Bajo el sol de medianoche (Serie Atlántica 1)

Helen Rytkönen
Helen Rytkönen

Fragmento

cap-1

1

Un poco de sal y pimienta

Si hace años hubiera tenido que ponerle un adjetivo a mi vida, no habría dudado en que el perfecto habría sido «sosa», con cada letra refulgiendo en tamaño XL en un cartel de luces brillantes. Bueno, lo de brillante es demasiado ambicioso, sería más bien un cartel con algunas bombillas rotas y otras con poca potencia de luz. Nada de fulgores espectaculares al estilo Las Vegas. Así era yo: como una papilla de avena de esas a las que no le ponen sal porque son estupendas para la salud física, pero que resultan un asco para la sabrosura, la chispa y el meneo. En resumen, la mujer que siempre se había caracterizado por ser una margarita de maracuyá bien aderezada con sal y limón se transformó en alguien anodino, aburrido y conformista. En un momento concreto —muy concreto—, me apagué como una vela cuyo corazón no daba para más, y esa penumbra insulsa se convirtió en el escenario principal de mi vida. Fue fácil y cómodo sumergirme en la mediocridad, porque cuando no esperas nada de ti misma, nunca vas a fallarte; así que todos contentos.

Podría haberme dejado llevar por esa inercia hasta el final de mis días, pero el destino decidió que no fuese así. Quien dice destino dice los hados, Dios o, simplemente, alguna fuerza interior que se alimentó de ese «quien tuvo retuvo» que le encanta a mi abuela Carmen Delia y que, en esta ocasión, me fue como anillo al dedo. Quizá sea porque las personas nunca perdemos nuestra esencia, solo la escondemos o la enterramos bajo capas de obligado olvido, y ese chisporroteo asoma la patita cuando menos lo esperas sacándote de la comodidad de tu vida estándar. Se quita de encima el polvo acumulado, se despereza y te toca el hombro como diciendo: «¿Qué pasa contigo, amiga mía?», y no se va hasta que consigue una respuesta. La puedes espantar, echar a patadas e incluso amenazarla. Te resulta molesta y quisquillosa, y te saca un sarpullido de los que escaldan, pero ella es insistente y te conoce mejor que tú misma; te pica y te busca las cosquillas si no encuentra la reacción que estaba esperando. Y no te queda otra que claudicar, caer con toda la caballería y abrir los ojos después de tanto tiempo. Aunque duela y cueste acostumbrarse a la claridad tras años viviendo en las sombras.

Es entonces cuando sabes que algo está cambiando y que ya estás preparada para avanzar. En mi caso, la señal luminosa se encendió parpadeante, casi renuente, por dos cosas que, en apariencia, no tenían nada que ver la una con la otra y que coincidieron de forma demasiado conveniente en el tiempo: un correo electrónico madrugador y una muy esperada boda.

El correo había llegado a mi bandeja de entrada por la mañana, pero ese día habíamos sufrido más lío de lo normal en la empresa de marketing digital donde trabajaba y tuve que sacar varias webs adelante, ya que se nos echaban los tiempos encima. Añade capas, tramas, lee dos y tres veces el feedback de un cliente tiquismiquis, cambia colores —no te convencen—, cómete un bocadillo de pollo del Imperial delante del teclado y funde la cafetera de la ofi porque te has pedido dos días libres para la boda de tu amigo Alberto y ahora tienes que correr.

Por eso no vi el correo hasta llegar a casa, tras tragarme el embotellamiento en la autopista por un accidente a la altura del puente de la Pepsi Cola —situado entre los dos grandes hospitales con los que contaba Tenerife, la isla donde vivía— y meter el coche en la plaza de garaje mediante veinte maniobras milimétricas porque el vecino me había pegado el suyo como si quisiese intimar conmigo. Subí en el ascensor exhausta, pensando en darme una ducha y enchufar alguna serie tonta en la plataforma de turno para descansar la mente. Era lo que hacía todas las noches y, especialmente, en un día tan largo, me tranquilizaba el no tener que improvisar, sino poder aferrarme a las costumbres enmohecidas durante tantos años.

Solo después de haber engullido una lata de mejillones en escabeche y unos picos de pan —así de tristes eran mis cenas en los últimos tiempos—, me recosté en el sofá, di al play a la serie que tenía medio empezada y cogí el móvil para revisar lo típico de todas las noches: las redes, Gmail, Pinterest. Y después de bucear media hora entre pines sobre diseño y la obra de mi adorada Luo Li Rong, abrí el gestor de correo y lo vi: un mensaje de ese mismo día y que procedía de una dirección corporativa de Jojo X.

¿Cómo no me había dado cuenta antes?

En mis ojos, el correo brillaba como una ansiada snitch y sentí que la tensión se me disparaba; varias semanas esperando una contestación y allí estaba aquello que podría cambiarme la vida si la respuesta era afirmativa.

Y lo era.

Dejé caer el móvil porque las manos comenzaron a temblarme sin control y el rostro me ardía como si me hubiesen encendido una hoguera bajo la piel.

«¡Me lo han dado! ¡Estoy dentro! ¡No me lo puedo creer!».

La presión de las noches sin dormir diseñando mi propuesta, las búsquedas de inspiración en miles de documentales y vídeos, los paseos por Google Earth para entender el ambiente y el entorno, el estrujarme los sesos para ser innovadora, sexy y práctica a la vez… Meses de trabajo que ahora se condensaban en un mail en inglés en el que me invitaban a formar parte del equipo de diseño para la colección cápsula más especial de Jojo X, que iba a celebrar su décimo aniversario como una de las marcas de textil más innovadoras y punteras en Europa.

Un año de colaboración en Suvisalo, Finlandia, donde la firma tenía su base.

Una oportunidad única para una cuarentañera que se sentía anquilosada, aburrida y sin retos; para una mujer que, en los últimos meses, había descubierto sus ganas de volver a la vida, a la aventura, a lo trepidante de la expresión «cada día cuenta» y su hartazgo de dejar pasar las horas en una quietud que, después de tanto tiempo, no era la que reclamaba su interior.

Tuve que levantarme porque el cuerpo se me revolucionaba por momentos y necesité doblarme por la ansiedad y por la adrenalina que circulaban por mis venas. Respiré hondo varias veces, agité las manos para ver si así descargaba los nervios y me tiré en plancha de nuevo en el sofá para leer mejor el mail. Con los nervios, solo había visto la aceptación, pero no el resto.

Las manos me seguían temblando mientras leía lo que me había escrito la que, en la firma, se presentaba como la directora de Recursos Humanos.

«La leche. Tienen prisa. En diez días tengo que estar allí».

Mi mente empezó a trabajar con una rapidez que tuvo que desempolvar del baúl de los recuerdos. Y mientras contestaba el correo y planificaba toda mi partida, no me di cuenta de que en ningún instante dudé. No se me pasó por la cabeza el dedicar un pensamiento extra a si iba a ser capaz, si todo aquello era una locura o si me estaba metiendo en un embolado del que no saldría tan fácilmente.

Supongo que todo el trabajo previo, ese que había ido desarrollando en los últimos meses, había dado sus frutos. Una revolución silenciosa se había gestado dentro de mí, muy poco a poco pero de forma implacable, y me estaba haciendo volver a la Elisa que siempre fui, y tirar a la basura esa versión papilla de mí misma.

No le dije nada a nadie esa noche. Quería saborearlo yo sola, sentir que por primera vez en muchos años haría algo que estaba conectado con mi interior. Necesitaba dejar de ser esa Elisa que se ganaba la vida diseñando webs y campañas de conversión digitales para un jefe que llevaba prometiendo contratarla años, pero al que le convenía seguir disponiendo de ella como autónoma; la que devoraba con avidez todo lo que tenía que ver con las tendencias de diseño y continuaba haciendo cosas por su cuenta que luego no enviaba a ningún lado; la hermana y amiga que se había convertido en la voz de la razón cuando antes siempre había sido la que engañaba a todas para hacer las mayores travesuras, o la mujer que no se enamoraba de nadie porque del amor solo le quedaban restos calcinados de una fogata que nunca llegó a apagarse del todo.

Un año fuera, dándome la oportunidad que siempre deseé, probando mi talento y viviendo otra cultura era exactamente lo que necesitaba. Sonreí; eso que hacía la generación Z como algo habitual me llegaba a mí a los cuarenta. Quizá fuese aquel mi momento perfecto y todo lo ocurrido en los últimos años me hubiese llevado a ese mes de marzo valiente y lleno de sueños nuevos.

Esa noche apenas pude dormir de la emoción y solo logré cerrar los ojos de mañana, cuando los camiones de reparto del Hiperdino cercano empezaron a hacer su ruido característico. Dormí cuatro horas y me desperté asustada. Mis hermanos vendrían a buscarme para ir juntos al sur y yo no tenía hecha ni la maleta. Miré el móvil y me relajé, eran las doce y habíamos quedado a la una y media. Margen de sobra para prepararme para un fin de semana que llevaba esperando mucho tiempo.

Mientras metía ropa en un tróley y hacía la selección de bisutería, saqué un momento para hablar con Alberto, el futuro marido y mi amigo del alma, y echar un vistazo al correo para ver si me habían contestado desde Jojo X.

Bingo. Vaya eficiencia la de los finlandeses. Me enviaban el billete de avión, la estancia en un hotel de la capital durante dos días y toda la información para llegar al pueblo de Suvisalo, en el centro del país. Me daban la cordial bienvenida, me especificaban todos los papeleos que tenía que llevar a cabo antes de incorporarme y me pedían que, si tenía cualquier petición o duda, se la hiciera saber sin ningún problema.

Tuve que sentarme en la cama porque me mareé ligeramente.

«Esto es de verdad. Me voy».

Y una alegría inmensa, un remolino de felicidad mezclado con expectación y unas ganas que me desbordaban los lagrimales, hizo que gritase y me abrazase a mí misma. No había ningún sentimiento que pudiese ensombrecer lo que brillaba en mi interior y por eso me sentía libre por primera vez en muchos años, porque la tristeza había sido mi compañera habitual, tanto que ya era inherente a mí.

Y ahora se había ido. Puf, se había esfumado; algo más poderoso que ella le había dado una patada en la entrepierna y la había mandado a freír espárragos junto con la vergüenza y la insuficiencia.

Puse música y bailoteé al ritmo de mi playlist favorita mientras me vestía con unas ganas que casi no reconocía como mías. Colgué el modelito de la boda de una percha, lo recubrí con un guardatrajes y me entretuve en aplicarme un poco de brillo en los labios. Una llamada a mi móvil me hizo desviar los ojos del espejo, pero la sensación de irrealidad que me envolvió al ver a la desconocida de ojos brillantes me acompañó hasta bajar a la calle. ¿Era esa la Elisa Olivares que el día anterior volvía a replicar un diseño web por enésima vez?

El enorme Audi de mi cuñado Leo me esperaba en doble fila y mi hermana Victoria ya había bajado para ayudarme a poner los bártulos en el maletero. Así era ella, siempre dispuesta a asistir o, más bien, a controlar el cotarro. Me dio dos besos y me dedicó una de esas sonrisas que siempre me hacían barruntar peligro; Victoria sin niños y con un fin de semana por delante era sinónimo de sálvese quien pueda. Su mirada se quedó prendida en mí y frunció el ceño, como intentando descifrar algo.

—¡Qué buena cara tienes, Eli! ¿Has cambiado de crema o hay algo que debas contarme?

Me reí, y el sonido hizo que mis otros dos hermanos, que estaban en el asiento de atrás, se volviesen como los cotillas que eran. Apreté el botón para que el gigantesco maletero se cerrase y, tras saludar a Leo, me subí al coche. Marcos me abrazó con ganas —no nos veíamos desde hacía meses, había estado de nuevo sumergido en ese trabajo tan secreto que tenía— y Nora me dio un beso sonoro, haciéndome llegar las notas de su aroma cálido, que no perdía a pesar de llevar ya varios años de nómada por el mundo. Victoria, que ya estaba en el asiento delantero, se giró y alargó la mano para que hiciésemos nuestro «uno para todos y todos para uno» de siempre.

—No me puedo creer que por fin estemos todos reunidos. Ha tenido que casarse el Albertucho para que estos dos vagamundos nos honren con su presencia.

—Ya será para menos, Vic, que nos vimos en Navidad —respondió Marcos, a lo que nuestra hermana mayor reaccionó enseñándole la lengua con ese cariño seco que era marca de la casa.

—Eso fue un visto y no visto, Marquitos —le dije, dándole un codazo.

Nora asintió a su lado. Acto seguido, fijó en mí sus ojos turquesa, como queriendo indagar algo, y expresó su inquietud en voz alta mientras Leo internaba el coche en el tráfico de La Laguna hacia la Vía de Ronda.

—A esta le pasa algo.

Victoria afirmó con un gesto y enarcó las cejas tras sus gafas ultramodernas.

—Me di cuenta desde que la vi. No sabe disimular.

Marcos se giró hacia mí y sonrió canalla.

—O ha follado o nos tiene que confesar algo.

Bufé como los gatos e intenté quitármelos de encima.

—Cómo les gusta eso de inventarse cosas.[1] No me pasa nada.

—Eso no te lo crees ni tú —respondió Nora, y me apuntó con el dedo acusadoramente—. Venga, desembucha.

Achiqué los ojos ante mi hermana la hippy y no pude evitar sonreír. Qué carajo. Si no se lo contaba a ellos primero, ¿a quién si no?

—Vale. Pero a mamá ni mu, que se lo quiero decir en persona. ¿De acuerdo?

Tres cabezas se movieron al unísono y noté que hasta Leo asentía. Vaya por Dios, cuánta expectación. Cogí aire y lo solté.

—He conseguido el trabajo de mis sueños y me voy un año a Finlandia.

Un silencio que denotaba sorpresa inundó el coche, aunque no duró mucho.

—Pero ¿eso cómo ha sido?

—¿De qué es el trabajo?

—Oh, mamá se va a morir…

—Creo que es lo mejor que te he oído contar en mucho tiempo.

La frase de Leo reverberó en el aire e hizo que el resto se callase. Me emocioné un poco, no era demasiado dado a expresar nada que tuviese que ver con sentimientos, y sé que a los demás les ocurrió lo mismo.

—¿Recuerdan la feria de moda a la que fui en Londres en mis vacaciones del año pasado? Allí conocí varias marcas que me parecieron superinteresantes, entre ellas, la finlandesa Jojo X. Me suscribí a sus newsletters y justo hace tres meses informaron de una convocatoria para participar en el diseño de la colección cápsula del año que viene, que es su décimo aniversario. Me animé a diseñar unos prints y luego me los imaginé en alguna pieza de ropa, y bueno… Les envié una propuesta y ayer me contestaron que quieren que sea una de las colaboradoras del proyecto.

Una salva de vítores y aplausos me hicieron ponerme más colorada que el vestido rojo de lunares fucsias que llevaba, y Leo subió la música a toda leche. Recibí mil abrazos y besos y un mordisco en la mejilla, marca de la casa de mi hermano.

—¡Auuu! —exclamé, y le di un mamporro en el muslo. Pero como el maldito los tenía de acero, creo que me dolió más a mí. Se rio a carcajada limpia y me pasó el brazo por encima de los hombros.

—Estoy superorgulloso de ti, Eli. Sé lo que significa esto y no te imaginas lo que me alegra que por fin hayas dado un paso en una dirección real.

Lo miré con resignación.

—En algún momento tenía que salir de la cueva en la que llevo los últimos años. No estaba segura de que lo fuese a conseguir, pero, mira, la vida me puso delante esta oportunidad y no me lo pensé.

—Estaba para ti, es obvio. Además, Finlandia es un país estupendo para vivir, ya lo verás. Quitando el frío, que se combate sin problema, tiene muchas cosas que te gustarán.

Me había olvidado de que Marcos había pasado allí una temporada. Claro, con lo que se movía por el mundo, era imposible acordarme de todos los lugares que conocía.

—¿Y cuándo te vas? —me preguntó Victoria, todavía impactada por la noticia. Supongo que ya había tirado la toalla conmigo y pensaba que me seguiría teniendo de niñera hasta que sus hijos fueran a la universidad.

—En diez días. Quieren que empecemos cuanto antes.

—Uf, pues no te queda mucho tiempo. —Podía ver el tictac en la mente de Vic y la lista de cosas que se estaba generando para ayudarme en mi marcha—. ¿Ya lo dijiste en el trabajo?

Me encogí de hombros.

—No, se lo comentaré a Pedro cuanto antes.

—Le va a dar algo cuando se entere.

—Pues que hubiera hecho más por mantenerme contenta —espeté, recuperando a esa Elisa gruñona que había sido la tónica habitual en los últimos años.

Nora me guiñó un ojo.

—En eso tienes razón. Ahora se dará cuenta de todo lo que le solucionabas.

—Ya puede esperar sentado a que vuelva, se le acabó el chollo conmigo —sentencié, y mis hermanos aplaudieron.

El sonido del teléfono de Marcos interrumpió el alboroto y lo cogió con un gesto de disculpa. La voz de Alberto llegó a mis oídos sin necesidad de que pusiera el manos libres, y me reí. Que Marcos se comiese el nerviosismo de nuestro amigo, que ya lo había sufrido yo con creces en las semanas anteriores. Era su segunda boda y diría que estaba más atacado que en la primera.

Escuché a Marcos diciéndole que sí, que tenía preparado el discurso y que en una hora, lo que íbamos a tardar en llegar, se lo recitaría de pe a pa si hacía falta. De fondo se percibía barullo y risas, seguro que ya estaban probando la piscina del hotel rural donde nos quedaríamos todos. Sonreí de la emoción, llevaba mucho tiempo esperando aquella boda y ahora, con la noticia de Jojo X, iba a disfrutarla aún más.

La euforia me duró el tiempo exacto que tardé en identificar al teléfono una risa y una voz, que se introdujo en mis tímpanos activando el último recuerdo asociado a ella. Uno nada bueno.

«La madre que parió a Panete. Ya sabía yo que ocurriría».

Cerré los ojos y me obligué a tranquilizarme. La posibilidad de que asistiese a la boda siempre había sido real, aunque en mi fuero interno había rogado que no fuera así. Por lo visto mis deseos no se iban a hacer realidad. Ya había agotado el cupo con el nuevo trabajo.

Percibí las miradas de mis hermanos como aguijones y lo comprobé al abrir los ojos. Marcos hablaba con «la voz» en el tono de colega que siempre habían mantenido entre ellos, pero notaba sus miraditas de apuro barriéndome como si de un faro se tratase.

«Relájate, Elisa. Ya hace mucho de todo eso, podemos comportarnos como personas civilizadas».

No lo había visto en tres años, desde aquella última operación de su unidad que lo había dejado tocado y tras la cual había pedido una excedencia. Fue de refilón —de hecho, él no me vio— el día que tuve que llevar a Marcos a su casa —nuestra casa— en un viaje relámpago que hizo para venir a ayudar a su amigo.

Desde que nos separamos, apenas nos habíamos visto. Para alguien de fuera, le parecerá extraño que en una isla no coincidas con alguien, sobre todo, porque seguimos teniendo gustos parecidos y no dejamos de ir a los mismos lugares que cuando estábamos juntos. Pero en un territorio de casi un millón de habitantes, es fácil esconderte si quieres hacerlo. Nosotros no lo hicimos, aunque supongo que el karma o lo que fuese se apiadó y nos dio tiempo para sanar, desconectando de todo en lo que se convirtió, al final, nuestra relación.

El hecho de convivir un fin de semana entero con él me inquietaba, pero no me quitaba el sueño. Ya hacía tiempo desde nuestra ruptura y quizá fuese un contexto perfecto para aprender a desenvolvernos como lo que éramos: una expareja sin más.

Si es que entre Mario y yo cabía esa expresión.

Cerré la mente a todo lo que podía desencadenarse si dejaba un solo resquicio para ello.

—Tranquilos, me lo podía imaginar —dije después de que Marcos colgase—. No me coge por sorpresa. Era una posibilidad. Alberto no me lo confirmó, pero estaba claro que haría un esfuerzo por venir.

—Ya, pero igual no es plato de buen gusto.

Esa era Vic, directa al grano. Me encogí de hombros y esbocé una sonrisa.

—Creo que podremos convivir durante un fin de semana. A mí lo de Finlandia me tiene tan feliz que con no hablar demasiado con él me vale.

—Pero ustedes se llevaban bien, Eli. Ese no fue el problema. Así que quizá incluso te sorprendas y acabes divirtiéndote con él —apuntó Marcos.

Victoria no pudo disimular su cara de «ni de coña» y Nora asintió a su lado como esos perritos de juguete que pones en la bandeja de atrás del coche. Me reí y me salió una pedorreta.

—Eso es lo que tú quieres, porque es tu amigo.

Leo soltó una carcajada y el resto se dedicó a meterse con Marcos. Yo fijé la vista en la autopista, en la sucesión de antiguos conos volcánicos y llanuras desérticas pobladas de aerogeneradores. El mar brillaba cerca de la carretera, de ese color azul tan propio del Atlántico primaveral, y me dije que no debía preocuparme. Que iban a ser unos días de celebración, no de recuerdos tristes. Muchas luces sin espacio para las sombras.

Lo que jamás hubiera imaginado era que aquel fin de semana daría la vuelta a mi vida como nunca lo habría creído posible.

2

Raro raro raro

A pesar de mi aparente tranquilidad, me sentí algo inquieta cuando enfilamos el amplio aparcamiento de grava que se desplegaba en uno de los laterales del hotel. Pero mis hermanos se encargaron de disipar cualquier sentimiento sombrío, estaba cada uno en su mejor versión, llenos de una energía efervescente y cierto tufillo a adolescencia hormonada. Supongo que el poder escaparnos de la vida adulta durante un fin de semana ponía cachondo a cualquiera.

—Qué maravilla de sitio —escuché decir a Victoria a mi lado.

Y eso era mucho viniendo de Mrs. Beckham —que era como se conocía en los círculos isleños a la glamurosa pareja que formaba con Leo—. Pero tenía razón y tuve que asentir al saborear con la mirada la riqueza del paisaje que se abría ante nuestros ojos.

Rodeado de viñedos y salpicado de palmerales y frondosos aguacateros, el pequeño hotel se asomaba a un saliente orográfico que le hacía tener unas vistas privilegiadas sobre la costa, aunando así todo el esplendor natural de la isla. La edificación no representaba la clásica arquitectura canaria, pero resultaba singularmente bella con sus distintas alturas y unas hermosas piedras grises incrustadas en toda su superficie. Yo no había estado nunca en aquel lugar, pero sabía que era harto difícil conseguir una habitación, y más reservar el hotel entero para un evento.

Entramos en la recepción y allí nos entregaron una copa del espumoso que elaboraban en la finca. Estaba helado y delicioso, y cerré los ojos al notar cómo caía por mi garganta.

—Si lo desean, nuestro personal llevará sus maletas a las habitaciones. En la piscina están sirviendo ahora mismo el almuerzo, por si les apetece unirse.

Uf, sí. Mi estómago estaba protestando y ya no sabía si era por el hambre, por los nervios o por las burbujas de felicidad que se resistían a abandonarme. Nadie dijo nada, no hizo falta, nos dirigimos hacia el acceso a la terraza como si fuésemos un pequeño ejército sincronizado. Oía los chapuzones y los gritos amortiguados por las gruesas paredes de piedra, y sentí que me acaloraba. Aquel marzo estaba siendo inusualmente cálido y en el sur de la isla, más aún.

Sabía por Alberto que en el hotel nos quedábamos los más allegados: las respectivas familias, que eran pequeñas, y los amigos de toda la vida. No cabían más, pues tenía solo veinte habitaciones, aunque, por suerte, en las cercanías había alojamientos de todo tipo. Pero al asomarnos a la zona ajardinada, donde una maravillosa piscina infinity se mimetizaba con el cielo y el océano, me dije que allí ya había media boda. Y eso que muchos todavía no habían salido de trabajar y llegarían por la tarde.

Vi emerger a Alberto del agua y di un paso hacia atrás con una sonrisa. Lo conocía como si lo hubiese parido y debía tener cuidado para no acabar en el fondo de la piscina. Abrió los brazos y bramó como un rinoceronte en celo.

—¡Llegaron los que faltaban! ¡Ven a mí, pequeña!

No pude evitar que me mojase enterita, porque a la primera que abrazó fue a mí, por supuesto. Y de ahí a que me empujase al borde la piscina y al agua, pasaron solo unos segundos. Lo único que me consoló fue que escuché que alguien caía a mi lado y supuse que era Marcos. Salí a la superficie y comprobé que estaba en lo cierto: era lo que tenía el que solo nos llevásemos un año, parecíamos mellizos.

Nadé hasta las escaleras y salí de la piscina, sacudiéndome como un perro lanudo y dando gracias por haberme puesto el biquini debajo de la ropa. Vic se personó a mi lado al momento con una toalla, pero la rechacé.

—No te preocupes, con el calor que hace dejaré el vestido secando al sol y me quedo en biquini.

Al echar un vistazo a mi alrededor comprobé que ese era el plan, hasta los que estaban almorzando lo hacían en bañador aprovechando el sol primaveral que ese día calentaba con saña. Eso sí, me quité el vestido mojado y le di un buen sopapo a Alberto con él.

—Esto por fastidiarme el look, idiota.

Se rio con ganas y esquivó una colleja de Marcos mientras Leo me tendía una cerveza ya destapada. Mi cuñado estaba en todo y le agradecí el gesto con mi mejor sonrisa. La botella, desde donde una gata con ojos violeta me sonreía subida en un coche vintage, estaba helada y le di un trago rápido.

Entonces noté una mirada y algo en la atmósfera que me rodeaba cambió. Las partículas de aire cantaron melodías de antaño que me llevaron a encogerme un poco. Sin quererlo, me sentí de nuevo papilla de avena y me dieron ganas de taparme el cuerpo serrano que con tanta alegría estaba exhibiendo. Ya no era la chica joven que aquellos ojos habían acariciado miles de veces, ahora la edad y los kilos de más que la tristeza había acumulado en mi silueta habían desterrado la tersura y el brillo de una piel que una vez fue dorada y lisa.

Hice un gesto con la cabeza, como para ahuyentar toda esa tontería, y me volví a erguir. Esa era yo ahora, la Elisa Olivares de cuarenta años que seguía teniendo mucha vida en su interior. La cara de apagada había decidido dejarla por el camino, y así iba a continuar siendo.

Nora se me acercó, ajena a lo que pasaba por mi cabeza. Traía del brazo a Dácil, la novia de Alberto, que estaba preciosa, con los ojos llenos de ilusión, y agradecí que mis pensamientos cambiaran de rumbo en cuanto la abracé y la felicité por todo lo que iba a ocurrir en esos días. Julieta, la hija de cinco años de Alberto, venía enganchada a su pierna, como siempre desde que Dácil se integró en la familia. Y ver la mirada de adoración de aquella niña que había perdido a su madre siendo solo un bebé me calentó por dentro con una emoción desbordante. La cogí en brazos, sabiendo que le encantaría porque yo era una de sus personas favoritas en el mundo, y le planté todos los besos que me dejó antes de hundir su carita en mi cuello. Me di la vuelta, sonriendo, y entonces fue cuando lo vi.

No pudo recomponer la expresión de su rostro; supongo que el verme con una niña en los brazos fue demasiado. O, simplemente, el hecho de volvernos a encontrar después de tanto tiempo. Entre él y yo cualquier tipo de sentimiento era posible, así había sido siempre.

Sus ojos verdes intentaron camuflar sus emociones, pero no lo logró. Eso o que yo todavía sabía leerlos sin error alguno. Y preferí ignorar lo que creí ver en ellos.

Decidí ser adulta y romper lo que fuese que nos estábamos diciendo en esos segundos silenciosos. Le sonreí con amabilidad y silabeé un «hola». Como si fuéramos antiguos compañeros de trabajo que se ven tras unos años. Noté su sorpresa y sabía que estaba debatiendo qué hacer. Supongo que se movió hasta mí porque habría quedado raro no acercarse, aunque en el fondo no sé si lo hubiese hecho de haber estado rodeados de extraños. Lo de Mario no era hacer gala de una inteligencia emocional avanzada.

O sí, qué caramba. Ya no éramos los mismos y no tenía sentido comportarnos como en los primeros tiempos después de nuestra ruptura.

Aun así, verlo caminar hacia mí con una cerveza en la mano y un bañador verde oscuro que hacía juego con todo lo que era él hizo que algo revolotease en mi interior. Abracé un poco más a Julieta, que tendió sus brazos a Dácil, y dejé que se deslizase hacia su madrastra, aunque lo que me pedía el cuerpo era seguir sintiendo su calor reconfortante y el olor a colonia infantil.

Su voz sonó un poco ronca cuando respondió a mi saludo y carraspeó. Yo lo miré como siempre, hacia arriba, porque su casi metro noventa se mataba con mi escaso metro sesenta, y me costó Dios y ayuda no regodearme en su pecho, tan cálido, acogedor y portentoso como recordaba.

—Me alegro de verte, Mario.

Mi madre habría estado orgullosa de mí. Voz suave, simpática, una pequeña sonrisa. Perfectamente cordial. ¡Bum! De bruces con su mirada verde inquisitiva y llena de un velado humor, como queriendo preguntarme si esa que estaba mostrando era yo de verdad. Resoplé y nuestra conversación se condujo por los cauces de siempre, sin filtros.

—No me mires así.

Entonces vi una sonrisa de verdad en su rostro moreno y, en algún recóndito lugar de mi mente, una vocecita me dijo que hubiese sido mejor no verla.

—¿Te pongo nerviosa? Vaya, vaya, eso no me lo esperaba.

—No seas engreído, ya sabes que no es eso. Es por la situación, que es rara.

«Y que me miras como si fueras el Lobo Feroz y yo una Caperucita Roja muy apetitosa».

Se encogió de hombros, risueño, y eso me llamó la atención. El gesto habitual de Mario era serio, incluso huraño, y aquel día le estaba viendo más sonrisas que en el último año antes de nuestra ruptura. Olé por él, supongo que significaba que había avanzado y cambiado para mejor. Lo mismo ahora hasta le gustaba bailar y hacía cócteles, todo era posible.

—Lo que es extraño es que no hayamos coincidido antes en ningún sitio.

Me encogí de hombros yo también.

—Bueno, qué mejor que en la boda de Alberto.

Asintió con otra sonrisa de esas que hacía que sus ojos verdes brillasen como gemas. Desvié la vista, no era justo que siguiese tan guapo y que me costase tanto obviarlo.

—¿Ya has comido? —me preguntó, y en ese momento mis hermanos nos rodearon. Me sonó a operación rescate, pero, al verme la cara, relajaron sus expresiones y comenzaron una cháchara divertida regada con un par de cervezas. Con la excusa de picar algo, en cuanto me fue posible, me escabullí del ruidoso grupo y fui a coger un plato del bufet que el hotel nos había montado al lado de la piscina. Me refugié en la sombra de la palapa y, entre cucharones de ensalada, unos trozos de tortilla y un buen montón de carpaccio, me dije que el reencuentro había sido bastante aceptable. Los nervios se me habían quitado de lleno y sí, no podía negar que me gustase verlo, pero eso había ocurrido desde el primer instante en el que nuestros ojos se cruzaron, hacía ya muchos años.

Me senté en una de las mesas del bar junto a los padres de Alberto, que estaban rojos como cangrejos y combatían el calor con unas cervezas. Me acogieron con una sonrisa. Habían formado parte de mi vida desde pequeña; el que nuestras familias viviesen una al lado de la otra había forjado un vínculo tanto entre los adultos como entre los niños. Mi madre se había quedado desolada al saber que no podría venir a la boda de su Albertito del alma; lo quería como a un hijo. Pero había pillado una neumonía que se le había complicado y, aunque ya había salido del hospital, le habían recomendado resguardarse. Y pese a que ella dijese lo contrario, yo la notaba flojita. Menos mal que mi abuela le hacía compañía porque si no, conociéndola, se habría muerto de pena imaginando la fiesta que se iba a perder.

—¿Y Cathy? ¿Ya está aquí? —les pregunté. Me parecía raro que la hermana de Alberto no hubiese llegado ya, solía ser la primera. Marisa hizo un gesto hacia el hotel y sonrió con afecto.

—Llegó hace un rato, pero la niña quería comer y, con el calor que hace, decidió darle el pecho en la habitación.

Asentí. Cathy y yo habíamos sido muy amigas de niñas; luego, nuestros caminos se separaron, pero el cariño nunca desapareció. De adultas, quedábamos a veces para tomar café y por eso había estado al tanto de todo el proceso de Cathy para ser madre. Le había costado mucho tomar la decisión de hac

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