Capítulo 1
El ritual era el mismo. Noche tras noche.
En el exterior, Shanghái bailaba, libertina y sucia, pecaminosa y decadente. Oscura y llena de miseria al sur, en la vieja ciudad china; lujosa, risueña y brillante en la conocida como Concesión francesa. Allí, en la calle del consulado, en las oficinas del Tesoro, se hallaba la comisaría, en la que tan solo quedaban unos cuantos agentes de guardia y algunos presos que dormitaban en las celdas si conseguían derrotar brevemente al demonio del opio.
En el gimnasio, que no era más que una estancia mal iluminada en el sótano de la estación de policía, Chufeng realizaba una singular ceremonia. Sentado en una banqueta de madera frente al cuadrilátero, se envolvía las manos con tiras de algodón, desde las muñecas hasta los dedos, en unos guantes improvisados que mantenían a raya las lesiones antiguas y el dolor, que conocía en sus huesos y en el cuerpo de otros, porque lo había infligido en multitud de ocasiones.
Siempre había sabido dónde golpear. El punto preciso que provocaba más dolor o, incluso, el que llevaba al contrario a la muerte.
Mas él procuraba no ejecutar directamente. Ya no. A pesar de que en los bajos fondos de Shanghái, su nombre aún estaba asociado a la violencia y a la sangre.
La piel fluctuó con el movimiento de los brazos mientras calentaba. Con un gesto rápido, se agarró a las cuerdas y se coló por debajo de ellas para acceder al cuadrilátero, que lo recibía siempre con una ceremonia solemne porque eran viejos conocidos.
Danzó, como en otras tantas ocasiones. Solo, con pies rápidos y músculos que fluían, llenándose de energía.
Luego, un derechazo, esquivar; otro derechazo; protegerse con el brazo contrario, como si el contrincante estuviera enfrente, imaginándolo, poniéndole cara, oliendo su sudor.
Ejecutaba un baile oscuro y solitario en un gimnasio en el corazón de una ciudad perversa. Solo así conseguía alejar las pesadillas y mitigar esa sensación de verdugo implacable que había vuelto a acecharlo después del último caso.
Sintió de nuevo ese frío hálito como una caricia cruel en su nuca, que hizo que su cuerpo se pusiera alerta y se le erizara el vello de los brazos.
Se giró y deslizó la mirada por el gimnasio, cerciorándose de que no había nadie más. Ninguna sombra cobró vida; y sin embargo, al cerrar los ojos, escuchó de nuevo esa voz que susurraba unas palabras con voz desolada: «Xiao Chufeng, ¿por qué lo hiciste?».
Había hecho muchas cosas a lo largo de su vida. Crecer siendo huérfano en Shanghái era un infierno del que pocos salían. Él lo había logrado, pero sabía exactamente cuál había sido el punto de inflexión en su existencia, el momento de su salvación. Cuando tenía doce años se convirtió en un asesino, y eso lo puso en el radar de alguien poderoso, que no tardó en tenderle la mano.
Últimamente, desde que la misma mano que lo salvó lo nombró jefe de policía de la brigada china en la Concesión francesa, no dejaba de sentir alrededor de su cuello el yugo de la lealtad. Quería, más que nunca, demostrar que estaba a la altura.
—Señor Xiao. —Escuchó la voz de uno de sus subordinados, un gendarme anamita llamado Lan—. El jefe quiere verlo en su residencia.
El jefe. Aunque supuestamente por encima de Chufeng solo se hallaba el cónsul de Francia, lo cierto era que el mandamás era otro. El verdadero señor de Shanghái, Du Yuesheng, el líder de la organización criminal dueña del inframundo y del vicio de tantos hombres: la Qīng Bāng, también conocida como la Banda Verde.
Los hermanos jurados de Xiao Chufeng, que ocupaban puestos en todas las escalas de la jerarquía. Desde matones, trabajadores de fábricas, mercaderes, hasta políticos, militares y banqueros, y por supuesto, detectives y policías en la Concesión francesa.
—De acuerdo. No lo haré esperar —respondió antes de abandonar el ring. Se colocó pulcramente la camisa y luego la casaca negra con botones y charreteras ribeteadas en plata que formaba parte del uniforme de policía.
Lan, que pensaba en todo, le tendió la capa negra de fieltro y Chufeng se la colocó con un gesto rápido, cerrándola en el cuello con los alamares de seda.
El lugar donde el jefe lo aguardaba no estaba demasiado lejos. En la misma Concesión francesa, en la calle Paul Doumer; junto a un estudio de cine llamado Mingxing Film Company se erigía una villa enorme de estilo eduardiano que contaba con tres pisos, y que siempre estaba protegida por más de veinte hombres, así como por rifles y ametralladoras.
Uno de aquellos guardias al que Chufeng conocía desde que eran adolescentes lo recibió con una sonrisa que rebosaba sarcasmo.
—Bonito uniforme —bromeó Jing.
—Cierra la boca —le replicó Chufeng, al tiempo que se soltaba la capa y se la tendía—. ¿Dónde está el señor Du?
—En su dormitorio.
Chufeng conocía bien aquel lugar, así que se encaminó a los aposentos de uno de los «tres grandes jefes» de los bajos fondos de la ciudad.
Du Yuesheng, ahora conocido como zongshi[1], era también el más ambicioso y carismático del triunvirato, pero sobre todo era el más brutal. A lo largo de los últimos años había acumulado cargos directivos en empresas aparentemente legales, poseía dos bancos y, utilizando poder, influencia y sangre, se había convertido en presidente de la Cámara de Comercio. Por todos era sabido que una de las costumbres más crueles que tenía era la de enviar ataúdes a aquellos que se le oponían, e incluso había impuesto una tasa de treinta centavos al día por cada pipa de opio de los fumaderos.
Por supuesto, estaba del lado del líder nacionalista Chiang Kai-shek, que recurría a él a menudo para secuestrar o asesinar a sus propios enemigos. De hecho, la Banda Verde había colaborado con el Kuomintang en la llamada «masacre de Shanghái», de la que Chufeng aún conservaba demasiados recuerdos en su cabeza y demasiada sangre en sus manos.
Una doncella, cabizbaja, le abrió la puerta del dormitorio; y en cuanto puso un pie en el interior, captó el inconfundible olor a opio. Incluso el hombre más poderoso de Shanghái se doblegaba ante algo mucho más temible que él mismo.
—Señor Du —lo saludó uniendo las manos e inclinándose. No alzó la cara, así que no lo miró directamente, pero sabía que su jefe yacía recostado en un diván. Una de sus amantes se encontraba de pie junto a una mesita de metal en la que se hallaba la pipa de opio sobre una lámpara de aceite que calentaba la droga.
—Chufeng —lo llamó por su nombre de pila, como solía hacer desde que lo había encontrado en el muelle, siendo apenas un adolescente—, acércate.
Como no podía ser de otra manera, obedeció, quedándose a un escaso metro del diván donde su jefe yacía. A pesar de que no alzó del todo el rostro, se percató de que lucía un changshan[2] gris y calcetines de seda. Cuando el gánster agarró la pipa, Chufeng alcanzó a ver que tenía las yemas de los dedos manchadas de marrón, uno de los más evidentes síntomas de su adicción.
—¿Recuerdas al viejo Chen? —le dijo—. Envió hace unos años a su hijo al extranjero. A la Universidad de Cambridge.
—Sí, lo recuerdo —respondió Chufeng, un poco sorprendido—. Haosen es uno de mis amigos.
—¡Oh, es cierto! ¡Cierto! —Su jefe se incorporó levemente y lo miró con ojos vidriosos—. Pues entonces te alegrará saber que regresa en el siguiente barco. Llegará dentro de una semana a primera hora y quiero que lo recojas. Le prometí a su padre, antes de que muriera, que velaría por él, y ya he preparado todo para que trabaje como médico para la brigada. Pero quiero que lo controles y te asegures de dónde y con quién está su devoción. ¿Queda claro?
—Sí, señor.
Inclinó la cabeza en una muestra de respeto y abandonó la mansión de su jefe sumido en recuerdos. Uno de sus mejores amigos, al que hacía años que no veía, regresaba. ¿Qué pensaría de la ciudad que iba a recibirlo? Shanghái había cambiado mucho a lo largo de los últimos tiempos. Ahora era la cuarta metrópolis más grande del mundo. El París del Este, esclava del pecado, disfrazada de fiesta infinita, esperando un castigo que se cernía pero no terminaba de llegar.
Una ciudad donde tu vida dependía de a quién le demostrabas lealtad.
En ese instante fue consciente de que aún llevaba las tiras de algodón envolviendo sus manos. Había salido tan apurado de la comisaría para ver a su jefe que no se las había quitado.
Cuando un pensamiento caló en su mente, sonrió, curvando la boca en un gesto muy suyo que denotaba que solo sentía ironía.
Por mucho que lo intentara cubrir, nada podía ocultar la sangre que sus manos habían derramado a lo largo de su vida en nombre de la fidelidad. Los pecados cometidos eran imperdonables, y al igual que sabía que, tarde o temprano, la ciudad pagaría por los suyos, Chufeng también lo haría.
Llegado ese punto, solo esperaba que su amigo, si aún seguía siéndolo después de tantos años, no lo abandonara.
Capítulo 2
Lloyd Triestino era el nombre del barco en el que Eliette llevaba tantas semanas que le resultaba difícil no perder la noción del tiempo cuando en el horizonte no veía nada más que cielo y agua.
Al principio contaba los días y las noches que transcurrían, hasta que dejó de hacerlo. Fue entonces cuando comenzó a torturarse por lo que había hecho. Porque había accedido a salvarse, dejando atrás todo y a todos.
Pero su abuela Editha había sido clara, tajante.
El nuevo líder, el autoproclamado Führer, había comenzado a perseguir a los suyos, a los judíos. Los miembros de la Schutzstaffel podían arrestarte aunque fueras inocente y te encerraban, o algo peor. Como les había sucedido a su hermano Abraham y a Ephraim.
Editha, que ya tenía sesenta años, le había dicho que era cuestión de tiempo que fueran a por las mujeres, así que había contactado con su hermana, que vivía en Shanghái, en una de las comunidades asquenazíes en Hongkew, y ambas, abuela y nieta, habían viajado a Viena, donde un cónsul chino llamado Ho Feng Shan les emitió, sin poner pegas ni hacer demasiadas preguntas, un visado de tránsito con el que se apresuraron a llegar a Trieste para embarcar.
Por lo que fue descubriendo, atravesaron varios mares hasta Siberia, donde el frío mató a más de un pasajero, y de ahí navegaron hasta Vladivostok. Más tarde llegaron a Kobe, en Japón, para encarar, por fin, el último tramo del trayecto hasta China.
Su abuela apenas había abandonado el camarote de segunda clase en el que se alojaban junto a otras dos familias judías, los Abramov y los Katz. Pero Eliette se había acostumbrado a salir a cubierta para respirar aire fresco a pesar de las inclemencias meteorológicas, que no habían sido pocas durante aquellas interminables semanas, porque necesitaba respirar cuando los pensamientos eran demasiado oscuros. Y cada vez eso sucedía con más frecuencia, aunque no se lo comentó a su abuela. No quería preocuparla, porque sabía que para ella tampoco era fácil, ya que había abandonado su hogar, su tierra y su gente, todo lo que le era conocido hasta ese momento, consciente de que, dada su edad, era más que probable que nunca pudiera regresar.
La última noche en Berlín, Eliette la descubrió despidiéndose de su casa entre sollozos, acariciando algunas piezas de cerámica, los cuadros y algunos muebles con una nostalgia herida. Pero si estaba afligida o devastada, Editha no lo había mencionado ni una sola vez desde que abandonaron su ciudad natal. Tampoco se quejó, a pesar de que sufría fuertes dolores de piernas y los zapatos, los únicos con los que había viajado, habían rozado sus talones hasta hacerlos sangrar.
Así que ¿cómo iba ella, a sus veintitrés años, a confesar que estaba tan asustada que solo quería hacerse un ovillo?
Por eso salía a cubierta, se aproximaba a la barandilla y allí cerraba los ojos. Sentía el vaivén del mar, leve en ocasiones; salvaje y despiadado en otras; y si tenía que llorar, lo hacía. Fue así como la encontró Haosen a los pocos días de embarcar.
Por supuesto, una joven agarrada a la barandilla y llorando desconsoladamente le dio una idea equivocada de sus intenciones, por lo que se acercó a ella con rapidez y comenzó a chillarle en inglés que no lo hiciera.
Cuando Eliette, desconcertada, lo miró, descubrió que se trataba de un joven que debía rondar los treinta y que, aunque era chino, vestía ropas occidentales: un traje azul y una boina gris que lucía de medio lado sobre la cabeza.
—No lo haga, por favor —le dijo este aproximándose con cautela, con las palmas de las manos hacia arriba—. Seguro que lo que la aflige puede arreglarse. Pero no desperdicie su vida, se lo ruego.
Eliette comprendió a qué se refería y se apartó de la barandilla con brusquedad.
—No, no, no se preocupe —le respondió interponiendo más de un metro de distancia con el final de la cubierta—. No es lo que piensa.
—Pero está... —dijo él señalando su rostro, en el que permanecían los delatores rastros de llanto recorriendo sus mejillas.
Eliette se pasó las manos por la cara con rapidez y trató de sonreír, aunque supo que la mueca que le quedó no resultó muy tranquilizadora, ya que él se aproximó un poco más, sin dejar de contemplarla, como si en cualquier momento tuviera pensado lanzarse al furioso mar desconocido que surcaban.
—De verdad, no se preocupe —reiteró ella.
—Si quiere hablar de algo, estoy dispuesto a escucharla.
En ese instante, frente a frente, se fijó por primera vez en él, en las facciones de su rostro. Bajo la boina asomaba un flequillo negro, de la misma tonalidad que las cejas, amplias, arqueadas y abundantes; el rostro ovalado destacaba por su nariz aguileña un poco torcida, sus pómulos eran afilados y sus ojos eran rasgados y brillantes, enmarcados por unas pestañas asombrosamente tupidas. Era guapo y, sobre todo, elegante, con un toque de distinción que se reconocía en el traje que lucía y en la forma de moverse, contenida y serena.
—¿Y puedo saber a dónde viaja, señorita...?
—Señorita Stern —respondió ella—. Mi abuela y yo vamos a Shanghái.
—¡Qué casualidad! Yo también. Es mi ciudad natal.
—¿Y usted es el señor...?
—Señor Chen —dijo él, quitándose la boina y tendiéndole la mano.
Eliette no dudó en estrecharla. No sabía la razón, pero se alegró de saber que compartían destino. A partir de ese día, cuando acudía a cubierta, él no tardaba en unirse a ella y charlaban de todo un poco. Le contó que era médico, lo que supuso una grata sorpresa para ambos, puesto que Eliette había estudiado enfermería y, justo antes del ascenso de Hitler, estaba trabajando en un hospital en Berlín. A medida que se conocían, gracias a que ambos hablaban francés e inglés y eso les permitía compartir anécdotas y avanzar en sus conversaciones, Eliette comenzó a sentirse cómoda a su lado. Tanto que se lo presentó a su abuela. Era el segundo chino que la señora Editha conocía después del cónsul de Viena, y no pudo evitar contemplarlo con una mezcla de curiosidad y desconfianza que puso de mal humor a Eliette.
Por ello, cuando regresaron al camarote, no tardó en recriminarle su actitud a su abuela.
—¿Por qué tenías que mirarlo así, bobe[3]?
—¿Así?
—Sabes a qué me refiero, no te hagas la ingenua. Lo has mirado como si fuera un bicho raro y eso está mal. ¡Si supieras lo enfadada que estoy ahora mismo! —No se hallaban solas, ya que las otras dos familias las contemplaban, pero a Eliette no le importó que la oyeran.
—¡Eliette! —le recriminó su abuela—. ¡No lo he hecho a propósito! ¿Cuántos como él hemos visto en Berlín? ¿Eh? ¿A cuántos?
—Pues por si no te has fijado, hay más como él en este crucero, y no sé si eres consciente de dónde vamos a desembarcar —dijo cruzando los brazos sobre el pecho, que le subía y bajaba por la ira que sentía.
Sabía que estaba siendo una exagerada y que su enfado no solo se debía a la actitud de su abuela hacia Haosen. Era plenamente consciente de que estaba enojada con el mundo, con su estúpido país que había elegido a un tipo malvado para que los gobernara y que había acabado señalando a los suyos como culpables de todo y los había condenado. Pero no solo eso. Eliette estaba herida, de culpa y de tristeza y de otras tantas cosas a las que antes no había tenido que enfrentarse.
Echaba de menos su casa, a sus amigas, a sus compañeras de trabajo en el hospital, a su hermano, que había desaparecido junto a Ephraim, haciendo que todo se precipitara y propiciando la desesperada decisión de Editha de sesgar de golpe su pasado y su futuro subiéndolas a un barco con destino a un mundo desconocido.
—Sé perfectamente dónde vamos —respondió su abuela sin alterarse—. Y sé que habrá más como él, aunque según dice mi hermana, si nos quedamos en Hongkew, nos relacionaremos con personas como nosotras y no tendremos que coincidir demasiado con gente tan extraña y diferente.
Sorprendida por las palabras de su abuela, Eliette aún tardó unos segundos en replicar:
—Bobe, ¿es que no has aprendido que todo lo que nos ha pasado ha sido porque alguien considera a los nuestros diferentes?
—Eliette...
—Me voy otra vez a que me dé el aire —dijo atravesando el camarote.
—Piensas seguir relacionándote con él, ¿verdad? —La escuchó decir, porque su abuela siempre debía tener la última palabra. Eliette no respondió. Se limitó a atravesar a la carrera el pasillo y a ascender las escaleras que daban hasta la cubierta. Ignorando al resto de pasajeros con los que se cruzó, se encaminó a la zona donde Haosen y ella se conocieron.
Él no estaba por allí, así que Eliette, que aún sentía el corazón lleno de furia, se asomó al borde, aferrándose con las manos a la barandilla. Muchos metros por debajo de ella, descubrió que el oleaje estaba encrespado y golpeaba con fiereza la nave.
Fue entonces cuando volvió a sentirse culpable. Por mucho que lo odiara, aquel barco avanzaba sin cesar. Las llevaba, sanas y salvas, a un nuevo lugar donde podían seguir vivas, mientras que era más que probable que su hermano y Ephraim ya no estuvieran en este mundo.
—Señorita Stern, ¿está bien? —Escuchó a Haosen detrás de ella. Se giró para contemplar a su amigo, porque ya lo consideraba como tal, y se encontró con que la observaba con la misma cautela que el día que se conocieron.
—Sí, es solo que... Lo siento. Lo siento mucho.
—¿Qué sucede? —Él se acercó más hasta que quedaron cara a cara.
—Siento que haya sufrido los prejuicios de mi abuela.
—No pasa nada, lo entiendo, señorita Stern.
—No, no lo entiende —replicó ella, con tristeza—. Todo lo que nos ha pasado es por los prejuicios, por el desprecio hacia los nuestros, y ahora ella se comporta de esa forma tan odiosa. No sé qué hacer para que me perdone.
—No estoy enfadado. Y no tengo que perdonar nada —afirmó él con una sonrisa dulce—. Además, he vivido muchos años fuera de Shanghái. Estoy acostumbrado a que me juzguen por ser diferente. Fui el único alumno chino de mi promoción en Cambridge, así que creo que con eso se puede hacer una idea de lo que fue. Pero no es solo eso. Ya en Shanghái no era como los demás. Soy una nota discordante. Siempre lo he sido y me temo que siempre lo seré.
Eliette quiso decirle que para ella no lo era, pero apenas lo conocía. A lo largo de las últimas semanas, durante sus charlas en cubierta, había descubierto su inteligencia, su dulzura, su bondad. Era un ser cálido, con una mirada pura que no juzgaba. Tal vez se debía a que estaba acostumbrado a que siempre lo despreciaran antes de conocerlo, a que lo etiquetaran y se formaran una imagen de él reduciéndolo a sus orígenes, o quizá había algo más que Eliette ignoraba.
Lo contempló, puesto que no sabía qué añadir. Se fijó en que la brisa despeinaba su cabello negro, desordenando sus mechones. Su expresión era serena, pero podía entreverse cierta melancolía en sus ojos, algo que antes no había apreciado. Quizá siempre había estado ahí, pero ella, tan ensimismada en sus propias emociones, no había sido capaz de verla.
En ese instante fue consciente de que no sabía cuáles eran las razones por las que Haosen estaba en aquel crucero. ¿Qué lo llevaba de regreso a su ciudad natal? A pesar de lo mucho que habían hablado, él no lo había comentado, pero la razón no tenía que ser sencilla. Él también había abandonado su vida en Europa, a sus amigos, quizá a alguien a quien amaba, para volver a Shanghái.
—Sé qué es ser una nota discordante, quedar fuera del encuadre de las fotografías —fue capaz de decir al final ella—. Y quizá por eso nos hemos acabado encontrando, señor Chen. ¿No le parece? Y por esa razón me gustaría que me llamara por mi nombre, que es Eliette.
—De acuerdo —accedió él, sonriente—. Yo me llamo Haosen.
Capítulo 3
Gran parte de los miedos de Eliette se disiparon cuando por primera vez vio aquella ciudad desde el barco. La fascinación los sustituyó rápidamente, ya que Shanghái se extendía por la orilla con majestuosos edificios de estilo europeo y aire modernista, salpicados de elementos tradicionales chinos en fachadas y tejados. Una niebla baja flotaba sobre la metrópolis, que se despertaba con los primeros rayos del sol, confiriendo al cielo una hermosa tonalidad dorada.
Se acercó a la barandilla y descubrió que en la ribera del río Huangpu había amarrados decenas de esquifes, arrastreros y sampanes con velas que le resultaron extrañas.
Alguien detrás de ella dijo en inglés que toda aquella área que vislumbraban era el famoso Bund, en el Asentamiento Internacional.
Haosen le había comentado que aquella urbe estaba dividida en varias zonas después de unos tratados con Occidente tras la guerra contra el Imperio Qing. Una de ellas era la Ciudad China, bajo el gobierno nacionalista de Chiang Kai-Shek; otra, el Asentamiento Internacional, formada por la unión de británicos y estadounidenses, y la tercera era la Concesión francesa, aunque también le dijo que Japón y una docena de países europeos habían obtenido ciertos derechos extraterritoriales en Shanghái. Además le explicó que si algo caracterizaba a estos lugares era que en ellos regían las leyes de cada potencia extranjera, de modo que aquella metrópolis estaba fraccionada por los intereses de unos y otros.
El crucero atracó en el muelle, los pasajeros se organizaron para ir desembarcando con su equipaje; y tras una larga espera, llegó el turno de Eliette y de su abuela de acceder a la pasarela con escalones que habían pegado al lateral del buque para descender a tierra firme. Se sorprendieron al descubrir que esta plataforma no estaba demasiado alejada de los edificios cercanos, en los que Eliette leyó nombres de hoteles que estaban en inglés, en francés y en chino.
Un hombre vestido de marinero les pidió su billete y se lo entregaron. Solo entonces fueron conscientes de que ya estaban en aquella ciudad, como si hubieran despertado de un confuso sueño.
Un arco azul y blanco con letras chinas separaba la aduana del resto del muelle. Al atravesarlo, Eliette vio a decenas de personas que se agrupaban para recoger a los recién llegados, entre los que había otros europeos, pero también chinos y japoneses.
Se sintió fascinada por el ritmo que emanaba la ciudad. Una cacofonía de bocinazos y otros chirridos hizo que localizara una calzada por la que circulaban coches, motocicletas e incluso varios vehículos de dos ruedas de los que tiraban personas con aspecto demacrado.
Una intensa curiosidad la invadió y de repente quiso averiguar y ver más. Caminó unos metros sin perder de vista al conductor de uno de estos extraños medios de transporte, que llevaba ropa bastante harapienta, apenas unos jirones cubrían su torso e iba, sorprendentemente, descalzo.
Detuvo el vehículo, un carro con capota negra, y a la parte de atrás subieron dos damas que lucían unos vestidos preciosos que llamaron la atención de Eliette. Desde aquella distancia pudo fijarse en que parecían de seda, se ceñían a los cuerpos de aquellas mujeres revelando sus curvas, y además tenían una abertura lateral que mostró sus piernas una vez que estuvieron sentadas. El conductor echó a correr internándose en una calle lateral y Eliette terminó por perderlo de vista.
«Cuando me reúna con Haosen, le preguntaré de qué se trata», pensó Eliette, curiosa. En ese instante, miró a un lado y a otro por si encontraba a su amigo, con el que había quedado que se despedirían una vez que se hallaran en tierra. No lo localizó, pero sí que se fijó en la presencia de un coche azul estacionado junto a la acera.
«Seguramente estará esperando a alguno de los pasajeros recién llegados», especuló mientras avanzaba.
Unos segundos después de ese pensamiento, tuvo que detenerse bruscamente cuando se percató de que, a un escaso metro de ella, había un hombre chino apoyado en el lateral de aquel coche. No pudo evitar que su atención se centrara en él. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho y la cabeza alzada. Lucía un uniforme negro con algunos elementos blancos o plateados en hombros y pecho y unas botas altas.
La piel de su rostro tenía un tono tostado, pero no solo se fijó en eso. También se percató de que llevaba el cabello rapado en las sienes y en la nuca, pero más largo y peinado hacia atrás en la parte superior, despejando la cara, que destacaba por sus facciones masculinas. En ese momento, como si se supiera observado, ladeó la cabeza y Eliette se quedó sin aliento. Era apuesto, con su nariz recta, sus cejas alargadas y su boca carnosa que tironeó hacia arriba en una osada sonrisa. Sus ojos, pequeños, eran almendrados con una tonalidad que, a pesar de la distancia que los separaba, la sorprendió, puesto que resultaron ser marrones, a diferencia de los negrísimos ojos de Haosen.
¿Por qué se fijaba de ese modo? ¿Y por qué su cuerpo, que no había vibrado ni siquiera con la cercanía de Ephraim, ahora reaccionaba llenándose de algo ardiente, desconocido y sugerente?
Capítulo 4
Xiao Chufeng siempre estaba alerta. Era algo que había aprendido cuando vivía en la calle. Durante los años que sirvió a la Banda Verde, descubrió que estar alerta era la única forma de seguir vivo. Ahora que era inspector debía estarlo aún más, porque con cada caso que resolvía, más enemigos se granjeaba. Por eso ni siquiera allí, en el atestado muelle de Shanghái, podía relajarse.
Además tenía un sexto sentido, algo que no podía explicar, y eso fue lo que hizo que mirara en su dirección. A poco más de un metro de su coche, con una maleta en cada mano, luciendo una boina roja, un vestido azul y un abrigo color crema, descubrió a una mujer occidental, una de las tantas que había en la ciudad. Solo que esta le pareció diferente.
Llevaba el cabello corto por debajo de las orejas en una melenita negra sin ondular, la piel de su rostro era pálida y estaba cubierta de pecas, pero sin duda fueron sus ojos verdes, en un color muy claro, tanto que parecía gris, los que terminaron por llamar su atención.
Estaba acostumbrado a ver mujeres europeas o rusas, puesto que ocupaban y campaban por las concesiones o trabajaban en los clubs y en los cabarets que pertenecían a la Banda. Por eso no entendió por qué su primera reacción fue contemplarla, fijarse en ella, demorarse en los más nimios e insignificantes detalles (como la profusión de pecas o el cuello alargado) cuando sabía perfectamente que las extranjeras y los chinos no solían relacionarse. Y si lo habían hecho, no había salido bien.
Por eso él no malgastaba su tiempo con ninguna de ellas.
Y, sin embargo, por primera vez en su vida se sentía cautivado, intrigado. Como si las piezas del universo se hubieran ordenado en una clara dirección. De hecho, sin saber por qué, sus piernas reaccionaron y se estiraron. Su cuerpo dejó de apoyarse en el lateral de su coche y se irguió en toda su altura, sin dejar de contemplarla. Se dio cuenta de que ella lo evaluó y lo recorrió con esos enigmáticos ojos grandes.
Alrededor de ellos, Shanghái rugía, lleno de vida y de caos, pero Chufeng lo olvidó por completo. Él, que siempre estaba alerta, incluso cuando disfrutaba de la compañía de alguna de las mujeres con las que salía, de repente había bajado la guardia.
«La occidental que me haría cometer errores», pensó, casi divertido. La sonrisa socarrona y un poco amarga curvó su boca cuando fue consciente de que lo que acababa de experimentar (eso tan extraño, atrayente y nuevo) terminaba allí, en ese preciso instante.
En una ciudad con millones de almas, no volverían a encontrarse. Así que le apartó la mirada, porque si había aprendido algo en la calle era que no valía la pena observar demasiado aquello que no va a tenerse.
Pero ella siguió contemplándolo, tan ensimismada que no se percató de que un grupo de soldados japoneses se le acercaba por detrás, hasta que recibió un empujón que la hizo vencerse hacia delante. Chufeng escuchó el ruido de las maletas golpear el suelo y con rapidez, impidió que ella cayera, agarrándola de los antebrazos.
No sabía en qué idioma dirigirse a ella, así que no le dijo nada, no le preguntó si se encontraba bien, solo se aseguró de que las plantas de sus pies tocaran de nuevo el suelo y entonces la soltó.
Aunque en realidad no lo hizo.
Ella había alzado la cara y lo estaba contemplando a escasos centímetros. Era más bajita que él y Chufeng tuvo que inclinar su cabeza para observarla también. Descubrió que tenía los ojos muy abiertos, las pupilas dilatadas y brillantes y la boca entreabierta. Se demoró, más tiempo del que debería, en contemplar sus labios, gruesos y rosados. Fue consciente de que no debía hacerlo, pero se sintió, por primera vez en mucho tiempo, codicioso, y se preguntó si lo que veía en ella, esa curiosidad e interés hacia él, eran sinceros y podían llevar a algo más.
Por suerte, la cordura respondió por él con un firme «no» y fue capaz de soltarla y alejarse. Solo dio un par de pasos hacia atrás, pero le parecieron un mundo. Como si hubiera interpuesto una ciudad entre ellos.
Y lo cierto era que, después de todo, aquella metrópolis que los había unido casualmente también los separaba.
Él era Shanghái, violento, sucio, lleno de pecados.
Ella era otra ciudad. No sabía cuál y no debía averiguarlo. Quizá era París, San Petersburgo o Londres; lo desconocía.
Ella venía de lejos y era distinta. Tenía otro sino. Y Chufeng nunca sabría cuál era.
Por eso apartó la mirada de ella y se la devolvió a su ciudad, que siempre sería la única dueña de su porvenir; pero entonces, a unos metros, distinguió que se acercaba alguien muy familiar para él, a pesar de que habían pasado años sin verse.
Era su amigo, el pequeño Haosen, que lucía un elegante traje crema y un sombrero fedora. Detrás de él, un joven arrastraba un carro con dos baúles.
Con un primer vistazo se dio cuenta de lo muchísimo que había cambiado. Había madurez en su porte, en su forma de caminar. Chufeng quiso saludarlo, pero antes de que ninguna palabra escapara de su boca, vio cómo Haosen se dirigía a la mujer occidental. Ella, al oír su nombre (Eliette, le pareció escuchar), se giró, dándole la espalda por primera vez desde que se habían visto, y respondió afectuosamente al saludo de su compañero de juegos de la infancia.
Por suerte Chufeng hablaba inglés, así que logró entender qué se decían.
—¡Pensaba que no podríamos despedirnos, Haosen!
—¡Y yo! Me ha costado más de lo esperado desembarcar con tanto equipaje...
En ese instante, su amigo alzó los ojos y lo vio. Su rostro se transformó, pasando de la sorpresa a la alegría en cuestión de segundos.
—¿Chufeng gēgē[4]? —Echó a correr hacia él, pasando junto a la chica de ojos claros, que contempló el reencuentro con atención—. ¿De verdad eres tú?
—¿Tanto te ha cambiado Londres que ya no me reconoces? —bromeó Chufeng en su idioma natal, mientras intentaba mantener controlada su sonrisa.
—¡Si alguien ha cambiado, ese eres tú! —dijo señalándolo con ambas manos, demorándose en el uniforme de la policía—. ¿Desde cuándo formas parte del lado de la ley y el orden?
—Ven aquí, mocoso, que veo que aún no has aprendido a respetar a tus mayores —le respondió en el mismo tono de broma.
Se abrazaron, dándose palmadas en la espalda. Se conocían desde niños, desde que Haosen tuvo la mala suerte de encontrarse con unos matones del barrio que le dieron una paliza, y Chufeng, para rescatarlo, acabó liándose a puñetazos con todos ellos hasta que los nudillos le sangraron. Después de eso, solían verse para jugar en los callejones del barrio de la vieja ciudad china; y aunque no volvieron a mencionar aquello, Haosen siempre se sintió en deuda con él. Un niño huérfano y uno rico que dejaron a un lado sus diferencias y se volvieron cercanos.
Chufeng aún tardó años en descubrir todo el poder que el padre de su amigo tenía, ya que el viejo Chen poseía una de las hilanderías más grandes de Shanghái, lo que le proporcionaba riqueza, estatus y, más adelante, le brindó la posibilidad de que su hijo estudiara en el extranjero.
Pero para mantener ese poder, como todo el que quería hacerlo en Shanghái, el padre de Haosen acabó recurriendo a la Banda Verde, a la que pedía protección y a la que pagaba generosamente por ella.
Fue así como Chufeng terminó por ser el guardaespaldas de Haosen hasta que se marchó a Londres. De eso hacía seis años. Y todo había cambiado tanto que le resultaba difícil asimilarlo.
Cuando se separaron, intercambiaron una mirada cómplice que expresaba que el cariño que sentían el uno por el otro seguía ahí, inalterable.
—Y ahora, Chufeng gēgē, déjame que te presente a mi amiga: la señorita Stern —le dijo en inglés para que ambos pudieran comunicarse.
Chufeng aún tardó unos segundos en centrar sus ojos en ella. Cuando lo hizo, sin embargo, se dio cuenta de que lo estaba observando con el mismo interés que antes. ¿Qué pensaría de él? Seguro que el uniforme le daba una impresión errónea. Para los extranjeros y los recién llegados, la Banda Verde y lo que significaba era algo desconocido. Con el tiempo lo descubrirían, puesto que como solían decir por allí: «Tarde o temprano, en Shanghái todo se acaba sabiendo».
Estaba seguro de que ella no podía ni imaginar quién era él en realidad, el apodo que tenía en los bajos fondos ni todo lo que había hecho para demostrar la lealtad a su dueño.
—Eliette, este es mi amigo Chufeng. Nos conocemos desde que éramos niños.
—Encantada —le dijo ella sin dejar de observarlo.
—Lo mismo digo —dijo él secamente. Luego apartó los ojos de ella y los centró en su amigo, porque no quería volver a reparar en la boca de ella ni demorarse más en descubrir sus facciones—. Tenemos que irnos, Haosen. He venido a recogerte para llevarte a casa. Tienes mucho de lo que ocuparte.
No le pasó desapercibida la sombra que se extendió por la mirada de su amigo. Fue consciente de que con la alegría del reencuentro no le había dado el pésame. A pesar de que había crecido rodeado de muerte, la de las personas que conocía siempre se le agarraba a la garganta y no se sentía sincero al expresar sus condolencias. Además, también sabía que la relación entre Haosen y su padre siempre había sido tensa, y la distancia y los años parecían no haber cambiado ese hecho.
—Sí, es cierto. Tengo que ocuparme de muchos asuntos —respondió esbozando una sonrisa triste—. Así que me temo que nos despedimos aquí, Eliette, pero espero que volvamos a vernos.
—Sí, lo mismo digo —dijo ella, sonriendo de una forma que igualaba en tristeza a la de su amigo.
—Me pasaré por Hongkew a buscarte en cuanto pueda.
Hongkew. El barrio donde vivían los judíos, en Tilanqiao, alrededor del Parque Huoshan, al norte del canal de Soochow Creek, dentro del Asentamiento Internacional. Eso resolvía una incógnita de las que le habían surgido al mirar a esa mujer. A lo largo de los últimos años, varias personas como ella habían llegado a Shanghái huyendo de lo que estaba germinando en Europa.
—De acuerdo —respondió ella—. Esperaré esa visita.
—¡Eliette! —la llamó una anciana a unos metros.
—Bueno, tengo que irme, mi abuela me espera —dijo. Miró a Haosen y luego se atrevió a deslizar sus ojos hasta Chufeng, manteniéndole la mirada de nuevo—. Adiós.
—Adiós —respondió su amigo—. Hasta pronto.
El único gesto de Chufeng fue alzar un poco la barbilla en una despedida silenciosa, ya que él era una persona parca en palabras. En la calle nadie te escuchaba, y desde niño aprendió a cobijarse en su silencio. Ni los amigos ni las amantes que había tenido habían conseguido cambiar ese hábito.
La joven llamada Eliette se alejó de ellos a la carrera, y para Chufeng no pasó desapercibido que su abuela la recibió con gesto desabrido, evidenciando que no le gustaba que su nieta se relacionara con ellos.
—Bueno, Chufeng gēgē, creo que tienes mucho que contarme. ¿Quién ha tenido la deferencia de venir a recogerme?
—Soy el inspector de la brigada china de la Concesión francesa —confesó.
—¿Y yo qué voy a ser?
—Primero vamos a tu casa, luego hablamos del futuro.
Capítulo 5
Futuro. La palabra hirió en lo más profundo a Haosen, porque para él era oscura y estaba llena de espinas envenenadas. Sabía que su destino ya estaba sellado desde antes de embarcar, y aunque podía imaginarlo, quería que el golpe se lo asestara, cuanto antes, su mejor amigo.
Pero Chufeng no habló durante el trayecto hasta el corazón de la vieja ciudad china, donde la casa del padre de Haosen se alzaba tan imponente como la recordaba.
Su próspero negocio de algodón había propiciado que antaño el viejo Chen pudiera erigirse una lujosa villa dividida en cuatro naves inmensas conectadas por pasillos exteriores. Para acceder había que atravesar un jardín con un estanque en el que nadaban carpas de colores que llevaban allí desde que Haosen era niño. Aquellos peces habían acabado por sobrevivir incluso a su dueño. Bajo las turbias aguas y los nenúfares habían contemplado también la muerte de su madre y el sucesivo paso de concubinas que habían ido convirtiéndose en la segunda, tercera, cuarta y quinta señora Chen. La última no era mucho mayor que Haosen cuando su padre la llevó a casa desde Nankín.
—¿Dónde está la quinta señora? —le preguntó a Chufeng mientras accedía al salón principal. Allí aguardaban también una media docena de sirvientes, todos en fila, que lo saludaron con esmeradas reverencias.
Se detuvo, saludó al mayordomo jefe, les ordenó que se retiraran y echó un vistazo a su alrededor. Todo seguía igual: las paredes blancas tenían cuadros y litografías de la dinastía Qing, y al fondo había dos divanes de piel junto a una mesa donde habían colocado una fotografía de su padre, para recordar que era