Un sueño atrevido (Trilogía de los Sueños 1)

Nora Roberts

Fragmento

Prólogo

Prólogo

California, 1840

Nunca volvería. La guerra se lo había arrebatado. Ella lo sentía; sentía su muerte en el vacío que se había extendido por su corazón. Felipe se había ido. Lo habían matado los estadounidenses…, o tal vez su propia necesidad de ponerse a prueba a sí mismo. Pero mientras Serafina contemplaba el agitado oleaje del Pacífico desde las altas peñas del acantilado, sentía la certeza de haberlo perdido para siempre.

La bruma se arremolinaba a su alrededor, pero no se arrebujó en su capa. El frío que sentía lo tenía en su sangre, en los huesos. Jamás conseguiría vencerlo.

Su amor se había ido, a pesar de sus oraciones, a pesar de las muchas horas que había pasado ante la Virgen Madre, suplicando su intercesión y que protegiera a su Felipe una vez se hubo puesto en camino para luchar contra aquellos estadounidenses que tanto codiciaban California.

Había caído en Santa Fe. La noticia llegó en un mensaje dirigido al padre de Serafina, en el que le daban cuenta de que su joven protegido había muerto en la batalla, con la vida segada en flor cuando combatía para defender la ciudad del asalto de los estadounidenses. Allí, tan lejos, habían enterrado su cuerpo. Ella ya nunca vería de nuevo su rostro, jamás volvería a oír su voz ni a compartir sus sueños.

No había hecho lo que le había pedido Felipe: no había embarcado de regreso a España para aguardar allí hasta que en California reinara de nuevo la seguridad. En lugar de ello, había escondido su dote, el oro que hubiera podido ayudarles a formar juntos una familia…, a hacer realidad aquella vida con la que habían soñado tantos días luminosos en aquellos mismos acantilados. Su padre la habría casado con Felipe en cuanto volviera de la guerra convertido en un héroe: así se lo había dicho él mismo mientras enjugaba con besos las lágrimas que le corrían a ella por las mejillas. Construirían una hermosa casa, tendrían muchos hijos, plantarían un jardín… Le había prometido volver pronto para empezar a hacerlo juntos.

Y ahora él no estaba.

Quizá fuera suya la culpa por haber sido egoísta. Había querido quedarse cerca de Monterey para no interponer un océano entre los dos. Y, cuando los estadounidenses llegaron, escondió su regalo de boda, temiendo que pudieran quitárselo como habían robado tantas otras cosas.

Pero ahora le habían arrebatado todo lo que importaba. Y ella se sentía culpable, temerosa de que hubiera sido su pecado lo que le había arrebatado a Felipe. Porque había mentido a su padre para robarle todas aquellas horas pasadas con su amor. Porque se había entregado a él antes de que su matrimonio fuera santificado por Dios y por la Iglesia. Y, lo más grave aún, como pensaba cuando inclinaba la cabeza para protegerse de las fuertes ráfagas del viento…, lo más grave de todo era que no podía arrepentirse de sus pecados. Que no se arrepentiría nunca de ellos.

No le quedaban sueños, ni esperanzas, ni amor. Dios le había quitado a Felipe. Y, por ello, desafiando dieciséis años de formación religiosa, en contra de toda una vida de fe, irguió la cabeza y maldijo a Dios.

Y saltó por el acantilado.

Ciento treinta años después, aquellas mismas rocas estaban bañadas por la luz dorada del verano. Revoloteaban gaviotas sobre el mar, volviendo su blanco plumaje a las aguas más intensamente azules antes de girar desde lejos emitiendo largos y resonantes chillidos. Flores tenaces y fuertes a pesar de sus frágiles pétalos se abrían paso a través del duro terreno, luchaban por los rayos del sol entre las finas grietas de las rocas y transformaban la aspereza en un capricho. La brisa era suave, como la caricia de la mano de un amante. El cielo, arriba, tenía el azul perfecto de los sueños.

Había tres niñas sentadas en lo alto del acantilado, contemplando el mar y pensando en la leyenda. La conocían bien, y cada una de ellas tenía su propia imagen personal de Serafina cuando se la representaba allí de pie en los instantes finales de su desesperación.

Para Laura Templeton, Serafina era una figura trágica; la imaginaba allí con los ojos anegados en lágrimas, sola en aquella altura barrida por los vientos y con una flor silvestre en la mano en el momento de caer.

Laura lloraba ahora por ella y sus ojos grises observaban el mar con tristeza, mientras se preguntaba qué hubiera hecho ella en su lugar. Porque, para Laura, el amor iba estrechamente unido a la tragedia.

Kate Powell, en cambio, veía en todo aquello un miserable error. El sol la hacía fruncir el ceño mientras arrancaba con su fina mano el tallo grueso de una hierba. La historia, ciertamente, conmovía su corazón, pero lo que la turbaba era aquella impulsiva reacción de Serafina. ¿Por qué acabar con todo, cuando la vida encierra mucho más?

En esta ocasión le había tocado a Margo Sullivan narrar la leyenda, y lo había hecho con un rico sentido dramático. Como siempre, concebía una noche tormentosa con gran aparato eléctrico…, vientos de tempestad, lluvia intensa, centelleantes relámpagos. El enorme desafío que encerraba aquel gesto la emocionaba y la turbaba a un tiempo. Ella siempre vería a Serafina con el rostro levantado hacia el cielo y una maldición en los labios en el momento de saltar.

—Hacer eso por un chico fue una estupidez —comentó Kate.

Llevaba el pelo de color caoba recogido hacia atrás en una tensa cola de caballo, que acentuaba los rasgos angulosos de su rostro, dominado por unos grandes ojos castaños en forma de almendra.

—Le amaba —dijo sencillamente Laura, con una voz que sonó grave y pensativa—. Él era el amor de su vida.

—No veo por qué solamente puede haber un amor —observó Margo, estirando sus largas piernas. Ella y Laura tenían doce años, y Kate era un año menor que las dos. Pero el cuerpo de Margo había empezado a revelar la mujer que despuntaba dentro. Se le marcaban ya los pechos y era algo de lo que se sentía complacida—.Yo no voy a tener solo un amor —proclamó con una nota de confianza—. Tendré docenas de ellos.

Kate soltó un bufido. Era una muchacha delgada, con el busto aún liso, pero no le importaba: tenía cosas mejores que hacer que pensar en chicos. El colegio, el béisbol, la música…

—Desde que Bill Leary te metió la lengua por la garganta, estás completamente chiflada —sentenció.

—Me gustan los chicos.

Segura en su feminidad, Margo sonrió pícaramente y se pasó la mano por sus largos cabellos rubios. Su melena, densa y ondulada, le llegaba más abajo de los hombros y tenía el color del trigo maduro. Al minuto siguiente de haber escapado de los ojos de águila de su madre, la había librado de la cinta de goma con que Ann Sullivan prefería que la llevara sujeta a la nuca. Al igual que su cuerpo y su voz ya áspera, sus cabellos correspondían ya más a una mujer que a una adolescente.

—Y yo les gusto a ellos —afirmó; lo cua

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