Lazos profundos

Rosamunde Pilcher

Fragmento

1

Aquel día de febrero, el sol brillaba en París y en el aeropuerto de Le Bourget se reflejaba desde un cielo de invernales tonos azulados sobre las pistas todavía húmedas a causa de la lluvia de la noche anterior. En la sala de espera donde se encontraban, el día parecía tan agradable que decidieron salir a la terraza, pero, una vez allí, comprobaron que el radiante sol apenas calentaba y que la alegre brisa que extendía las mangas de viento horizontalmente era tan cortante como el filo de un cuchillo. Desanimados, se refugiaron en el restaurante a esperar la llegada del vuelo de Emma, y allí estaban ahora, sentados a una mesa tomando café y fumando los Gauloises de Christopher. Tan absortos estaban el uno en el otro que ni siquiera se percataban de la inevitable atención que despertaba su llamativo aspecto. Emma, alta y muy morena, llevaba el cabello negro peinado hacia atrás y sujeto con una diadema de carey, formando una negra cortina que le caía por la espalda hasta la cintura. Su rostro, de recta nariz y cuadrada y firme barbilla, demasiado huesudo y de rasgos excesivamente acusados como para ser bonito, poseía, sin embargo, un encanto especial gracias a sus grandes y peculiares ojos gris azulados y su ancha boca, capaz de hacer una mueca de desconsuelo cuando no lograba salirse con la suya, pero también de sonreír ampliamente cuando estaba contenta, como lo estaba en aquel momento. Aquel frío pero radiante día de sol, vestía un vistoso traje pantalón de color verde y un polo blanco que acentuaba el tono aceitunado de su tez, si bien la sofisticació atuendo quedaba un tanto empañada por la montaña de maletas y bolsos de viaje que la rodeaba y que un espectador desprevenido hubiera considerado como rescatada milagrosamente de una catástrofe aérea.

En realidad se trataba de la acumulación de seis añ estancia en el extranjero, pero eso nadie lo sabía. Tres maletas ían entregado en el mostrador, previo pago de una fuerte suma por exceso de equipaje. Pero aún quedaban una bolsa de lona, una bolsa de papel de Prisunic de la que asomaban unas largas barras de pan francés, un cesto lleno a rebosar de libros y discos, un impermeable, un par de botas de esquiar y un enorme sombrero de paja.

Christopher contempló el equipaje, preguntándose con sereno distanciamiento cómo iban a transportar todo aquello hasta el aparato.

Podrías ponerte el sombrero de paja, las botas de esquiar y el impermeable. De esa manera, habría tres cosas menos que llevar.

Ya llevo zapatos, y el sombrero se lo llevaría el viento. Y el impermeable es horrible. Cuando me lo pongo, parezco una refugiada. No sé por qué lo he traído.

Yo te diré por qué. Porque en Londres estará lloviendo. Puede que no.

Allí siempre llueve. —Christopher encendió otro Gauloise con la colilla del anterior—. Otra buena razón para quedarte conmigo en París.

Ya lo hemos discutido cientos de veces. Quiero volver

Christopher sonrió sin rencor. Solo había bromeado. Cuando sonreía, sus ojos moteados de amarillo se curvaban hacia arriba y, en combinación con su indolente y larguirucha figura, le conferían una apariencia curiosamente felina. Vest unas prendas informales de vivos colores y aire ligeramente bohemio. Ajustados pantalones de pana, viejas zapatillas deportivas, camisa azul de algodón sobre un jersey amarillo y chaqueta de cuero muy vieja y con los codos y el cuello lustrosos por el uso. Parecía francés, pero en realidad era tan ingl como Emma, e incluso estaba lejanamente emparentado con ella, pues años atrás, cuando Emma tenía seis años y é
padre de Emma, Ben Litton, se había casado con Hester Ferris, la madre de Christopher. La unión solo se habí
dieciocho meses, tras los cuales se deshizo. Ahora Emma la recordaba como el único período de su vida en que habí
cido algo vagamente parecido a una vida familiar normal.

Fue Hester la que insistió en comprar la casa de Porthkerris. Ben tenía allí desde hacía varios años un estudio que, sin embargo, carecía de las mínimas comodidades, por lo que, tras echar un vistazo al escuálido ambiente en el que hubiera tenido que vivir, Hester decidió adquirir dos casas de pescadores que reformó y decoró con exquisito gusto. A Ben no le interesaba lo más mínimo aquella actividad, pues la casa ía en realidad a Hester y fue ella quien insistió hubiera una cocina que funcionara, un calentador que calentara el agua y una gran chimenea con fuego de leñ
ó en epicentro del hogar alrededor del cual los ni
an reunirse para jugar.

Sus intenciones eran muy buenas, pero los mé
llevarlas a la práctica no fueron tan afortunados. Quiso hacerle algunas concesiones a Ben, pues era consciente de haberse casado con un genio, conocía la fama de este y estaba dispuesta a hacer la vista gorda ante sus aventuras amorosas, sus poco recomendables amistades y su irresponsable actitud en relan con el dinero. Pero, al final, tal como suele ocurrir incluso en los matrimonios normales, las pequeñas cosas la derrotaron. Las comidas que su esposo olvidaba comer. Las facturas sin importancia que este pasaba varios meses sin pagar. Y el hecho de que Ben prefiriera beber en el pub gar de hacerlo mesuradamente en casa y en su compañí
ó la negativa de su marido a instalar un telé comprar un automóvil, el interminable desfile de supuestos indigentes que él invitaba a dormir en el sofá del saló nalmente, su absoluta incapacidad de manifestarle en alg momento el mínimo afecto.

Al final, lo abandonó llevándose a Christopher y casi inmediatamente presentó una demanda de divorcio. Ben la ó encantado y se alegró de no ver a aquel chiquillo con quien nunca había congeniado. Estaba celoso de su prioridad masculina y quería ser el único hombre importante de la casa, pero Christopher, que solo tenía diez años, se negaba a pasar inadvertido. A pesar de los esfuerzos de Hester, el antagonisó. La prestancia física del niño, lejos de atraer el órico de Ben, surtió justo el efecto contrario; cuando ó en que le hiciera un retrato a su hijo, Ben se neg Tras la ruptura, la vida en Porthkerris regresó a su antigua y acostumbrada rutina. Emma y Ben eran atendidos por una serie de mujeres muy poco hacendosas que solían ser modelos o estudiantes de pintura y que entraban y salían de la vida de Ben Litton con la monótona regularidad de una ordenada cola de espectadores ante la taquilla de un cine. Lo ú
todas ellas tenían en común era la adulación a Ben y un altivo desprecio por las labores domésticas. Aunque procuraban prestarle a Emma la menor atención posible, la niña no echaba de menos a Hester tanto como la gente pensaba, pues era tan reacia como su padre a que otros le organizaran la vida y la obligaran a llevar vestidos limpios y bien abrochados. No obstante, la partida de Christopher dejó en su vida un vac que nada pudo llenar. Durante cierto tiempo lament ausencia e incluso quiso escribirle una carta, pero no se atrea pedirle la dirección a Ben. Una vez, sintiéndose desesperadamente sola, huyó para ir en su busca. Se dirigió
ón e intentó comprar un billete para Londres, un lugar que a ella le pareció tan bueno como cualquier otro para buscarle. Pero solo tenía un chelín y nueve peniques y el jefe ón, que la conocía, la condujo a un despacho que ol mparas de petróleo y al carbón de tren que usaba en su chimenea, le ofreció una taza del té que había preparado en una tetera de esmalte y la acompañó a casa. Ben estaba trabajando y ni siquiera se había percatado de su ausencia. A partir de entonces, Emma jamás volvió a intentar ir en busca de Christopher.

Cuando Emma tenía trece años, a Ben le ofrecieron una plaza de profesor por dos años en la Universidad de Texas y este la aceptó de inmediato sin pensar en su hij

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