La chica oculta

Lucinda Riley

Fragmento

cap

Prefacio

Querido lector:

Gracias por elegir esta novela de Lucinda Riley. Soy su hijo, Harry Whittaker. Si conoces mi nombre, será sin duda por Atlas: la historia de Pa Salt, la conclusión de la saga Las Siete Hermanas de mi madre, la cual se convirtió en mi responsabilidad después de su fallecimiento en 2021.

Quería explicar cómo ha llegado a publicarse en 2024 La chica oculta. Para ello debo ofrecer una historia resumida de su obra, por lo que apelo a tu paciencia.

Desde 1993 hasta 2000, mi madre escribió ocho novelas bajo el nombre de Lucinda Edmonds. Su carrera se vio súbitamente interrumpida por un libro titulado Seeing Double. La trama sugería que existía un miembro ilegítimo en la familia real británica. La muerte reciente de la princesa Diana y el consiguiente revuelo monárquico llevaron a las librerías a considerar demasiado arriesgado el proyecto. Como consecuencia de ello, se cancelaron los pedidos de la novela de Lucinda Edmonds y su editorial le rescindió el contrato.

Entre 2000 y 2008 mi madre escribió tres novelas, ninguna de las cuales vio la luz. Luego, en el año 2010, se produjo el gran salto en su carrera. Su primera novela como Lucinda Riley, El secreto de la orquídea, llegó a las estanterías. Bajo su nuevo nombre pasó a convertirse en una de las escritoras de ficción femenina de mayor éxito del mundo, con sesenta millones de ejemplares vendidos hasta el momento. Junto con sus novelas más recientes, mi madre reescribió tres libros como Edmonds: Aria (que se convirtió en The Italian Girl, en castellano La chica italiana), Not Quite an Angel (que se convirtió en The Angel Tree, en castellano Las raíces del ángel) y el arriba mencionado Seeing Double (que se convirtió en The Love Letter, en castellano La carta olvidada). En cuanto a las tres novelas inéditas, todas han sido publicadas ya con gran éxito.

Esto me lleva a La chica oculta. Se editó originalmente en 1993 con el título Hidden Beauty y fue la segunda novela que escribió mi madre, a la edad de veintiséis años. Ella hablaba a menudo de lo orgullosa que estaba de la historia y era su intención relanzarla al mundo. Por desgracia, nunca tuvo la oportunidad de hacerlo.

Cuando la leí por primera vez, me causó una fuerte impresión. En estas páginas descubrirás ambiciones frustradas, amores prohibidos, venganzas y asesinatos… que culminarán en una profecía del pasado aciaga y olvidada. Me sorprendió que el manuscrito contuviera tanto de lo que Lucinda plasmó en sus obras posteriores: escenarios glamurosos, la importancia de la familia y la capacidad del amor para perdurar a lo largo de generaciones. Pero, como siempre, no huye de realidades difíciles, como la depresión, el alcoholismo y la violencia sexual contra las mujeres.

No hay duda de que Lucinda ha sido una de las mejores narradoras del mundo, pero, naturalmente, su voz como autora maduró a lo largo de sus treinta años de profesión. En las tres novelas que reescribió llevó a cabo un extenso trabajo, cambiando tramas, añadiendo personajes y corrigiendo el estilo. Por consiguiente, yo he asumido aquí la función de revisar y actualizar el texto y ayudar a convertir el Edmonds en un Riley.

El proceso ha sido un reto. Como es lógico, yo deseaba mantener la obra original tan intacta como fuera posible, pero era mi responsabilidad modernizar enfoques y sensibilidades sin arrancarle el corazón a la novela. El mundo ha cambiado mucho en los últimos treinta años y los comentarios de internet son cada vez más agresivos. Confío en haber atravesado la cuerda floja con éxito y haberle hecho justicia a mi madre. Debo señalar que ella estaba muy familiarizada con el mundo en el que te dispones a sumergirte. De joven trabajó como actriz y modelo, y estoy convencido de que partes de este libro están basadas en experiencias personales.

Como los lectores de Lucinda saben, solía estructurar su ficción en torno a acontecimientos históricos reales, a menudo para contar hechos menos conocidos de esos periodos. La saga Las Siete Hermanas plasma las tensiones de las guerras mundiales, el conflicto entre Gran Bretaña e Irlanda, el movimiento de los derechos civiles en Estados Unidos, así como los desafíos de los aborígenes australianos y del pueblo gitano en España. En La chica oculta, Lucinda retrata los horrores del campo de exterminio de Treblinka en la Polonia ocupada durante la Segunda Guerra Mundial. El tema era importante para ella, como lo será sin duda para cualquier ciudadano compasivo y comprometido. A ella le gustaría que los acontecimientos ficticios retratados en esta novela alentaran a la gente a leer más sobre el Holocausto.

Y, así, La chica oculta deja de estarlo. A los lectores recurrentes de Lucinda: mi madre os espera como a un viejo amigo, lista para hacer que os zambulláis en el pasado y os deis un paseo por el planeta. En cuanto a los nuevos: ¡bienvenidos! Estoy muy contento de que hayáis elegido pasar un tiempo con Lucinda Riley.

HARRY WHITTAKER, 2024

Prólogo

La anciana miró fijamente a Leah, esbozó una sonrisa y miles de arrugas le surcaron el rostro. Ella pensó que debía de tener por lo menos ciento cincuenta años. Todos los chicos y chicas de su colegio decían que era una bruja y aullaban como espíritus al pasar junto a su destartalada cabaña cuando cruzaban el pueblo después del colegio. Para los adultos era la vieja Megan, que recogía pájaros malheridos y empleaba mejunjes de hierbas para curarles las alas. Unos decían que estaba loca; otros, que poseía el don de sanar y extraños poderes psíquicos.

A la madre de Leah le daba pena.

—Pobre vieja —decía—, tan sola en esa cabaña sucia y húmeda. —Acto seguido, le pedía que cogiera huevos del gallinero y se los llevara.

El corazón siempre le palpitaba de miedo al llamar a la desvencijada puerta. Por lo general, Megan la abría despacio, asomaba la cabeza y cogía los huevos con un asentimiento. Luego cerraba y Leah regresaba a su casa como una bala.

Pero esta vez, cuando llamó con los nudillos, se abrió mucho más, permitiéndole vislumbrar más allá de Megan los oscuros recovecos de la cabaña.

La anciana seguía mirándola.

—Eh…, mi madre ha pensado que le gustarían unos huevos. —Le presentó la caja y observó cómo cerraba los dedos largos y huesudos en torno a ella.

—Gracias.

A Leah le sorprendió el tono amable. Megan no sonaba como una bruja.

—¿Por qué no entras?

—Es que…

La mujer ya le había deslizado un brazo por los hombros y estaba tirando de ella.

—No puedo quedarme mucho. Mi madre se preguntará dónde me he metido.

—Puedes contarle que estabas tomando el té con Megan la bruja. —Rio la anciana entre dientes—. Siéntate ahí. Estaba a punto de prepararlo. —Señaló una de las maltrechas butacas colocadas a sendos lados de una chimenea pequeña y vacía.

Nerviosa, Leah tomó asiento con las manos debajo de los muslos. Paseó la mirada por la abarrotada cocina. Las paredes estaban forradas de estantes repletos de viejos tarros de café con brebajes de extraños colores. Megan cogió uno, lo abrió e introdujo dos cucharadas pequeñas de un polvo amarillo en una decrépita tetera de acero inoxidable. Le echó agua del hervidor y la colocó en una bandeja con dos tazas que dejó sobre una mesa, delante de Leah. Acto seguido se acomodó despacio en la otra butaca.

—¿Sirves, querida?

Ella asintió, se inclinó y vertió el líquido humeante en las dos tazas desconchadas. Lo olisqueó. Desprendía un olor extraño, acre.

—Tranquila, no estoy intentando envenenarte. Primero beberé yo y así podrás ver si me muero o no. Es solo diente de león, te sentará bien. —La anciana tomó la taza entre las manos y bebió—. Pruébalo.

Leah se llevó la taza a los labios con vacilación, procurando respirar por la boca porque el punzante aroma le resultaba repugnante. Dio un sorbo y tragó el líquido sin degustarlo.

—No está tan malo, ¿verdad?

Ella negó con la cabeza y dejó la taza en la mesa. Se removió en la butaca mientras Megan apuraba la suya.

—Gracias por el té, estaba muy bueno. Ahora debo irme o mi madre empezará a…

—Te veo pasar por aquí todos los días. De mayor poseerás una belleza extraordinaria. De hecho, ya está empezando a asomar.

Leah se sonrojó cuando la anciana la recorrió de arriba abajo con sus penetrantes ojos verdes.

—Puede que eso no sea la bendición que el mundo cree. Ten cuidado.

Megan frunció el entrecejo y alargó el brazo por encima de la mesa. Ella se estremeció cuando le aferró la mano como una garra con sus dedos huesudos. Le entró el pánico.

—Sí, pero… he de volver a casa.

La anciana tenía el cuerpo rígido y los ojos fijos en un punto por encima de Leah.

—Siento el mal. Debes permanecer alerta. —Estaba elevando la voz.

Ella estaba paralizada de miedo. La garra le apretó la mano con más fuerza.

—Cosas antinaturales… Cosas malas… Nunca juegues con la naturaleza o alterarás su patrón. Pobre ser… Está perdido… Condenado… Volverá a los páramos en tu busca… y tú regresarás por voluntad propia. No puedes cambiar el destino… Debes tener cuidado con él.

La presión en la mano se desvaneció bruscamente y Megan se recostó de nuevo en la butaca con los ojos cerrados. Leah se levantó de un salto, se apresuró hasta la puerta y salió a la calle. No dejó de correr hasta que llegó al gallinero situado detrás de la pequeña casa adosada donde vivía con sus padres. Descorrió el pestillo y se desplomó en el suelo, haciendo que las gallinas huyeran despavoridas.

Descansó la cabeza en la pared de madera y esperó a que su respiración se calmara.

La gente del pueblo tenía razón. Megan estaba loca. ¿Qué era eso que le había dicho de que anduviera con cuidado? La había asustado. Tenía once años y no lo entendía. Quería ir con su madre, pero no podía contarle lo que había pasado. Pensaría que se lo había inventado y diría que no estaba bien difundir rumores feos sobre una anciana pobre e indefensa.

Se levantó y caminó despacio hasta la puerta de atrás de la casa. Cuando entró en la acogedora cocina, el aroma a hogar la tranquilizó.

—Hola, Leah, llegas justo para el té. Siéntate. —Doreen Thompson se dio la vuelta y sonrió, pero enseguida un ceño de preocupación le arrugó la frente—. ¿Qué pasa? Parece que hayas visto un fantasma.

Ella se acercó a su madre y la abrazó con fuerza.

—¿A qué viene esto?

—Te… te quiero, mamá. —Se acurrucó en los reconfortantes brazos y se sintió mucho mejor.

Pero, a la semana siguiente, cuando su madre le pidió, como de costumbre, que llevara huevos a Megan, se negó en redondo.

La anciana murió seis meses después y Leah se alegró.

Primera parte

De junio de 1976
a octubre de 1977

1

Yorkshire, junio de 1976

Rose Delancey introdujo el fino pincel de marta cibelina en el tarro de aguarrás. Dejó la paleta en la mesa salpicada de pegotes de pintura y se derrumbó en el sillón deshilachado, apartándose de la cara el denso cabello rojo Tiziano. Cogió la fotografía con la que estaba trabajando y la comparó con el lienzo terminado que descansaba frente a ella en el caballete.

El parecido era increíble, aunque le resultaba difícil diferenciar a una yegua de otra. Sin embargo, mientras intentaba crear una colección de obras para exponerlas en la galería de Londres, cuadros como este pagaban las facturas.

El trabajo era un encargo de un granjero adinerado de la zona que tenía tres caballos de carreras. Ondine, la yegua castaña que miraba de forma conmovedora a Rose desde la tela, era el segundo retrato. El hombre iba a pagarle quinientas libras por cada uno, lo cual le permitiría reemplazar el tejado del viejo caserón donde vivían ella y sus hijos. No le llegaría para solucionar el problema de las humedades o empezar a ocuparse de la pudrición y la carcoma, pero era un comienzo.

Rose tenía sus esperanzas puestas en la exposición. Si conseguía vender unos pocos cuadros, reduciría sobremanera sus crecientes deudas. Las constantes promesas al director del banco se estaban agotando y ella sabía que su situación era delicada.

Pero hacía mucho que no exponía, casi veinte años. Puede que la gente la hubiera olvidado desde aquellos embriagadores días en que críticos y público la adoraban por igual. En aquel entonces Rose era joven, guapa y sumamente talentosa…, pero después las cosas se torcieron y dejó las luces brillantes de Londres para vivir en reclusión aquí, en Sawood, en los ondulantes páramos de Yorkshire.

Sí, la exposición de abril del año próximo era una apuesta arriesgada, pero tenía que funcionar.

Se levantó y sorteó hábilmente con su corpulenta figura el desorden del pequeño estudio. Contempló la serenidad al otro lado del ventanal. La vista siempre conseguía llenarla de paz y era la principal razón por la que había comprado la granja. Estaba enclavada en lo alto de una colina, con una vista ininterrumpida del valle. Abajo, la lengua de agua plateada conocida como el embalse de Leeming contrastaba con el verdor circundante. Detestaría perder esta vista, pero sabía que, si la exposición fracasaba, no tendría más remedio que vender la granja.

—¡Porras! ¡Porras! ¡Porras! —Rose clavó el puño en la piedra gris del alféizar.

Existía otra opción, desde luego. Siempre había existido, pero llevaba casi veinte años resistiéndose.

Pensó en su hermano David, con su ático en Nueva York, una casa de campo en Gloucestershire, un chalet en una isla exclusiva del Caribe y el yate amarrado en algún lugar de la costa de Amalfi. Eran muchas las noches que, mientras oía el goteo del agua en el cazo colocado a la derecha de su cama, había barajado la posibilidad de pedirle ayuda. No obstante, prefería el desahucio a pedirle dinero. Las cosas se habían torcido demasiado hacía mucho tiempo.

Rose llevaba años sin ver a su hermano. Se mantenía al tanto de su ascenso meteórico en las esferas del poder a través de los artículos de prensa. Había leído sobre el fallecimiento de su esposa, acaecido hacía ocho meses, el cual lo había dejado viudo y con un hijo de dieciséis años.

Entonces, una semana atrás, había recibido un telegrama:

Querida Rose stop tengo compromisos empresariales ineludibles los próximos dos meses stop mi hijo Brett sale del internado el 20 de junio stop no quiero dejarlo solo stop todavía afectado por la muerte de su madre stop podría ir a tu casa stop el aire del campo le sentará bien stop lo recogeré a finales de agosto stop David.

La llegada del telegrama le había impedido a Rose entrar en el estudio durante cinco días. Había dado largos paseos por los páramos, preguntándose por qué su hermano estaba obrando así.

En fin, poco podía hacer al respecto. David se lo había presentado como un hecho consumado. El chico iba a venir; probablemente era un mocoso malcriado con aires de grandeza al que no iba a hacerle ni pizca de gracia alojarse en un caserón destartalado sin nada que hacer salvo ver crecer la hierba.

Se preguntó cómo se tomarían sus hijos la llegada de un primo cuya existencia desconocían. Tenía que encontrar la manera de explicar la repentina aparición no solo de Brett, sino de un tío que era probable que fuera uno de los hombres más ricos del mundo.

Miles, su hijo de veinte años, alto y guapo, asentiría y lo aceptaría sin hacer preguntas, mientras que Miranda, de quince… Notó la habitual punzada de culpa al pensar en su difícil hija adoptiva.

A Rose le preocupaba ser la responsable de que la chica resultara tan conflictiva. Era una joven consentida y maleducada que discutía con ella por todo. Rose siempre había intentado mostrarle el mismo amor que a Miles, pero Miranda parecía sentir que no podía competir con el vínculo entre madre e hijo, sangre de su sangre.

Se había esmerado por quererla y criarla lo mejor posible. No obstante, en lugar de contribuir a la atmósfera familiar, sentía que la chica no hacía más que crear tensión. La mezcla de culpa y falta de comunicación entre madre e hija hacía que, en el mejor de los casos, se toleraran mutuamente.

Rose sabía lo mucho que a Miranda le impresionarían la llegada de Brett y la increíble fortuna de su padre. Seguro que coquetearía con él. Era una muchacha muy bonita con una larga cola ya de corazones rotos a su espalda. Ella preferiría que su hija no fuera tan… evidente. Su cuerpo ya estaba bien desarrollado y no hacía nada para ocultarlo. Sacaba el máximo partido a su deslumbrante melena rubia. Rose había renunciado a prohibirle el carmín y las faldas cortas, pues Miranda se pasaba varios días de morros y la tensión en la casa era insoportable.

Miró su reloj de pulsera. No tardaría en volver del colegio y Miles estaba regresando de Leeds, donde acababa de terminar el trimestre universitario. Había pedido a la señora Thompson que pusiera un mantel especial para el té.

Rose les anunciaría entonces la llegada inminente de su sobrino como si fuera la cosa más natural del mundo que el hijo de su hermano pasara con ellos las vacaciones de verano.

Se preparó. Tenía un papel que interpretar, pues ninguno de ellos debía saberlo jamás…

2

—Leah, ¿te gustaría ir hoy a la casa grande para echarme una mano? La señora Delancey espera un invitado mañana y he de dar un buen repaso a una de las habitaciones de arriba. Gracias a Dios que es verano. Si abrimos las ventanas, se llevará ese horrible olor a humedad. —Doreen Thompson arrugó la nariz.

—Sí, claro —dijo Leah, observando detenidamente a su madre.

El pelo de esta, denso y moreno, lucía un peinado corto y conservador. La reciente semipermanente hacía que los rizos se le arremolinaran en la frente y la nuca. Años de preocupaciones y duro trabajo habían mantenido la delgadez de su escultural figura, pero también le habían añadido demasiadas líneas en el rostro a sus treinta y siete años.

—Bien. Ve a ponerte el tejano más viejo que tengas, Leah. Habrá mucho polvo en esa habitación. Y date prisa. Quiero salir en cuanto le haya preparado la comida a tu padre.

No necesitó insistirle. Ella corrió escaleras arriba, abrió la puerta de su cuarto diminuto y buscó un tejano raído en el fondo del armario. Encontró una sudadera vieja, se la puso y acto seguido se sentó a los pies de la cama para verse en el espejo y trenzarse los bucles color caoba que le llegaban hasta la cintura. Con la pesada trenza colgándole por la espalda, Leah aparentaba menos de quince años, pero, cuando se puso de pie, el espejo reflejó las suaves e incipientes curvas de una chica mucho más madura. Como Doreen, siempre había sido alta para su edad, pero en el último año parecía haber pegado un estirón y les sacaba más de una cabeza a las chicas de su clase. Su madre solía decir que solo crecía de largo, lo que hacía que Leah se sintiera como un girasol, y la instaba a comer para llenar su flacucho cuerpo.

Encontró las bambas debajo de la cama y se ató los cordones deprisa y corriendo, impaciente por llegar a la casa grande. Le encantaba que su madre la llevara. El caserón tenía muchísimo espacio comparado con la pequeña casa de dos habitaciones arriba y dos abajo en la que vivía. Y la señora Delancey la fascinaba. Era muy diferente de las demás personas que conocía y ella pensaba que Miranda era muy afortunada de tenerla como madre. No porque no quisiera a la suya, pero, como tenía que cuidar de su padre y trabajar todo el día, a veces se ponía de mal humor y gritaba. Leah sabía que se debía solo al cansancio e intentaba ayudarla todo lo que podía con las tareas de la casa.

Apenas recordaba los tiempos en que el hombre podía caminar. Había contraído una artritis reumatoide cuando ella tenía cinco años y llevaba los últimos once años confinado a una silla de ruedas. Dejó su duro trabajo manual en la fábrica de lana y su madre se puso a trabajar de asistenta para la señora Delancey a fin de llevar dinero a casa. En todo este tiempo jamás había oído a su padre quejarse, y Leah sabía que se sentía culpable por el hecho de que su mujer tuviera que cuidar de él y mantener a los tres.

Ella lo adoraba y le hacía compañía siempre que podía.

Bajó las escaleras a la carrera y llamó con los nudillos a la puerta de la sala de estar. Cuando su padre enfermó, esa estancia se convirtió en el dormitorio del matrimonio y el ayuntamiento le instaló una ducha y un retrete en el cuarto de la despensa, junto a la cocina.

—Adelante.

Leah abrió la puerta. El señor Thompson estaba sentado en su acostumbrado lugar frente a la ventana. Los ojos castaños, que ella había heredado, se iluminaron al verla.

—Hola, cariño. Ven y dale un beso a tu padre.

Leah así lo hizo.

—Me voy a la casa grande con mamá para ayudarla.

—Bien hecho, muchacha. Hasta luego, entonces. Pásalo bien.

—Lo haré. Ahora te trae mamá tus sándwiches.

—Estupendo. Adiós, cariño.

Ella cerró la puerta y fue a la cocina, donde su madre estaba cubriendo con papel encerado una fuente de sándwiches de carne de cerdo enlatada.

—Se los llevo a tu padre y nos vamos, Leah —dijo.

Tres kilómetros separaban Oxenhope de la pequeña aldea de Sawood y la colina sobre la que descansaba la granja de la señora Delancey. La señora Thompson solía ir en bicicleta, pero, como hoy la acompañaba su hija, salieron del pueblo a pie y con paso ligero subieron la cuesta en dirección a los páramos.

El sol brillaba en el deslumbrante cielo azul y el día era cálido y agradable. Aun así, Leah se había colgado el anorak del hombro para el camino de vuelta, pues sabía que en los páramos la temperatura podía caer de golpe.

—Creo que este año va a apretar el calor —comentó Doreen—. La señora Delancey me dijo que el invitado es su sobrino. No sabía que tuviera uno.

—¿Cuántos años tiene?

—Quince o dieciséis. Eso significa que la mujer tendrá la casa llena, ahora que Miles ha vuelto de la universidad y Miranda ha terminado el colegio. Y en medio está lo de su exposición.

Hubo una pausa.

—¿Puedo hacerte una pregunta, mamá? —dijo Leah.

—Claro —contestó su madre.

—¿Qué… qué piensas de Miles?

La señora Thompson detuvo los pasos y miró fijamente a su hija.

—Me cae bien, claro está. Yo misma ayudé a criarlo. ¿Por qué me haces una pregunta tan tonta?

—Eh, por nada —dijo Leah al ver la mirada feroz y protectora de su madre.

—Ahora que, si me preguntas por su hermana, en fin, las cosas que viste a veces… son indecentes para una chica de su edad.

A ella le encantaban los atrevidos conjuntos de Miranda y observaba con admiración cómo los muchachos revoloteaban a su alrededor en el Greenhead Grammar School, el colegio donde las dos jóvenes estudiaban el mismo curso. A veces Leah la veía dirigirse al parque Cliffe Castle después de clase con un grupo de chicos del curso superior. Se preguntaba cómo se las arreglaba para estar tan bonita y parecer tan adulta dentro del insulso uniforme, cuando en ella no hacía sino acentuar su cuerpo larguirucho. Aunque Miranda apenas le llevaba un mes, Leah se sentía una cría a su lado.

—A menudo dices que la señora Delancey no tiene dinero, pero la hija siempre está estrenando ropa. Y viven en esa casa grande.

La señora Thompson asintió.

—Depende del rasero con que se mida, Leah. Mira nuestra familia, por ejemplo. Nosotros no tenemos un penique; eso dice ella de sí misma, pero antes la señora Dalency era rica, muy rica, de modo que, si se compara con aquella época, piensa que es pobre. ¿Lo entiendes?

—Creo que sí.

—Miranda se queja si no puede comprarse un conjunto nuevo para ir a una fiesta. Tú te quejas si no hay comida en la mesa con el té.

—¿Por qué ya no es rica?

Su madre hizo un gesto vago con la mano.

—No sé qué hizo con todo su dinero, pero empezó a pintar de nuevo hace solo un par de años, por lo que seguro que no vendió nada durante mucho tiempo. Y basta de charla, muchacha. Apura el paso o llegaremos tarde.

La señora Thompson abrió la puerta trasera del caserón que daba directamente a la cocina. Esta era, por sí sola, más grande que la planta baja de la casa de Leah.

Ataviada con una bata rosa de satén y zapatillas de pelo a juego, Miranda estaba desayunando en la larga mesa de pino mientras sus rubios cabellos atrapaban los rayos del sol.

—¡Hola, Doreen! ¡Llega justo a tiempo para prepararme más tostadas!

—Me temo que hoy tendrá que hacérselas usted, señorita. He de preparar la habitación para el invitado de su madre.

—Entonces, estoy segura de que a Leah no le importará hacérmelas. ¿A que no, querida? —dijo Miranda alargando las palabras.

Ella miró a su madre, que estaba a punto de replicar, y se apresuró a decir:

—Claro que no. Sube tú, mamá, enseguida voy.

La señora Thompson frunció el ceño, se encogió de hombros y salió de la cocina. Leah introdujo dos rebanadas de pan en la tostadora.

—Cada día estás más alta. —Miranda la examinó despacio—. ¿Haces régimen? Estás muy delgada.

—Qué va, mi madre dice que soy una tragona. Lamería el plato si me dejara.

—Tienes suerte. Yo engordo solo con mirar la comida —se lamentó la otra.

—Pues tienes un tipo precioso. Todos los chicos de nuestro curso lo dicen. —Leah dio un brinco cuando las tostadas saltaron.

—Utiliza la margarina sin grasa y únicamente una capa fina de mermelada. ¿Y qué más dicen los chicos de mí? —preguntó Miranda con desenfado.

Ella se puso colorada.

—Bueno, piensan que eres muy… guapa.

—¿Tú crees que lo soy, Leah?

—Uy, sí, mucho. Me… me gusta tu ropa. —Le puso el plato de tostadas delante—. ¿Quieres otra taza de té?

Miranda asintió.

—Pues deberías decírselo a mi madre. ¡Se pone como una fiera si la falda me queda por encima de los tobillos! Es una carca. ¿Por qué no te sirves una taza de té y me haces compañía mientras desayuno?

Leah vaciló.

—Mejor no. He de subir a ayudar a mi madre.

—Como quieras. Si luego te sobra tiempo, ven a mi habitación y te enseño el conjunto que me compré el sábado pasado.

—Estupendo. Hasta luego, Miranda.

—Hasta luego.

Leah subió dos pisos de escaleras chirriantes y encontró a su madre sacudiendo enérgicamente una alfombra raída en el amplio pasillo.

—Estaba a punto de ir a buscarte. Necesito que me ayudes a girar el colchón. Tiene moho en una de las esquinas. He encendido la chimenea para que se vaya un poco la humedad de la habitación.

Leah la siguió hasta el espacioso dormitorio y agarró el pesado colchón de matrimonio por un extremo.

—Bien, vamos a levantarlo por el costado…, eso es. Espero que no te acostumbres a dejar que esa señorita te trate como una sirvienta. Como le des la mano, te tomará el brazo. La próxima vez le dices que no, muchacha. No es tu trabajo darle de comer.

—Lo siento, mamá. Parece muy mayor, ¿verdad?

Doreen Thompson percibió la admiración en los ojos de su hija.

—Ya lo creo que lo parece, y ni se te ocurra imitarla, señorita. —Se llevó las manos a las caderas con un suspiro—. Mucho mejor así. Esperaremos hasta el último momento para poner las sábanas, así habrá tiempo para que el colchón se seque. Con suerte, el pobre muchacho se librará de pillar una neumonía. —Posó la mirada en la ventana—. En esa caja hay un limpiacristales. Dales un buen repaso a esos vidrios, ¿quieres, cariño?

Leah asintió y llevó el bote hasta las hojas emplomadas. Pasó un dedo por el polvo y arrancó una araña de su tela en el proceso.

—Bajo a buscar el aspirador.

La señora Thompson salió del dormitorio y ella se puso con los cristales, esparciendo el líquido y frotando hasta dejar el paño negro. Cuando iba por el cuarto panel, miró afuera. El sol seguía bañando los páramos. La vista era magnífica y descendía hasta el valle, donde se veían las chimeneas del pueblo de Oxenhope al otro lado del embalse.

Leah divisó una figura en lo alto de un montículo, quizá a medio kilómetro de la casa. Estaba sentada con los brazos alrededor de las rodillas, contemplando el valle a sus pies. Reconoció el pelo negro y grueso. Era Miles.

El chico le daba miedo. Nunca sonreía, jamás saludaba; simplemente… la miraba. Cuando estaba en la granja, parecía pasar horas y horas solo en los páramos. De vez en cuando veía su silueta negra dibujada contra el sol, cabalgando por la parte alta del valle a lomos de uno de los caballos del señor Morris.

De repente, Miles se volvió. Y, como si hubiera sabido que Leah estaba observándolo, clavó sus negros ojos en ella, que sintió que la penetraba con la mirada. Se quedó muy quieta, como paralizada. Luego, con un escalofrío, se apartó de la ventana a toda prisa.

La señora Thompson había llegado con el aspirador.

—Espabila, Leah. Solo has limpiado una cuarta parte de esos vidrios.

Ella retomó de mala gana la tarea.

La figura del montículo había desaparecido.

—Doreen, quería preguntarle si a Leah le gustaría ganarse un dinero.

Ella estaba sentada en la cocina con su madre, tomando una taza de té antes de regresar al pueblo.

La señora Delancey se había detenido en el marco de la puerta con un blusón cubierto de manchas de pintura de vivos colores.

—Parece una buena idea, ¿no crees, Leah? —dijo la señora Thompson.

—Sí, señora Delancey. ¿Qué quiere que haga?

—Como ya sabes, mi sobrino Brett llega mañana. El problema es que estoy muy ocupada pintando para mi exposición y apenas dispondré de tiempo, ni siquiera para cocinar. Me preguntaba si te gustaría venir y ayudar a tu madre a mantener la casa limpia y preparar el desayuno y la cena para los chicos y para mí. Mis hijos son perfectamente capaces de apañárselas solos, pero mi sobrino…, en fin, digamos que está acostumbrado a un estilo de vida más elevado. Como es lógico, le pagaré las horas extras, Doreen, y también le daré algo a Leah.

La señora Thompson miró a su hija.

—Mientras una de nosotras llegue a tiempo para hacerle la cena a papá, me parece buena idea. ¿Tú qué dices, Leah?

Ella sabía que su madre estaba pensando en lo bien que les iría el dinero extra. Asintió.

—Sí, señora Delancey, me gustaría mucho.

—No se hable más, entonces. Tengo una bicicleta vieja en el granero que puedes utilizar para venir aquí. Brett llegará mañana por la tarde y me gustaría que prepararan algo especial. Cenaremos en el comedor. Doreen, saque la vajilla Wedgwood y haga una lista de las cosas que necesitará para la semana. Llamaré a la tienda y les pediré que lo traigan. Y ahora no me queda más remedio que volver a mi estudio. Hasta mañana.

—Muy bien, señora Delancey —dijo la señora Thompson.

Rose estaba a punto de marcharse cuando, en el último momento, se dio la vuelta.

—Si mi sobrino les parece un poco diferente…, no se lo tengan en cuenta. Su madre murió no hace mucho y, como dije, está acostumbrado a lo mejor de lo mejor. —Pareció encogerse—. Bien, hasta mañana. —Salió de la cocina y cerró la puerta.

—Pobre chico, perder a su madre tan joven. —La señora Thompson lavó las tazas en el fregadero.

La puerta se abrió y Miranda entró luciendo una minifalda roja ceñida y una blusa escotada de gasa.

—Pensaba que vendrías a ver mi nuevo conjunto, Leah.

—Es que…

—Da igual, ya he venido yo para enseñártelo. ¿Qué te parece? ¿No es espectacular? —Sonrió y giró sobre los talones.

—Me parece…

—Me parece que es hora de irse y prepararle la cena a tu padre —la interrumpió su madre.

Miranda la ignoró.

—Lo compré en esa boutique nueva de Keighley. Me lo pondré para la cena de mañana en honor a mi primo. —Esbozó una gran sonrisa—. Sabéis que su padre es uno de los hombres más ricos del mundo, ¿verdad?

—No se invente historias, señorita —la reconvino la señora Thompson.

—¡Es cierto! —Miranda se sentó en una silla y puso las piernas encima de la mesa, dejando al descubierto un gran tramo de muslo blanco—. Hay que ver lo calladito que se lo tenía mamá. Su hermano es David Cooper. Sí, ese David Cooper. —Miró fijamente a Doreen, esperando una reacción, y arrugó la frente al no recibir ninguna—. No me diga que no ha oído hablar de él. Es famoso en todo el mundo. El dueño de Cooper Industries, una de las empresas más grandes del planeta. Solo Dios sabe por qué tenemos que vivir en esta casucha cuando es el hermano de nuestra querida Rosie.

—No llame a su madre Rosie, señorita.

—Lo siento, señora T. —respondió Miranda—. Y yo que creía que en este agujero no sucedía nada emocionante cuando, de repente, me entero de que tengo un tío forrado y que su hijo llega mañana. Y lo mejor de todo es que tiene dieciséis años. Me pregunto si tiene novia —rumió.

—Trátelo bien, Miranda. El pobrecillo perdió a su madre no hace mucho.

La chica sonrió.

—No tiene de qué preocuparse, señora T… En fin, voy a probar mi nueva mascarilla facial. Hasta luego. —Se levantó y salió de la cocina.

La señora Thompson meneó la cabeza.

—Más vale que nos pongamos en marcha, Leah. Mañana será un día de mucho trajín. —Se secó las manos con un trapo y señaló la puerta con el mentón—. Y ya huelo los problemas.

3

La larga limusina negra cruzó los pintorescos pueblos de Yorkshire sin contratiempos. La gente la miraba con curiosidad y trataba de distinguir la figura sentada detrás del vidrio tintado.

Brett Cooper los miraba a su vez, desconsolado y haciendo muecas grotescas que sabía que no podían ver. El cielo justo se había encapotado y había empezado a llover. Los páramos que lo rodeaban parecían tan desolados como él.

Se inclinó hacia delante y sacó una lata de Coca-Cola del minibar. El interior del vehículo le recordaba a una tumba de lujo, con sus paredes de cuero y sus cortinillas en todos los lados para que su padre se aislara del mundo.

Brett apretó un botón.

—¿Cuánto falta, Bill?

—Media hora escasa, señor —contestó la voz metálica.

Soltó el botón, estiró las largas piernas vestidas con vaqueros y bebió un sorbo de Coca-Cola.

Su padre le había prometido que lo recogería en el colegio y lo acompañaría a Yorkshire para presentarle personalmente a esa tía suya. No obstante, cuando se subió ilusionado al asiento de atrás de la limusina, lo encontró vacío.

Bill, el chófer de su progenitor, le dijo que el señor Cooper lo sentía mucho, pero había tenido que volar a Estados Unidos antes de lo esperado.

Durante las cinco horas de trayecto desde Windsor, Brett había experimentado rabia hacia su padre por repetir una vez más el patrón de su infancia: miedo a enfrentarse solo a esa tía desconocida y una profunda tristeza por el hecho de que su madre no estuviera allí para evitarle sentir que su padre pasaba de él.

Los ojos se le llenaron de lágrimas al pensar en ese mismo día de hacía un año. Había volado directamente al aeropuerto de Niza, donde ella acudió a recibirlo. Fueron en coche hasta el chalet que había alquilado en Cap Ferrat y pasaron un maravilloso verano ellos dos solos. Su padre fue a verlos en un par de ocasiones, pero se pasaba el día encerrado en su despacho o en el yate agasajando a socios importantes que habían volado hasta allí para verlo.

Tres meses después, su madre murió. Recordaba haber sido conducido hasta el despacho del director de su internado para recibir la noticia.

Brett se metió en el dormitorio, en aquel momento vacío, y se sentó en el borde de su cama mirando al vacío. Tanto dinero y tanto lujo no habían conseguido evitar que su madre muriera. La odiaba por no haberle dicho que algo le pasaba. ¿Acaso no sabía cómo iba a sentirse él por no estar a su lado en los últimos momentos?

Y su padre… Él también lo sabía, pero calló.

Brett sospechaba que el hombre había tomado la decisión consciente de volcar todos sus esfuerzos en su negocio. Daba la impresión de que fuera lo único que le importaba en el mundo. De hecho, él se preguntaba por qué se había casado siquiera. Así y todo, su madre había sido extremadamente leal. Jamás se quejaba de que apenas viera a su marido ni de que su hijo y ella parecieran ocupar el último lugar en su lista de prioridades. Brett solo los había oído discutir una vez, cuando él tenía cuatro años.

—Por lo que más quieras, Vivien, piénsalo bien. Nueva York es una ciudad maravillosa para vivir. Cuando Brett empiece el colegio, podrá venir en avión en vacaciones. El piso es una maravilla. Por lo menos ven a verlo.

Ella había respondido en su tono quedo y tranquilo:

—No, David, lo siento. Quiero quedarme en Inglaterra por si me necesita.

Brett había empezado a comprender, a medida que crecía, que su madre había hecho una elección ese día. Y que esa elección había sido él. Después de eso, su padre empezó a pasar menos tiempo en casa y más en Nueva York, donde estableció su base, y raras veces le insistía a su esposa para que fuera a verlo.

Cuando Brett ingresó en Eaton, los chicos le preguntaban cómo era su célebre progenitor. Él respondía: «Genial» o «Un tío fantástico», pero lo cierto era que no lo sabía.

Cuando tenía trece años, a David le dio por enseñarle los planos de un nuevo bloque de pisos que estaba construyendo. Él procuraba mostrar interés por lo que su padre le contaba.

—En cuanto termines en Cambridge, ingresarás en la empresa para aprender a dirigirla. Un día será tuya, Brett.

Él asentía y sonreía, pero por dentro torcía el gesto. No tenía el menor interés en entender el imperio paterno. Los números no se le daban bien y las estadísticas lo superaban. Había pasado la prueba de ingreso de Eaton por los pelos gracias a la excelente nota obtenida en su trabajo de literatura inglesa.

En los últimos dos años, a medida que tomaba conciencia del futuro que su padre tenía planeado para él, Brett había empezado a despertarse con sudores fríos. El año pasado, en Cap Ferrat, le había contado abiertamente a su madre cómo se sentía. Incluso le enseñó algunas de sus pinturas. Ella las contempló con asombro.

—¡Caramba, cielo! No tenía ni idea de que se te daba tan bien pintar. Son preciosas. Tienes mucho talento. He de enseñárselas a tu padre.

David las miró por encima y se encogió de hombros.

—No están mal. Es bueno que un empresario tenga una afición que lo relaje.

Brett guardó las acuarelas y el caballete. Su madre trató de consolarlo y animarlo a que siguiera plasmando las espléndidas vistas desde el chalet.

—Es inútil, mamá, papá nunca me dejará estudiar Bellas Artes. Lo tiene todo planeado. Está tan seguro de que ingresaré en Cambridge que ni se le pasa por la cabeza que pueda suspender los exámenes.

Vivien suspiró. Ambos sabían que, de ocurrir lo peor, le conseguirían una plaza en la universidad adecuada mediante una generosa donación.

—Escúchame, Brett, te prometo que le hablaré en tu nombre. Solo tienes quince años. Estoy segura de que podremos hacérselo entender cuando llegue el momento. Debes seguir pintando, cariño. ¡Prometes mucho como artista!

Él meneó la cabeza. Un mes después regresó al colegio y pintó a su madre sentada en el columpio del jardín de su casa de Gloucestershire. Lo había copiado de su foto predilecta, la cual la mostraba en toda su delicada belleza. Brett había planeado regalarle el retrato por Navidad. Pero para entonces estaba muerta y el cuadro seguía dentro del envoltorio, debajo de su cama del internado. Desde entonces se había negado a pisar el aula de arte.

Transcurridos ocho meses, seguía sintiéndose como si hubiese fallecido ayer. Su madre había sido el centro de su mundo, su apoyo, su pilar. Ahora que no había un mediador entre su padre y él, se sentía tremendamente vulnerable.

Había dado por sentado que pasaría las vacaciones estivales en la casa de Gloucestershire o puede que en Antigua. De modo que, cuando recibió la carta mecanografiada por Pat, la secretaria de David, en la que le contaba que su padre iba a enviarlo a Yorkshire para pasar el verano con una tía de la que nunca había oído hablar, su desesperación no hizo sino aumentar. Intentó ponerse en contacto con él, que estaba en Nueva York, y quejarse, pero Pat interceptó sus llamadas.

—Brett, cariño, tu padre insiste en que debes ir, pues los próximos dos meses tiene la agenda muy ocupada. Seguro que estarás bien. Te haré un giro de quinientas libras para tus gastos. Ya me dirás si necesitas más.

Él sabía que no serviría de nada discutir. David Cooper siempre se salía con la suya.

Sonó el interfono.

—Llegaremos dentro de cinco minutos, señor. Ya se ve la casa desde aquí. Si mira a su izquierda, es la que está en lo alto de la colina.

Brett la divisó a través de la llovizna. Un edificio grande y solitario, de piedra gris, en medio de un páramo. Parecía deshabitado y harto inhóspito, como sacado de una novela de Dickens.

—Casa desolada —murmuró para sí. El corazón se le aceleró cuando la limusina tomó la cuesta. Por enésima vez deseó que su madre estuviera a su lado, diciéndole que todo iba a ir bien.

El coche se detuvo suavemente frente a la casa. Brett respiró hondo. Su progenitora no estaba y tenía que afrontar esta situación él solo.

Rose oyó el motor detenerse. Miró a hurtadillas por la ventana de su estudio y vio la elegante limusina con los vidrios tintados. Observó al chófer bajar y rodear el vehículo para abrir la puerta del pasajero. Contuvo la respiración al tiempo que un hombre joven y alto se apeaba. El hombre cerró la portezuela y ella comprendió que Brett había venido solo.

—Gracias a Dios —susurró soltando el aire. Desde su escondrijo examinó al hijo de su hermano.

Como ella, tenía el pelo de color rojo Tiziano. Cuando el chico se dio la vuelta, Rose vio los ojos azul oscuro y la mandíbula cuadrada de David. Brett era un joven guapísimo. Advirtió que jugueteaba nerviosamente con algo que tenía en el bolsillo de la chaqueta mientras el chófer sacaba las maletas del portaequipajes y se encaminaba a la puerta. Percibió cierta tristeza en el muchacho. «Seguro que está más nervioso que yo», pensó. Sonó el timbre y Rose comprobó corriendo su aspecto en el espejo. Oyó a la señora Thompson abrir la puerta, tal como ella le había pedido. Había mandado a Miles y a Miranda a cabalgar para tener un rato a solas con Brett.

Oyó una voz increíblemente parecida a la de David hablar con la señora Thompson mientras lo conducía a la sala de estar. Rose abrió la puerta con gesto vacilante y echó a andar por el pasillo. El chófer estaba metiendo la última maleta.

—La señora Cooper, supongo.

—Señora Delancey, en realidad.

—Disculpe, señora Delancey. El señor Cooper me ha pedido que le transmita su agradecimiento. También me ha pedido que le entregue esto para cubrir la manutención de Brett. —El chófer le tendió un sobre.

—Gracias. ¿Le apetece una taza de té y algo de comer? El viaje de vuelta es largo.

—No, señora Delancey. Le agradezco la invitación, pero debo partir de inmediato. He de recoger a una gente en el aeropuerto de Leeds Bradford a las cinco.

—Parece que David lo hace trabajar duro.

—Me mantiene ocupado, pero me gusta. Llevo casi trece años con él y conozco a Brett desde que era un niño. Es un buen muchacho y no le dará problemas. Si parece un poco callado es porque ha pasado una mala época. Sentía adoración por su madre. Ha sido una terrible pérdida.

—No se preocupe, cuidaré de él. Estoy segura de que nos llevaremos bien. Conduzca con cuidado.

—Lo haré. —Bill se tocó la gorra—. Adiós, señora Delancey.

Rose cerró la puerta y oyó cómo se alejaba la limusina. Abrió el sobre y encontró una tarjeta de Cooper Industries y mil libras en efectivo.

—Santo Dios —susurró—. Si he de gastar todo esto, tendré que darle caviar y champán todas las noches.

Se lo guardó en el bolsillo de la voluminosa falda preguntándose cuándo podría hacer venir al constructor para que le presupuestara el tejado y abrió la puerta de la sala.

La mujer que cruzó la puerta no tenía nada que ver con el aspecto que Brett había imaginado que tendría su tía.

Su madre siempre se había preguntado de quién había heredado el crío el extraordinario tono cobrizo del pelo y ahora lo sabía.

Su tía Rose era una dama de figura voluptuosa ataviada con una blusa de colores alegres y una falda de campesina. Brett intuyó que en otros tiempos había sido una mujer muy bella. Mientras la observaba a través de sus ojos de artista, captó la elegancia de sus facciones, acentuada por unos pómulos altos y prominentes. Unos enormes ojos verdes dominaban el rostro y compartía con su padre los labios grandes y carnosos. Rose sonrió, mostrando una dentadura blanca y uniforme. Su cara le sonaba de algo. Estaba seguro de que la había visto antes en algún lugar, pero no lograba recordar dónde.

—Hola, Brett, soy Rose. —Su voz era firme y profunda.

Él se levantó.

—Es un placer conocerla, tía Rose. —Le tendió la mano, pero, en lugar de estrechársela, la mujer lo envolvió en un abrazo.

Brett percibió un perfume intenso y algo más… Sí, estaba seguro de que era el olor peculiar de la pintura al óleo. Ella se apartó, tomó asiento en el sofá y dio unas palmaditas al cojín contiguo. Él se sentó y Rose le cogió las manos.

—Estamos encantados de tenerte con nosotros, Brett. Imagino que se te hace un poco extraño tener que venir aquí y alojarte con unos parientes a los que no conoces. Estoy segura de que pronto te sentirás como en casa. Debes de estar hambriento después del viaje. ¿Te gustaría comer algo?

—No, gracias. Bill me preparó un almuerzo para tomar durante el trayecto.

—¿Una taza de té, entonces?

—Sí, me encantaría.

—Voy a pedirle a Doreen que lo traiga.

Mientras Rose iba a la cocina, Brett paseó la mirada por la sala. Estaba llena de objetos y muebles viejos, pero lo que le llamó la atención fueron los cuadros de la pared…

—¿Cuánto ha durado el viaje? —La mujer se sentó de nuevo a su lado.

—Unas cinco horas. Había poco tráfico.

—Debes de estar cansado.

—Un poco.

—Después del té te enseñaré tu habitación. La casa está tranquila porque los chicos están montando a caballo. Quizá te apetezca echar una cabezada antes de la cena.

—Quizá —dijo Brett.

Se hizo el silencio y ella trató de pensar en algo que decir.

—Ah, aquí llega Doreen con el té. ¿Lo tomas con azúcar?

—No, gracias, tía Rose.

—No me llames tía, por lo que más quieras. —Sonrió—. Ya eres casi un hombre y me hace sentir vieja. Mis hijos también me llaman por mi nombre. Detesto lo de «madre» o «mamá».

Rose se mordió el labio al ver la angustia reflejada en el rostro de Brett. El chico arrogante y seguro de sí mismo que había esperado encontrar no tenía nada que ver con este joven tímido y tenso que, al parecer, seguía profundamente afectado por la muerte de su madre.

—Conocerás a Miles y a Miranda en la cena. Ella tiene quince años. Solo es unos meses menor que tú, por lo que podréis haceros compañía.

—¿Cuántos años tiene su hijo?

—Tutéame, te lo ruego. Miles tiene veinte años y acaba de volver de su segundo curso en la Universidad de Leeds. No habla mucho, así que no te preocupes si te lleva tiempo conocerlo. Seguro que congeniáis. —Rose apenas podía creer que estuviera teniendo esta conversación—. Bien, si has terminado el té, te enseñaré tu habitación.

Brett subió dos pisos de escaleras chirriantes y la siguió por un pasillo revestido de linóleo.

—Aquí la tienes. Me temo que es muy básica, pero las vistas desde esta ventana son las mejores de la casa. Te dejo solo para que deshagas el equipaje. Si necesitas algo, Doreen suele estar en la cocina. Nos vemos a las ocho para cenar. —Rose sonrió y cerró la puerta.

Brett contempló la que iba a ser su habitación durante los siguientes dos meses. Había una cama grande con una vieja colcha de patchwork echada por encima. El linóleo que cubría los tablones del suelo estaba gastado y el yeso del techo tenía importantes grietas. Caminó hasta la ventana y miró fuera. El sirimiri se había transformado en lluvia y nubarrones grises coronaban las cumbres de las colinas. Tuvo un escalofrío. En la habitación hacía frío y olía a humedad. Oyó un goteo tenue y reparó en un pequeño charco de agua junto a la puerta. En esa zona, el techo estaba combándose de una manera preocupante.

Se le hizo un nudo en la garganta. Se sentía abandonado, abatido y completamente solo. ¿Cómo había sido capaz su padre de enviarlo aquí, a este terrible e inhóspito lugar? Se arrojó sobre la cama y lloró por primera vez desde la muerte de su madre.

Las lágrimas siguieron brotando durante un buen rato, hasta que, tras darse cuenta de que estaba tiritando, se metió debajo de la colcha vestido y, presa del agotamiento, se durmió.

Así lo encontró Rose tres horas más tarde. Tras zarandearlo con suavidad y no obtener respuesta, abandonó el cuarto de puntillas y cerró la puerta.

4

Brett abrió los ojos y parpadeó mientras los rayos de un sol dorado entraban a raudales por la ventana. No recordaba dónde estaba. Cuando finalmente lo hizo, se incorporó y contempló por los cristales el hermoso follaje. Le costaba creer que el sol pudiera transformar un paisaje desolador en una escena de tanta tranquilidad.

Se dio la vuelta y estiró los brazos. Fue entonces cuando la vio.

Estaba en el hueco de la puerta con una bandeja en las manos. Era alta y casi flacucha en su delgadez, y poseía una espectacular melena de color castaño oscuro que le llegaba casi hasta la cintura. Los ojos, enmarcados por largas pestañas negras, también eran castaños. El rostro tenía forma de corazón, con unos labios de un rojo natural y una nariz pequeña y respingona.

Con el sol refulgiendo justo sobre ella y creando destellos danzantes entre los bucles, parecía tan perfecta que Brett se preguntó si estaba ante una imagen de la Virgen. Entonces cayó en la cuenta de que las vírgenes no acostumbraban a llevar bandejas de desayuno, tampoco sudadera y tejanos, por lo que tenía que ser real. Sencillamente era la chica más bella que había visto en su vida.

—Hola —saludó ella con timidez—. Mi madre pensó que podrías tener hambre.

La chica hablaba con un ligero acento de Yorkshire. «Así que esta es Miranda», pensó Brett. Guau, dos meses enteros con ella de compañía. Quizá estas vacaciones no iban a estar tan mal como creía.

—Eres muy amable. La verdad es que estoy hambriento. Creo que anoche me perdí la cena.

—Así es. —La chica sonrió, desvelando una dentadura perfecta de un blanco perla—. Dejaré esto a los pies de la cama. Hay té y tostadas, y debajo del plato tienes beicon y huevos.

Él la observó mientras se acercaba con elegancia y dejaba la bandeja.

—Gracias, Miranda. Soy Brett, por cierto.

Frunció su rostro encantador con un ceño y sacudió la cabeza.

—Eh, no, yo no soy…

—¿Alguien ha mencionado mi nombre?

Una muchacha rubia con pantalones de montar ajustados y una camiseta escotada irrumpió en la habitación. Habría sido muy bonita si no hubiera tenido la cara embadurnada de maquillaje. Se acercó con desenfado y se sentó en el borde de la cama. La bandeja resbaló por la colcha y cayó al suelo con un estruendo.

—¡Mierda! ¿Quién ha puesto esto aquí? Recógela, Leah, ¿quieres? —Obsequió a Brett con una sonrisa mientras la otra muchacha se arrodillaba—. Miranda Delancey, tu prima, o debería decir primastra, ya que mi querida Rose me adoptó cuando era pequeña.

A él se le cayó el alma a los pies. Vio que la chica llamada Leah se afanaba en recoger los fragmentos de loza entre el revoltijo de beicon y huevos.

—Encantado de conocerte —dijo y se levantó de un salto—. Deja que te ayude. —Se arrodilló junto a la otra.

—Que lo haga ella, para eso le pagan —espetó Miranda, subiendo las piernas a la cama.

Brett vislumbró un breve destello de furia en los ojos castaños de Leah al entregarle el último fragmento de loza.

—Ya está —dijo, levantándose.

—Voy a buscar una escoba y un trapo para limpiar el resto. ¿Todavía quieres tu desayuno aquí arriba?

Él contempló los ojos transparentes de ella pensando que el desayuno era lo que menos le importaba en ese momento.

—No, lo tomaré abajo.

La chica asintió, recogió la bandeja y salió del dormitorio.

—¿Quién es? —preguntó a Miranda.

—Leah Thompson, la hija de la asistenta. Ayuda en la casa durante las vacaciones —explicó la prima con desdén—. Y ahora concentrémonos en cosas más importantes, por ejemplo, lo que tú y yo vamos a hacer hoy. Rosie me ha nombrado presidenta del comité de entretenimientos de Brett Cooper y voy a asegurarme de que no estés solo ni un minuto.

La determinación en sus ojos lo sorprendió. No estaba acostumbrado a tratar con chicas de su misma edad, pues en su colegio solo había chicos y pasaba la mayor parte de sus vacaciones en compañía de adultos. Miranda estaba recorriéndolo con la mirada y Brett notó que se ponía colorado.

—¿Y bien? ¿Qué te apetece hacer hoy?

—Eh…

—¿Montas a caballo?

Él tragó saliva.

—Sí.

—Pues no se hable más. Cuando estés listo, iremos a las cuadras del viejo Morris a coger un par de caballos para una larga cabalgata por los páramos. Así nos vamos conociendo. —Miranda se acarició la melena y observó a Brett.

—Vale. Esto, ¿puedes decirme dónde está el cuarto de baño? Creo que debería lavarme y cambiarme de ropa.

—En el pasillo, segunda puerta a la izquierda. ¿Qué te pasó anoche? Me arreglé especialmente para la cena.

—Eh…, supongo que estaba cansado después del viaje.

—Espero que no tengas la costumbre de dormir vestido. —Miranda se levantó de la cama—. Te espero abajo. No tardes mucho, ¿de acuerdo?

Cuando se hubo tranquilizado, Brett salió al pasillo. Enseguida encontró el cuarto de baño y abrió los grifos para llenar la bañera. Tosieron y escupieron, y, cuando por fin el agua hizo su aparición, tenía un extraño color amarillo.

Se quitó la ropa arrugada y se metió en la vieja bañera de hierro tratando de no prestar atención al arenoso sedimento marrón que recorría el fondo. Al cerrar los ojos le vino la imagen de Leah en la puerta de su habitación. Le decepcionaba profundamente que ella no fuera la chica con la que iba a pasar las vacaciones.

Veinte minutos después estaba sentado en la amplia cocina, comiendo un gran plato de huevos con beicon. Miranda estaba hablando sin parar de sus planes para los siguientes dos meses y Leah ayudaba a su madre a secar los platos.

—Hora de irse —anunció la prima—. La granja está a menos de un kilómetro de aquí. Podemos ir en bici, si quieres.

—No, me hará bien caminar.

Miranda lo condujo hacia la puerta de la cocina. Antes de salir, él se volvió.

—Adiós, Leah, hasta luego.

—Adiós, Brett.

—¿No crees que debería dar los buenos días a tía…, quiero decir, a Rose antes de irnos? —preguntó a su prima, que ya estaba bajando por la colina a paso ligero.

—Qué va. Está encerrada en su estudio y no se la puede molestar so pena de muerte. Solo sale para comer.

—¿Qué clase de estudio?

—¿No lo sabes? Rosie era una pintora famosa en la Edad Media. Llevaba siglos sin pintar cuando, hace un par de años, vació una de las habitaciones de abajo y la convirtió en un estudio. Tiene previsto exponer en Londres el año que viene. Será su gran reaparición o algo así. Personalmente creo que pierde el tiempo. Porque, dime, ¿quién va a acordarse de ella después de veinte años?

Las piezas empezaron a encajar enseguida mientras Brett descendía por la colina. Aquel olor de pintura al óleo cuando lo abrazó, los cuadros en la pared de la sala y la cara de Rose… ¡Claro!

—¿Se apellida Delancey?

La chica asintió.

—Sí. ¿Por qué?

—Miranda, te aseguro que tu madre era una estrella en el mundo del arte hace veinte años. Podría decirse que era la pintora más famosa de Europa, hasta que un día desapareció sin más.

La prima arrugó la nariz.

—Personalmente no soporto sus cuadros, son rarísimos. En cualquier caso, pareces saber muchas cosas de ella. ¿Te interesa el arte?

—La verdad es que sí.

Brett estaba entusiasmado, pero también desconcertado. ¿Por qué su padre no había mencionado nunca que Rose Delancey era su hermana? ¿No era algo de lo que sentirse orgullosísimo?

—Estoy segura de que Rosie podrá dedicar un par de segundos a hablar contigo de su tema favorito. Por cierto, ¿eres buen jinete? El caballo es fantástico, pero impredecible, y la yegua…, bueno, si quieres un trote fácil, yo iría a por ella.

Habían llegado a las cuadras y ella estaba enseñándole los establos móviles.

—Me quedo con la yegua, Miranda, gracias.

Ensillaron los caballos y guardaron en la alforja del macho el almuerzo que la señora Thompson les había preparado. Trotaron a un ritmo tranquilo en dirección a los páramos.

—No puedo creer que sea el mismo lugar al que llegué anoche. Creo que nunca me había sentido tan deprimido. Todo me parecía oscuro y sombrío.

—Así es aquí arriba. El tiempo cambia en un instante. Es increíble lo diferentes que parecen los páramos cuando luce el sol —coincidió Miranda.

—¿A quién pertenecen todas estas tierras? —preguntó Brett.

—A granjeros, en su mayor parte. Son para que pasten sus ovejas.

—Se diría que abarcan varios kilómetros. —Oteó el valle mientras trotaban hasta los pastos abiertos y subían por la colina.

—Así es. Aquello de allí, al otro lado del embalse, es Blackmoor. Llega hasta el borde de Haworth, que está a cinco kilómetros. Es un lugar bastante desolado en invierno. Nos hemos quedado aislados por la nieve cientos de veces.

Brett experimentó una repentina sensación de bienestar. Se alegraba de haber venido. Y estaba deseando regresar y hablar con su tía.

—Caray —dijo Miranda, secándose la frente—, qué calor hace hoy. Cuando lleguemos arriba podemos sentarnos y beber algo.

—Vale.

Quince minutos después, los caballos estaban amarrados y ellos tendidos en la basta hierba de lo alto de la colina, bebiendo Coca-Cola.

—¡Eh, mira! —Miranda se levantó de un salto—. Miles está montando allí abajo.

Brett se incorporó y, mirando el valle en la dirección que señalaba ella, divisó una pequeña figura trotando por los páramos a lomos de un gran caballo negro.

—Cuando vuelve de la universidad se pasa la mayor parte del tiempo cabalgando por allí —comentó Miranda con un atisbo de melancolía en la voz.

—¿Qué estudia?

—Historia. Lo añoro mucho cuando no está. —Arrancó un manojo de hierba—. Antes, cuando estaba en casa, pasábamos mucho tiempo juntos. Miles es diferente del resto de la gente…, muy callado… —Su voz se fue apagando. Se volvió hacia Brett y esbozó una sonrisa, desterrando la seriedad del semblante—. A mí me gusta la gente animada, el bullicio. En cuanto acabe el colegio, me iré a Londres. Esto es muy aburrido, nunca pasa nada.

—A mí me parece muy bonito —murmuró él.

—Porque no tienes que vivir aquí. Seguro que tú te pasas el día yendo a fiestas elegantes y a restaurantes de moda.

Brett pensó en la de veces que había sido exhibido como un caniche de competición en los actos sociales de David Cooper, desesperado por volver a casa y quitarse el traje rígido y convencional que a su padre le gustaba que vistiera.

—En serio, Miranda, esa clase de cosas no molan tanto como lo pintan.

—Me gustaría comprob

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos