Traiciones

Nora Roberts

Fragmento

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Al sacar la carta del buzón, Kelsey no imaginaba que le había sido remitida por una muerta. El sobre de color crema, la letra prolija con que estaban escritos su nombre y su dirección y el sello postal de Virginia eran normales. Tan normales que, mientras se sacaba los zapatos, la dejó junto con el resto de la correspondencia sobre la mesita que había bajo la ventana de la sala.

Se encaminó a la cocina y se sirvió un vaso de vino, dispuesta a beberlo con lentitud antes de abrir la correspondencia. El vino no le hacía falta para afrontar esa carta ni las facturas ni la postal de una amiga que disfrutaba de un breve viaje por el Caribe.

Lo que la inquietaba era el abultado sobre que le enviaba su abogado. El sobre que sin duda contenía su sentencia de divorcio, el documento legal merced al cual dejaría de ser la señora Kelsey Monroe para volver a convertirse en Kelsey Byden, para pasar de mujer casada a soltera, de mitad de una pareja a divorciada.

Sabía que era una tontería pensar así. En los dos últimos años sólo había sido la mujer de Wade en un sentido técnico y legal; dos años, casi el mismo tiempo en que habían sido realmente marido y mujer.

Pero ese documento lo convertía todo en algo definitivo, mucho más definitivo que las discusiones, las lágrimas, la separación, los honorarios de los abogados y las maniobras legales.

«Hasta que la muerte nos separe», pensó con amargura, y bebió un sorbo de vino. ¡Qué tontería! De ser cierto, habría muerto a los veintiséis años. Y estaba viva; sana y salva. Y de nuevo integraba el poco agradable grupo de las mujeres en condiciones de volver a salir con hombres.

De sólo pensarlo, se estremeció.

Supuso que Wade había salido a celebrarlo en compañía de su socia de la agencia de publicidad. La socia con quien había vivido una aventura, una relación que –como él mismo le aseguró a su sorprendida y furiosa esposa– no tenía nada que ver con ella ni con su matrimonio. Pero su esposo se equivocaba: la pequeña Lari, la del cuerpo escultural y la sonrisa de anuncio de dentífrico, tenía mucho que ver con ella.

A Kelsey tal vez no se le ocurrió que debía morir o matar a Wade para conseguir que dejaran de convivir, pero tomó muy en serio el resto de sus votos matrimoniales. Y el hecho de no engañar a su marido ocupaba el primer lugar en la lista.

Pero no pensaba darle una segunda oportunidad a su marido. Ese desliz, como Wade lo llamaba, no se repetiría. Kelsey abandonó en el acto la bonita casa que poseían en Georgetown, dejando tras de sí todo lo que habían reunido durante el tiempo de casados.

Le resultó humillante volver a casa de su padre y su madrastra, pero había distintos grados de orgullo, así como había distintos grados de amor. Y su amor se apagó como se apaga una vela en el mismo instante en que encontró a Wade instalado con Lari en su suite de hotel de Atlanta.

«¡Menuda sorpresa!», pensó Kelsey con ironía. Bueno, cuando entró en aquella suite con una maleta y la tonta y romántica intención de pasar el fin de semana con su marido en Atlanta, donde él estaba en viaje de negocios, los sorprendidos fueron tres. Tal vez ella fuese intransigente, incapaz de perdonar, dura de corazón, todas las cosas de las que Wade la acusó cuando ella se negó a reconsiderar su decisión de divorciarse. Pero Kelsey estaba convencida de que le asistía la razón.

Terminó el vino y regresó a la sala de estar del inmaculado apartamento de Bethesda. En esa habitación llena de sol no había un solo sillón o candelabro que alguna vez hubiera estado en Georgetown. Estaba decidida a empezar de nuevo y sin lastres. Eso era lo que quería, y lo había logrado. Los colores fríos y los cuadros que la rodeaban eran exclusivamente suyos.

Para ganar tiempo, encendió el equipo de música y colocó un compact de la Patética de Beethoven. Heredaba de su padre el gusto por la música clásica, una de las muchas cosas que ambos compartían. También compartían la pasión por el conocimiento; Kelsey no ignoraba que antes de emplearse en Monroe y Asociados, corría el peligro de convertirse en una eterna estudiante.

Y a pesar de que empezó a trabajar, no resistió el impulso de tomar clases sobre temas que iban desde la antropología a la zoología. Wade se reía de ella, intrigado y divertido por su interminable cambio de empleos y de estudios.

Kelsey renunció a su trabajo en Monroe al casarse. Gracias a sus propios fondos y los ingresos de Wade no le hacía falta trabajar. Quería dedicarse por entero a remodelar y redecorar la casa que acababan de comprar en Georgetown. Durante ese tiempo disfrutó de cada minuto que dedicó a pintar paredes, pulir pisos y recorrer casas de antigüedades en busca del objeto exacto para cada sitio. Trabajar en el pequeño jardín, arrancar hierbajos y diseñar el elegante jardín inglés fue un placer para ella. Al año de vivir allí, la casa era un testimonio de su buen gusto, su esfuerzo y su paciencia.

Y ahora todo eso se había convertido en un mero patrimonio que había sido repartido entre ambos.

Después de la separación, Kelsey volvió a la universidad, ese refugio académico donde el mundo real podía olvidarse cada día. En ese momento trabajaba media jornada en la National Gallery, empleo conseguido gracias a los cursos de historia del arte que había seguido.

No necesitaba trabajar por el dinero. El fondo fiduciario que le había legado su abuelo paterno era más que suficiente para permitirle vivir con comodidad, de manera que nada le impedía pasar de un empleo a otro que le resultara más atrayente.

Por lo tanto, era una mujer independiente. Y joven, pensó, mirando el sobre del correo, y rectificó para sus adentros: joven y libre. Se encontraba en condiciones de hacer un poco de todo, pero nada a fondo. Lo único en que creyó destacar, el matrimonio, había sido un fracaso total.

Aspiró hondo y se acercó a la mesita donde acababa de dejar la correspondencia. Pasó los dedos por el abultado sobre de documentos legales, esos dedos finos y elegantes que habían practicado piano, aprendido a escribir a máquina, a cocinar platos dignos de un gourmet, a programar un ordenador. Y en una de esas manos tan competentes, en cierta época había lucido una alianza matrimonial.

Kelsey apartó el grueso sobre del abogado, ignorando la pequeña voz interior que la tildaba de cobarde. En lugar de ese sobre tomó otro, el más pequeño, el que le estaba dirigido con una letra extrañamente similar a la suya. Una letra que tenía el mismo trazo osado, pulcro pero algo ostentoso. Sin demasiada curiosidad, lo abrió.

«Querida Kelsey: Comprendo que te sorprenderá tener noticias mías…»

Siguió leyendo y el vago interés del principio se convirtió en sorpresa, la sorpresa en in

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