante tanto en la villa como a su alrededor. Las casas tenían tejados empinados, estaban dispuestas en hileras y muchas moteaban las calles con sus colores azules, rojos, amarillos y algunas de blanco, las más tímidas y tradicionales, obvio. Era como si un Walt Disney escocés hubiese creado un barrio inspirado en su parque temático de Main Street.

El pueblo descansaba en un prado por el que ella conducía para encontrar la casa en la que se iba a hospedar. Atravesó un puente de piedra que cruzaba un río, y se quedó embobada con la clorofila que flotaba en la superficie. A lo lejos, en las faldas de las montañas que rodeaban la enorme pradera, se divisaban castillos ocultos entre la vegetación frondosa, pero incapaces de esconder su magnificencia, que contrastaban mucho con la florescencia de la villa.

¿Por qué un pueblo tan bello y especial no tenía más reconocimiento? ¿Por qué no había oído hablar antes de él?

La gente paseaba por las aceras adoquinadas y la miraban con curiosidad. Claramente, era una extranjera allí. ¿Estaban los habitantes de Meadow Joy censados? ¿Cuántos tendría?

Dejó de pensar en ello cuando vio la preciosa librería cafetería del pueblo y a una mujer muy guapa y sonriente saliendo de ella para poner un cartel informativo sobre el libro que iban a tratar en el club de lectura. La joven, de pelo largo rizado de color caoba, la miró con interés y después se dio la vuelta para entrar de nuevo en el local.

—Hasta club de lectura tienen… —murmuró Elora.

Ubicó un par de pubs que podrían estar sin problemas en el centro de Dublín, varias pastelerías y tiendas vintage y siguió adelante como indicaba el GPS para llegar a su alojamiento. Se suponía que allí encontraría a Charlotte, la señora que había aceptado su contratación y que debía recibirla.

Entonces, después de recorrer sus callejuelas y su avenida principal, se dio cuenta de que su destino estaba un poco alejado del centro, aunque no demasiado. Casi a cinco kilómetros.

Era una casa adosada de dos plantas, tipo cottage, cuya preciosa fachada estaba pintada de un tono verde pastel y el tejado, de gris oscuro. Tenía su propio jardín salpicado con florecitas de todo tipo que habían nacido de forma libre y silvestre, sin orden, alrededor de las cuales habían crecido tréboles, algunos de cuatro hojas. Las ventanas eran grandes con cornisas blancas y la puerta principal era roja.

Elora se enamoró de las vistas que la rodeaban y también del edificio. No solo iba a trabajar allí, también iba a vivir en esa casa, dado que la segunda planta era la vivienda particular y la de abajo, el centro veterinario.

Aparcó el coche e inspiró de nuevo sin poder ocultar una sonrisa de satisfacción.

Residiría allí sin pagar alquiler, en un pueblo encantador y haciendo lo que más le gustaba. Tenía la sensación de que había tomado una de las mejores decisiones de su vida.

Salió del coche y advirtió que refrescaba. Era normal, estaban en la sierra. Se subió la cremallera de la chaqueta larga y verde que llevaba y echó un vistazo al cartel blanco de madera que ocupaba un par de metros de su jardín en el que había escrito: CENTRO VETERINARIO MEADOW JOY. URGENCIAS 24 HORAS.

Cuando se acercó a la puerta y llamó al timbre, se quedó contemplando la herradura metálica que había clavada en el suelo. Solo tuvo que esperar un par de segundos para que una mujer que le recordaba a la señora Doubtfire, vestida con una falda negra larga y un jersey de lana blanco, la abriese. Parecía ir un poco ajetreada. Le sonrió y la miró de arriba abajo.

—Dime que eres Elora Hansen, por favor. —Le faltaba un trocito de la paleta delantera derecha y a Elora le pareció entrañable y divertida.

—Soy Elora Hansen —contestó ella con una sonrisa.

—Ay, menos mal —exclamó poniendo los ojos en blanco y llevándose la mano al corazón—. Pasa, querida. Soy Charlotte. —La mujer le dio la mano con calidez—. Qué jovencita eres… Te imaginaba un poco más mayor —reconoció y la admiró una vez estuvieron dentro de la casa.

—Bueno, soy mayor —aclaró sin entender a qué se refería—. Tengo veinticuatro años.

—Pero si eres un bebé… Y qué cutis. Tienes la piel de alabastro. Eres muy guapa… —dijo hipnotizada por la naturalidad de la joven—. Y me haces sentir muy mayor. —Se puso las manos en las mejillas—. Mira mi cara, parece que se haya hecho el último circuito de Fórmula Uno en él.

Elora sonrió dulcemente y contestó:

—A mí me parece que está bien.

—Qué bonita —dijo como si no se la creyera—. Joven y educada. A mis sesenta y cuatro años me queda solo un añito para jubilarme. Y no sabes cuánto lo necesito… —aseguró, lo deseaba con todas sus fuerzas—. Soy la que se ocupa de la bolsa de trabajo de Meadow Joy e intento buscar soluciones a las vacantes laborales del pueblo, pero ya estoy cansada y quiero que se ocupe otro de mis labores.

En realidad, no parecía tener sesenta y cuatro. Parecía un poco más mayor, pero Elora no se lo diría.

—¿Vienes sola, chiquilla?

Menudo bombardeo verbal el de esa mujer.

—Sola, sí —dijo revisando la entrada.

—Puedes traer a tu pareja, si tienes —aseguró.

—No. —Si ella supiera…—. Estoy bien así.

—Tú y todas —auguró mirando al techo—. Quiero a mi Arnold, pero a veces me gustaría empujarlo por las escaleras, así. —Hizo el gesto como si se lo imaginase—. Un empujoncito y a volar… Y estar en silencio. En un profundo silencio —repitió gozándolo en su cabeza—, solo para ver lo que es. —Entonces salió de su ensoñación, suspiró y añadió—: Pero ¿no te da miedo estar en una casa aislada en un lugar extraño?

—El pueblo está justo aquí al lado. No estoy aislada —convino para tranquilizarla—. Y me parece un sitio precioso.

—Lo es. Es pintoresco y especial. Pero tiene sus cositas… —aseguró entornando los ojos y se rio para quitarle importancia—. Madre mía… —Se volvió a quedar imantada al rostro de Elora.

—¿Qué?

—Cuando los vecinos vean que la veterinaria es tan bonita, se te va a llenar la consulta.

—Mientras sea para tratar a sus animales y no a ellos, no habrá problema.

Eso hizo reír a Charlotte. Le puso la mano sobre el hombro y caminó con ella por la casa.

—Así me gusta, preparada para cualquier cosa. ¿Ahora salís todas así de la universidad?

Elora se aguantó la risa y se humedeció los labios.

—¿Así cómo?

—Tan… dispuestas y valientes. En mi época nos costaba más tener arrojo e independencia.

—Acabé la universidad hace unos años. No estoy acabada de hornear. Y vengo de la gran ciudad. Aquello sí es una jungla.

—Ya me lo dirás en unas semanas… Ojalá te quedes —rezó con sinceridad.

—¿Y por qué no iba a hacerlo?

—Porque en este centro veterinario todos se acaban yendo. O se mueren de viejos o se largan de un día para otro. Excepto el señor Donald.

—¿Se jubiló?

—Lo jubilamos, porque llegó un punto en que no sabía diferenciar la cola de un animal del rabo.

—¿Cómo? —se quedó a cuadros.

—Que le parecían las dos cosas lo mismo… Y la última veterinaria se fue sin más. Sin avisar. Por eso hace dos semanas que estamos sin nadie. Como indicamos en la oferta, vas a estar tú sola trabajando. No tienes auxiliares ni ayudantes. Esto tampoco es una gran ciudad, así que tendrás menos afluencia —aclaró con sinceridad—. Tendrás horas muertas también… Y dependerá de lo activa que seas y de si te gusta este ritmo. Aunque tú eres joven y te ves preparada. Al menos sé que no te morirás de un ataque al corazón o de una caída al romperte la cadera.

—Esperemos que no.

—Y no parece que seas de las que abandonan. —Charlotte la miró con atención. La señaló con el dedo, aún con tono pizpireto—. Si quieres cobrar, tienes que quedarte, al menos, el mes obligado que hay por contrato. Y si decides irte, no cobrarás, pero me harás un favor si me avisas con días de antelación.

—Entendido. Pero, Charlotte, vengo con la intención de quedarme —le aseguró.

—Si al final va a ser que nos has caído del cielo… —Se santiguó y eso volvió a hacer reír a Elora—. Ahora ven, que te voy a enseñar la casa y te explico cómo funciona todo.

Aquel fue el recibimiento de la señora Charlotte, y Elora sabía que no podía tener mejor anfitriona, porque las mejores eran las que hablaban por los codos y daban todo tipo de información, aunque no les preguntasen.

Ese era el mejor modo de conocer un pueblo, sus costumbres y a sus vecinos.

El tour que le hizo la señora Charlotte por toda la casa le sirvió no solo para darse cuenta de que el centro veterinario de la planta inferior estaba muy bien equipado, aunque era pequeño. Sino también para apreciar que el piso de arriba era como la típica cabañita de montaña con buhardillas inclinadas, claraboyas en el techo de la habitación a través de las cuales se podían contemplar la luna y las estrellas, una chimenea encantadora en el salón tipo panadero, de vitrocerámica con un gran cristal templado para controlar y ver las llamas, otra en la habitación, apacibles rincones y unos ventanales bien largos que dejaban entrar la luz exterior y lo iluminaban todo.

A Elora le gustó mucho. Como la cocinita, que estaba abierta al salón para que la estancia en su conjunto pareciera más grande. Todo estaba en perfecto estado y para entrar a vivir.

Lo cierto era que, en su vida, siempre le había acompañado la suerte en cuanto a elecciones materiales. Su pisito de la gran ciudad era maravilloso, un ático muy bonito que tuvo la suerte de alquilar con renta antigua a pesar de estar remodelado. Lamentaba haber tenido que irse de allí por causas externas y tóxicas, como su media historia con Rud, porque estaba muy cómoda en aquella vivienda. Pero esta oferta de trabajo le había venido como anillo al dedo. Además, era justo lo que quería. Estaría en un centro veterinario que ella podría gestionar a su manera sin necesidad de pedir permiso para hacer pruebas de más o esperar el visto bueno de ningún director. Y dado que sería la única trabajadora allí, también sería la jefa. Entonces todo le venía bien: la casita, el trabajo y un pueblo nuevo.

También se fijó en algunos detalles curiosos de la casa. Y le preguntó a Charlotte sobre ellos:

—¿Por qué hay cabezas de ajos en las ventanas?

—Ah… Bueno, son manías de aquí.

—¿Manías? ¿El ajo no aleja a los vampiros? —Elora acarició una que colgaba de la ventana de la cocina. Le parecía muy tierno que las personas creyesen en esas cosas.

Charlotte dejó escapar una risita, pero no le dio mucha importancia.

—Supongo que somos excéntricos. —Se encogió de hombros—. El ajo ahuyenta cualquier tipo de bicho o de infección. Y en Meadow Joy somos muy precavidos. Y supersticiosos. —Elora frunció el ceño con gesto divertido—. Este pueblo fue fundado por una mezcla de familias con raíces celtas, irlandesas y escocesas y, con ellas, se adoptaron sus tradiciones y sus leyendas.

—¿Leyendas? —repitió Elora incrédula.

—Aquí hay muchas —resopló haciendo recuento de vasos y platos—. Ya las conocerás. Tenemos un bosque temático, que es el principal reclamo turístico del pueblo.

—¿Ah, sí? No lo sabía.

—Sí; cuando tengas tiempo, haz una ruta, pero nunca vayas de noche.

—¿Porque hay vampiros? —bromeó.

Charlotte soltó una risa nerviosa e incómoda.

—No. Es por los animales… Como te digo, ya sé que vienes de la gran ciudad, pero esto es igual de salvaje a su manera. En la metrópoli te pueden robar, pero aquí puede venir un zorro o un lobo y confundirte con un trozo de bistec.

—Esos animales no atacan sin más —dijo Elora con tranquilidad, acariciando de nuevo las cabezas de ajos y mirando a través de la ventana. Le gustaba lo que veía, aunque los árboles la rodeasen en esa zona—. Pero lo tendré en cuenta —añadió para tranquilizar a la señora Charlotte y a su necesidad de hacerle entender los riesgos de vivir en la montaña—. ¿Y qué más leyendas hay? —preguntó con curiosidad.

—Ah, ya las descubrirás. En un mes puedes hacer muchas cosas. —Arqueó las cejas, dejándole claro que espe­raba que se quedase ese tiempo—. Los más ancianos las conocen todas, son los más abusioneros. Pero los jóvenes hacen menos caso y no les dan importancia.

—Me gusta leer sobre leyendas y mitologías.

—¿Y crees en ellas?

Elora meditó la respuesta unos segundos.

—No. Pero me gusta conocerlas. Porque creo que en ellas se cimentan las bases de todas las culturas y sociedades.

La señora la miró por encima del hombro con cara de no entenderla.

—Al amanecer y al anochecer, el valle y las montañas que lo rodean se cubren de niebla —le informó mientras comprobaba que todo estuviera en su sitio—. Es un tanto espesa, casi la puedes tocar. Suele ser baja, pero a veces le da por levantarse unos dos metros y arraigarse a la tierra, por eso debes tener cuidado al conducir. Y también con los ciervos blancos, se cruzan cuando menos te lo esperas.

—¿Ciervos blancos? —Elora apartó la mirada del exterior y se dio la vuelta de golpe para mirarla entusiasmada—. ¿Hay ciervos blancos aquí?

—Bueno, eso dicen —contestó Charlotte. Cerró los armarios de la cocina y se dio por satisfecha con la revisión de la vivienda—. Yo no he visto ninguno. No se dejan ver mucho. Pero eso dicen las leyendas. —Le guiñó un ojo.

—Yo tampoco he visto nunca ninguno. Y es uno de mis animales favoritos. Sé que existen, que es un tipo de ciervo albino y que son sagrados en muchas culturas. En la antigüedad, matar al ciervo sagrado era una especie de iniciación que los dioses exigían.

—Vaya, sí que sabes cosas… Aquí también son sagrados —aseguró Charlotte y se acercó a ella—. Los respetamos mucho. Sabemos que Meadow Joy es especial, justo porque decían que, antiguamente, era un lugar de sosiego para ellos. Ahora ya nadie habla de ellos porque no se los ha visto en mucho tiempo. Pero estas tierras eran como un santuario. Les gustó y lo eligieron. Tal vez, en algún momento, se vuelvan a avistar —presagió deseosa—. Verás que las tiendas del pueblo tienen muchas figuritas de regalo. Los ciervos se venden mucho. —Le señaló la nevera de acero de dos puertas y le mostró el imán con la silueta de su animal fetiche.

Vaya. Esa información era fascinante para Elora. De pequeña, entre otras muchas cosas, tenía una obsesión con los ciervos blancos. Los solía dibujar a menudo. Sus padres, Rebecca y John, siempre le decían que no existían, pero ella los dibujaba igualmente hasta que aprendió a leer y descubrió que sí eran de verdad, que eran una rareza, cierto, pero que se trataba de ciervos albinos, muy difíciles de divisar.

—También hay ciervos normales, y alces —convino Charlotte sacándose las llaves de la casa del bolsillo de su falda—. Y lobos, y muchas bestias por estos lares… Estamos en plena montaña. Por eso debes tener cuidado.

—No se preocupe. Los animales y yo nos llevamos bien. Por eso me dedico a lo que me dedico.

Su relación con los animales era tan especial que nadie la comprendía. Ni siquiera ella, pero la había aceptado y había asumido que iba a ser así siempre. Ahora estaba en ese lugar y, tal vez, sería capaz de ver con sus propios ojos un ciervo blanco. Era extraordinario.

—Yo habría sido una peluquera maravillosa —dijo Charlotte con tono ácido—. Pero aquí estoy, trabajando para el ayuntamiento como responsable de la bolsa de empleo público. Disfruta de dedicarte a lo que te gusta.

—Gracias. Eso hago.

—Bueno, te doy ya las últimas directrices. Las persianas son eléctricas y van con el interruptor de al lado. No hay comida en la nevera, lo siento.

—Oh, no pasa nada. No era necesario. Tenía pensado ir al pueblo a comprar.

—Y aquí está la llave de la casa, la de la puerta del jardín, la del buzón rojo y la del centro veterinario —dijo sacudiendo el manojo frente a su cara—. El mando del garaje hace de llavero, aunque tienes tanto espacio que puedes aparcar en el porche de fuera. A no ser que venga una pasa de tos perruna, siempre tendrás plazas libres. Creo que ya lo tienes todo, Elora. Si necesitas cualquier cosa, me llamas. ¿De acuerdo?

—Sí, señora.

—Pareces buena chica —suspiró mirándola con ternura—. Cierra siempre la puerta de la casa con llave por dentro, y la del centro también. La veterinaria tiene cámaras de seguridad propias por si acaso. Están en la recepción y dentro de la consulta. Se conectan a tu teléfono. Si crees que violan tu privacidad o la de los clientes, siempre puedes desconectarlas. Pero te recomiendo que las actives por si acaso te encuentras con algún cliente problemático, así podrás cubrirte las espaldas. Tienes el código QR para bajarte la aplicación y enlazarlo con tu teléfono en la entrada.

—Está bien. Lo haré. Muchas gracias por todo. Estoy muy emocionada de estar aquí y de poder empezar a trabajar. Y quería darle las gracias por aceptarme.

—Tan dulce… —murmuró compasiva—. Ojalá nos dures. La gente de pueblo es muy pesada, pero es muy entrañable y somos extrovertidos. Quedas avisada. Casi todos tienen mascotas en sus casas, así que trabajo no te faltará, pero no creo que sea tan estresante como en la ciudad. Mucha suerte, querida. —Le dio tres golpecitos en la nariz que sorprendieron a Elora por su familiaridad—. Este es un gesto de buenaventura típico de Meadow Joy y heredado de nuestros antepasados.

—¿Eran gnomos? —dijo estupefacta.

Charlotte dejó escapar una risotada.

—Ya te acostumbrarás. Y no te frotes la nariz ahora o se irá el efecto de la derechura.

—Oh, está bien. —Quería rascarse, pero le haría caso y se aguantaría. No se despreciaban los buenos gestos.

Elora la acompañó a la puerta de abajo y contempló cómo la señora Charlotte atravesaba su jardín y caminaba con el tiento de pisar solo el caminito de piedra pavimentada, nunca las flores ni el césped.

La joven se apoyó en el marco de la puerta y sonrió, dando vueltas al juego de llaves en su mano, mientras la veía desaparecer en su Citroën blanco.

Era todo un personaje esa señora. Pero le caía bien. A Elo­ra le gustaba la gente auténtica, transparente y cálida.

Echó un último vistazo a la herradura del suelo, se frotó la nuca con desconcierto y se dirigió a su coche para recoger las maletas y todo lo que traía consigo.

Además, tenía mucha información que digerir.

Cuanto antes se instalara y se acomodara, antes podría ir a dar una vuelta por el corazón de Meadow Joy.

2

La sensación era inequívoca para él.

Fue como un pitido, un detonador, como el sonido del velo invisible que se rasgaba sorprendido al ser invadido.

Necesitaba cerciorarse de que su intuición, de que sus sensaciones íntimas eran reales y no un espejismo fruto de su deseo y su anhelo más oculto y vergonzoso. De una espera que había sido más eterna que su misma existencia.

Durante lustros, se había visto en la obligación de mantenerse alejado, de no esperarla ni de atraerla. Jamás la buscó. No debía hacerlo. Y no lo había hecho por cumplir su palabra, por no romper la promesa que pronunció con su último suspiro, porque no había nada más sagrado que eso.

Sin embargo, en aquel momento, todas sus precauciones acababan de reducirse a cenizas, porque esa mujer, convertida en arcano por su propio hermetismo, estaba ahí.

Con sus increíbles ojos de color purpúreo revisó la profecía escrita sobre el escudo de armas de trazados celtas, colocado en aquel espléndido salón del castillo encumbrado cuyas vistas controlaban con ojo avizor toda la superficie del valle. La fecha sacra y perentoria estaba cercana, muy próxima.

Y aquello era inesperado. Que la pudiese percibir de ese modo, tan cerca, en Meadow Joy, era muy inoportuno e inadecuado para sus intereses.

No entendía cómo había podido pasar.

Las delgadas uñas de Sarah se deslizaron por su espalda desnuda, intentando atraer de nuevo su atención hacia ella, hacia su cuerpo y a lo que estaban haciendo en aquel sofá palaciego y gigantesco, hasta que él se apartó sumido en aquel estado de alerta.

—Señor… —susurró ella colocándose de rodillas detrás de su espalda ancha y musculosa. Su pelo rubio y rizado cayó hacia delante como una cortina, cubriendo parte de su angosto hombro derecho—. ¿Por qué has parado? Necesito más… —Se acercó a su oído y le mordió el lóbulo de la oreja.

Lamentablemente, él ya no podría darle más a nadie mientras sintiera la presencia de esa chica tan cerca. Mientras ella estuviera en su mismo círculo, a tan pocos metros de su persona.

Todo cambiaba en su realidad si ella estaba ahí. Y tenía que comprender por qué había pasado eso.

Las manos de la amante le rodearon el duro abdomen y descendieron hasta sujetar su miembro con las dos manos.

—Lo quiero —le dijo pasándole la lengua por el lateral de la garganta—. Estoy tan mojada… Lo necesito.

Él se levantó, ignorando por completo sus súplicas, y se acercó desnudo hacia los ventanales completos a través de los cuales veía toda la campiña a sus pies.

Sarah suspiró al contemplar tanta belleza masculina. Aquel hombre era la perfección absoluta, hecho con la imaginación de un dios y las manos artistas del mejor de los escultores. Su espalda, con sombras, curvas y valles dibujados por su musculatura, tenían marcas extrañas de color negro entre los omóplatos, como si los cruzasen de arriba abajo en cada lado. Sus nalgas tan bien esculpidas, aquellos muslos y pantorrillas tan marcados… Era cautivador.

Y, sin embargo, lo más espectacular de todo era su cara. ¿Cómo podía ser tan atractivo, tan bello? Con aquellas facciones tan bien delineadas, duras en la mandíbula, desafiantes en los pómulos e increíblemente desgarradoras en los ojos, aquel era el más apuesto de los hombres, con su mirada de aquel morado rojizo tan subyugante, esos ojos grandes y profundos, las pestañas demasiado largas para un hombre y el surco en la barbilla.

¿Y qué decir de su anatomía sexual? Su miembro era colosal, en tamaño y también en actitud. Era incombustible. ¿Cuántas veces se había corrido ella? ¿Seis? ¿Siete desde que había empezado a oscurecer?

La mujer se pasó la lengua por los labios y quiso llamar su atención, coqueta, poniéndose las manos sobre los pechos para provocarlo.

—Señor…, ¿no quieres volver a tocarlas y a besarlas?

Pero él oía llover. Ya no había mujer en su castillo ni cuerpo del que obtener lo que necesitaba. Ya no había alimento dentro. Sarah había dejado de existir en su realidad.

Ahora, el verdadero alimento, su fruto más prohibido, estaba fuera, y su instinto no iba a ser capaz de ignorarla nunca más.

—¿Señor?

Él expulsó el aire por la boca, molesto con la situación y con su contrariedad interna y, con voz dura y afilada, dijo:

—Vístete y vete.

Sarah se quedó en shock, pero respondió a la orden inmediatamente, porque no podía no hacerlo. Él nunca había sido rudo, por eso la sorprendió tanto y la asustó. Y mientras se vestía, sin darse por vencida, preguntó:

—¿Cuándo nos volveremos a ver, señor?

Él se cruzó de brazos mirando al frente y contestó con seguridad:

—No nos volveremos a ver. Nunca más.

A Sarah se le rompió el corazón al oír su sentencia categórica. Hablaba muy en serio. Ellos nunca mentían.

—Eso es muy triste, señor. ¿He hecho algo que no te ha gustado? —Se puso los vaqueros y la camiseta con rapidez y se sentó para calzarse las botas.

—No has hecho nada malo. Es mi decisión.

—¿Y no puedo hacer nada para que cambies de pa­recer?

Él reaccionó mirándola de soslayo.

—Gracias por todos los servicios prestados, señorita Sarah. Me aseguraré de que tú y tu familia seáis muy bien recompensados. Nunca os faltará de nada. Ha sido un placer.

Sarah agachó la cabeza y cubrió su rostro apesadumbrado para no mostrar su decepción ni sus lágrimas. En algún momento, en sus sueños y en sus fantasías, víctima de su deseo, esperó que él la reclamase, que quisiera oficializar su relación.

Sabía que sería imposible, pero soñar era gratis.

—El placer ha sido mío, señor. Si cambias de parecer, siempre estaré dispuesta para ti. —Le hubiera gustado acercarse y acariciarlo, darle un beso entre esas paletillas fuertes y prominentes, que aún lo hacían más intimidante.

—Agradecido —contestó sin darles demasiada importancia ni valor a sus palabras—. Ahora vete y ten cuidado al volver. Que regreses bien.

—Sí. Buenas noches.

—Buenas noches.

Sarah desapareció en silencio, sin hacer ruido. Tampoco la hubiese oído, porque su escandaloso corazón palpitaba con demasiada fuerza, como aquella primera y única vez, tiempo atrás.

Definitivamente, no esperaba un acontecimiento así, porque estaba acostumbrado a que las cosas se hiciesen del modo y en el momento que él designara. Pero no cabía ninguna duda. Ella estaba allí, en algún lugar entre las luces rutilantes de ese pueblo, y con su llegada podía reventarlo todo. Iba a hacerlo.

Y lo peor era que su naturaleza ya no podía ignorarla. Esa chica había roto su protección, lo había encontrado y acababa de echar por tierra lo que él hizo y preparó para mantenerla lejos y a salvo de todo y de todos, pero, en primer lugar, de él mismo.

Sin embargo, en su interior, nada de eso servía ni importaba.

Ahora los dos estaban destinados a verse, a encontrarse y a entenderse. Sería imposible evitarlo, sería luchar contra una fuerza de la naturaleza, contra la de ambos.

Ansiaba verla.

Y era lo que pensaba hacer, ni más ni menos.

En ese momento, su teléfono móvil empezó a sonar. Se dio la vuelta y se dirigió a la mesilla ubicada al lado del sofá, donde lo había dejado.

Cuando miró la pantalla y vio que era Puck, lo descolgó enseguida.

—Señor.

—Sí.

—Creo que deberías venir al Cat Sith. Están pasando… cosas. Y no quiero equivocarme…

Él cerró los ojos maldiciendo, y contestó:

—En nada estoy ahí.

Puck era el dueño y barman del pub más popular del pueblo, además de un excelente informador. El Cat Sith era el lugar de reunión favorito de la mayoría, y también el suyo.

Así que no tardó en vestirse y en prepararse para mirar a los ojos adultos de esa mujer que acababa de cruzar la única línea que él había trazado para mantenerla lejos, distanciada hasta que fuera el momento.

Y aquel no lo era.

Pero ya no importaba.

El Cat Sith era un pub muy peculiar y en la línea de todos los edificios del pueblo. Elora había estado dando vueltas con el coche en busca de un badulaque o un supermercado y no había encontrado ninguno abierto. Ya había aprendido una cosa de ese lugar: cerraban pronto.

Lo único abierto y disponible donde preparaban cenas o comida para llevar eran los pubs. Y sabía que había dos en el pueblo, pero la verdad era que ese le había llamado la atención desde el principio.

Su fachada era verde oscuro, con una mezcla de ladrillo rojo y madera, y las ventanas que daban al exterior no dejaban vislumbrar nada de lo que sucedía dentro. Eso le gustó, porque así nadie veía lo que pasaba y era como tener mucha intimidad. A esas horas, con el fresco que se levantaba en el valle, no había nadie en la terraza y todos se congregaban en el interior.

Y cuando Elora entró, tuvo la sensación de estar en Irlanda sin estarlo. La música de The Corrs, «This is Your Lifetime», sonaba con sus violines a todo trapo; la gente, jóvenes y menos jóvenes, hablaba muy fuerte y había mucho jaleo. Desde luego, era un lugar muy animado y con mucho ambiente.

Las cervezas iban y venían de un lado al otro de la ancha barra, tras la cual un tipo con aire hípster y bastante atractivo servía a los clientes los platos que sacaban de la cocina y lo que él mismo mezclaba como barman. Una camiseta blanca y un chaleco verde oscuro cubrían su torso fuerte, y su barba castaña rojiza estaba perfectamente recortada, como su pelo, algo más largo en la parte superior que en los laterales.

Y sucedió lo que no quería que sucediera, pero entendía que ocurriese. Allí era una extranjera y llamaba la atención, por eso todos, hombres y mujeres, la miraron con descaro. Evidentemente, en un pueblo así, muchos se conocían y, además, como en las tribus, todos tenían un estilo parecido. Ella no. Era la única que llevaba un gorro negro de lana que le había regalado Gisele y que solía ponerse porque se le congelaban las orejas enseguida. En la ciudad pasaba frío, pero allí se estaba dando cuenta de que el anochecer en otoño en Meadow Joy era otro nivel.

Mientras Elora avanzaba algo incómoda, pensó que podrían ser todos un poco más discretos, pero no se le podía pedir peras al olmo, sobre todo cuando algunos eructaban como si fuera una habilidad prodigiosa de la que enorgullecerse y otros incluso habían dejado de jugar a los dardos solo para darle un repaso de arriba abajo y silbar.

Un pub irlandés de estilo victoriano. Eso era.

Aguantó estoicamente las miradas y logró alcanzar un taburete vacío en la barra. Se sentó y suspiró.

Allí olía a bocanadas de humedad con una mezcla de lúpulo tostado, musgo y los diferentes perfumes que cada uno llevaba. Era un local extravagante, casi tanto como el pueblo.

Estudió la carta que ofrecía el local, cubierta con un metacrilato. La mayoría eran bebidas, pero también servían bocadillos. Pensó que era mejor eso que nada.

Inmediatamente, el barman estaba frente a ella con una sonrisa de oreja a oreja mientras secaba una jarra de cerveza recién lavada.

—¿Qué va a ser para ti, linda?

—¿Puedo pedir un bocadillo para llevar?

—Por supuesto.

—Entonces quiero un bocadillo de beicon con queso, por favor. —No solía contar calorías ni hidratos. Comía lo que quería y nunca había hecho dietas. Tenía un buen metabolismo—. Y una Coca-Cola Zero.

Él asintió y se dio la vuelta para indicar al de la cocina que preparase el bocadillo. Después, volvió a centrarse en ella.

—Chica…, menudo éxito. —Señaló divertido por las miradas que recibía Elora—. No eres de aquí.

—No —contestó ella bajándose la cremallera de la chaqueta. Allí dentro hacía calor.

—¿Estás de paso? ¿Te has perdido?

—No. He llegado hoy para hacerme cargo del centro veterinario.

—¡Ah! —celebró—. Entonces ¡eres la nueva veterinaria!

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