Flores en la tormenta

Laura Kinsale

Fragmento

1

odavía me resulta imposible entenderlo. Está claro que jamás lo haré. ¿Cómo es posible que alguien como tú, papá, espere recibir la debida consideración de una persona de su… —Arquimedea Timms se detuvo, buscando el término adecuado — … de su —¿Tendrías la amabilidad de servirme una taza de té, Maddy? —le rogó su padre con aquel tono de voz tan apacible que no daba pie a que nadie iniciase una discusión en serio.

—Para empezar, es duque —dijo ella por encima del hombro cuando atravesaba el comedor en busca de Geraldine, ya que la campana del salón no funcionaba. El tiempo que le llevó encontrar a la doncella, ver cómo cogía el agua y la ponía a hervir, y volver al salón no fue suficiente para que olvidase el orden de sus pensamientos—. Es imposible imaginar que un duque se tome en serio asuntos de esta naturaleza (el cuadrado lo tienes junto a la mano derecha, papá), como ha dejado bien claro el hecho de que durante la semana pasada no haya preparado su integración.

—No deberías impacientarte, Maddy. Estas cosas hay que hacerlas con infinito cuidado. Se está tomando su tiempo, y lo admiro por ello. —Su padre buscó con los dedos el trozo de madera recortada en forma de numeral dos y lo colocó en el lugar correspondiente para que fuese el exponente de s.

—No se toma su tiempo, le trae sin cuidado. Sale de juerga sin parar y se dedica a los placeres mundanos. No tiene ni la más mínima consideración ni por tu reputación ni por la suya propia.

Su padre sonrió, mirando al frente, mientras buscaba un signo de

T

ra que había colocado sobre el tapete de paño rojo; con los dedos recorría los bloques hasta reconocerlos por el tacto.

—¿Tienes certeza absoluta de esos placeres mundanos, Maddy? —No hay más que leer la prensa. No ha habido en toda esta primavera ni un solo acontecimiento social que no haya contado con su presencia. ¿Y la presentación de vuestro tratado matemático conjunto anunciada para el Tercer Día por la tarde? Tendré que ser yo quien se encargue de cancelarla, ya lo sé, porque a él ni se le ocurrirá. El presidente Milner se ofenderá muchísimo, y con toda la razón, porque ¿quién sustituirá a Jervaulx en el estrado?

—Tú te encargarás de escribir las ecuaciones en el encerado, y yo estaré allí para responder a las preguntas.

—Siempre que el Amigo Milner lo permita —dijo Maddy con amargura—. Dirá que es de lo más irregular.

—Nadie se molestará. Tú nos deleitas con tu presencia todos los meses, Maddy. Ha sido siempre bien recibida. El propio Amigo Milner me dijo una vez que el rostro de una dama alegra enormemente los salones de las reuniones.

—Pues claro que asisto a las reuniones. ¿Cómo iba a dejarte ir

Levantó la vista al entrar la criada con la bandeja. Geraldine dejó el té sobre la mesa, y Maddy le sirvió una taza a su padre, tomó su mano y la guió con suavidad hasta el platillo y el asa. Tenía unos dedos pálidos y suaves tras tantos años de trabajo en casa, y un rostro en el que, pese a la edad, todavía no se veían arrugas. Siempre le había rodeado un aire de abstracción, incluso antes de perder la vista. La verdad sea dicha, los hábitos establecidos en su vida apenas se habían alterado tras la enfermedad que, años atrás, le había dejado ciego, excepto por el hecho de que ahora se apoyaba en el brazo de Maddy cuando salía a dar su paseo diario o acudía a las reuniones mensuales de la Sociedad Analítica y de que además hacía uso de las piezas de madera y del dictado para las cuestiones matemáticas en lugar de escribir con su propia pluma.

—¿Irás hoy a casa del duque para que te entregue los diferenciales? —preguntó.

Maddy hizo una mueca de disgusto sin necesidad de disimularla, ya que Geraldine se había marchado.

se la irritación que sentía—. Iré de nuevo a casa del duque.

Cuando Christian despertó, lo primero que le vino a la mente fue la integración incompleta. Apartó de un manotazo las sábanas, expulsando de la cama a Cass y Devil, y agitó con fuerza la mano, en un intento de librarse de la sensación de agujetas que sentía tras haber dormido sobre ella. Los perros lloriquearon junto a la puerta, y los dejó salir. Aquella insensibilidad incómoda de los dedos tardaba desaparecer; apretó el puño mientras se servía el chocolate y, con el batín puesto, se sentó a hojear las páginas en las que estaban escritas las ecuaciones de Timms y las suyas propias.

Era fácil distinguirlas: las de Timms estaban escritas con letra pequeña y refinada, cuyo tamaño era apenas un tercio de aquellos garabatos torcidos que hacía Christian. Desde la primera vez que pisó un aula, Christian se había rebelado ante la insistencia de que escribiese en letra cursiva con la mano derecha y lo hacía con la izquierda, aguantando en silencio, lleno de resentimiento, los golpes que con regularidad recibía en la palma de la mano causante de la ofensa, pero todavía se sentía incómodo cuando tenía que escribir en presencia de otros. Esa mañana la escritura de Timms se veía tan diminuta que resultaba incluso difícil de leer; los signos parecían flotar sobre el papel y a Christian le produjo dolor de cabeza tratar de enfocar la vista en ellos.

Era obvio que sufría los efectos del brandy que había consumido la noche anterior. Cogió una pluma, preparada ya por su secretario para que tuviese el ángulo exacto que requería la postura torpe y retorcida de la mano de Christian, y empezó a trabajar, haciendo caso omiso de lo que ya estaba escrito. No resultaba difícil abstraerse en aquel mundo luminoso y sereno, formado por funciones y distancias hiperbólicas. Los símbolos sobre la página podían parecer torcidos y temblorosos, pero en su mente las ecuaciones eran una melodía ininterrumpida. Tras parpadear, apretó los músculos del rostro, tratando de librarse de aquel dolor que parecía haberse instalado en el ojo derecho, y continuó escribiendo.

Cuando por fin había acabado de calcular el último diferencial y pensó en llamar a Calvin para que le llevase la bandeja del desayuno, ta y reconocer su propio dormitorio: las columnas de estilo palladiano que flanqueaban el lecho, el friso de escayola, los paneles de madera y el papel con dibujos azules de la pared, elegido por alguna dama cuyo nombre ahora era incapaz de recordar. Pensar en damas, sin embargo, le trajo el recuerdo agradable de Eydie a la mente, y mandó a Calvin que se asegurase de que recibía una orquídea antes de la hora del té.

—Como usted ordene, excelencia —dijo el mayordomo con una ligera inclinación—. El señor Durham y el coronel Fane se encuentran abajo. Llevan algún tiempo queriendo hablar con usted. ¿Quiere que les diga que su excelencia no se encuentra en casa esta tarde?

—¿Es que doy la impresión de no estar en casa? —Estiró las piernas, se reclinó en la butaca y cruzó los tobillos mientras miraba el reloj—. Por Dios, ya es la una y media. ¿Cuánto tiempo llevan ahí abajo? Haz que suban, ¿a qué esperas?, hazlos subir.

Christian no se molestó en acicalarse para recibir a Durham y Fane; no tenía amigos más antiguos ni más sencillos. Se frotó la cabeza ante la opresión aguda y persistente que en ella sentía, y por un momento no hizo otra cosa que quedarse recostado con los ojos cerrados.

—¡Por todos los diablos! ¿Qué tenemos aquí? ¿Otra vez haciendo garabatos? —La voz perezosa de Durham sonó ligeramente sorprendida—. ¿En un momento como este? Eres frío como un iceberg, no hay duda.

Christian abrió los ojos para de inmediato volver a cerrarlos. —Que Dios nos ampare, aquí llega la curia.
—Justo a tiempo. Pareces a punto de necesitar que se te adm

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