Lo que callé aquel día

Ana Álvarez

Fragmento

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Capítulo 1

Rebeca

Rebeca se encontró con Lara en la cafetería. Era una de las administrativas del hospital donde trabajaba como cirujana, que desde hacía unos años se había convertido en su mejor amiga y solían desayunar o almorzar juntas cuando coincidían en los turnos. Lara ya formaba parte del personal cuando ella empezó a trabajar en la clínica, cuatro años atrás, recién terminada la especialización en Cirugía.

Rebeca, seria y poco extrovertida con el personal y los compañeros, había tenido que operar al padre de Lara en una intervención a vida o muerte, y se había implicado mucho con el paciente, y no por el hecho de que su hija fuera una compañera de trabajo. Siempre lo hacía, el tiempo que no dedicaba a charlas amistosas y cotilleos —el hospital era una fuente continua de chismes y habladurías sobre el personal— lo dedicaba a los enfermos.

No era una doctora que se limitase a practicar la intervención quirúrgica y luego delegase en otros facultativos la recuperación. Les hacía a todos y cada uno de sus enfermos un seguimiento exhaustivo incluso cuando ya tenían el alta médica, si la operación había sido complicada.

Para ella todas lo eran, siempre existía riesgo en un quirófano, cualquier detalle, cualquier imprevisto podía costar la vida al paciente. Y si no la vida, podía complicar la salud y alargar la convalecencia.

Como cirujana era muy meticulosa, pero además era muy consciente de que gran parte de la recuperación conllevaba una labor humana con el enfermo. Y ella era consecuente con esto y se entregaba al doscientos por ciento en su trabajo. En la medida de lo que su tiempo se lo permitía, se preocupaba de su situación personal y anímica y dedicaba unos minutos a charlar con el paciente más allá de su estado de salud. Y en esa ocasión había conllevado un acercamiento con Lara, única familiar del enfermo, que había derivado en una buena amistad cuando este fue dado de alta.

Había estudiado Medicina por vocación, enfrentándose a un mundo de arquitectos, en el que hubiera hecho carrera sin esfuerzo en el estudio perteneciente a su familia, pero desde pequeña le atraían las enfermedades, y sobre todo la cirugía. Parte de su familia no comprendía su deseo de bregar con la parte más dura de las miserias humanas, ni los turnos larguísimos ni los riesgos de contagio que su profesión conllevaba, y mucho menos con los once años de estudio que le había llevado terminar la carrera y la especialización. Pero cuando salía del quirófano con la satisfacción de que tal vez hubiera salvado una vida, pensaba que nada en el mundo podía compararse a eso.

Aquella mañana se sentía contenta. La cesárea programada a primera hora había sido muy satisfactoria a pesar de que la paciente presentaba una diabetes elevada y una hipertensión considerable. Madre e hija se encontraban perfectamente, y muy felices. Y ella, hambrienta, dispuesta a comer cualquier cosa que tuvieran en la cafetería, a pesar de que la hora del desayuno ya había pasado.

Al salir del quirófano había llamado a Lara para preguntarle si ya había desayunado, y al responder esta en sentido negativo, quedaron en verse para tomar algo juntas, antes del almuerzo.

Todavía se demoró unos minutos y al entrar en el recinto la buscó. La cabeza morena de su amiga no estaba por ninguna parte aún. Escogió una mesa libre y decidió esperarla, aunque su estómago rugía de hambre y el tiempo del que disponía no era demasiado.

Cinco minutos después, Lara entró en el recinto. La detectó de inmediato y se acercó, para sentarse a su lado.

—Muy tarde hoy. Ya pensaba venir sin ti, si en quince minutos no me contactabas.

—La cesárea se ha alargado más de lo que pensaba, pero al final ha terminado bien —respondió—. Me preocupaba mucho el estado general de la madre. Pero voy justa de tiempo —añadió mirando el reloj—, debo hacer la ronda de pacientes en breve y tengo otra operación programada para esta tarde. Es una cirugía menor, con anestesia local, por lo que preveo que no me llevará mucho rato. A ver si para variar puedo irme a casa a mi hora y llego a tiempo de cenar con mi hijo y con Diego. Hace ya varios días que no lo consigo.

—Tienes mucha suerte con Diego.

—Sí que la tengo. Mario está muy bien atendido por él, en ese aspecto estoy tranquila; pero soy su madre y quiero dedicarle tiempo. No me gusta que los pacientes de última hora le roben a mi hijo el tiempo que le corresponde. Los años pasan y los críos crecen demasiado deprisa. No quiero perderme su infancia.

—Para eso deberías haber escogido una profesión que exija menos entrega. Como yo, ocho horitas, aunque sea a turnos, y a después a casa.

—No podría ser otra cosa que cirujana. Luché mucho para conseguir la nota necesaria para estudiar Medicina y luego añadir los años de residencia para la especialización, además de bregar con la incomprensión de mi familia. Desde luego, no era madre cuando lo decidí, pero la maternidad no hubiera cambiado mi vocación. Por suerte cuento con Diego, que es un santo, y se ocupa del niño tanto como yo, y a veces más.

Dio un trago al café y comió un bocado del sándwich que había pedido.

—¿Has oído los últimos rumores? —preguntó Lara tomando su desayuno con más calma, pues disponía de media hora. Ella vivía la vida a un ritmo más lento y calmado que su amiga.

—Ya sabes que no presto oídos a cotilleos. No tengo tiempo para perder en pasillos y charlas que solo buscan conocer las intimidades de todo el mundo y quién se acuesta con quién. No me interesa.

—Eso es porque tú no te acuestas con nadie. Y no por falta de candidatos, que hay varios que te abrirían los brazos con gusto, incluso para algo más que un revolcón rápido en un turno de noche.

Rebeca no era muy alta, ni tenía una cara que llamase la atención. Sus facciones eran regulares, no podría decirse que fea, pero tampoco una belleza; sin embargo, poseía un cuerpo con las curvas justas y en los sitios adecuados, que llamaban la atención cuando iba vestida de calle. La bata o el traje de cirujana los usaba holgados y cómodos. Y el pelo, una melena castaña con mechas rubias que le caía hasta media espalda, lo llevaba siempre recogido para trabajar, en una apretada coleta o en un moño. Solía decir que no iba al hospital a lucirse ni a buscar un hombre con el que enrollarse, sino a salvar vidas.

—No tengo el menor interés, ni tiempo, ni para revolcones rápidos ni para otra cosa. Mi familia se lleva todo el que no dedico a los pacientes. Y los rumores, sean cuales sean, me traen sin cuidado.

—Pues no debería, porque esta vez te afecta. Dicen que se incorpora a la plantilla un neurocirujano de renombre y que dirigirá el departamento de Cirugía. Será tu jefe.

—Era de esperar que no se demorasen mucho en cubrir el puesto de jefe del departamento —comentó—. Y un buen neurocirujano siempre es una excelente opción.

—El puesto debería ser tuyo por la dedicación que tienes.

—Sabes que no he querido optar a él por varias razones. La primera porque conlleva más horas de trabajo y ya empleo demasiadas en cada jornada laboral. La segunda es que, si quieren a alguien con conocimientos de las nuevas técnicas de intervención, yo no doy el perfil. No he podido en los últimos años realizar ningún curso de adaptación, y eso es primordial para liderar un departamento de Cirugía, siempre en avance con nuevos métodos.

—Pero eres una cirujana excelente. Tienes el mayor número de intervenciones exitosas del hospital y siempre recurren a ti para los casos difíciles.

—Y es lo que quiero seguir haciendo: operar y salvar vidas. No deseo ser jefa de ningún departamento. No se me da bien mandar ni gestionar. Ya sabes que soy poco sociable y, menos aún, diplomática. La mano izquierda necesaria para un puesto de ese calibre no la tengo. Tengo dos —exclamó mirando ambas extremidades, pues era ambidextra y estaba capacitada para utilizarlas de forma indistinta—, pero solo para operar. Y ahora, si me disculpas —añadió dando por terminado su tentempié—, mis pacientes me esperan.

—Yo termino de desayunar tranquila —dijo Lara, dispuesta a utilizar toda la media hora de que disponía libre y de paso averiguar algo más sobre el neurocirujano que iba a incorporarse al hospital. Esperaba que no fuera un viejo prepotente y cascarrabias que le hiciera la vida difícil a Rebeca. Esta no entraba en polémicas, realizaba su trabajo de forma concienzuda, pero se enfrentaba a quien fuera necesario si un paciente o un diagnóstico lo requerían. A veces la palabra «eminencia», que había escuchado varias veces asociada al facultativo, estaba reñida con la de amabilidad, comprensión y respeto hacia el resto de los compañeros y subordinados.

***

Rebeca entró en su casa a su hora, las nueve de la noche, por primera vez desde hacía días. Mario, su hijo de cinco años, empezaba a cenar en la mesa del comedor, mientras Diego lo vigilaba desde el sofá, con el ordenador portátil sobre las rodillas.

—¡Mami! —exclamó el niño con el bigote manchado de la crema de verduras que estaba tomando.

Soltó el bolso y la chaqueta en el perchero y se acercó a besarlo.

—Has terminado pronto hoy —dijo el hombre.

—Pronto no; a mi hora, para variar. Hoy puedo acostar a mi niño.

—¡Bien, mami! ¿Ya has curado a todo el mundo?

—A todo el mundo —admitió—. Te libero ya —dijo a su primo Diego, que los contemplaba sonriente.

—Gracias. Tengo algo de trabajo atrasado y aprovecharé para hacerlo antes de cenar.

Diego era programador y lo hacía desde casa; era él quien se ocupaba de Mario mientras Rebeca trabajaba, pero cuando ella llegaba se desentendía y la dejaba tomar el relevo. Era consciente de que madre e hijo necesitaban tiempo a solas. Debido a los turnos de doce horas de su prima, esta pasaba con el pequeño menos tiempo del que le gustaría, y cuando podía hacerlo, quería disfrutarlo con intensidad.

—Muy bien —respondió ella—. Termina la cena y te leeré un cuento mientras te duermes.

—¿Mañana trabajas?

—Me temo que sí, cariño. Hasta pasado mañana no tengo el día libre.

Trabajaba cinco días de ocho de la mañana a ocho de la tarde, si alguna urgencia no la retenía hasta más tarde, y descansaba tres, que aprovechaba para pasar la mayor parte del tiempo posible con el niño.

—¿Y me llevarás al parque?

—Si hace buen tiempo, por supuesto.

A Mario le gustaba mucho estar al aire libre, correr y saltar, pero no siempre era posible. Por fortuna tenían cerca un pequeño parque al que acudir cuando Rebeca descansaba y la meteorología lo permitía. Aunque el clima en Sevilla era muy benigno, y el buen tiempo era la tónica general, algo muy diferente al de Oviedo, su ciudad natal, donde la lluvia marcaba la mayor parte del otoño y el invierno.

El niño era toda su vida, al margen de la profesión. Vivía dedicada a ellos sin más distracciones ni amistades. Con Lara se veía siempre en el hospital y muy rara vez fuera de él. Sentía cierta culpabilidad por el tiempo que no pasaba con Mario, y le dedicaba cada minuto que tenía libre.

Aunque Diego lo atendía el tiempo restante, y el niño no acusaba ninguna carencia afectiva, su sentido de la responsabilidad maternal la llevaba a desear darle mucho más, siempre más, de sí misma.

Después de la cena lo acostó. Mientras le leía el habitual cuento nocturno, vio como los ojitos, de un tono castaño muy claro, y poco usual, tan parecidos a los de su padre, se iban cerrando entregándose al sueño.

El cabello castaño y liso lo había heredado de ella, y de su familia la complexión menuda. El pequeño parecía menor de los cinco años que tenía, pero cuando expresaba su preocupación, Diego le recordaba a menudo que él había sido un niño enclenque hasta los catorce años en que había dado un gran estirón, convirtiéndose en el hombretón que era, con su metro noventa y sus cien kilos de peso. Todo músculo, sin nada de grasa.

Rebeca era muy estricta con la alimentación que tomaban, comida sana y saludable, salvo alguna excepción en días de fiesta o cumpleaños. Si Diego quería comer algún capricho entre semana o tomar alcohol, debía hacerlo fuera de casa.

Aunque en el hospital todos pensaban que era su pareja y el padre de Mario, no era así. Diego era su primo y desde hacía unos años compartían casa. Él necesitaba un sitio donde vivir y ella alguien que la ayudase con el niño, y encontraron la solución perfecta para ambos.

Una vez que el pequeño estuvo dormido, salió al salón y se acercó a la isla que separaba este de la cocina, en la que Diego terminaba de preparar la cena para ambos: revuelto de verduras y fruta.

—¿Cómo ha ido el día? —le preguntó su primo.

—Tranquilo, si una cirujana puede decir eso.

—¿Cómo lo tienes mañana?

—Espero que igual. En principio, las operaciones que hay programadas no son complicadas. Pero nunca se sabe.

—¿Crees que podrás estar en casa a esta hora?

—Espero que sí. ¿Por?

—Para programar una reunión con un cliente. No me gustaría tener que cancelarla a última hora, no queda bien.

—Siempre puedes ponerle a Mario una película y pedirle que se esté callado.

—No quiero hacerla en casa. Había pensado en una cena de trabajo, en un restaurante.

Rebeca miró a su primo con atención. No solía quedar con los clientes fuera del piso, los encuentros los hacía a través de la pantalla del ordenador. Trabajaba para una empresa que se dedicaba a hacer programas para otras compañías, y normalmente era el coordinador del proyecto quien se encargaba de ese tipo de reuniones.

—¿Un cliente importante?

—Más que importante, muy atractiva —informó su primo con un guiño malicioso—. Ha sugerido vernos en persona para hablar del proyecto y no he podido, ni querido, negarme.

Diego no era un mujeriego, tenía poco trato con las féminas. Muy atractiva debía parecerle para romper la norma de no salir con clientes.

—Entiendo. —Rio, adivinando el motivo de la petición—. Trataré de venir lo antes que pueda, no te preocupes.

—Gracias, Becky. Te debo una.

—¿Tú a mí? Yo te debo cientos. No sé qué haría sin tu ayuda.

—En absoluto. Lo nuestro es una simbiosis.

—Bastante desigual.

—¿Programo la reunión entonces?

—Sí, hazlo —afirmó categórica. Haría lo que fuera para salir temprano al día siguiente. Incluso pedir por favor a algún compañero que la sustituyera si se presentaba una operación de última hora. Los favores había que devolverlos y pesaban a veces como una losa, por eso evitaba pedirlos; pero Diego se merecía de sobra salir una noche, aunque lo disfrazara de cena de trabajo. Y no tenía dudas de que la mujer le interesaba—. Llegaré a tiempo, sea como sea.

—Gracias.

—No hay de qué.

Cenaron y después Diego se fue a su habitación a preparar algunos datos para su reunión del día siguiente, y Rebeca se metió en la cama a leer un rato. Era lo único que conseguía hacerla dormir y que se relajara lo suficiente para olvidar a los pacientes que la esperaban en el hospital. La lectura era su forma de no llevarse el trabajo a casa.

Capítulo 2

Bruno

Bruno recogió la llave del apartamento que había alquilado en la inmobiliaria y se dispuso a iniciar una nueva etapa de su vida. Había pasado los últimos seis años en California, trabajando en el Stanford Hospital como neurocirujano, la especialidad de Medicina que había elegido y estudiado en Madrid, pero había decidido regresar a España.

Cuando terminó los estudios había enviado solicitudes de trabajo a los más prestigiosos hospitales que tuvieran un departamento de Neurocirugía, deseoso de comenzar su andadura profesional en un centro que le brindara la posibilidad de desarrollarse en el campo de la medicina escogido, y formarse en los más novedosos métodos de cirugía cerebral.

Salir al extranjero había sido su elección, y no se arrepentía de ello. Sin embargo, tras seis años de ejercicio de la profesión había comprendido que en España existían excelentes hospitales en los que desarrollar su actividad, sin necesidad de renunciar a su país ni a sus costumbres.

Había aprendido mucho, y en general la experiencia americana había sido positiva, pero echaba de menos a su familia, a sus padres y a su hermano mayor, y la nostalgia lo había invadido.

Con los años de experiencia como neurocirujano en Stanford reflejados en su currículo, había empezado a enviar este a los más prestigiosos hospitales españoles con la esperanza de que lo aceptaran en alguno.

La respuesta no se había hecho esperar, el Hospital Universitario Virgen del Rocío, de Sevilla, le había ofrecido el puesto de jefe del departamento de Cirugía, empleo que se había apresurado a aceptar. Había hecho las maletas sin demora y sin pesar, y regresado a España. Tras una breve parada en Madrid para ver a su familia, y dejarse mimar un poco por ellos, había llegado a la capital hispalense dispuesto a incorporarse a su nueva experiencia laboral.

A través de una inmobiliaria había alquilado un piso amueblado compuesto por un salón con una amplia terraza, dos dormitorios, baño y cocina. Aunque su intención era comprar una vivienda más permanente, no lo haría aún. Después de su experiencia californiana, debía estar seguro de que aquel puesto y aquella ciudad eran lo que esperaba, antes de afincarse de forma definitiva.

Madrileño de nacimiento, había estudiado en la capital y solo conocía Sevilla de algún viaje corto y esporádico. Cuando salió de la estación del AVE aquella mañana de primavera, le sorprendió la luz y la temperatura, muy alta para principios del mes de marzo.

El piso arrendado se encontraba en la avenida Reina Mercedes, muy cerca del hospital donde trabajaría, tanto que podría ir andando, lo que le permitiría ahorrar tiempo en los desplazamientos. No tenía coche, había vendido el suyo antes de abandonar los Estados Unidos y deseaba comenzar su nueva vida con calma, sin tomar decisiones precipitadas de ningún tipo.

El piso era más pequeño de lo que las fotos del portal daban a entender, pero se encontraba en buen estado tanto de conservación como de mobiliario y era más que suficiente para él. Había vivido en un apartamento minúsculo en Stanford durante un par de años.

Hombre metódico y ordenado, deshizo la maleta en la que había guardado la ropa más esencial, la que necesitaría de inmediato, dejando para el fin de semana instalarse de forma definitiva, y salió dispuesto a almorzar en alguno de los bares o restaurantes de la zona y a realizar después una primera compra.

A continuación, daría un paseo para hacerse con el entorno. Aún tenía unos días antes de incorporarse a su puesto de trabajo.

***

Aquella noche, después de cenar en otro de los bares de la zona —era un barrio donde se ubicaban varias facultades y estaba lleno de comercios y lugares en los que tomar algo— subió a su recién estrenada vivienda y telefoneó a su madre. Esta le había rogado de forma encarecida que lo hiciera, deseosa de conocer sus primeras impresiones sobre el nuevo destino de su vástago, y muy feliz de tenerlo tan solo a dos horas y media de tren, después de su estancia en California.

Bruno había nacido diez años después de su primer hijo, cuando ya desistía de volver a quedarse embarazada, y había sido una grata sorpresa para una mujer que adoraba ser madre. El pequeño hubiera crecido entre mimos y sobreprotección de no haber sido por su padre y su hermano mayor, Ricardo, que lo habían librado de un exceso de celo materno.

—¡Bruno, hijo! —exclamó Clara al coger la llamada—. Ya temía que no ibas a llamarme.

—He estado un poco liado, mamá.

—Ya lo supongo. Quizá debía haber ido yo contigo para ayudarte.

—No te preocupes. Soy un hombre adulto y perfectamente capaz de instalarme en un piso nuevo y ya amueblado. No es la primera vez que lo hago, ¿recuerdas?

—Claro que lo recuerdo. Lo pasé fatal cuando te fuiste al fin del mundo, solo.

—Y con veintinueve años. Ya no era un niño y Estados Unidos tampoco es el fin del mundo.

—Hay miles de kilómetros y un océano por medio.

—Sobreviví. Y si lo hice entonces, también sobreviviré a Sevilla —dijo riendo. Sabía que, para Clara, los aviones y los transbordos necesarios hasta llegar a California habían supuesto un hándicap importante. Ahora no dudaba de que cogería el AVE para visitarlo con cierta frecuencia. No le molestaba, quería a su madre y al resto de su familia, y tenerlos cerca era una de las razones para dejar un buen puesto como neurocirujano en otro continente.

—Lo sé. Bueno, cuéntame, ¿qué tal el piso?

—Pues bien. No tiene ratas, ni agujeros en el techo ni yonkis en el portal. Sobreviviré al piso también.

—¡Cómo eres! Todo te lo tomas a broma.

—Menos mi trabajo, sí. Te aseguro que está todo controlado, de modo que relájate un poco. Cuando esté instalado por completo te avisaré para que vengas a dar el visto bueno a mi nueva vida.

—¿Seguro?

—Seguro.

—¿Te gusta Sevilla?

—Lo que llevo visto en unas horas, sí.

—Ahora, para sentar la cabeza solo te falta una buena chica.

—Y casarme y tener niños, ¿no?

Era la frase recurrente de Clara. La mujer se moría por tener nietos y ninguno de sus hijos estaba por la labor, al menos de momento.

—Exacto.

—Dale la tabarra a Ricardo, es diez años mayor y además tiene pareja. Le toca a él hacerte abuela primero.

Bruno sabía que su hermano se había hecho una vasectomía años atrás, circunstancia que Ricardo les había ocultado a sus padres, por no darle un disgusto a su madre. Prefería que la mujer mantuviera la esperanza y, sobre todo, lo dejase tranquilo a él. No estaba en contra de los hijos, pero para tenerlos debía estar seguro de elegir a la madre adecuada. Y hacía mucho tiempo que solo había mantenido relaciones muy superficiales y esporádicas. Ninguna candidata a pareja y mucho menos a madre de sus vástagos. Tenía tiempo, era joven aún y los hombres no tenían un reloj biológico en su naturaleza.

—Espero que algún día encuentres a tu mujer ideal, y que esta no tarde mucho en llegar.

—Yo también lo espero —dijo para conformarla—, pero no tengo prisa. Lo primero en este momento es mi profesión. Ahora te dejo, debo ponerme a organizar algunas cosas.

—De acuerdo. Cuídate.

—Tú también, mamá.

***

Rebeca volvió a reunirse con Lara en la cafetería, en la sala destinada al personal sanitario, para desayunar. En esta ocasión a su hora habitual.

—¿Cómo llevas la mañana? —preguntó la administrativa.

—Bastante normal. Con las intervenciones programadas y nada fuera del orden establecido. Espero que continúe así y pueda irme a mi hora, porque Diego tiene una cena de trabajo y debo quedarme yo con Mario.

—¡Ojalá!; trabajas demasiado. Pero ya sabes que, si alguna vez te ves en un apuro para cuidar del niño, puedes contar conmigo como canguro. ¡Si estoy libre desde el mediodía!

—Lo sé, pero prefiero organizarme yo. ¿Y tu jornada, qué tal va? ¿Mucho jaleo hoy?

—Lo normal. Ya hemos recibido el contrato del nuevo jefe de Cirugía... ¡Menudo chollo se lleva el tío! Un sueldazo y total libertad para gestionar el departamento como le plazca.

—Espero que no introduzca muchos cambios. Ahora, más o menos, me las voy apañando para llevar mi vida y a mi hijo, pero si establece otro tipo de turnos, no sé qué haré.

—Es un hombre joven, no creo que sea maniático ni quiera cambiar lo que ya funciona bien.

—Nunca se sabe. Y no será tan joven, si dicen que es una eminencia... Eso lo suelen dar los años.

—Como puedes imaginar, le he echado un vistazo al contrato y a toda la documentación que ha aportado. Es joven, treinta y cinco años, y además agradable de mirar, salvo que la foto sea muy antigua. —Rio Lara usando una de sus expresiones favoritas. Para ella los hombres se dividían en dos categorías: agradables o difíciles de mirar, según su atractivo.

—¡Madre mía! —exclamó Rebeca, riendo—. No quiero ni pensar en el revuelo que va a armar en el personal femenino, si además de ser atractivo tiene un buen sueldo. Más de una —o de uno— le va a tirar los trastos.

—El currículo no dice si está casado o soltero.

—¿Desde cuándo eso importa aquí? ¿Cuántos casados y casadas hay teniendo líos, más o menos esporádicos, con compañeros?

—Algunos, desde luego. Y los que no se sabe.

—Supongo que también conoces el nombre de la eminencia...

—Por supuesto: Bruno Aguilar Sánchez.

La tez de Rebeca se volvió lívida en cuestión de segundos, y la taza de café se quedó a medio camino de su boca.

—¡¡No me jodas!! —exclamó masticando las palabras.

—¿No me jodas? ¿Qué expresión es esa en tu boca? En los años que hace que te conozco jamás has dicho una palabra malsonante.

—Siempre hay una primera vez para todo.

—¿Qué pasa con el doctorcito? ¿Has oído hablar de él? ¿Es un hueso?

Rebeca exhaló un hondo suspiro.

—Lo conozco... —admitió—. Fuimos... compañeros en la facultad. Él estaba un par de cursos por encima, pero... coincidimos. Teníamos amigos comunes.

—Ya. No te agrada —comentó Lara escudriñando a su amiga, que continuaba pálida. Había depositado la taza sobre la mesa y miraba el contenido como si estuviera muy lejos de la cafetería.

—No demasiado —confesó—. La verdad, preferiría no tener que trabajar con él, y menos a sus órdenes.

—Tenéis especialidades diferentes. Lo más probable es que no lleguéis a coincidir en un quirófano.

—En eso confío. ¿Sabes cuándo se incorpora?

—En una semana.

Rebeca respiró hondo de nuevo. Tenía siete días para asimilar que Bruno Aguilar iba a entrar de nuevo en su vida.

Sentía la mirada de Lara clavada en ella con atención, pero su amiga no hizo más comentarios. Probablemente intuía que no deseaba hablar del asunto, ni de por qué le desagradaba el hombre que iba a dirigir el departamento de Cirugía en cuestión de poco tiempo.

Se esforzó por terminar el desayuno, a pesar de que se le había cerrado el estómago. No podía permitirse una bajada de azúcar en el quirófano, al que debería entrar en un rato. Era cirujana y responsable de la vida que iba a ponerse en sus manos. No debía consentir que las emociones la afectaran. Dejaría a Bruno Aguilar fuera de ellas, fuera del quirófano y fuera de su vida otra vez. Ya lo había hecho antes, podía volver a conseguirlo.

La sensación de enfado, de rabia y de decepción que se había instalado en su estómago era fruto de la sorpresa, nada más.

Sintiéndose algo más relajada, comió de nuevo.

—Esperemos que no nos fastidie la vida con nuevas normas —comentó tratando de que Lara pensase que su reacción se debía a motivos profesionales. Más adelante debería contarle lo que había significado Bruno en su vida, pero aquel no era el momento. Antes ella debía asimilar su regreso y el hecho de que deberían trabajar, si no juntos, al

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