El secreto de Helena

Lucinda Riley

Fragmento

cap-2

 

La casa se vislumbra a lo lejos mientras sorteo los peligrosos baches; hace al menos diez años que nadie los repara y son muy profundos. Continúo un poco más, detengo el coche y contemplo Pandora. Pienso que en realidad no es tan bonita, a diferencia de las brillantes fotografías de casas de veraneo que aparecen en las páginas web de las inmobiliarias de lujo. De hecho, vista desde detrás, es sólida, práctica y casi austera, exactamente como siempre he imaginado que fue su anterior inquilino. Construida con piedra clara de la zona, y cuadrada como las casas Lego que construía de niño, se eleva en medio de una tierra árida y blanquecina cubierta de vides tiernas y pujantes hasta donde alcanza la vista. Intento encajar su realidad con la instantánea virtual de mi cabeza —tomada y almacenada hace diez veranos— y decido que la memoria no me ha fallado.

Aparco el coche y rodeo los recios muros hasta la parte delantera de la casa y la terraza, que es lo que aleja a Pandora de lo ordinario y le otorga su toque espectacular. Cruzo la terraza en dirección a la balaustrada, construida justo en el punto donde el terreno emprende su suave descenso: un paisaje bañado de vides, alguna que otra finca encalada y cúmulos de olivos retorcidos. A lo lejos, una titilante franja verde azulada separa la tierra del cielo.

Advierto que el sol está dando una clase magistral mientras se pone, sus rayos amarillos fundiéndose con el azul del mar hasta tornarse ocres. Interesante detalle, porque siempre he pensado que de la mezcla del amarillo y el azul se obtenía el verde. Contemplo a mi derecha el jardín que se extiende a los pies de la terraza. Los bonitos parterres que mi madre plantó con tanto mimo hace diez años, hambrientos de agua y cuidados, han sido absorbidos por la árida tierra y suplantados por feos hierbajos de púas de género desconocido.

Pero en medio del jardín, con un extremo de la hamaca donde solía tumbarse mi madre todavía amarrado al tronco —las cuerdas como espaguetis rancios y deshilachados—, está el olivo. «Viejo», lo apodé entonces, que es lo que los adultos me decían que era. Y aunque todo a su alrededor está muerto y descompuesto, él parece haber ganado en estatura y majestuosidad, quizá robando la fuerza vital a sus derrotados vecinos botánicos, decidido a sobrevivir a lo largo de los siglos.

Es muy bello, un triunfo metafórico sobre la adversidad, cada milímetro de su retorcido tronco exhibiendo orgulloso su lucha.

Me pregunto ahora por qué los humanos detestan el mapa de la vida que aparece en sus cuerpos cuando un árbol como este, o un cuadro descolorido, o un edificio abandonado, es admirado por su antigüedad.

Me vuelvo hacia la casa mientras sigo pensando en eso y compruebo aliviado que, al menos desde fuera, Pandora parece haber sobrevivido a su reciente abandono. Camino hasta la entrada principal, saco la llave de hierro del bolsillo y abro la puerta. Mientras recorro las habitaciones en penumbra, protegidas de la luz por los postigos, soy consciente de que tengo las emociones entumecidas, y quizá sea mejor así. No me atrevo a empezar a sentir, porque este lugar —quizá más que ningún otro— conserva la esencia de ella…

Media hora después he abierto los postigos de la planta baja y retirado las sábanas de los muebles del salón. Cuando me detengo en medio de las motas de polvo que atrapan la luz del sol crepuscular, recuerdo haber pensado lo viejo que parecía todo la primera vez que lo vi. Y me pregunto, mientras contemplo las sillas hundidas y el sofá raído, si, al igual que el olivo, llega un momento en que lo viejo es simplemente viejo y no envejece más en apariencia, como los abuelos de pelo blanco a los ojos de los niños.

Como es lógico, lo que sí ha cambiado por completo en esta estancia soy yo. Nosotros, los humanos, realizamos la mayor parte de nuestra evolución física y mental durante nuestros primeros años en el planeta Tierra: pasamos de niños a adultos en un abrir y cerrar de ojos. El resto de nuestra vida, como mínimo por fuera, conservamos más o menos el mismo aspecto, convirtiéndonos simplemente en versiones más flácidas y no tan atractivas de nuestro ser conforme los genes y la gravedad hacen su trabajo.

En cuanto a la parte emocional e intelectual… en fin, quiero creer que el lento declive de nuestro envoltorio tiene su lado bueno. Y estar de vuelta en Pandora me demuestra que sí. De regreso al vestíbulo, me río del «Alex» que era entonces. Me estremezco al pensar en mi antiguo ser: un muchacho de trece años absolutamente cargante y egocéntrico.

Abro la puerta del Escobero, el nombre afectuoso que le puse al cuarto que ocupé durante aquel largo y caluroso verano de hace diez años. Tras encender la luz, compruebo que no había subestimado su exiguo tamaño y que, en todo caso, el espacio parece haber encogido aún más. Introduzco mi metro ochenta y cinco y me pregunto si los pies, en el caso de que cerrara la puerta y me tumbara, me colgarían por fuera del ventanuco, como Alicia en el país de las maravillas.

Levanto la vista hacia los estantes situados a ambos lados de este claustrofóbico habitáculo y compruebo que los libros que coloqué meticulosamente por orden alfabético siguen ahí. Saco uno al azar —Prodigios y recompensas, de Rudyard Kipling— y lo hojeo hasta dar con el famoso poema. Mientras leo los versos de Si, sabias palabras escritas por un padre a un hijo, no puedo evitar que los ojos se me llenen de lágrimas por el adolescente que fui entonces, tan desesperado por encontrar un padre. Y que cuando lo encontró, comprendió que ya tenía uno.

Cuando devuelvo a Rudyard al estante reparo en un librito de tapa dura que descansa a su lado. Es el diario que me regaló mi madre por Navidad unos meses antes de venir a Pandora por primera vez. Cada día, durante siete meses, escribí en él con asiduidad y, de acuerdo con mi personalidad de entonces, pomposidad. Como todos los adolescentes, creía que mis ideas y sentimientos eran únicos y revolucionarios, que ningún ser humano los había tenido antes que yo.

Meneo la cabeza con tristeza y suspiro como un viejo por mi ingenuidad. Dejé el diario aquí cuando regresamos a Inglaterra tras aquel largo verano en Pandora. Y aquí está, diez años después, de nuevo sobre las palmas de mis manos, ahora mucho más grandes. Las memorias de mis últimos meses de infancia, antes de que la vida me arrastrara hacia la edad adulta.

Con el diario bajo el brazo, salgo del cuarto y me dirijo a la planta de arriba. Deambulo por el sombrío pasillo sin ventilar, pendiente aún de decidir en qué dormitorio deseo instalarme durante mi estancia. Por fin, respiro hondo y me encamino a su habitación. Tengo que armarme de valor para abrir la puerta. Quizá sean imaginaciones mías —tras diez años de ausencia, lo más seguro es que sí— pero juraría que mis sentidos se ven asaltados por el aroma de su perfume…

Vuelvo a cerrar la puerta con firmeza, todavía incapaz de lidiar con los recuerdos que podrían escapar de todos esos dormitorios, y regreso abajo. Ha anochecido, y fuera la oscuridad es total. Miro el reloj, añado dos horas por la diferencia horaria y caigo en la cuenta de que aquí son casi las nueve. Mi estómago vacío lanza un gruñido hambriento.

Saco el equipaje del coche y guardo en la despensa las provisiones que compré en la tienda del pueblo; luego me siento en la terraza con un poco de pan, un trozo de queso feta y una cerveza tibia. Con la pureza del silencio interrumpida tan solo por alguna que otra cigarra adormecida, doy sorbos a la cerveza mientras me pregunto si ha sido una buena idea llegar aquí un día antes que los demás. Tengo un don especial para mirarme el ombligo, después de todo, tanto es así que hace poco alguien me ofreció un trabajo para hacerlo de manera profesional. Esa idea me hace reír.

Para olvidarme un rato de la situación, abro el diario por la primera página y leo la dedicatoria.

¡Alex, cariño, feliz Navidad! Intenta escribir en este diario con regularidad. Puede que te resulte interesante leerlo cuando seas mayor.

Con todo mi amor,

Mamá xxx

«Esperemos que tengas razón, mamá.»

Sonrío débilmente mientras paso las páginas llenas de pretenciosa prosa hasta llegar a principios de julio. Y bajo la luz tenue de la única bombilla que cuelga de la pérgola sobre mi cabeza, comienzo a leer.

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Diario de Alex

10 de julio de 2006

Tengo la cara completamente redonda. Estoy seguro de que si la trazaras con un compás serían pocas las veces que la línea del círculo y la de mi cara no coincidieran. La odio.

También tengo, dentro del círculo, dos mejillas como manzanas. Cuando era pequeño los adultos tironeaban de ellas, agarraban la carne entre sus dedos y la estrujaban. Olvidaban que mis mejillas no eran manzanas. Las manzanas son inanimadas. Son duras, no sienten dolor. Si las estrujan, apenas lo notan.

Sin embargo, creo que tengo los ojos bonitos. Cambian de color. Mi madre dice que cuando estoy contento y motivado son de un verde vivo. Cuando me pongo nervioso, adquieren el color del mar del Norte. Personalmente, creo que están grises la mayor parte del tiempo, pero son bastante grandes y tienen la forma de un hueso de melocotón, y las cejas, más oscuras que mi pelo —que es rubio-chica y liso como la paja—, los enmarcan bien.

Ahora mismo estoy mirándome en el espejo. Noto el cosquilleo de las lágrimas en los ojos, porque, cuando no me veo la cara, en mi imaginación puedo ser quien me dé la gana. La luz del diminuto lavabo es agresiva y brilla como un halo sobre mi cabeza. Los espejos de los aviones son lo peor: consiguen que parezcas un cadáver de hace dos mil años al que acaban de desenterrar.

Bajo la camiseta puedo ver la carne que asoma por encima de los pantalones cortos. Agarro un pedazo y lo moldeo hasta conseguir una reproducción nada desdeñable del desierto de Gobi. Creo dunas, con pequeñas depresiones entre ellas, de las que podría brotar alguna que otra palmera alrededor del oasis.

Luego me lavo bien las manos.

La verdad es que mis manos me gustan, pues no parecen haberse sumado a la marcha hacia Tonelandia, que es donde el resto de mi cuerpo ha decidido vivir en estos momentos. Mi madre dice que es gordura infantil, o «grasa de cachorro», que el botón hormonal con la etiqueta «disparar hacia los lados» ha funcionado a la primera pulsación. Por desgracia, el botón de «disparar hacia arriba» falló. Y por lo visto nadie lo ha arreglado desde entonces.

Además, ¿cuántos cachorros gordos he visto en mi vida? La mayoría están delgados por el desgaste de la excitación.

Puede que yo también necesite un poco de emoción.

La buena noticia es que, al menos, volar te produce una sensación de ingravidez, aunque estés gordo. Y en este avión hay un montón de gente mucho más gorda que yo, porque me he fijado. Si yo soy el Gobi, mi vecino de asiento es el Sáhara al completo. Su antebrazo acapara todo el reposabrazos, piel, músculo y grasa expandiéndose como un virus mutante en mi espacio personal. Eso es algo que me fastidia mucho. Yo contengo mi carne dentro del espacio que me ha sido designado, aunque acabe con una contractura severa.

Por la razón que sea, siempre que estoy en un avión pienso en la muerte. A decir verdad, pienso en la muerte esté donde esté. Tal vez estar muerto sea un poco como la ingravidez que siento ahora aquí, dentro de este tubo metálico. La última vez que volamos, mi hermana pequeña preguntó si estaba muerta, pues alguien le había dicho que el abuelo se hallaba sobre una nube. Pensaba que íbamos a reunirnos con él cuando pasamos junto a una.

¿Por qué los adultos les cuentan esas chorradas a los niños? Solo consiguen liar aún más las cosas. En lo que a mí respecta, nunca me creí ninguna de ellas.

Hace años que mi madre renunció a probarlas conmigo.

Mi madre me quiere, aunque en los últimos meses me haya convertido en mister Tonel. Y me ha prometido que llegará un día en que tendré que agacharme para poder verme la cara en espejos salpicados de agua como este. Por lo visto, vengo de una familia de hombres altos. Aunque eso no es ningún consuelo. He leído sobre genes que se saltan generaciones enteras, y con la suerte que tengo, seguro que seré el primer enano gordinflón en cientos de años de varones Beaumont.

Además, mamá se olvida de que está ignorando el ADN contrario que contribuyó a mi creación…

Es una conversación que estoy decidido a tener con ella durante estas vacaciones. Me da igual las veces que intente escaquearse y cambiar de tema. Tener un fantasma por padre ya no me resulta satisfactorio.

Necesito saber.

Todo el mundo dice que me parezco a ella, pero qué van a decir. Difícilmente podrían encontrarme parecido con un espermatozoide no identificado.

Bien mirado, es posible que el hecho de no saber quién es mi padre contribuya a los delirios de grandeza que ya albergo. Lo cual no es nada saludable, y menos aún en un niño como yo, si es que todavía soy un niño. O lo he sido alguna vez, lo que en realidad dudo.

En este preciso instante, mientras mi cuerpo atraviesa como un rayo el centro de Europa, mi padre podría ser cualquier hombre que yo decida imaginarme, el que más me convenga en estos momentos. Por ejemplo, puede que estemos a punto de estrellarnos y el capitán solo tenga un paracaídas extra. Podría presentarme a él como su hijo y él no tendría más remedio que salvarme, ¿no?

Pensándolo bien, quizá sea mejor que no lo sepa. Mis células podrían provenir de algún lugar de Oriente, por lo que tendría que aprender mandarín para comunicarme con mi padre, un idioma megadifícil.

A veces me gustaría que mamá se pareciera más a otras madres. Digamos que no es Kate Moss, porque es bastante mayor, pero me incomoda que mis compañeros de clase, mis profesores y todos los hombres que entran en casa la miren como si lo fuera. Todo el mundo la adora, porque es amable y divertida, y cocina y baila al mismo tiempo. Y en ocasiones mi pedacito de ella no me parece lo bastante grande y desearía no tener que compartirla.

Porque la quiero más que a nadie.

No estaba casada cuando me trajo al mundo. Hace cien años habría nacido en un hospicio y probablemente los dos habríamos muerto de tuberculosis meses más tarde. Nos habrían enterrado en una fosa común y nuestros esqueletos habrían yacido juntos toda la eternidad.

A menudo me pregunto si se avergüenza del recordatorio viviente de su inmoralidad, que soy yo. ¿Por eso piensa enviarme al internado?

Pronuncio con los labios la palabra «inmoralidad» delante del espejo. Me gustan las palabras. Las colecciono igual que mis compañeros de clase coleccionan cromos de futbolistas o chicas, según su grado de madurez. Me gusta sacarlas a relucir, encajarlas en una frase para expresar una idea con la máxima precisión posible. Puede que algún día opte por jugar con ellas a nivel profesional. Reconozcámoslo, con mi físico actual dudo mucho que me quieran en el Manchester United.

Alguien está llamando a la puerta. He perdido la noción del tiempo, como siempre. Consulto el reloj y me doy cuenta de que llevo aquí más de veinte minutos. Ahora tendré que enfrentarme a una cola de irritados pasajeros desesperados por mear.

Me miro en el espejo una vez más, un último vistazo a mister Tonel. Luego respiro hondo y salgo del lavabo como Brad Pitt.

cap-5

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—Nos hemos perdido. Tendré que parar en el arcén.

—¡Por Dios, mamá, es de noche y estamos al borde de un precipicio! ¡No hay ningún arcén donde parar!

—Cálmate, cariño. Encontraré un sitio seguro.

—¿Seguro? ¡Ja! Si lo llego a saber, me traigo los crampones y el picahielo.

—Allí hay un área de descanso. —A trompicones, Helena giró con el coche de alquiler por la cerrada curva y se detuvo. Se volvió hacia su hijo, que se había tapado los ojos, y le puso una mano en la rodilla—. Ya puedes mirar. —Escudriñó por la ventanilla el pronunciado valle que se extendía a sus pies y distinguió las luces tintineantes de la costa a lo lejos—. Es precioso —suspiró.

—No, mamá, no es precioso. Será precioso cuando dejemos de estar perdidos en las montañas de un país extranjero, a punto de caer por un precipicio de varios kilómetros y morir despeñados. ¿No han oído hablar aquí de los quitamiedos?

Helena hizo oídos sordos y buscó en el techo del coche el interruptor de la luz.

—Pásame ese mapa, cariño.

Alex obedeció y ella lo estudió.

—Está al revés, mamá —señaló él.

—Vale, vale. —Le dio la vuelta—. ¿Immy sigue dormida?

Alex se volvió y observó a su hermana de cinco años despatarrada en el asiento de atrás con Lamby, su cordero de peluche, acurrucado bajo el brazo.

—Por suerte, sí. Este viaje podría traumatizarla para el resto de su vida. Si llega a ver dónde estamos ahora, jamás conseguiremos subirla al Oblivion de Alton Towers.

—Ya sé lo que he hecho. Tenemos que bajar de nuevo la colina…

—Montaña —le corrigió Alex.

—Girar a la izquierda en la señal donde pone Kathikas y seguir la carretera. Toma. —Helena le tendió el mapa y puso la palanca de cambios en la que creía era la marcha atrás. Dieron un bandazo hacia delante.

—¡Por Dios, mamááá!

—Lo siento.

Helena hizo un torpe cambio de sentido y salió de nuevo a la carretera.

—Pensaba que sabías dónde estaba ese lugar —farfulló Alex.

—Cariño, solo tenía dos años más que tú la última vez que vine. Para tu información, hace casi veinticuatro años de eso. Pero estoy segura de que lo reconoceré cuando lleguemos al pueblo.

—Si llegamos.

—¡Oh, deja de quejarte! ¿Dónde está tu espíritu aventurero? —Helena respiró aliviada al ver el letrero de Kathikas y giró en la dirección que le indicaba—. Cuando lleguemos, pensarás que ha valido la pena, ya lo verás.

—Ni siquiera está cerca de la playa. Y odio las aceitunas. Y a los Chandler. Rupert es un cap…

—¡Basta, Alex! Si no puedes decir nada bueno, calla y déjame conducir.

Alex se sumió en un silencio malhumorado mientras Helena impulsaba el Citroën por la inclinada pendiente, pensando que era una pena que el avión hubiese llegado con retraso y hubieran aterrizado en Pafos justo después de la puesta de sol. Para cuando pasaron los controles de inmigración y encontraron el coche de alquiler, ya había oscurecido. Había acariciado la idea de subir por esas montañas para revivir recuerdos de la infancia y verlas de nuevo a través de los ojos de sus hijos. Pero la vida no solía estar a la altura de las expectativas, pensó, sobre todo cuando se trataba de recuerdos trascendentales. Y era consciente de que el verano que había pasado en casa de su padrino a los quince años estaba salpicado de polvos de hada que ya eran historia.

Por absurdo que pareciera, necesitaba que Pandora fuera tan perfecta como la recordaba. Como es lógico, sabía que eso no podía ser, que verla de nuevo podía compararse a reencontrarse con un primer amor después de veinticuatro años: guardado en la imaginación, brillando con la fuerza y la belleza de la juventud, pero en realidad encanecido y desintegrándose poco a poco.

Sabía que esa era otra posibilidad…

«¿Seguirá él aquí?»

Helena agarró con fuerza el volante y apartó con decisión ese pensamiento de su mente.

Seguro que Pandora, la casa que en aquel entonces le había parecido una mansión, era más pequeña de lo que la recordaba. Los muebles antiguos, traídos desde Inglaterra por Angus, su padrino, cuando mandaba sobre los restos del ejército británico todavía apostado en Chipre, le habían parecido exquisitos, elegantes, intocables. Los sofás de damasco azul claro del salón, cuyos postigos permanecían por lo general cerrados para mantener a raya la luz decolorante del sol, el escritorio georgiano en el estudio donde Angus se sentaba cada mañana para abrir sus cartas con una fina espada en miniatura, y la vasta mesa de comedor de caoba cuya lisa superficie semejaba una pista de hielo… todo permanecía intacto en su memoria.

Pandora llevaba ahora tres años vacía, desde que Angus se había visto obligado a volver a Inglaterra por problemas de salud. Se quejó amargamente de que la atención médica en Chipre era tan buena o mejor que la del Servicio Nacional de Salud, pero hasta él tuvo que reconocer a regañadientes que a falta de unas piernas que le respondieran, con constantes visitas a un hospital situado a cuarenta y cinco minutos de su casa, vivir en un pueblo perdido en las montañas no era lo más conveniente.

Al final había renunciado a residir en su querida Pandora, y hacía seis meses que había fallecido de neumonía y pena. Desde el principio resultó improbable que un cuerpo frágil, que había pasado la mayor parte de sus setenta y ocho años en climas subtropicales, se adaptara a un barrio residencial, húmedo y gris, de Escocia.

Angus se lo había legado todo a Helena, su ahijada, incluida Pandora.

Ella lloró al conocer la noticia; lágrimas teñidas de remordimiento por no haber cumplido con sus propósitos de visitarlo más a menudo en la residencia de ancianos en la que pasó sus últimos meses de vida.

El sonido metálico del móvil, enterrado en las profundidades de su bolso, interrumpió bruscamente sus pensamientos.

—Contesta, cariño, ¿quieres? —le pidió a Alex—. Lo más seguro es que sea tu padre para ver si ya hemos llegado.

Alex realizó la búsqueda, por lo general infructuosa, en el bolso de su madre y sacó el móvil segundos después de que dejara de sonar. Miró el registro de llamadas.

—Era papá. ¿Quieres que le llame?

—No. Lo haremos cuando lleguemos.

—Si llegamos.

—Claro que llegaremos. Estoy empezando a reconocer algunas cosas. Faltan diez minutos como mucho.

—¿Existía la Taberna de Hari cuando estuviste aquí? —preguntó Alex al pasar junto a una vistosa palmera de neón situada delante de un llamativo restaurante lleno de tragaperras y sillas blancas de plástico.

—No, pero esta carretera es una variante nueva con mucho tráfico. En mis tiempos se llegaba al pueblo por un camino de tierra.

—Ese restaurante tenía el canal Sky. ¿Podemos ir una noche? —preguntó esperanzado.

—Tal vez.

La perspectiva de Helena de noches templadas en la maravillosa terraza de Pandora con vistas a los olivares, bebiendo vino de la tierra y saboreando higos recogidos directamente del árbol no incluía televisores ni palmeras de neón.

—Mamá, ¿cómo de básica es la casa a la que vamos? ¿Tiene electricidad?

—Pues claro, bobo. —Helena rezó para que la mujer que guardaba las llaves la hubiera conectado—. Mira, estamos entrando en el pueblo. Unos minutos más y habremos llegado.

—Supongo que podría ir a ese restaurante en bici —murmuró Alex—, si consigo una.

—Yo pedaleaba casi cada día hasta el pueblo.

—¿En velocípedo?

—¡Muy gracioso! Era una bicicleta antigua, con tres marchas y una cesta delante. —Helena sonrió al recordarla—. Solía recoger el pan en la panadería.

—¿Como la bici que conduce la bruja de El mago de Oz cuando pasa por delante de la ventana de Dorothy?

—Exacto. Ahora calla, tengo que concentrarme. Al tomar la carretera nueva hemos entrado por el otro lado y necesito orientarme.

Helena podía ver las luces del pueblo más adelante. Redujo la velocidad cuando la carretera empezó a estrecharse y la gravilla blanquecina crujió bajo los neumáticos. Comenzaron a aparecer edificios, construidos con piedra clara de Chipre, hasta formar un muro seguido a ambos lados de la calle.

—Mira, justo allí hay una iglesia. —Helena señaló el edificio que constituía el corazón de la pequeña comunidad de Kathikas. Al pasar por delante, vio a un grupo de jóvenes merodeando junto a un banco de la plaza con toda la atención puesta en las dos chicas de ojos oscuros apoltronadas en él—. Este es el centro del pueblo.

—Caramba, qué marcha.

—Por lo visto, en los dos últimos años han abierto un par de tabernas muy buenas. Y mira, ahí está la tienda. Han cogido la casa de al lado para ampliarla. Vende todo lo que puedes desear.

—Si no te importa, entraré un momento para comprar el último CD de The All-American Rejects.

—¡Oh, Alex! —A Helena se le agotó la paciencia—. Sé que no quieres estar aquí, pero ni siquiera has visto aún Pandora. Dale una oportunidad, aunque solo sea por mí.

—Vale, mamá, perdona.

—Antes el pueblo era muy pintoresco y, por lo que veo, no parece que haya cambiado mucho —añadió aliviada—. Pero ya lo exploraremos mañana.

—Estamos saliendo del pueblo, mamá —comentó nervioso.

—Sí. Ahora no puedes verlo, pero a ambos lados del camino hay varias hectáreas de viñedos. Los faraones importaban vino de estas tierras a Egipto porque era muy bueno. Hemos de girar aquí, estoy segura. Agárrate, empiezan los baches.

Cuando la pista de grava comenzó a descender entre los viñedos, Helena puso primera y encendió las largas para sortear los traicioneros socavones.

—¿Subías en bici por aquí cada día? —preguntó alucinado—. ¡Uau! Me sorprende que no te estamparas contra las uvas.

—Al principio sí me estampaba, pero acabé conociéndome todos los baches.

Le produjo un extraño alivio comprobar que los agujeros seguían tan mal como los recordaba. Había temido la posibilidad de que hubieran asfaltado el camino.

—¿Falta mucho, mami? —preguntó una voz soñolienta desde el asiento de atrás—. Hay muchos baches.

—Ya casi estamos, cariño, solo faltan unos segundos, literalmente.

«Ya casi estamos…»

Por fin doblaron por un sendero angosto y la robusta silueta de Pandora apareció ante sus ojos; le recorrió entonces una mezcla de entusiasmo e inquietud. Cruzó las herrumbrosas verjas; en otros tiempos permanecían siempre abiertas y ahora, casi con seguridad, serían incapaces de moverlas.

Detuvo el coche y apagó el motor.

—Hemos llegado.

No obtuvo respuesta de sus dos hijos. Al darse la vuelta, vio que Immy se había dormido otra vez. Alex estaba sentado con la mirada al frente.

—Dejaremos dormir a Immy mientras tú y yo buscamos la llave —propuso Helena al tiempo que abría la portezuela y la asaltaba una ráfaga de aire caliente.

Bajó y aspiró el semirrecordado potente olor a aceituna, uva y polvo, un mundo alejado del asfalto y las palmeras de neón. El olfato era, sin lugar a dudas, el más poderoso de los sentidos, pensó. Era capaz de evocar una atmósfera o un momento concreto con sorprendente precisión.

Contuvo las ganas de preguntarle a Alex qué pensaba de la casa porque todavía no había nada que pensar y no habría sabido encajar una respuesta negativa. Estaban a oscuras en la parte de atrás de Pandora, que tenía los postigos cerrados a cal y canto, como si se tratara de una guarnición militar.

—Está muy oscuro, mamá.

—Encenderé otra vez los faros. Angelina me dijo que dejaría abierta la puerta de atrás.

Helena introdujo la mano por la ventanilla y accionó las luces del coche. Hecho esto, cruzó la grava hasta la puerta, seguida de cerca por Alex. El picaporte de bronce giró con suavidad. Abrió y buscó un interruptor. Tras dar con él, lo pulsó conteniendo la respiración. El recibidor se inundó de luz.

—Gracias a Dios —musitó mientras abría otra puerta y le daba a otro interruptor—. Esta es la cocina.

—Eso ya lo veo. —Alex se paseó por la amplia estancia dotada de un fregadero, un horno viejo, una mesa de madera grande y un aparador que abarcaba toda una pared—. Es bastante básica.

—Angus raras veces entraba aquí. Su sirvienta se ocupaba de todas las tareas domésticas. Creo que no cocinó un plato en toda su vida. Este era un lugar de trabajo, no una zona de ocio como las cocinas de hoy día.

—Entonces ¿dónde comía?

—En la terraza, por supuesto. Aquí todo el mundo lo hace.

Abrió el grifo. Un chorrito de agua salió a trompicones antes de convertirse en un torrente.

—No parece que haya nevera —comentó Alex.

—Está en la despensa. Angus recibía a tanta gente, y Pafos queda tan lejos, que instaló un sistema de refrigeración dentro de la despensa. Y antes de que lo preguntes, no, en aquellos tiempos no había congelador. La puerta está a tu izquierda. Ve a ver si la nevera sigue ahí, ¿quieres? Angelina dijo que nos dejaría algo de pan y leche.

—Voy.

Alex se alejó y Helena fue encendiendo luces hasta desembocar en el vestíbulo principal de la casa. El gastado suelo de losetas, con el diseño de un tablero de ajedrez, retumbó bajo sus pies. Contempló la escalera principal, con la pesada barandilla curva tallada en roble por hábiles artesanos que, según recordaba, Angus trajo expresamente desde Inglaterra. A su espalda descansaba, erguido como un centinela, un reloj de péndulo que ya no marcaba las horas.

«El tiempo se ha detenido aquí», murmuró para sí al abrir la puerta del salón.

Los sofás de damasco azul estaban tapados con guardapolvos. Retiró uno de ellos y se hundió en el mullido almohadón. Aunque todavía impecable, notó la fragilidad de la tela en sus dedos, como si su sustancia, pero no su presencia, se hubiese desgastado ligeramente. Se levantó y se acercó a una de las dos cristaleras que daban a la parte delantera de la casa. Abrió los postigos de madera que protegían la estancia del sol, liberó el rígido picaporte de hierro y salió a la terraza.

Alex la encontró instantes después, acodada en la balaustrada.

—La nevera suena como si sufriera un fuerte ataque de asma —dijo—, pero dentro hay leche, huevos y pan como para un regimiento. —Agitó el enorme salami rosado que llevaba en la mano. Helena no respondió. Alex se acodó a su lado—. Bonitas vistas —añadió.

—¿A que son espectaculares? —Sonrió, contenta de que a su hijo le gustara.

—¿Esas lucecitas de allí abajo es la costa?

—Sí. Por la mañana podrás ver el mar desde aquí. Y los olivares y viñedos que descienden hasta el valle flanqueado de montañas. Allí, en el jardín, hay un olivo precioso que, según la leyenda, tiene más de cuatrocientos años.

—Viejo… como todo aquí. —Alex miró hacia abajo y luego a izquierda y derecha—. Este lugar está muy… solitario. No se ven otras casas.

—Pensé que habrían construido en los alrededores, como ha sucedido en la costa, pero veo que no. —Helena se volvió hacia él—. Dame un abrazo, cariño. —Rodeó a su hijo con los brazos—. Me alegro tanto de que estemos aquí.

—Y yo me alegro de que te alegres. ¿Qué te parece si metemos a Immy en casa? Me preocupa que se despierte, se asuste y se largue. Y tengo hambre.

—Primero iremos arriba para buscar una habitación donde acostarla y después me ayudarás a subirla.

Helena cruzó con él la terraza y se detuvo bajo la pérgola de parra que proporcionaba un refugio agradable contra el sol del mediodía. La larga mesa de hierro colado, con la pintura blanca descascarillada y cubierta de hojas marchitas desprendidas de la parra, descansaba solitaria debajo.

—Aquí comíamos al mediodía y por la noche. Y teníamos que vestirnos como es debido. Los bañadores y los shorts estaban prohibidos en la mesa de Angus, por mucho calor que hiciera.

—Tú no nos harás lo mismo, ¿verdad?

Helena le alborotó el espeso pelo rubio y le plantó un beso en la coronilla.

—Me daré por satisfecha si consigo sentaros a todos a la mesa, vistáis como vistáis. Cuánto han cambiado las cosas. —Suspiró, y le ofreció la mano a su hijo—. Ahora, subamos a investigar.

Era casi medianoche cuando Helena por fin se sentó en el balcón del dormitorio de Angus. Immy dormía profundamente en la enorme cama de caoba. Helena había decidido que al día siguiente la trasladaría a una de las habitaciones de dos camas, en cuanto averiguara dónde estaban guardadas las sábanas. Alex se hallaba al otro lado del pasillo, tendido sobre un colchón pelado. Había cerrado todos los postigos de la habitación para protegerse de los mosquitos, a pesar de que el calor convertía la habitación en una sauna. Esa noche no corría ni una brizna de aire.

Helena sacó de su bolso el móvil y un maltrecho paquete de cigarrillos. Se puso ambas cosas en el regazo y las miró fijamente. Primero un cigarrillo, decidió. No quería romper aún el hechizo. Sabía que William, su marido, no tendría intención de decir nada que la devolviera de golpe a la realidad, pero existían muchas probabilidades de que lo hiciera. Y tampoco podría reprochárselo, porque era lógico que le contara si el técnico se había presentado o no para arreglar el lavaplatos y le preguntara dónde había escondido las bolsas porque al día siguiente recogerían la basura y tenía que sacarla. William daría por supuesto que ella se alegraría de oír que lo tenía todo bajo control.

Y… así era. Pero todavía no…

Encendió el cigarrillo, aspiró el humo y se preguntó por qué resultaba tan sensual fumar al calor de una noche mediterránea. Había dado la primera calada de su vida a solo unos metros de donde estaba ahora sentada. En aquellos tiempos se deleitó en el hecho de hacer algo prohibido. Veinticuatro años después ahí estaba, sintiéndose igual de culpable y deseando ser capaz de dejar ese hábito. Entonces era demasiado joven para fumar; ahora, a punto de cumplir los cuarenta, era demasiado mayor. La idea le hizo sonreír: su juventud condensada entre la primera vez que había estado en esa casa y fumado su primer cigarrillo y esta noche.

En aquella época tenía muchos sueños y la perspectiva de la madurez en el horizonte. ¿De quién se enamoraría? ¿Dónde viviría? ¿Hasta dónde la llevaría su talento? ¿Sería feliz…?

Ahora, casi todas esas preguntas habían sido respondidas.

—Por favor, que estas vacaciones sean perfectas —susurró a la casa, a la luna y a las estrellas.

Las últimas semanas había tenido una extraña sensación de fatalidad de la que, por mucho que lo intentó, no había conseguido desprenderse. Quizá fuera solo por el hecho de que estaba acercándose a un cumpleaños significativo, o porque sabía que iba a volver aquí…

Podía sentir la atmósfera mágica de Pandora envolviéndola, como si la casa estuviera arrancándole las capas protectoras y desnudándole el alma. Como había hecho la última vez.

Tras apagar el pitillo a la mitad y arrojarlo a la noche, cogió el móvil y marcó el número de su casa de Inglaterra. William contestó al segundo tono.

—Hola, cariño, soy yo —saludó.

—¿Significa eso que has llegado bien? —preguntó él, y el sonido de su voz la sosegó al instante.

—Sí. ¿Qué tal las cosas por ahí?

—Bien, bien.

—¿Cómo está nuestro aprendiz de terrorista de tres años? —inquirió con una sonrisa.

—Fred ha caído al fin, gracias a Dios. No le ha hecho ninguna gracia que os hayáis ido y lo hayáis dejado con su viejo padre.

—Le echo de menos. Un poco. —Helena soltó una risita—. Pero al menos, con solo Alex e Immy aquí, podré organizar la casa antes de que lleguéis.

—¿Está habitable?

—Eso creo, pero lo veré mejor por la mañana. La cocina es muy básica.

—Hablando de cocinas, el del lavaplatos vino hoy.

—¿Ah, sí?

—Sí. Lo ha arreglado, pero con lo que ha cobrado podríamos haber comprado uno nuevo.

—Vaya. —Helena reprimió una sonrisa—. Las bolsas de la basura están en el segundo cajón, a la izquierda del fregadero.

—Justo iba a preguntártelo. El basurero viene mañana, como ya sabes. ¿Me llamarás por la mañana?

—Sí. Un beso enorme para Fred y otro para ti. Adiós, cariño.

—Adiós. Que duermas bien.

Helena permaneció otro rato contemplando el exquisito cielo nocturno —inundado de una miríada de estrellas que ahí parecían brillar mucho más— hasta que notó que la adrenalina empezaba a dejar paso al cansancio. Entró con sigilo y se tumbó en la cama, junto a Immy. Y, por primera vez en semanas, se durmió enseguida.

cap-6

Diario de Alex

11 de julio de 2006

Lo oigo. Planea sobre mí en la oscuridad y se afila los dientes antes de abalanzarse sobre su comida.

Que soy yo.

¿Los mosquitos tienen dientes? Probablemente, porque ¿cómo podrían perforar la piel si no tuvieran dientes? Sin embargo, cuando me harto y consigo aplastar a uno de esos indeseables contra la pared, no oigo ningún crujido, solo un chapoteo blando. Ningún chasquido de esmalte, que es lo que oí cuando me caí del columpio a los cuatro años y me partí un diente.

A veces tienen la caradura de gemirte en el oído para alertarte de que están a punto de comerte. Tú estás ahí tumbado, aplastando el aire con los brazos, mientras ellos bailan invisibles sobre ti, seguramente riéndose a carcajadas de su desventurada víctima.

Saco a Bee de la mochila y lo meto debajo de la sábana, a mi lado. Estará bien, porque él no necesita respirar. Que conste que Bee no es una abeja, sino un conejo de peluche y tiene la misma edad que yo. Lo llamo Bee porque es la B de Bunny. Así lo llamaba de pequeño —mamá dice que fue una de las primeras palabras que dije— y así se quedó.

Mamá también dijo que «alguien especial» me lo regaló cuando nací. Creo que se refiere a mi padre. Por penoso y patético que sea seguir compartiendo a los trece años la cama con un viejo conejo de peluche, no me importa. Él —Bee— es mi talismán, mi protector y mi amigo. Se lo cuento todo.

Muchas veces pienso que si alguien pudiera reunir a los millones de peluches que hay en el mundo e interrogarlos sabrían mucho más acerca del niño con el que duermen que los propios padres. Y solo porque escuchan sin interrumpir.

Tapo las partes vulnerables de mi cuerpo lo mejor que puedo con prendas de ropa diversas, en especial mis gruesos mofletes, que servirían de desayuno, comida y cena a un mosquito con una sola succión.

Por fin me duermo. O eso pienso. Vaya, que confío en estar soñando, porque estoy en un horno asfixiante con llamas lamiéndome el cuerpo y un calor que me derrite la carne.

Cuando despierto veo que aún está oscuro. Advierto entonces que no puedo respirar y descubro uno de mis calzoncillos encima de mi cara; por eso está oscuro y no puedo respirar. Lo aparto e inspiro hondo. Un rayo de luz se cuela entre los postigos.

Ha amanecido. Estoy bañado en sudor, pero ha merecido la pena si he conseguido que ese puñetero insecto no me pique.

Me levanto del colchón y me arranco del cuerpo las ropas empapadas. Sobre la cómoda hay un espejito borroso y me arrastro hasta él para inspeccionar mi cara. Tengo una enorme picadura roja en la mejilla derecha.

Despotrico con palabras que mi madre odiaría, y me pregunto cómo consiguió abrirse paso bajo los calzoncillos. Pero todos los mosquitos forman parte de una fuerza de élite entrenada a fondo en el arte de la infiltración.

Además de la picadura, el resto de mi cara está tan colorada como la parte más roja de una manzana Cox. Me vuelvo hacia la ventana, abro los postigos y salgo al balcón parpadeando como un poseso. El sol de la mañana me abrasa como el horno de mi sueño.

Cuando mis ojos se han acostumbrado a la fuerte luz, compruebo que la vista es espectacular, como mi madre prometió. Estamos muy altos, sobre la ladera de una montaña, y el paisaje amarillo, marrón y verde aceituna a mis pies está árido y abrasado como yo. A lo lejos, muy a lo lejos, el mar centellea con la luz del sol. Miro hacia abajo y observó a la pequeña figura que está en la terraza.

Mi madre está empleando la barandilla como barra de ballet. Su melena rubia parece flotar cuando dobla el torso hacia atrás como una contorsionista, y puedo ver a la perfección el contorno de sus costillas bajo el maillot. Hace esos ejercicios cada mañana, incluso el día de Navidad o después de haber trasnochado y tomado algunas copas de vino. De hecho, el día que no lo haga sabré que algo terrible le pasa. Otros niños se encuentran cereales y tostadas para desayunar y unos padres erguidos. Yo me encuentro con la cabeza de mi madre mirándome del revés entre sus piernas mientras me pide que encienda la tetera.

Una vez intentó convencerme para que hiciera ballet. En eso somos decididamente antagónicos.

De repente noto una sed increíble, insoportable. Y siento que me mareo. La cabeza me da vueltas. Entro en el cuarto, me desplomo sobre el colchón y cierro los ojos.

Puede que tenga malaria. Puede que ese mosquito me haya infectado y me queden pocas horas de vida.

Sea lo que sea, necesito agua y a mi madre.

cap-7

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—Solo es una deshidratación. Mezcle esta bolsita de sales con agua ahora y dele otra antes de acostarse. Y beba mucho líquido, jovencito.

—¿Está seguro del todo de que no es malaria, doctor? —Alex miró receloso al diminuto chipriota—. Puede decírmelo, sabré encajarlo.

—Por supuesto que no es malaria, Alex —espetó Helena. Se volvió hacia el médico y lo observó cerrar el maletín—. Gracias por venir tan deprisa, y le pido disculpas por haberle molestado. —Lo acompañó fuera de la habitación y bajó a la cocina con él—. Me pareció que deliraba y me asusté.

—No se preocupe, es natural. Traté al coronel McCladden durante muchos años. Una pena, su muerte. —Se encogió de hombros y le entregó su tarjeta—. Por si me necesita de nuevo. En el futuro es mejor que acuda a la consulta. Me temo que he de cobrarle la visita a domicilio de hoy.

—Dios mío, creo que no llevo suficiente efectivo encima. Pensaba ir hoy al banco del pueblo —respondió apurada Helena.

—No importa. La consulta está muy cerca del banco. Puede pagarle a mi recepcionista más tarde.

—Gracias, doctor, así lo haré.

El hombre salió acompañado de Helena y se dio la vuelta para contemplar la casa.

—Pandora —murmuró—. ¿Conoce el mito?

—Sí.

—Es preciosa, pero como en el caso de la leyenda de la caja cuyo nombre comparte, ha estado cerrada muchos años. Me pregunto si será usted quien la abra. —El médico le sonrió socarrón, mostrando una dentadura blanca y uniforme.

—¿Y que salgan todos los males del mundo? Espero que no —contestó ella con una sonrisa burlona—. De hecho, esta casa es ahora mía. Angus era mi padrino y me la ha legado.

—Entiendo. ¿Y la amará tanto como él?

—Ya la amo. Vine aquí cuando era adolescente y nunca la he olvidado.

—Entonces sabrá que es la casa más antigua de los alrededores. Se dice que hace miles de años ya existía una morada en este lugar. Que Afrodita y Adonis vinieron un día a probar el vino y pasaron la noche aquí. Corren muchos rumores en el pueblo…

—¿Sobre la casa?

—Sí. —El médico la miró fijamente—. Me recuerda mucho a otra dama que conocí aquí, en Pandora, hace muchos años.

—¿De veras?

—Era una invitada del coronel McCladden y me llamaron para que la tratara. Una mujer muy guapa, como usted —añadió el hombre con una sonrisa—. Bien, asegúrese de que el muchacho beba mucho líquido. Adio, señora.

—Lo haré. Adiós, y gracias.

Helena lo vio alejarse con el coche envuelto en una nube de polvo blanco. Levantó la vista hacia Pandora y, pese al fuerte calor, un escalofrío le recorrió la espalda y volvió a invadirle la extraña sensación de fatalidad. Se obligó a concentrarse en la lista de tareas. La primera era comprobar el estado de la piscina, así que rodeó la casa con paso ligero y cruzó la terraza, a la que decidió que le irían bien algunas plantas de vivos colores en la gastada piedra para realzarla y añadió esa tarea a su lista mental. Se sorprendió al comprobar que la piscina, a la que se accedía desde la terraza por un tramo de precarios escalones, se hallaba en buen estado, aunque le haría falta una limpieza a fondo antes de poder utilizarla.

Cuando se dio la vuelta para regresar a la casa, levantó la vista y reparó en lo diferente que parecía Pandora desde ese ángulo. La llegada por la parte de atrás ofrecía una impresión algo austera y carente de adornos, pero la fachada principal era decididamente pintoresca. Además de contar con la larga terraza y la pérgola, todas las ventanas de los dormitorios esta

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