Escándalos privados

Nora Roberts

Fragmento

Chicago, 1994

En Chicago había una medianoche sin luna pero, para Deanna, el momento tenía todas las características de Solo ante el peligro. Le resultaba fácil identificarse con el digno, sereno y resuelto Gary Cooper, mientras se preparaba para enfrentarse al pistolero astuto que volvía para vengarse.

Pero, maldita sea, pensó Deanna, Chicago era su ciudad. Angela era la intrusa.

Deanna supuso que era típico del gusto por lo dramático de Angela, el que exigiera una confrontación en el mismo estudio donde las dos habían ascendido por la resbaladiza escalera de la ambición. Pero ahora era el estudio de Deanna, y era su programa el que se llevaba la parte del león de los índices de audiencia. No había nada que Angela pudiera hacer para modificar eso, salvo conjurar a Elvis de la tumba y pedirle que cantara Heartbreaker Hotel al público que presenciaba la emisión del programa.

Al pensar en esa imagen, Deanna esbozó una leve sonrisa. Angela era una rival poderosa. A lo largo de los años había empleado recursos truculentos para mantener su programa cotidiano al tope de la popularidad.

Pero lo que Angela se traía en la manga no tendría éxito: subestimaba a Deanna Reynolds. Angela podía cuchichear secretos y amenazar con escándalos, pero nada de lo que dijera cambiaría los planes de Deanna.

De todos modos, oiría lo que Angela quería decirle. Deanna creía que ella intentaría llegar, aunque fuera por última vez, a un acuerdo. Ofrecer, si no una amistad, por lo menos una tregua prudente. Era poco probable que, al cabo de todo ese tiempo y de tal hostilidad, la brecha que existía entre ambas pudiera ser zanjada; pero Deanna jamás perdía las esperanzas. Por lo menos hasta que se agotaran todas las posibilidades.

Mientras pensaba en todas esas cosas, Deanna entró con el coche en el aparcamiento del edificio de la CBC. Durante el día, siempre estaba repleto de los automóviles de técnicos, compaginadores, productores, secretarias y protagonistas de los programas. A Deanna siempre la llevaba y la iba a buscar su chófer para evitar problemas. En el interior de esa enorme torre blanca, la gente corría para preparar los noticieros —que salían al aire a las siete de la mañana, a mediodía, a las cinco de la tarde y a las diez de la noche—, el programa de cocina de Bobby Marks, el programa semanal de Finn Riley, y el exitoso programa La hora de Deanna, aplaudido en todo el país y al tope de los índices de audiencia.

Pero ahora, justo después de la medianoche, el aparcamiento se encontraba prácticamente vacío. Había una media docena de vehículos pertenecientes al equipo básico del noticiero, cuyos integrantes holgazaneaban en su sala de redacción a la espera de que en el mundo se produjera algún acontecimiento que valiera la pena contar. Probablemente con la esperanza de que, si estallaba alguna guerra, fuera cuando su turno de trabajo hubiera concluido.

Deseaba estar en otro lugar, en cualquier otro lugar, pero Deanna aparcó en una plaza vacía y apagó el motor. Por un momento permaneció allí sentada, oyendo los sonidos de la noche: el tráfico en la calle de la izquierda, el zumbido del sistema de aire acondicionado que mantenía fresco el edificio y los costosos equipos que albergaba. Tenía que controlar sus emociones encontradas y sus nervios antes de enfrentarse a Angela.

Los nervios eran algo casi permanente en la profesión que había elegido; debía trabajar con ellos o a través de ellos. Su irritación era algo que podía controlar y lo haría, sobre todo si no ganaba nada con fomentarla. Pero esos sentimientos controvertidos y tan intensos eran otra cuestión. Incluso después de tanto tiempo, le resultaba difícil olvidar que antes admiraba y respetaba a la mujer a quien pronto se enfrentaría. Y confiaba en ella.

Por experiencia propia, Deanna sabía que Angela era experta en manipulación emocional. El problema de Deanna —y muchos sostenían que en él radicaba también su talento— era su incapacidad de ocultar sus sentimientos. Allí estaban, a la vista de todos, para gritar su verdad a quien quisiera oírlos. Lo que sentía se reflejaba en sus ojos grises, se transmitía en la inclinación de su cabeza o en la expresión de su boca. Algunos decían que eso era lo que la hacía irresistible y, al mismo tiempo peligrosa. Deanna movió el espejo retrovisor. Sí, en sus ojos aparecían las chispas de su mal humor, su resentimiento contenido, su pesar. Después de todo, ella y Angela habían sido amigas alguna vez. O casi amigas.

Pero también vio en sus ojos el placer de la expectación. Era una cuestión de orgullo. Hacía mucho que debía producirse ese encuentro.

Deanna sonrió, sacó su lápiz de labios y se pintó cuidadosamente la boca. Uno no se presenta ante su rival sempiterno sin el más básico de los escudos. Complacida al comprobar que tenía el pulso firme, dejó caer el lápiz de labios en el bolso y bajó. Permaneció inmóvil un momento y aspiró el agradable aire de la noche, mientras se hacía una pregunta: ¿Estás tranquila, Deanna? No. Estaba acelerada. Cerró de golpe la portezuela y atravesó el aparcamiento. Sacó su tarjeta de identificación y la introdujo en la ranura ubicada junto a la entrada posterior. Segundos más tarde titiló una pequeña luz verde que le permitió abrir la pesada puerta.

Oprimió el interruptor para iluminar la escalera y dejó que la puerta se cerrara a sus espaldas.

Le resultó interesante que Angela no hubiera llegado antes que ella. Seguro que pidió una limusina, pensó Deanna. Ahora que Angela estaba instalada en Nueva York, ya no tenía un chófer fijo en Chicago. A Deanna le sorprendió no haber visto la limusina en el aparcamiento.

Angela era muy, muy puntual.

Era una de las muchas cosas por las que Deanna la respetaba.

Los tacones de Deanna resonaron en la escalera cuando ella descendió un nivel. Mientras volvía a introducir su tarjeta de identificación en la siguiente ranura de seguridad, se preguntó a quién habría sobornado, amenazado o seducido Angela para conseguir entrar en el estudio.

No muchos años antes, Deanna solía recorrer ese mismo camino presurosa y llena de entusiasmo, cuando le hacía los recados a Angela. Como un cachorro ansioso, siempre estaba lista para hacer cualquier cosa que mereciera una señal de aprobación de Angela. Pero, como un cachorro inteligente, también había aprendido.

Y cuando llegó la traición podría haber gemido, pero en cambio se lamió las heridas y echó mano de todo lo que había aprendido... hasta que la alumna se convirtió en la maestra.

No debería haberle sorprendido descubrir la rapidez con que los viejos resentimientos, hacía mucho tiempo enfriados, volvían a bullir dentro de su ser. Y esta vez al enfrentarse con Angela lo haría en su propio terreno, con sus propias reglas. La ingenua muchacha de Kansas ya no tenía problemas en admitir su propia ambición.

Y quizá, cuando lo hiciera, la atmósfera se aclararía y las dos podrían encontrarse en un pie de i

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