Cita con el pasado

Nora Roberts

Fragmento

1

El Proyecto Antietam Creek se detuvo de golpe cuando la azada de la excavadora conducida por Billy Younger desenterró el primer cráneo.

Fue una sorpresa poco agradable para el propio Billy, que llevaba rato sentado en la cabina de su máquina sudando y maldiciendo el calor insoportable de julio. Su esposa se oponía completamente a la propuesta de urbanización y aquella mañana le había soltado el habitual discurso airado mientras él intentaba desayunar huevos fritos con salchichas.

En cuanto a Billy, a él le daba lo mismo que se hiciera la urbanización o no. Pero un trabajo era un trabajo y Dolan le pagaba bien. Casi lo bastante para compensar el constante acoso de Missy.

Por culpa de las malditas críticas no había terminado el desayuno, y un hombre que tenía que trabajar como un burro todo el día necesitaba desayunar bien.

Y lo poco que había logrado tragarse antes de que Missy le cortara el apetito le había sentado mal al estómago y se había cocido, pensó amargado, en aquel calor húmedo insoportable.

Agarró los mandos, con la satisfacción de saber que su máquina nunca le hincharía la cabeza por intentar hacer su trabajo. A Billy nada le gustaba más, aun con el pegajoso calor de julio, que hundir aquella enorme pala en la tierra, sintiendo cómo mordía un buen pedazo.

Pero, además de la tierra, sacar un cráneo sucio y pelado que lo miraba maliciosamente bajo el sol abrasador del verano fue suficiente para hacer chillar a Billy, con toda su mole corporal, como una colegiala y hacerle saltar de la máquina con la agilidad de una bailarina.

Sus compañeros se burlarían de él sin piedad hasta que se viera obligado a romperle la nariz a su mejor amigo para confirmar su hombría.

Peroaquellatardedejuliocorrió con la velocidad, la decisión e incluso la agilidadqueteníacuandojugaba a fútbol en sus días de colegio.

Cuando recuperó el aliento y la coherencia, informó a su capataz, y este, a su vez, a Ronald Dolan.

Cuando llegó el sheriff del condado, algunos obreros curiosos habían desenterrado varios huesos más. Se mandó a buscar al forense, y llegó un equipo de las noticias locales para entrevistar a Billy, a Dolan o a cualquiera que pudiera contribuir a llenar espacio en el informativo de la noche.

Se corrió la voz. Se habló de asesinato, de fosas comunes, de asesinos en serie. Se le sacó todo el jugo al asunto, hasta el punto de que cuando se terminó el examen y se dictaminó que los huesos eran muy antiguos, más de uno no estaba seguro de si estaba contento o decepcionado.

Pero a Dolan, que ya había tenido que pelearse con solicitudes, protestas y querellas para poder convertir las veinte hectáreas vírgenes de tierras pantanosas y bosque en una urbanización, la edad de los huesos le traía sin cuidado: su mera existencia era un coñazo.

Y cuando dos días después Lana Campbell, la abogada de ciudad trasladada al campo cruzó las piernas y le sonrió con sorna, Dolan tuvo que hacer un esfuerzo para no pegarle un puñetazo en su preciosa cara.

—Pronto recibirá la orden judicial —dijo ella, sin dejar de sonreír.

Ella había sido una de las voces más insistentes en contra de la urbanización. Por ahora, tenía razones para sonreír.

—No necesita una orden judicial. He parado las obras. Estoy colaborando con la policía y la Comisión de Planificación.

—Digamos que se trata de una medida de seguridad adicional. La Comisión de Planificación del condado le ha concedido sesenta días para redactar un informe y convencerlos de que su urbanización debe continuar.

—Conozco el procedimiento, querida. Hace cuarenta y seis años que Dolan construye casas en este condado.

La llamó «querida» para molestarla. Como los dos lo sabían, Lana se limitó a sonreír.

—Me ha contratado la Sociedad Histórica de Conservación. Hago mi trabajo. Miembros del personal docente de los departamentos de arqueología y antropología de la Universidad de Maryland visitarán la obra. Como persona de contacto, le pido que les permita tomar muestras.

—Abogada de sociedades, contacto. —Dolan, un hombre fornido con una ruda cara irlandesa, se recostó hacia atrás en su silla. Su voz rebosaba sarcasmo—. Una mujer muy ocupada.

Metió los pulgares por debajo de los tirantes. Siempre llevaba tirantes rojos sobre una camisa azul de trabajo. Para él era un uniforme. Formaba parte de lo que lo convertía en un hombre corriente, de la clase trabajadora que había hecho de su ciudad, y de su país, algo grande.

Por mucho dinero que tuviera en el banco, y él sabía la cantidad exacta, no necesitaba ropa elegante para fanfarronear.

Seguía conduciendo una camioneta fabricadaen EstadosUnidos. Había nacido y crecido en Woodsboro, a diferencia de la bonita abogada de ciudad. Y no creía que ella, o ningún otro, tuviera que decirle qué necesitaba su ciudad. De hecho, sabía mejor que muchos lo que le convenía a Woodsboro.

A él le gustaba mirar hacia el futuro y cuidar de los suyos. —Los dos somos personas ocupadas, o sea, que iré al grano. —Lana estaba completamente segura de que estaba a punto de borrar la sonrisa de suficiencia de la cara de Dolan—. No puede continuar con las obras hasta que el condado haya estudiado la excavación y le haya dado el visto bueno. Para eso será necesario que se tomen muestras. A usted tampoco le servirían de nada los objetos que se encuentren. En este asunto la colaboración, como los dos sabemos bien, le ayudará a compensar sus problemas actuales con mejores relaciones públicas.

—Para mí no son problemas. —Extendió sus manos de obrero—. La gente necesita casas. La comunidad necesita empleos. La urbanización de Antietam Creek ofrece ambas cosas. A eso se le llama progreso.

—Treinta casas nuevas. Mucho más tráfico en carreteras que no están equipadas para absorberlos, escuelas ya sobresaturadas, pérdida de sensibilidad rural y de espacios abiertos.

Lo de «querida» no la había puesto nerviosa, pero sí la vieja discusión. Respiró hondo y soltó el aire lentamente.

—La comunidad estaba en contra de la construcción. Se le llama calidad de vida. Pero eso es otro asunto —dijo, antes de que él pudiera contestar—. Hasta que se hagan pruebas a los huesos y se daten, las obras se detienen. —Repiqueteó con los dedos sobre la orden judicial—. A Construcciones Dolan le interesa acelerar el proceso. Le convendría pagar los análisis. Datación por radiocarbono.

—Pagar…
«Sí —pensó ella— ¿quién gana ahora?»
—La propiedad es suya. Los objetos son suyos. —Había hecho sus deberes—. Sabe que nos pondremos en contra de la construcción, lo enterraremos en órdenes judiciales y papeleo hasta que se resuelva. Pague esos cuatro chavos, señor Dolan —añadió poniéndose en pie—. Sus abogados le aconsejarán lo mismo.

Lana esperó a que la puerta se cerrara detrás de ella antes de permitirse sonreír de oreja a oreja. Salió a la calle, respiró a fondo el aire denso del verano y echó un vistazo a la Main Street de Woodsboro. Se reprimió para no marcarse unos pasos de baile (habría sido indigno), pero casi bajó de la acera saltando como una niña de diez años. Aquella era su ciudad, su comunidad, su hogar, y lo había sido desde que se había mudado allí desde Baltimore hacía dos años.

Era una buena ciudad, arraigada en la tradición y la historia, alimentada por cotilleos, protegida del crecimiento urbano por la distancia y las sombras cercanas de las Blue Ridge Mountains.

Trasladarse a Woodsboro había sido una enorme demostración de fe para una chica nacida y criada en la ciudad. Pero, tras la muerte de su esposo, no podía s

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos