Sangre y hueso (Crónicas de la Elegida 2)

Fragmento

Prólogo

PRÓLOGO

Dijeron que un virus acabó con el mundo, pero fue la magia, negra como una noche sin luna. El virus fue su arma, un torrente de flechas volantes, balas silenciosas, un puñal dentado y bien afilado. Y, sin embargo, la inocencia —el tacto de una mano, el beso de buenas noches de una madre— fue la culpable de propagar el Juicio Final, llevando la repentina, dolorosa y desagradable muerte a millones de personas.

Muchos de los que sobrevivieron a ese primer ataque sorpresa murieron por su propia mano o por la de otros cuando los espinosos zarcillos de la locura, la pena y el miedo estrangularon el mundo. Aun así, otros, incapaces de hallar refugio, comida, agua potable y medicinas, se marchitaron sin más y fallecieron mientras esperaban una ayuda y una esperanza que jamás llegaron.

La columna vertebral de la tecnología se quebró, lo que trajo consigo la oscuridad, el silencio. Los gobiernos fueron derribados de sus pedestales de poder.

El Juicio Final no tuvo piedad con la democracia, los dictadores, los parlamentos ni con los reinos. Devoró a presidentes y campesinos con igual voracidad.

En medio de la oscuridad, las luces atenuadas durante milenios fueron despertando. Y la magia, blanca y negra, surgió del caos. Los poderes avivados ofrecían la posibilidad de elegir entre el bien y el mal, la luz y la oscuridad.

Algunos escogían siempre la oscuridad.

Los sobrenaturales compartieron lo que quedaba del mundo con los hombres. Y aquellos —hombres y seres mágicos— que aceptaron la oscuridad, atacaron y redujeron a escombros las grandes urbes, persiguiendo a aquellos que se ocultaban de ellos o les plantaban cara a fin de destruir, esclavizar, recrearse con la sangre mientras los cadáveres pavimentaban el suelo.

Los gobiernos, presas del pánico, ordenaron a sus ejércitos que reunieran a los supervivientes y que «contuvieran» a los sobrenaturales. Así pues, una niña que hubiera descubierto sus alas podría acabar atada en la mesa de un laboratorio en nombre de la ciencia.

Los dementes clamaban a un Dios cruel y recto, y sembraron el miedo y el odio para construir sus propios ejércitos con los que purgar a «los otros». Predicaban que la magia provenía del diablo y que cualquiera que la poseyera era un demonio que había que enviar de vuelta al infierno.

Los saqueadores recorrían las ciudades en ruinas, las autopistas y las carreteras secundarias para incendiar y matar solo porque disfrutaban haciéndolo. El hombre siempre encontraba formas de someter al hombre a la crueldad.

En un mundo tan desolado, ¿quién los detendría?

Corrieron rumores entre los seres de luz, murmuraciones entre los entes oscuros, que llegaron a oídos de los hombres. Hablaban de la llegada de una guerrera. Ella, hija de los Tuatha de Danann, permanecería oculta hasta que levantara su espada y su escudo. Hasta que ella, la Elegida, condujera la luz contra la oscuridad.

Pero los meses se convirtieron en años, y el mundo seguía desgarrado. Continuaron las cacerías, los ataques y las batidas.

Algunos se escondieron, y salían a hurtadillas por las noches a rebuscar comida o a robar lo suficiente para sobrevivir otro día. Otros optaron por echarse a la carretera en una migración interminable a ninguna parte. Hubo quienes se dirigieron a los bosques para cazar, o a los campos para poder cultivar. Algunos formaron comunidades en las que había un flujo constante de personas que iban y venían mientras luchaban por vivir en un mundo en el que un puñado de sal era más valioso que el oro.

Y algunos, como aquellos que encontraron y fundaron Nueva Esperanza, reconstruyeron.

Cuando el mundo llegó a su fin, Arlys Reid informó de ello desde Nueva York, tras la mesa de presentadora que había heredado. Había visto arder la ciudad a su alrededor y al final decidió contar la verdad a todo aquel que aún pudiera oírla y escapar.

Vio la muerte de cerca, mató para sobrevivir.

Presenció pesadillas y milagros.

Junto con un puñado de personas, incluyendo a tres bebés, encontró la desierta localidad rural que habían bautizado como Nueva Esperanza. Y allí se asentaron.

Ahora, en el año cuatro, la población de Nueva Esperanza superaba los trescientos habitantes, contaba con un alcalde y un ayuntamiento, un cuerpo de policía, dos colegios —uno dedicado al adiestramiento y a la formación de seres mágicos—, un huerto y una cocina comunitarios, dos granjas, una de ellas con un molino de harina y grano, una clínica médica, con un pequeño servicio de odontología, una biblioteca, una armería y una milicia.

Contaban con médicos, sanadores, herboristas, tejedores, grupos de costura, fontaneros, mecánicos, carpinteros y cocineros. Algunos se habían ganado la vida con esos oficios en el viejo mundo, pero la mayoría los estudiaba y aprendía en el nuevo.

Tenían guardias armados apostados día y noche. Y aunque seguía siendo algo voluntario, la mayoría de los residentes participaba en el adiestramiento de combate y con armas.

La masacre de Nueva Esperanza fue una herida abierta en sus corazones y sus mentes durante el primer año. Esa herida y las tumbas de los caídos tuvieron como consecuencia la formación de la milicia y los equipos de rescate, que arriesgaban la vida para salvar a otros.

Arlys estaba de pie en la acera, contemplando Nueva Esperanza, y comprendió por qué aquello era importante. Por qué todo aquello era importante. Importaba más que sobrevivir, que fue lo más importante durante aquellos primeros y horrendos meses; más incluso que construir, que había sido lo primordial en los meses siguientes.

Se trataba de vivir y, al igual que aquello que daba nombre a la ciudad, de la esperanza.

Era importante que Laurel, una duende, saliera a barrer el porche del edificio en el que vivía una fresca mañana de primavera. Calle arriba, Bill Anderson limpiaba el cristal del escaparate de su tienda. Las estanterías del interior contenían docenas y docenas de cosas útiles para intercambiar.

Fred, la joven becaria que se había enfrentado junto a Arlys a los horrores del metro en las afueras de Nueva York, estaría ocupada en el huerto de la comunidad. Fred, con sus alas mágicas y su inagotable optimismo, vivía cada día con esperanza.

Rachel, médica y muy buena amiga, salió por las puertas abiertas de la clínica y la saludó con la mano.

—¿Dónde está el bebé? —preguntó Arlys alzando la voz.

—Durmiendo... a menos que Jonah vuelva a cogerle en cuanto me doy media vuelta. Ese hombre está embelesado.

—Tal y como debe estar un padre. ¿No tienes hoy tu revisión de las seis semanas, doctora? Es un gran día para ti.

—Esta médica ya ha dado de alta a su paciente, pero Ray va a formalizarlo. También es un gran día para ti. ¿Cómo estás?

—Genial. Entusiasmada. Un poco nerviosa.

—Te sintonizaré, y cuando termines, te quiero ver aquí.

—Ahí estaré. —Mientras hablaba, Arlys posó la mano en su abultado vientre—. Este bebé ya tiene que estar a punto. Si tarda mucho más, ni siquiera podré caminar.

—Le echaremos un vistazo. Buenos días, Clarice —saludó Rachel cuando la primera paciente del día se acercó por el camino—. Pasa directamente. Buena suerte, Arlys. Te estaré escuchando.

Arlys empezó a caminar como un pato —en realidad no había otra forma de describirlo— y se detuvo cuando oyó que la llamaban.

Esperó a Will Anderson, su vecino de la infancia, actual jefe de policía y, al final, el amor de su vida.

Puso una mano encima de las de ella sobre su vientre y la besó.

—¿Te acompaño al trabajo?

—Claro.

Entrelazaron los dedos mientras daban un paseo hasta el lugar en el que habían vivido durante sus primeros meses en la comunidad.

—¿Te parece bien si me quedo a mirar?

—Si quieres, por mí bien, pero no sé cuánto va a llevar organizarlo. Chuck es optimista, pero...

—Si Chuck dice que podemos hacerlo, es que podemos hacerlo.

Exhaló un largo suspiro. Los nervios le atenazaban el estómago.

—Ahí tengo que darte la razón.

Chuck había sido su principal fuente de información durante el Juicio Final, un hacker y un genio informático que ahora controlaba la tecnología que poseían. En el sótano, por supuesto. No hubo forma de convencerlo de que se instalara en otro lugar que no fuera el sótano.

—Quiero verte en el trabajo —prosiguió Will.

—¿Cómo llamas tú a lo que hago en casa con el Boletín de Nueva Esperanza?

—Trabajo y una bendición para la comunidad. Pero hablamos de una emisión en directo, cielo. Has nacido para hacer esto.

—Sé que a algunas personas les preocupan los riesgos, atraer la atención. Atención no deseada.

—Merece la pena. Y Chuck no solo sabe lo que hace, sino que además tendremos activados los escudos mágicos. Si puedes llegar a una sola persona ahí afuera, es posible llegar a un centenar. Si puedes llegar a un centenar, ¿quién sabe? Todavía hay un montón de gente que no sabe qué coño pasa ni adónde acudir en busca de ayuda, provisiones y medicinas. Esto es importante, Arlys.

Para ella era muy importante, pero él arriesgaba la vida cuando participaba en un rescate.

—Estaba pensando en lo que importa. —Se detuvo antes de entrar en la casa y se volvió hacia él—. Tú eres lo primero de la lista.

Rodearon el edificio hasta la parte de atrás, donde estaba la puerta del sótano.

Dentro, lo que en otro tiempo fue una amplia sala de estar era ahora el sueño húmedo de cualquier friki de los ordenadores, en caso de que Chuck soñara con improvisar componentes, cables, discos duros, placas base, destripar ordenadores antiguos, reconfigurar teclados y portátiles y colgar diversas pantallas.

Imaginaba que Chuck sí soñaba con eso.

Estaba sentado delante de uno de los teclados, ataviado con una sudadera con capucha, unos pantalones con múltiples bolsillos y una gorra de béisbol colocada hacia atrás cubriéndole el pelo, que hacía poco se había teñido de blanco por cortesía de la esteticista de la comunidad. Se había decidido por un rojo intenso para la perilla.

Los rizos de Fred, del mismo rojo intenso que la perilla del joven, se bambolearon cuando se levantó de donde estaba sentada, con tres niños de cuatro años y un montón de juguetes.

—¡Aquí tenéis al prodigio! Soy jefa de producción, chica de los recados y ayudante de cámara.

—Creía que yo era la chica de los recados. —Katie, la madre de los tres niños, no les quitaba la vista de encima desde el brazo del destartalado sillón en el que Arlys sabía que Chuck dormía a menudo.

—Co-recadera y supervisora de los amplificadores de señal.

Katie miró a sus gemelos, Duncan y Antonia.

—Están entusiasmados. Solo espero que ellos, y todo el mundo, sepan lo que estamos haciendo.

—Hacemos que funcione por Arlys y por Chuck —respondió Duncan, sonriendo a su madre—. Tonia y yo.

—¡Empuja! —Tonia rio y levantó una mano. Duncan presionó su mano con la de su hermana. La luz resplandeció.

—Todavía no.

Hannah, tan rubia y rubicunda en comparación con el cabello moreno de los gemelos, se levantó. Le dio una palmadita en la pierna a su madre, como si quisiera reconfortarla, y después se acercó a Arlys.

—¿Cuándo llega el bebé?

—Pronto. Eso espero.

—¿Puedo mirar?

—Ah...

Katie soltó una carcajada y se levantó para coger a Hannah en brazos y besarla.

—Seguramente lo haría.

—No sé yo, peque. —Chuck se giró en su silla—. Pero estás a punto de ver algo histórico y el debut de la televisión de Nueva Esperanza.

—¿Estamos listos?

Chuck le brindó una amplia sonrisa a Arlys y levantó el pulgar.

—Estamos listos. Preparados, con la inestimable ayuda de nuestros amplificadores de señal.

Los gemelos dieron un salto. Les brillaban los ojos.

—Todavía no, todavía no. —Arlys les pidió que esperaran—. Necesito repasar mis notas y... otras cosas. Solo unos minutos.

—Aquí estaremos —le dijo Chuck.

—Vale..., hum..., dadme unos minutos.

Más nerviosa de lo que había imaginado que estaría, volvió a salir con su carpeta de notas. Fred salió tras ella.

—No deberías estar nerviosa.

—Por Dios, Fred.

—Lo digo en serio. Eres muy buena en esto. Siempre lo has sido.

—En Nueva York conseguí el puesto porque todos estaban muertos.

—Esa fue la razón de que consiguieras el puesto cuando lo conseguiste —la corrigió Fred—. Lo habrías conseguido de todas formas, más adelante, pero lo habrías logrado igualmente. —Fred se acercó y le puso las manos en los hombros—. ¿Te acuerdas de lo que hiciste el último día?

—Todavía tengo pesadillas.

—¿Recuerdas lo que hiciste cuando Bob te apuntó con una pistola en directo por televisión? —prosiguió Fred—. Aguantaste. ¿Y qué hiciste cuando se suicidó allí mismo, sentado a tu lado? Aguantaste e hiciste mucho más que eso. Miraste a la cámara y contaste la verdad. Lo hiciste sin notas, sin el teleprompter. Porque eso es lo que haces. Le cuentas la verdad a la gente. Y eso es lo que vas a hacer ahora.

—No sé por qué estoy tan nerviosa.

—Puede que sean las hormonas.

Arlys rio, frotándose el vientre.

—Es posible. Hemorroides, ardor de estómago, las hormonas... Tener un bebé es toda una aventura.

—Yo estoy deseando vivir mis aventuras. —Fred exhaló un suspiro y volvió la vista hacia el jardín de atrás—. Quiero tropecientos millones de bebés.

Arlys esperaba tener aquel... y pronto.

Pero en esos momentos tenía un trabajo que hacer.

—Vale. Vale. ¿Cómo estoy?

—Impresionante. Pero hoy también soy una artista del maquillaje. Voy a aplicarte polvos para la cámara y a retocarte el pintalabios, y después vas a estar genial.

—Te quiero, Fred. Te quiero de verdad.

—Ay, Dios. Yo también te quiero de verdad.

Dejó que Fred le aplicara polvos y le retocara el pintalabios, chasqueó la lengua varias veces, bebió un poco de agua e hizo algunas respiraciones de yoga.

Cuando salió de nuevo del cuarto de baño, vio a su suegro en el sillón, rodeado de niños. Era como un imán para ellos.

—Bill, ¿quién se ocupa de la tienda?

—He cerrado durante una hora. Quiero ver a mi chica en directo y con mis propios ojos. Tus padres estarían orgullosos de ti. Tu madre, tu padre y Theo estarían orgullosos de ti.

—Imagina que esta es tu mesa de presentadora. —Chuck señaló una silla delante de una de sus muchas mesas—. Esa es tu cámara. La tengo colocada en el ángulo adecuado. Chicos y chicas, vamos a hacer una put... una retransmisión simultánea. Tenemos en marcha la emisión por radio, la retransmisión en directo y a través de la televisión por cable. Yo te estaré monitorizando y haciendo lo que hago desde ahí. Ignora al hombre tras la cortina. Es tu programa, Arlys.

—De acuerdo. —Se sentó y se colocó. Abrió su carpeta y sacó la foto de sus últimas Navidades con su familia. La apoyó contra uno de los teclados—. Estoy lista cuando tú lo estés.

—Fred hará la cuenta atrás. Vale, chicos, haced que reviente.

—¡No digas «reventar»! —Katie levantó las manos—. No tienes ni idea.

—Estamos listos. —Tonia meneó el trasero con alegría—. Vamos, Duncan.

—Vamos. —Sonrió a su hermana y entrelazaron los dedos. La luz brilló entre sus manos.

—¡Eso es! —Chuck fue de un monitor a otro, hizo algunos ajustes y soltó una bocanada de aire—. A eso me refiero. Estamos en marcha, y de qué manera.

—Arlys. —Fred se colocó detrás de la cámara—. En cinco, cuatro...

Utilizó los dedos para finalizar la cuenta atrás y, con una sonrisa deslumbrante, apuntó con el índice.

—Buenos días, soy Arlys Reid. No sé cuántos podéis oírme o verme, pero si estáis recibiendo esto, corred la voz. Seguiremos emitiendo tan a menudo como sea posible para proporcionaros información, contaros la verdad e informaros. Para deciros que, dondequiera que estéis, no estáis solos. —Tomó aire y posó las manos sobre su vientre—. Cuatro años después del Juicio Final, las fuentes confirman que en la ciudad de Washington continúa la inestabilidad. La ley marcial sigue vigente en el área metropolitana mientras bandas conocidas como los saqueadores y los sobrenaturales oscuros continúan atacando. Efectivos de la resistencia atravesaron la seguridad de un centro de contención en Arlington, Virginia. Según testigos presenciales, se liberó a más de treinta personas.

Habló durante cuarenta y dos minutos. Informó sobre los bombardeos en Houston; el ataque de los guerreros de la pureza a una comunidad de Greenbelt, Maryland; sobre incendios y saqueo de casas.

Pero terminó con historias cargadas de humanidad, valor y bondad. Sobre la clínica médica móvil que utilizaba carros y caballos para llegar a campamentos remotos, refugios para los desplazados, rescates y bancos de comida.

—Tened cuidado, pero recordad que no basta con estar a salvo —dijo—. Vivid, trabajad, reuníos. Si tenéis una historia, si tenéis noticias, si estáis buscando a un ser querido y podéis poneros en contacto conmigo, yo informaré de ello. No estáis solos. Soy Arlys Reid, de las Noticias de Nueva Esperanza.

—Y cortamos. —Chuck se levantó y cerró los puños con aire triunfal—. La puta caña.

—La puta caña —repitió Duncan.

—Oh, oh. —Muerto de la risa mientras Katie se limitaba a cerrar los ojos, Chuck se acercó a Duncan y a Tonia y les ofreció el puño—. Flipante, chicos. Chocad los puños. ¡Vamos! Chocad los puños.

Los niños acercaron sus cabezas mientras levantaban sus bracitos y chocaban los puños con él.

Saltó una chispa.

—¡Uau! —Saltó, soplándose los nudillos—. Vaya subidón. Me encanta.

Fred parpadeó con los ojos llenos de lágrimas.

—Ha sido la pu... caña y ha sido alucinante.

Will se acercó y la besó en la cabeza.

—Me has dejado atónito —le dijo.

—Me he sentido... bien. En cuanto he superado los nervios, me he sentido bien. ¿Cuánto hemos estado en el aire?

—Cuarenta y dos increíbles minutos.

—Cuarenta y dos. —Giró en su silla—. No debería haber consentido que los gemelos hicieran esto durante tanto rato. Lo siento mucho, Katie, perdí la noción del tiempo.

—Están bien. Yo sí llevaba la cuenta —le aseguró ella—. Tendrán que echarse una buena siesta. —Miró a Hannah, acurrucada y durmiendo en el regazo de Bill—. Como su hermana. Tú también tienes pinta de necesitar una. Esto te ha debido de exigir bastante. Estás un poco pálida.

—En realidad, creo que unos cinco minutos después de entrar en directo empecé a tener contracciones. Puede que incluso antes. Pensé que eran los nervios.

—Tú... ¿Qué? ¿Ahora?

Arlys agarró la mano de Will.

—Estoy segura de que tenemos que ir a ver a Rachel. Y creo que es... ¡Vale!

Apoyó una mano en la mesa y con la otra estrujó con fuerza la de Will.

—Respira —le ordenó Katie mientras se apresuraba a posar una mano sobre el duro vientre de Arlys y comenzaba a frotárselo con movimientos circulares—. Respira para que se te pase; has ido a clase.

—A la mierda las clases. Allí no duele tanto.

—Respira para que se te pase —repitió Katie con calma—. Acabas de realizar la primera retransmisión simultánea de Nueva Esperanza estando de parto. Puedes respirar para soportar las contracciones.

—Está pasando. Está pasando.

—Gracias, Señor —farfulló Will, y flexionó los doloridos dedos—. ¡Ay!

—Créeme, eso no duele ni una décima parte. —Arlys exhaló con fuerza—. En serio, quiero a Rachel.

—Yo también. —Will la cogió en brazos—. Pero vamos a tomárnoslo con calma. ¿Papá?

—Voy a tener un nieto.

Katie cogió a Hannah del regazo de Bill.

—Ve con ellos.

—Voy a tener un nieto —repitió el anciano.

—¿Fred? —Arlys miró hacia atrás—. ¿No vienes?

—¿En serio? ¿Puedo? ¡Jo! Iré corriendo a decírselo a Rachel. ¡Jo! ¿Chuck?

—Oh, no, gracias. Yo paso. No te ofendas, Arlys, pero..., qué va, qué va.

—No me ofendo.

—¡Vamos a tener un bebé! —Fred desplegó sus alas y salió volando por la puerta del sótano.

Duncan fue hasta la puerta para verlos marchar.

—Él quiere salir.

Katie cambió a Hannah de posición.

—¿Él?

—Ajá. —Tonia se acercó para situarse junto a Duncan—. ¿Qué es lo que hace ahí adentro?

—Esa es otra historia —le dijo Katie—. Vamos, chicos, es hora de irse a casa. Buen trabajo, Chuck.

—El mejor trabajo del mundo.

En las ocho horas siguientes Arlys aprendió una serie de cosas. La primera y la más apremiante durante varias de esas horas fue que las contracciones se volvían más dolorosas y duraban mucho más a medida que avanzaba el parto.

Aprendió, aunque no supuso ninguna sorpresa, que Fred era una entrenadora entusiasta e incansable. Y que Will era una roca, algo que tampoco fue ninguna sorpresa.

Le informaron —una estupenda distracción— de que la retransmisión de su programa había alcanzado un radio de al menos treinta y dos kilómetros, que era la distancia a la que Kim y Poe habían viajado con un ordenador portátil con batería.

Y, desde luego, había aprendido por qué lo llamaban parto.

En un momento dado empezó a llorar desconsolada y Will la rodeó con sus brazos.

—Casi ha terminado, cielo. Ya casi está.

—No es eso, no es eso. Lana. Me he acordado de Lana. Ay, Dios, Will, ay, Dios, tener que hacer esto sola. Sin Max, sin Rachel, sin nosotros. Estar sola y pasar por esto.

—No creo que estuviera sola. —Fred acarició el brazo de Arlys—. No creo que lo estuviera, de verdad que no. La noche que..., pude sentirlo. Muchos de nosotros pudimos. El alumbramiento de la Elegida. No estuvo sola, Arlys. Lo sé.

—¿Me lo prometes?

—Te lo prometo.

—Vale. Vale. —Cuando Will le limpió las lágrimas, Arlys consiguió sonreír—. ¿Ya casi está?

—Él tiene razón. Es hora de empujar —le instó Rachel—. Will, que apoye la espalda contra ti. Empuja con la siguiente contracción. Traigamos al mundo a este bebé.

Arlys empujó, jadeó, empujó, jadeó, y ocho horas después de hacer historia con su noticiario, trajo a su hijo al mundo.

Aprendió otra cosa más. El amor podía surgir como un rayo.

—¡Míralo! Míralo. —El agotamiento se disipó en medio del asombro y del amor cuando el bebé lloró y se retorció en sus brazos—. Oh, Will, míralo.

—Es precioso, tú eres preciosa. Dios, cuánto te quiero.

Rachel se apartó y distendió sus doloridos hombros.

—Will, ¿quieres cortar el cordón?

—Yo... —Cogió las tijeras que Rachel le ofrecía, se volvió hacia su padre y vio las lágrimas en sus mejillas.

Había perdido a sus nietos durante el Juicio Final. Una hija, una esposa, bebés.

—Creo que debería hacerlo el abuelo. ¿Qué te parece?

Bill se pasó los dedos por debajo de las gafas para secarse los ojos.

—Es un honor. Soy abuelo.

Mientras cortaba el cordón, Fred llenó la habitación de arcoíris.

—Soy tía, ¿verdad? Una tía honoraria.

—Claro que sí. —Arlys no podía apartar los ojos del bebé—. Tú, Rachel y Katie. Los originales de Nueva Esperanza.

—Tiene un color excelente. —Rachel realizó un examen visual—. Tendré que llevarme a mi sobrino dentro de un minuto. Lavarlo, pesarlo y medirlo.

—Dentro de un minuto. Hola, Theo. —Arlys le dio un beso en la frente al bebé—. Theo William Anderson. Vamos a hacer del mundo un lugar mejor para ti. Vamos a hacer todo lo que esté en nuestra mano para hacer que sea un lugar mejor. Te lo juro.

Recorrió el rostro de Theo con el dedo; tan diminuto, tan dulce, tan suyo.

Esto es vida, pensó. Esto es esperanza.

Trabajaría y lucharía cada día para cumplir la promesa que le había hecho a su hijo.

Lo abrazó contra su pecho y pensó de nuevo en Lana, en la hija que Lana había llevado dentro.

En la Elegida prometida.

Capítulo 1

1

En la granja donde había nacido, Fallon Swift aprendió a sembrar, a cultivar y a cosechar, a respetar y a usar la tierra. Aprendió a moverse por los campos y por los bosques, silenciosa como una sombra, a cazar y a pescar. Aprendió a respetar a la presa y a no coger más de lo necesario, a no cobrarse ninguna pieza solo por placer.

Aprendió a cocinar alimentos cultivados o recogidos de la tierra en la cocina de su madre o en una fogata.

Aprendió que la comida era algo más que huevos frescos del gallinero o una trucha bien hecha a la parrilla. La comida significaba supervivencia.

Aprendió a coser, aunque no le gustaba pasar tiempo sentada, sin moverse, con una aguja en la mano. Aprendió a curtir cuero, que no era su clase favorita, y sabía, si no le quedaba más remedio, hilar lana. Aprendió que la ropa no era simplemente algo que ponerse, sino que protegía el cuerpo, como un arma.

Respetaba las armas y había aprendido desde muy temprana edad a limpiar una pistola, afilar un cuchillo y encordar un arco.

Aprendió a utilizar el martillo y la sierra para mantener las vallas en buen estado y realizar reparaciones en la vieja granja, que amaba tanto como el bosque.

Una valla fuerte, una pared sólida y un tejado que protegiera de la lluvia no eran solo un hogar feliz. También representaban la supervivencia.

Y, aunque a menudo lo sabía sin más, aprendió magia. A encender una llama con el aliento, a trazar un círculo, a sanar una pequeña herida con su luz interior, a mirar y a ver.

Aprendió, aunque casi siempre lo sabía de manera instintiva, que la magia era algo más que un don que valorar, un arte que perfeccionar, un arma que utilizar con sumo cuidado.

Entrañaba, y entrañaría, la supervivencia.

Aun teniendo comida, refugio, ropa y armas, teniendo incluso poderes mágicos, no todos habían sobrevivido. No todos lo harían en el futuro.

Aprendió cómo era el mundo que había existido antes de que ella naciera. Un mundo habitado por personas, un mundo de enormes ciudades, con altísimos edificios en los que la gente vivía y trabajaba. En ese mundo, la gente viajaba de manera rutinaria por aire, por mar, por carretera y en tren. Algunos incluso habían viajado al espacio y a la luna que se alzaba en el cielo.

Su madre había vivido en una gran ciudad, en Nueva York. Por las historias que le contaba, por los libros que devoraba, Fallon sabía que había sido un lugar repleto de personas y de ruido, de luz y de oscuridad.

Un lugar asombroso para ella, un lugar que se juró que algún día vería.

Por las noches solía imaginarlo mientras yacía despierta, viendo a las hadas danzar al otro lado de la ventana.

En ese mundo había habido guerras, fanatismo y crueldad, igual que ahora. Tenía conocimiento de las guerras que se habían librado gracias a los libros y a las historias. Y estaba al tanto de que todavía se libraban guerras por lo que contaban los visitantes que pasaban por la granja.

Su padre fue soldado. Él le había enseñado a luchar; con las manos, con los pies, con la cabeza. Había aprendido a leer y a dibujar mapas, e imaginaba que un día los seguiría en los viajes que sabía, que siempre había sabido, que emprendería.

Al contrario que sus padres, ella carecía de vínculos con el mundo que había existido antes de que el Juicio Final matara a tantas personas. Miles de millones, se decía. Muchos recordaban cuando esas grandes urbes cayeron pasto del fuego, de los actos de locura, de la magia negra. La crueldad y la codicia de los hombres estaban aún muy presentes en la mente y en la sangre de quienes sobrevivieron a aquello.

Cuando vislumbraba atisbos del futuro, sabía que habría más incendios, más sangre, más muerte. Y que ella formaría parte de todo eso. Por esa razón, a menudo yacía en vela por las noches, abrazada a su osito de peluche; un regalo de un hombre que aún no había conocido.

Cuando ese futuro se le hacía demasiado pesado, a veces se escabullía de casa mientras sus padres y hermanos aún dormían para sentarse afuera mientras las pequeñas hadas revoloteaban igual que luciérnagas. Allí podía oler la tierra, los cultivos, los animales.

La mayoría de las veces disfrutaba de un sueño plácido, como una niña con unos padres afectuosos y tres irritantes hermanos pequeños, una niña sana con una mente inquisitiva y un cuerpo activo.

A veces soñaba con su progenitor, el hombre con el que su madre vivía en Nueva York, el hombre al que había amado y que había muerto para que ella viviera, algo de lo que Fallon era muy consciente.

Fue escritor, un líder, un gran héroe. Llevaba su nombre, igual que llevaba el del hombre que la había traído al mundo, que la había criado, que le había enseñado todo lo que sabía. Fallon, por Max Fallon, su padre biológico. Swift, por Simon Swift, su padre.

Dos nombres igual de importantes, pensó. Asimismo, su madre llevaba dos alianzas, una de cada hombre al que había amado.

Y aunque amaba a su padre con todo el corazón, como cualquiera hijo, sentía curiosidad por el hombre del que había heredado el color de sus ojos y de su pelo, que junto con su madre le había legado sus poderes a través de su unión.

Había leído sus libros —todo libro era un regalo— y estudiado con cuidado la fotografía que había en la contraportada de cada uno de ellos.

En una ocasión, con solo seis años, se acurrucó en la biblioteca con uno de los libros de Max Fallon. Aunque no podía comprender todas las palabras, le gustaba que tratara sobre un hechicero que utilizaba la magia y el cerebro para luchar contra las fuerzas del mal.

Cuando su padre entró, intentó esconder el libro impulsada por el remordimiento. Su padre no tenía poderes mágicos, pero era muy inteligente.

La levantó con el libro en las manos y la sentó sobre su regazo. Le encantaba que desprendiera los olores de la granja; a tierra, a los animales, a las cosas que crecían.

A veces deseaba tener unos ojos como los suyos, que cambiaban del verde al dorado o a una mezcla de ambos colores. Cuando lo deseaba, se sentía culpable por Max.

—Es un buen libro.

—¿Lo has leído?

—Sí. A mi madre le encantaba leer. Por eso mi padre y ella hicieron este cuarto para libros. No tienes que esconderme nada, cielo. Nada.

—Porque eres mi papá. —Se volvió hacia él y posó el rostro sobre su corazón. Pum-pum, pum-pum, pum-pum—. Eres mi papá.

—Soy tu papá. Pero no habría tenido ocasión de serlo si no hubiera sido por Max Fallon. —Le dio la vuelta al libro para que ambos pudiera contemplar la foto del hombre moreno y guapo, con unos ojos grises llenos de fuerza—. No tendría a mi niña más preciosa si él no hubiera amado a tu mamá y si ella no le hubiera amado a él. Si no te hubieran creado. Si él no os hubiera amado a ella y a ti lo suficiente, si no hubiera sido lo bastante valiente como para dar su vida por protegeros. Le estoy realmente agradecido, Fallon. Se lo debo todo.

—Mamá te quiere, papá.

—Sí, me quiere. Soy un hombre con suerte. Ella me quiere y te quiere a ti, y también a Colin y a Travis.

—Y al nuevo bebé que viene.

—Sí.

—No es una niña —dijo con un profundo y pesaroso suspiro.

—¿De veras?

—Una vez más tiene un niño dentro de ella. ¿Por qué no puede hacerme una hermana? ¿Por qué siempre hace hermanos?

Oyó la risa reverberar en su pecho mientras la abrazaba.

—En realidad, se supone que ese es mi trabajo. Imagino que las cosas funcionan así. —Le acarició el largo cabello negro mientras hablaba—. Y supongo que eso significa que tendrás que seguir siendo mi chica favorita. ¿Le has dicho a tu madre que es un chico?

—No quiere saberlo. Prefiere no saberlo.

—Pues yo tampoco se lo diré. —Simon le dio un beso en la cabeza—. Será nuestro secreto.

—¿Papá?

—¿Mmm?

—No sé leer todas las palabras. Algunas son muy difíciles.

—Bueno, ¿por qué no te leo el primer capítulo antes de retomar las tareas?

Simon hizo que se cambiara de posición para que pudiera acurrucarse y después abrió el libro por la primera página y comenzó.

Fallon no sabía que El rey hechicero había sido la primera novela de Max, aunque tal vez una parte de ella sí lo sabía. Pero recordaría para siempre que su padre se lo había leído, capítulo a capítulo, cada noche antes de dormirse.

Así que aprendió. De su padre aprendió la bondad; de su madre, la generosidad. Aprendió el amor, la luz y el respeto del hogar, de la familia y de la vida que se le había dado.

Supo de la guerra, de las adversidades y de la pena por los viajeros, muchos de ellos heridos, que iban a la granja o al pueblo cercano.

Recibió clases de política y le resultó irritante, ya que la gente hablaba mucho y hacía muy poco. Y ¿de qué servía la política si, según los informes, el gobierno —un término bastante vago para ella— había empezado los trabajos de reconstrucción tres años después del Juicio Final, solo para caer de nuevo antes de que finalizara el año cinco?

Ahora, en el año doce, la capital de Estados Unidos —que a Fallon no le parecían unidos ni entonces ni ahora— seguía siendo zona de guerra. Facciones de los saqueadores, grupos de sobrenaturales oscuros y fieles a la secta de los guerreros de la pureza luchaban por el poder, por la tierra, por el olor de la sangre. Al parecer, unos contra otros y contra aquellos que pretendían reinar o gobernar.

Aunque Fallon quería la paz, quería construir, cultivar, entendía la necesidad, el deber de luchar para proteger y defender. Más de una vez vio a su padre armarse y salir de la granja para proteger a un vecino, para ayudar a defender el pueblo. Más de una vez vio sus ojos al regresar de nuevo a casa y supo que había corrido la sangre, que se habían producido muertes.

La habrían educado para luchar, para defender, al igual que a sus hermanos. Mientras la granja disfrutaba del verano, mientras los cultivos maduraban y la fruta colgaba de los árboles, mientras el bosque estaba plagado de presas, cruentas batallas se libraban más allá de los campos y las montañas de su hogar.

Y sabía que su tiempo, su infancia, había iniciado una cuenta atrás, como el tictac de un reloj.

Era la Elegida Los días en que sus hermanos la fastidiaban —¿por qué tenía que tener hermanos?—, en que su madre no entendía nada y su padre esperaba demasiado, tenía ganas de que la cuenta atrás fuera más rápido.

Otras veces se enfurecía. ¿Por qué no tenía elección? ¿Ninguna opción? Deseaba cazar y pescar, montar en su yegua, correr por el bosque con sus perros. Incluso con sus hermanos.

Y a menudo se lamentaba por aquello en lo que algo que estaba por encima de ella, por encima de sus padres, exigía que se convirtiera. Le afligía la idea de abandonar a su familia, su hogar.

Había crecido, era alta y fuerte y la luz en su interior brillaba con fuerza. Le daba pavor pensar en cumplir trece años.

Mientras ayudaba a su madre a preparar la cena pensó con preocupación en ello, en las injusticias que había en su mundo, en todas las injusticias que había en el mundo exterior.

—Esta noche tendremos tormenta; puedo sentirlo. —Lana se ahuecó el cabello rubio dorado que se había recogido antes de ponerse a cocinar—. Pero hace una noche perfecta para cenar fuera. Anda, escurre esas patatas que he escaldado.

Fallon contempló el fogón con el ceño fruncido.

—¿Por qué siempre tienes que cocinar tú?

Lana sacudió con suavidad un cuenco tapado. Dentro se marinaban unas tiras de pimiento del huerto.

—Esta noche tu padre va a encargarse de cocinar a la parrilla —le recordó a Fallon.

—Tú lo has preparado todo primero. —Irritada, la niña vertió los trozos de patata en el escurridor dentro del fregadero—. ¿Por qué no lo hacen todo papá, Colin o Travis?

—Echan una mano, igual que tú. Ethan también, está aprendiendo. Pero para responder a la cuestión de fondo de tu pregunta, me gusta cocinar. Disfruto cocinando, sobre todo para mi familia.

—¿Y si a mí no me gusta? —Fallon se giró; una chica larguirucha, con unos enormes ojos grises y una desafiante expresión ceñuda—. ¿Y si no quiero cocinar? ¿Por qué tengo que hacer cosas que no quiero hacer?

—Porque todos lo hacemos. Por suerte para ti, la semana que viene pasas de ayudar en la cocina a la limpieza. Necesito que sazones las patatas para ponerlas en la cesta para la barbacoa. Ya he picado las hierbas.

—Vale, genial. —Conocía la rutina. Aceite de oliva, hierbas aromáticas, sal y pimienta.

Igual que sabía que tenían el aceite y las especias porque su madre y una bruja de una granja cercana habían despejado algo más de una hectárea y habían lanzado un hechizo para convertirlo en una zona tropical. Habían plantado olivos, pimienta de la variedad piper nigrum, granos de café, plataneros, higueras y datileras.

Su padre y otros hombres trabajaron juntos para construir almazaras para los aceites y secadoras para las frutas.

Si todo el mundo trabajaba en equipo, todos se beneficiaban. Eso lo sabía.

Y sin embargo...

—¿Por qué no llevas esto fuera y le dices a tu padre que empiece con el pollo?

Precedida por su malhumor, Fallon salió de la casa con paso airado. Lana vio a su hija mientras sus ojos azules se empañaban. Se avecina más de una tormenta, pensó.

Cenaron en la gran mesa exterior que había construido su padre y utilizaron platos de vivos colores, con servilletas de un vibrante azul y pequeñas macetas de flores silvestres.

Su madre era partidaria de vestir la mesa con todo detalle. Dejó que Ethan encendiera las velas con el aliento porque eso siempre le hacía reír. Fallon se sentó al lado de su hermano pequeño. No era tan plasta como Colin o Travis.

Pero, claro, solo tenía seis años. Ya llegaría a eso.

Simon, con su mata de pelo castaño veteado por el sol, ocupó su asiento y le brindó una sonrisa a Lana.

—Tiene una pinta estupenda, cielo.

Lana levantó su copa de vino, elaborado con sus propias uvas.

—El mérito es del maestro de la barbacoa. Damos las gracias —agregó, lanzándole una mirada a su hija— por los alimentos cultivados y preparados con nuestras propias manos. Confiamos en que llegue el día en que nadie pase hambre.

—¡Yo ya tengo hambre! —anunció Colin.

—Pues da las gracias por tener comida en la mesa. —Lana dejó un muslo, su parte favorita, en el plato de Colin.

—He ayudado a papá con la barbacoa —afirmó mientras se servía patatas, verduras y una mazorca de maíz recién pelada en su plato—. Así que no debería tener que fregar.

—Eso no cuela, hijo. —Simon llenó el plato de Travis mientras Lana hacía lo mismo con el de Ethan.

Colin agitó su mazorca en el aire antes de darle un mordisco. Tenía los ojos de su padre, de ese color avellana que se desdibujaba en tonos dorados y verdes, con el cabello un poco más oscuro que el de su madre, al que el sol del verano aportaba luminosidad. Como de costumbre, era imposible domar sus rebeldes mechones.

—Yo he recogido el maíz.

Travis, que ya estaba comiendo, le propinó un codazo a Colin.

—Hemos recogido el maíz.

—Irrelemante.

—«Vante» —le corrigió Simon—. Irrelevante... y de eso nada.

—Yo he recogido casi todo el maíz. Debería contar.

—En vez de preocuparte por los platos..., que vas a fregar..., a lo mejor deberías comerte el maíz —sugirió Lana mientras ayudaba a Ethan a ponerle mantequilla a su mazorca.

—En una sociedad libre todo el mundo tiene un voto.

—Lástima que no vivas en una sociedad libre. —Simon le dio un codazo en las costillas a Colin que le hizo esbozar una amplia sonrisa.

—¡Qué rico está el maíz! —Ethan, a pesar de que se le habían caído un par de dientes de leche, comía su mazorca con entusiasmo. Tenía los ojos azules de su madre, su precioso cabello rubio y un carácter muy alegre.

—Quizá me presente a presidente —insistió Colin, que nunca se daba por vencido—. Seré presidente de la granja y la cooperativa de la familia Swift. Después lo seré del pueblo. Lo llamaré Colinville y nunca volveré a fregar platos.

—Nadie te votaría. —Travis, que se parecía tanto a Colin que podría ser su gemelo, rio con disimulo.

—¡Yo te votaré, Colin!

—¿Y si yo también me presento a presidente? —le preguntó Travis a Ethan.

—Os votaré a los dos. Y a Fallon.

—A mí no me metáis —replicó ella, jugueteando con la comida del plato.

—Solo puedes votar a una persona —señaló Travis.

—¿Por qué?

—Porque sí.

—«Porque sí» es una tontería.

—La conversación entera es una tontería. —Fallon agitó una mano en el aire—. No puedes ser presidente porque, aunque hubiera un gobierno, no eres ni lo bastante mayor ni lo bastante listo.

—Soy tan listo como tú y me haré más mayor —replicó Colin—. Puedo ser presidente si quiero. Puedo ser lo que yo quiera.

—En tus sueños —agregó Travis con una sonrisita de superioridad.

Eso le hizo ganarse una patada por debajo de la mesa, que devolvió.

—Un presidente es un líder, y un líder lidera.

Cuando Fallon se levantó, Simon se dispuso a hablar para zanjar el asunto, pero vio la mirada de Lana.

—Qué sabrás tú de ser un líder.

—Tú sí que no sabes nada de nada —replicó Colin.

—Sé que un líder no va por ahí poniéndole su nombre a los sitios. Sé que un líder tiene que ser responsable de la gente, asegurarse de que tienen comida y refugio, tiene que decidir quién va a la guerra, quién vive y quién muere. Sé que un líder tiene que luchar, tal vez hasta matar. —Mientras bramaba con furia, unas luces rojas danzaban a su alrededor—. Un líder es aquel a quien todos acuden en busca de respuestas, incluso cuando no las hay. Es aquel al que todos culpan cuando las cosas salen mal. Y tiene que hacer el trabajo sucio, aunque sea fregar los malditos platos.

Se marchó, llevando aquella luz furiosa a la casa. Cerró la puerta de golpe tras de sí.

—¿Por qué tiene que portarse como una mocosa? —se quejó Colin—. ¿Por qué tiene que ser mala?

Ethan, con lágrimas en los ojos, se volvió hacia su madre.

—¿Fallon está cabreada con nosotros?

—No, cielo, solo está enfadada. Vamos a dejar que esté un rato a solas, ¿vale? —Miró a Simon—. Solo necesita un poco de espacio. Verás como luego se disculpa, Colin.

Él se limitó a encogerse de hombros.

—Puedo ser presidente si quiero. Ella no manda en el mundo.

A Lana se le encogió un poco el corazón.

—¿Os he dicho que he preparado tarta de melocotón de postre? —Sabía que la tarta era un método infalible de animar a sus chicos—. Pero solo para quien se coma todo lo que hay en su plato.

—Yo sé una buena forma de bajar la tarta. —En sintonía con Lana, Simon se puso de nuevo a comer—. Un poco de baloncesto.

Desde que construyó media cancha a un lado del granero, el baloncesto se había convertido en uno de los pasatiempos preferidos de sus hijos.

—¡Quiero estar en tu equipo, papá!

Simon sonrió a Ethan y le guiñó un ojo.

—Barreremos la cancha con ellos, campeón.

—Ni hablar. —Colin atacó de nuevo su comida—. Travis y yo os machacaremos.

Travis miró a su madre y le sostuvo la mirada largo rato.

Lo sabe, pensó Lana. Y también Colin, aunque la ira y la indignación lo bloqueara.

Su hermana no mandaba en el mundo, pero cargaba con su peso sobre los hombros.

El ataque de ira de Fallon se ahogó en un mar de lágrimas de autocompasión. Se dejó caer sobre la cama para derramarlas; la cama que su padre había construido a imagen de la que había visto en una vieja revista. Al final, las lágrimas se disiparon, dejando tras de sí una jaqueca y mal humor.

No era justo, nada era justo. Y Colin había empezado. Siempre empezaba algo con sus grandes y estúpidas ideas. Seguramente porque no tenía poderes mágicos. O porque estaba celoso.

Podía quedarse con su magia y luego podía largarse con un desconocido para aprender a ser el salvador del estúpido mundo.

Ella solo quería ser normal. Como las chicas del pueblo, las de las otras granjas. Como cualquiera.

Oyó los gritos y las risas a través de la ventana abierta, e intentó ignorarlos. Al final, se levantó y miró afuera.

El cielo se mantenía azul en aquel largo día de finales de verano, pero al igual que su madre, sentía que se acercaba una tormenta.

Vio a su padre encaminarse hacia el granero, con Ethan sentado en sus hombros. Los dos mayores ya corrían por la cancha de asfalto, con las zapatillas de baloncesto que su padre les había conseguido.

No quería sonreír cuando su padre le arrebató la pelota a Colin, la levantó para que Ethan la cogiera y después lo acercó a la canasta y el pequeño la coló por el aro.

No quería sonreír.

Los dos mayores se parecían a su padre; Ethan se parecía a su madre.

Y ella se parecía al hombre de la contraportada de un libro.

A menudo, ese solo hecho le dolía más de lo que creía que podría soportar.

Oyó que llamaban con suavidad a la puerta y vio entrar a su madre.

—He pensado que a lo mejor tenías hambre. Apenas has tocado la cena.

La vergüenza comenzó a imponerse al enfado. Fallon se limitó a negar con la cabeza.

—Te lo dejaré aquí para más tarde. —Lana posó el plato encima de la cómoda construida por Simon—. Cuando estés lista, ya sabes cómo calentarla.

Fallon meneó de nuevo la cabeza, pero esta vez las lágrimas resbalaron por sus mejillas. Lana se acercó y la abrazó.

—Lo siento.

—Lo sé.

—Lo he estropeado todo.

—De eso nada.

—Quería hacerlo.

Lana le dio un beso en la mejilla.

—Lo sé, pero no lo has estropeado. Pedirás perdón a tus hermanos, pero ahora mismo puedes oír que están contentos. No has estropeado nada. —Lana acarició la larga coleta negra de Fallon y después se apartó para mirar aquellos ojos grises tan familiares—. Te he hablado de la noche en que naciste. Siempre ha sido una de tus historias favoritas. —Mientras hablaba, condujo a Fallon hasta la cama y se sentó en un lateral con ella—. Nunca te he hablado de la noche en que fuiste concebida.

—Yo... —Se puso roja. Sabía lo que significaba concebir y cómo ocurría—. Eso es... Es raro.

—Tienes casi trece años, y aunque todavía no hemos hablado de nada de esto, vives en una granja. Sabes de dónde vienen los bebés y cómo llegan ahí.

—Pero resulta raro cuando se trata de tu madre.

—Sí que es un poco raro —reconoció Lana—, así que hablaré de ello con tacto. Vivíamos en Chelsea. Era un barrio de Nueva York. Me encantaba. Había una pequeña panadería en la calle de enfrente y una tienda gourmet en la esquina. Había muchos comercios cerca, y preciosos edificios antiguos. Max tenía un ático y yo me mudé con él. Eso también me encantaba. Tenía grandes ventanas con vistas a la calle. Se podía ver el mundo corriendo desde allí. Había estanterías repletas de libros. La cocina no era ni mucho menos tan grande como la de esta casa, pero era muy moderna. A menudo celebrábamos cenas con amigos. Trabajaba en un buen restaurante y tenía planes, aunque nada concreto, de abrir el mío propio algún día.

—Eres la mejor cocinera del mundo.

—No es que ahora tenga demasiada competencia. —Lana le rodeó la cintura con un brazo—. Llegué a casa de trabajar y tomamos vino, uno realmente bueno, e hicimos el amor. Y después, solo unos minutos después, algo estalló dentro de mí. Una luz tan inmensa, algo tan glorioso, tan..., que ni siquiera ahora puedo explicarlo con palabras. Me dejó sin aliento, de un modo hermoso. Max también lo sintió. Bromeamos un poco. Él encendió una vela. Mi don era tan pequeño que incluso encender una vela era un golpe de suerte y solo lo conseguía tras muchísimo esfuerzo.

—¿En serio? Pero tú...

—Cambié, Fallon. Esa noche me abrí. Encendí la vela solo con el pensamiento. El nuevo poder surgió dentro de mí. Igual que en Max, en todos los que poseíamos magia dentro. Pero en mi caso, te tenía dentro a ti. Aquel momento, aquella explosión, aquel esplendor, aquella luz eras tú. Durante semanas no lo supe, pero eras tú. Tú encendiste esa luz dentro de mí. Al final lo supe, y tú me mostraste algo mientras todavía estabas dentro de mí, que no solo eras especial para mí, para Max o para Simon, sino para todos.

—No quiero marcharme. —Fallon sepultó el rostro en el hombro de Lana—. No quiero ser la Elegida.

—Pues entonces di que no. La decisión es tuya. No se te puede obligar, y yo jamás permitiría que nadie te obligara. Tu padre jamás lo consentiría.

Ella también sabía eso. Siempre le habían dicho que la decisión era suya. Pero...

—¿No os defraudaría a vosotros? ¿No os avergonzaríais de mí?

—No. —Lana la abrazó con fuerza—. No, no, eso jamás. —¿Cuántas noches se había enfurecido y apenado por lo que le iban a exigir a esa criatura? Esta criatura. Su hija—. Eres mi corazón —la consoló—. Me enorgullezco de ti todos los días. Estoy orgullosa de ti, de tu mente, de tu corazón, de tu luz. Ay, Dios, con cuánta fuerza arde. Y te arrebataría esa luz sin vacilar para evitarte tomar esa decisión. Para que no tengas que tomarla.

—Él murió para salvarme. Mi padre biológico.

—No solo por lo que podrías llegar a ser, sino porque te amaba. Tú y yo somos las mujeres más afortunadas del mundo. Nos han amado dos hombres extraordinarios, dos hombres valientes. Decidas lo que decidas, ellos y yo te querremos.

Fallon se aferró a ella, reconfortada, aliviada. Entonces sintió... Se apartó.

—Hay más. Puedo sentirlo. Puedo sentir que hay más, cosas que no me has contado.

—Te he hablado de Nueva Esperanza y de...

—¿Quién es Eric?

Lana se echó hacia atrás con brusquedad.

—No hagas eso. Conoces la regla de que no hay que entrar por la fuerza en otra mente.

—No lo he hecho. Te lo juro. Lo he sentido. Hay más —repitió Fallon, con voz temblorosa—. Más cosas que no me cuentas porque estás preocupada. Temes por mí, puedo sentirlo. Pero si no me lo cuentas todo, ¿cómo sabré qué hacer?

Lana se levantó y fue hasta la ventana. Miró a sus hijos, a su marido, a los dos viejos perros. Harper y Lee dormían al sol. Los dos perros jóvenes correteaban alrededor de los chicos. La granja, el hogar que adoraba. La vida que había construido. La oscuridad siempre arremetía contra la luz, pensó con cierta amargura.

La magia siempre exigía un precio.

Le había ocultado cosas a su hija, a la luz más brillante, porque tenía miedo. Porque deseaba tener a su familia unida, en su hogar. A salvo.

—Te he ocultado cosas porque, en el fondo, quería que dijeras que no. Te conté lo del ataque cuando vivíamos en la casa de las montañas.

—Dos personas que estaban con vosotros se convirtieron. Eran sobrenaturales oscuros, pero vosotros no lo supisteis hasta que intentaron matarte. Intentaron matarme a mí. Max, tú y los demás luchasteis y creísteis que los habíais destruido.

—Sí, pero no lo hicimos.

—Atacaron Nueva Esperanza. Vinieron a por mí y Max se sacrificó para salvarte a ti, para salvarme a mí. Huiste, tal y como él te dijo que hicieras. Lo hiciste porque iban a regresar y tenías que protegerme. Estuviste sola mucho tiempo y ellos te persiguieron. Hasta que encontraste la granja y a papá. —Fallon tomó aire—. ¿Eric era uno de ellos? ¿Uno de los oscuros?

—Sí. Él y la mujer con la que estaba. Creo que ella lo apartó de la luz. Querían matarme a mí, y a ti. Acabaron con Max. Eric era su hermano.

—¿Su hermano? —La sorpresa la invadió. Por muy irritantes que fueran, un hermano era un hermano, pensó, horrorizada. Eran familia—. Mi tío. Mi propia sangre.

—Eric eligió traicionar esa sangre y matar a su propio hermano. Eligió la oscuridad.

—Él lo eligió —murmuró Fallon. Después de tomar aire de nuevo, irguió los hombros—. Tienes que contármelo todo. No puedes ocultarme nada. ¿Lo harás?

—Sí. —Lana se presionó los ojos con los dedos. Al mirar aquellos ojos grises tan familiares, supo cuál sería la decisión de su hija—. Sí, te lo contaré todo.

Capítulo 2

2

Fallon pidió perdón. Colin se encogió de hombros, pero como sabía por experiencia que era rencoroso, se preparó para las represalias. Solo faltaban unas semanas para su cumpleaños, y para la decisión, así que prefería pensar en la venganza de su hermano.

Eso era algo normal, era la familia.

Y prefería la expresión calculadora de sus ojos a la preocupación que a menudo veía en los de sus padres.

Ayudaba a cortar heno y trigo, recogía fruta y verduras. Los quehaceres cotidianos la ayudaban a mantener la calma. No se quejaba del trabajo de cocina, o se limitaba a farfulla para sus adentros. El final del verano y la llegada del otoño significaban horas elaborando mermeladas y jaleas, haciendo conservas con la fruta y las verduras para el invierno.

Un invierno que temía.

Se escapaba cuando podía y aprovechaba el tiempo libre para cabalgar por el campo y el bosque a lomos de su amada yegua, Grace. Bautizada así en honor a la reina pirata que Fallon admiraba desde hacía mucho tiempo.

En ocasiones cabalgaba hasta el riachuelo para sentarse a pensar; echar un cebo al agua se le ocurrió más tarde. Si llevaba pescado a casa para comer o para intercambiarlo, mejor que mejor. Pero esa hora o dos de soledad estimulaba su alma joven e inquieta.

A veces practicaba un poco de magia allí, invocaba a las mariposas, hacía saltar a los peces, creaba pequeños remolinos de aire con los dedos.

Un caluroso día con un sol de justicia y escasa brisa, que parecía afirmar que el verano jamás terminaría, se sentó en su rincón favorito. Quería leer, así que usó la magia para suspende

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