Sombra y estrella

Laura Kinsale

Fragmento

1

eda se despertó de repente en plena noche. Había estado soñando con cerezas. Su cuerpo sintió el sobresalto de la transición, una sacudida desagradable que la obligó a tragar aire, que estremeció sus músculos y le aceleró el corazón mientras miraba la oscuridad y trataba de recuperar el aliento, de entender las diferencias entre la realidad y los sueños.

¿Eran cerezas… y ciruelas? ¿Se trataba de un pastel? ¿De un postre? ¿De la receta de un refresco? No… ah… no, del sombrero. Cerró los ojos. Dejó que la mente soñolienta se deslizase ante la cuestión de si debían ser cerezas o ciruelas las que adornasen el sombrero alto, terminado en punta, que podría comprarse a finales de semana cuando madame Elise le pagase el trabajo diario.

Vagamente intuyó que el sombrero era un tema mucho menos peligroso y más agradable en el que pensar que el que sabía que debería ocupar sus pensamientos: su oscura habitación y los distintos rincones todavía más oscuros, y qué alteración podía haber sido la causa de su despertar de un sopor profundo y muy necesario.

El silencio de la noche era casi total, solo interrumpido por el tictac del reloj y la suave brisa que entraba por la ventana de la buhardilla donde se encontraba su habitación y que esa noche le llevaba el aroma del Támesis y no los olores normales a vinagre y destilería. A ese verano anticipado lo llamaban tiempo de la reina, y Leda lo notó en las mejillas. Las celebraciones del jubileo de la reina Victoria hacían que por las noches las calles estuviesen más ruidosas que de

L

Londres, 1887

costumbre, lo que se sumaba a las muchedumbres y el alboroto de los espectáculos, a los extranjeros extravagantes procedentes de todos los rincones del mundo que se veían por doquier, cubiertos con turbantes y joyas, y que parecía que acabasen de desmontar de sus elefantes.

Pero en esos momentos la noche estaba en silencio. Ante la ventana abierta distinguió apenas la silueta del geranio y el bulto de seda rosa que había terminado de coser a las dos de la mañana. El traje de baile debía entregarse antes de las ocho, con las costuras y los pliegues hechos y los bordados de la cola terminados. La propia Leda debía estar vestida y en la puerta de atrás de madame Elise antes de esa hora, sobre las seis y media, con el traje en una cesta de mimbre a fin de que una de las chicas del taller se lo probara para comprobar que no tenía defectos antes de que el repartidor se lo llevase consigo.

Intentó recuperar aquel sueño tan preciado, pero tenía el cuerpo tenso y el corazón no cesaba de latir con fuerza. ¿Era aquello un ruido? No sabía con seguridad si lo que oía era un sonido real o el latido de su propio corazón. Así que, como era de esperar, los latidos cobraron aún más fuerza, y aquella idea difusa que llevaba un tiempo rondándole el pensamiento sin que lo reconociese se adueñó por completo de su mente: había alguien allí con ella en la pequeña habitación.

La sensación de miedo que experimentó Leda habría hecho resoplar a la señorita Myrtle. La señorita Myrtle tenía una actitud valerosa. Ella no se habría quedado en la cama muerta de miedo con el corazón desbocado. Se habría puesto en pie de un salto y agarrado el atizador para dejarlo junto a la almohada, porque la señorita Myrtle tenía el hábito de planear por adelantado emergencias de ese tipo, como encontrarse que una no estaba sola en su propia habitación en medio de la oscuridad.

Leda no estaba hecha de esa fibra. Sabía que a ese respecto había sido una decepción para la señorita Myrtle. Tenía un atizador, pero no se había acordado de colocarlo cerca de la cama antes de acostarse, ya que estaba agotada y era hija de una frívola francesa.

Al estar desarmada, no le quedaba más que dar el siguiente paso lógico: convencerse a sí misma de que con toda seguridad no había nadie más en su habitación. Era evidente que no. Desde donde se encontraba la podía ver en casi su totalidad, y la sombra de la pared no era otra cosa que su abrigo y su paraguas en el perchero, donde los había colgado hacía un mes, tras los últimos fríos de mediados de mayo. Tenía una silla y una mesa con la máquina de coser alquilada; un mueble lavabo con su jofaina y aguamanil. Tuvo un susto momentáneo al ver la silueta del maniquí junto a la chimenea; pero, al mirar con más detenimiento, se dio cuenta de que, a través de la malla abierta del torso y la falda, podía ver la forma cuadrada del hogar de la chimenea. Podía distinguir todas estas cosas, incluso en oscuridad; su cama estaba arrimada a la pared de la pequeña buhardilla, así que, a no ser que el intruso estuviese colgado cual murciélago de la viga del techo que había sobre su cabeza, debía de estar sola.

Cerró los ojos.

Los abrió de nuevo. ¿Se había movido la sombra? ¿No era un tanto larga para ser la de su abrigo y desaparecer en la oscuridad en las proximidades del suelo? ¿No tenía aquella mancha todavía más oscura la forma de los pies de un hombre?

Tonterías. El agotamiento le impedía ver con claridad. Cerró los ojos de nuevo y respiró profundamente.

Los abrió.

Fijó la mirada en la sombra de su abrigo y, a continuación, apartó las sábanas, se levantó apresurada y gritó:

—¿Quién hay?

Aquella pregunta tan general obtuvo un silencio por toda respuesta. Allí de pie, descalza sobre la madera fría y rugosa del suelo, se sintió estúpida.

Trazó un círculo con el pie para comprobar la profunda sombra bajo su abrigo. Dio cuatro pasos hacia atrás, hacia la chimenea, y buscó a tientas el atizador. Con aquel utensilio en la mano, se sintió mucho más dueña de la situación. Movió el atizador en dirección al abrigo y con la barra de hierro tanteó la tela de arriba abajo, y después la pasó por todos los rincones oscuros de la habitación, incluso por debajo de la cama.

En las sombras no había nada. Ningún intruso escondido. Nada sino espacio vacío.

El alivio hizo que relajase los músculos. Se llevó la mano al pecho, rezó una corta plegaria en agradecimiento y, antes de volver a la cama, comprobó que la puerta estuviera cerrada con llave. La ventana abierta no ofrecía ningún peligro; daba al enlodado canal y solo se podía acceder a ella desde un tejado empinado. Pero, pese a todo, dejó el atizador a mano, en el suelo.

Tras taparse con la remendada sábana hasta la nariz, volvió a sumirse en un placentero sueño en el que tuvo un destacado papel un pinzón disecado, muy bonito y elegante, y tan de acuerdo con los cánones de la moda del momento que a una la podían persuadir de que, para adornar un sombrero, era mil veces preferible a las cerezas y las ciruelas.

El jubileo hacía que todas las cosas y todo el mundo cobrasen un ritmo alocado. Apenas había amanecido cuando Leda subió la escalera trasera de Regent Street, pero encontró a todas las muchachas del taller aguja en mano e inclinadas sobre sus labores a la luz de las lámparas de gas. Daba la impresión de que la mayoría de ellas había pasado allí toda la noche, algo del todo probable. Ese año, las prisas anuales de la temporada de festejos se habían acelerado: fiestas, jiras campestres, y todas las jóvenes bonitas y las damas con estilo inmersas en una auténtica marea de compromisos y diversiones a causa del jubileo. Leda cerró los ojos cansados y parpadeó de nuevo mientras ella y la jefa del taller sacaban de la cesta el enorme bulto de tela. Estaba agotada; todas lo estaban, pero el nerviosismo y la ilusión eran contagiosos. ¡Quién pudiera llevar algo así, tan precioso! Cerró los

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos