La canción de Flavia

Mary Nickson

Fragmento

I

El ensayo de la mañana había resultado un éxito. Cuando se apagaron las últimas notas y la tensión se disolvió, todos los miembros de la orquesta sonrieron mirando a Flavia.

—Si esta noche tocas así, causaremos sensación —le dijo Antoine, y, prescindiendo de la pulida cortesía que era característica en él, le plantó un beso en la palma de la mano y luego le cerró los dedos, como si le hubiese cedido una moneda preciada.

Todos los músicos de la orquesta sabían que ella tenía una aventura con el director, entre otras cosas, porque todas las aventuras de Antoine eran de conocimiento público. A Flavia no le importaba; habría querido subirse a un tejado y comunicarlo ella misma a grandes voces. Era increíble, lo más maravilloso que le había sucedido en el curso de sus veintiún años de existencia. Habría quedado consternada de saber que Jim Barnard, el afamado solista de la orquesta, había dicho: «Les doy seis meses. Un año a lo sumo, y ella lleva las de perder». Todos odiaban a Antoine y, no obstante, hasta el propio Jim, que había tocado bajo numerosas batutas, debía admitir que aquel director lograba una música excitante y que su labor había traído energías renovadas.

Se produjo un tumulto cuando recogieron sus instrumentos y partituras. Antoine observó a Flavia colocar la flauta en su estuche. Aquella mañana, ambos habían tenido un momento de desencuentro cuando Flavia se negó a decirle a Antoine qué vestido pensaba ponerse para el concierto de aquella noche. Él tenía una idea muy definida sobre la imagen que ella debía proyectar y, fuera cual fuese la situación, pretendía controlar todo lo relacionado con Flavia. Ella no estaba demasiado segura de que él aprobara el ceñido y recortado modelito del que se había encaprichado en París y que, previo pago de una cuantiosa suma, había adquirido en secreto para darle una sorpresa. Había sido un pequeño gesto de autonomía al que concedía no poca importancia. Estaba totalmente enamorada de Antoine, pero no quería convertirse en la marioneta de nadie.

—Y bien, ¿esta noche toca el rojo o el azul claro? —le había preguntado él mientras Flavia estaba tumbada en la cama, observándola mientras se peinaba hacia atrás los pulcros mechones de cabello oscuro.

—No voy a decírtelo... Es un secreto.
—Pero tienes que decírmelo, vamos. Es necesario que cuentes con mi opinión.

—Deberás contentarte con verme más tarde —había resuelto ella, mofándose, pero, a excepción de aquellas que él mismo hacía, las mofas no eran del agrado de Antoine.

Contrariado por la tenacidad de Flavia, había intentado obligarla a contárselo, pero ella se había mantenido en sus trece y Antoine, que iba a ensayar el resto del repertorio aquella mañana para que ella no tuviese que levantarse demasiado temprano, había salido mostrando el enojo en su cara. Era el primer asomo de desafío al que ella se había atrevido desde el comienzo de la relación y, a pesar de que ello contribuyera a aumentar el atractivo de la joven, Antoine estaba convencido de que, de no haber tenido prisa, no habría tardado en hacerla rendirse.

Sin embargo, su interpretación le había deleitado tanto que no estaba dispuesto a volver a sacar el tema. Ella iba a acrecentar su fama, iba a justificar ante la prensa el confiado vaticinio que había hecho sobre ella. Antoine du Fosset estaba orgulloso de su habilidad para identificar el talento incipiente... y, según habrían apostillado sus detractores, no solo en lo referente a promesas musicales.

Antes de marcharse, la envió al fondo del auditorio. —Quiero enseñarte algo —le dijo—. Vas a oír el ruido de un alfiler.

Flavia bajó los escalones de un salto y ascendió corriendo por uno de los pasillos. Estaba feliz por lo que Antoine había dicho de su interpretación y aguardaba al concierto de aquella noche con confianza redoblada.

—¿Preparada? —exclamó él.

Ella le miró, riéndose.
—Preparada.

Antoine tomó el alfiler del clavel que siempre llevaba sujeto en el ojal; un homenaje a Malcolm Sargent, decía él, aunque había quienes opinaban que se adornaba sencillamente para darse aires. Lo sujetó un momento y luego lo dejó caer. Flavia oyó con claridad el leve sonido que produjo al chocar con el suelo del escenario.

—¡Vaya! ¡Qué responsabilidad!
Tu ferais bien de t’en souvenir.

Volvió junto a él y, antes de que ambos se retiraran a los bastidores, echó un último vistazo a las filas de asientos vacíos y a los palcos de uno y otro lado, que se abrían como los cajones de una cómoda, y pensó, con cierto temor, que aquella noche iban a llenarse de personas que vendrían con el propósito de escucharla tocar.

—Vámonos. —Antoine le asió la mano, la condujo hasta el camerino del director y, una vez allí, la tomó en brazos.

Apenas si era un poco más alto que ella. Debido al aura de vitalidad que le caracterizaba, la gente que solo le conocía por haberle visto dirigir solía sorprenderse al comprobar que, en realidad, su envergadura era inferior a lo que parecía. Flavia cerró los ojos y se dejó abrazar para recibir el beso que él le daba.

—Ahora ve a por tu abrigo. —Antoine la soltó—. No podemos permitirnos que cojas un resfriado. Ven. Iremos a comer juntos algo delicioso y, cuando yo vaya a mi reunión, tú tendrás que descansar, mi amor.

»Estoy muy satisfecho contigo —le dijo, más tarde, al meterla en el taxi al que había llamado.

Después de comer, Flavia regresó al piso que compartía con Tricia. Desde hacía un tiempo, eran escasas las ocasiones en que se dejaba ver por allí. Tricia estaba lavándose el cabello.

—¡Trish, hola, qué maravilla encontrarte aquí! ¿Se puede saber qué haces en casa a estas horas?

—Pues bueno, sabía que ibas a venir, y la galería me estaba hartando. —Hizo una mueca y se cubrió los cabellos con una toalla—. El trabajo es aburrido, aburrido, aburrido. En fin, ¿cómo está ese gran amante francés tuyo? Pero mírate, si pareces un árbol de Navidad, tan reluciente. Qué envidia. Ya quisiera yo que Roddy me tuviese así. Me parece que le voy a enseñar la puerta. —Tricia siempre estaba enseñándole la puerta a Roddy—. Apuesto a que tu director te ha mostrado algo más que música.

—Mmm. —Flavia se estiró en la cama—. Ay, Trish, no te imaginas lo contenta que estoy. Nunca habría imaginado que la vida pudiese ser tan estupenda... Y no solo por el sexo, que, por cierto, es fantástico. Es que Antoine y yo respiramos la misma música, en todo momento. Es el hombre más maravilloso que he conocido, y me ha convertido en alguien diferente. No sé qué haría si le ocurriera algo.

Tricia pensó que, habida cuenta de su historial, era inevitable que algo le ocurriera a Antoine, algo como otra mujer, desde luego, y más pronto que tarde, pero comprendió que carecía de sentido decírselo a Flavia, a tenor de su estado. Estaba encastillada en el interior de una alambrada de felicidad que mantenía a raya a quienquiera que se le acercase.

—Cuenta, ¿cuál es el último capítulo de tu culebrón con Roddy?

Pesarosa, Flavia comprobaba que, en los últimos tiempos, había perdido el contacto con sus viejas amistades, no tanto por desinterés, sino porque su vida estaba tan copada por la música y por Antoine que no quedaba espacio para nada más. Hacía unos meses, habría conocido de primera mano la exacta coyuntura de la tumultuosa vida emocional de Tricia; habrían charlado sin descanso sobre la conveniencia de mantener al fiel Roddy a mano, a la ma

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