La amante

Danielle Steel

Fragmento

cap-1

1

Anochecía un cálido día de junio mientras el enorme yate Princess Marina permanecía fondeado frente a la costa de Antibes, en el Mediterráneo, no lejos del famoso hotel Du Cap. El yate, de más de ciento cincuenta y dos metros de eslora, estaba a plena vista mientras los marineros de la tripulación, compuesta por setenta y cinco personas, frotaban las cubiertas y eliminaban el agua salada, como hacían al final de cada jornada. Al menos una docena de ellos se ocupaba de limpiarlo con mangueras. Cualquier observador podía hacerse una idea de lo enorme que era al comprobar lo diminutos que parecían los marineros de cubierta desde la lejanía. Había luz en el interior, y los habituales de aquella parte de la costa sabían qué barco era y a quién pertenecía, a pesar de que había varios fondeados en las inmediaciones que eran casi tan grandes como aquel. Los yates supergigantes eran demasiado grandes para atracar en el puerto, salvo en aquellos lo bastante amplios como para alojar cruceros. Atracar un barco de semejante tamaño en puerto no era un asunto trivial, independientemente del volumen de la tripulación o de cuánta experiencia tuvieran pilotándolo.

El propietario, Vladimir Stanislas, poseía tres yates de un tamaño similar repartidos por el mundo y un velero de casi noventa y dos metros que le había comprado a un estadounidense y que raras veces utilizaba. Pero el Princess Marina, bautizado así en honor a su madre, fallecida cuando él tenía catorce años, era su barco preferido. Era una exquisita isla flotante de ostentación y lujo que le había costado una fortuna construir. Poseía, además, una de las villas más conocidas de la costa, en Saint Jean Cap-Ferrat. Antes había pertenecido a una famosa estrella de cine, pero no se sentía igual de seguro en tierra, ya que los robos y atracos a las grandes villas eran habituales en el sur de Francia. Cerca de la costa, con la tripulación para protegerle, un arsenal de armas a bordo y un exclusivo sistema de misiles, se sentía seguro y podía cambiar de lugar con celeridad en cualquier momento.

Vladimir Stanislas era conocido por ser uno de los hombres más ricos de Rusia y del mundo, con el monopolio de la industria metalúrgica que el gobierno le había concedido hacía casi veinte años, gracias a los valiosos contactos que desde la adolescencia había cultivado con personas clave. Una considerable suma de dinero cambió de manos en un momento crucial y había amasado más de lo que nadie habría podido imaginar o incluso creído posible.

Su imperio abarcaba importantes inversiones en el sector petrolero e industrial en todo el mundo. Costaba imaginar la cantidad de dinero que Vladimir había amasado y tenía a su disposición. A sus cuarenta y nueve años, se le estimaba una fortuna declarada de entre cuarenta y cincuenta mil millones de dólares en negocios e inversiones. Mantenía una estrecha relación con altos cargos del gobierno, incluido el presidente ruso y varios jefes de Estado. Y el fabuloso yate que relucía como una joya al atardecer era solo un pequeño símbolo de sus contactos y de la magnífica destreza en los negocios que tan buenos resultados le había dado.

Vladimir era admirado y temido a la vez. Lo que había logrado durante diecinueve años como figura destacada en el sector industrial ruso le había granjeado la admiración y la envidia de los empresarios del mundo entero. Y aquellos que le conocían bien y habían hecho negocios con él eran conscientes de que la historia no acababa ahí. Tenía reputación de ser despiadado y de no perdonar jamás a sus enemigos. También poseía un lado amable; su pasión por el arte, su amor por todas las cosas bellas y su conocimiento de la literatura eran aficiones recientes. Prefería la compañía de los suyos, sus amigos eran rusos, todos ellos importantes empresarios industriales como él. Y las mujeres de su vida siempre habían sido rusas. Aunque tenía una preciosa casa en Londres, la villa del sur de Francia y un espectacular apartamento en Moscú, se relacionaba sobre todo con sus propios compatriotas. Era un hombre que siempre conseguía lo que quería y controlaba la mayor parte de la nueva riqueza de Rusia.

A pesar de su relevancia e influencia, no tenía problemas para pasar desapercibido entre la multitud. Su modestia natural le hacía preferir no llamar la atención. Vestía con sencillez y se movía de manera discreta. Solo al mirarle a los ojos uno se daba cuenta de quién y qué era: un hombre con poder ilimitado. Era buen observador de todo lo que le rodeaba. Su prominente mentón y su imponente presencia decían que no toleraba que le negaran nada, pero cuando sonreía se entreveía una calidez que ocultaba bien y a la que casi nunca cedía. Poseía los pómulos marcados y el aire mongol de sus antepasados, que le aportaban cierto exotismo. Las mujeres se habían sentido atraídas por él desde que era un muchacho, pero nunca se permitía mostrarse vulnerable ante nadie. Carecía de ataduras, había controlado su mundo durante mucho tiempo y no se conformaba con nada menos.

Alto, fuerte y rubio, con los ojos azul claro y rasgos cincelados, Vladimir no era guapo en un sentido clásico, sino más bien interesante, y en cambio, en los escasos momentos de descuido y distensión podía parecer afable, con el típico sentimentalismo de muchos rusos. Nada en la vida de Vladimir era casual o espontáneo, y todo estaba cuidadosamente planeado y formaba parte de un conjunto. Había tenido varias amantes desde que alcanzó el poder, pero a diferencia de sus colegas y homólogos, no quiso tener hijos con ellas y desde el principio se lo dejaba bien claro. No toleraba ninguna carga que lo atara ni nada que le hiciera vulnerable. Nada de familia ni de ataduras.

La mayoría de sus conocidos varones tenía al menos un hijo con cada mujer con la que había estado, casi siempre por empeño de ella, que pretendía asegurarse una buena posición económica en los años venideros. Vladimir se negaba a ceder ante ese tipo de súplicas. Los hijos no entraban en sus planes y hacía mucho que había tomado esa decisión. Nunca se había arrepentido. Era muy generoso con sus mujeres mientras estaba con ellas, pero no hacía promesas de futuro ni ellas se habrían atrevido a empeñarse en que las hiciera ni a intentar manipularle.

Vladimir era como una serpiente enroscada, lista para atacar, siempre alerta y potencialmente implacable si se le enfurecía. Podía ser amable, pero también se percibía su crueldad innata, y si se le ofendía o provocaba, podía convertirse en un hombre peligroso. No mucha gente quería comprobarlo y ninguna de las mujeres que habían pasado por su vida lo había hecho hasta la fecha. Natasha, su actual pareja, sabía que no tener hijos con él era una condición indispensable para que Vladimir estuviera con ella. Había dejado claro que jamás habría boda ni alcanzaría la posición social que conllevaba el matrimonio. Y una vez establecido y aceptado eso, no volvía a discutirse nunca más. Había despachado de forma sumaria a las que habían intentado convencerle de lo contrario o engañarle. Vladimir hacía caso a su cerebro y no a su corazón, en todo. No había llegado donde estaba siendo ingenuo, estúpido ni vulnerable con las mujeres. No confiaba en nadie. Ya en su juventud aprendió a confiar solo en sí mismo. Había aprovechado bien las lecciones de su infancia.

Desde que llegó a la cumbre, Vladimir había adquirido mayor influencia y h

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