Jugando con fuego

Nora Roberts

Fragmento

1

Baltimore, 1985

La infancia de Catarina Hale se acabó una húmeda noche de verano, unas horas después de que los Orioles destrozaran a los Rangers en el Memorial Stadium, dándoles una buena patada en sus culos texanos —como decía su padre—, por nueve a uno. Sus padres se habían tomado una noche libre para que toda la familia pudiera ir a ver el partido; eso hizo que la victoria fuera aún más dulce. La mayoría de los días, el uno o el otro, o los dos, pasaban largas horas en Sirico’s, la pizzería que habían heredado del padre de su madre y el lugar donde se habían conocido hacía dieciocho años. Su madre era una joven de dieciocho años llena de vida —eso decían— cuando Gibson Hale, con veinte años, entró pavoneándose para comer una pizza.

«Entré a comer pizza —solía decir— y me encontré con una diosa italiana.»

Su padre decía cosas así de raras muchas veces. Pero a Reena le gustaba escucharlas.

Diez años más tarde se encontró también con una pizzería, cuando el abuelo y la abuela decidieron que había llegado el momento de viajar. Bianca, la más joven de sus cinco hermanos y la única chica, se hizo cargo del negocio junto con su Gib, porque ninguno de los hermanos lo quería.

Sirico’s llevaba más de cuarenta y tres años en el mismo lugar de Little Italy, en Baltimore; más de los años que tenía el padre de Reena, y eso la maravillaba. Ahora su padre —que no tenía ni una gota de sangre italiana— dirigía el negocio junto con su madre, que era italiana hasta la médula.

Sirico’s casi siempre estaba lleno, y daba mucho trabajo, pero a Reena no le importaba, aunque a veces tuviera que ayudar. Su hermana Isabella se quejaba porque a veces tenía que ayudar en la pizzería los sábados por la noche y no podía salir con sus amigos o quedar con chicos. Pero de todos modos, Bella siempre protestaba por todo.

Sobre todo se quejaba porque Francesca, la hermana mayor, tenía una habitación para ella sola en la segunda planta, y en cambio ella tenía que compartir la suya con Reena. Y Xander también tenía habitación para él solo porque, aunque era el menor, era el único chico.

Compartir habitación con Bella estuvo bien; hasta que Bella entró en la adolescencia y decidió que era demasiado mayor para hacer nada que no fuera hablar de chicos, leer revistas de moda y hacerse cosas en el pelo.

Reena tenía once años y cinco sextos. Lo de los cinco sextos era una información esencial, porque significaba que solo le faltaban catorce meses para ser adolescente. En aquellos momentos esa era su mayor ambición, por delante de hacerse monja o casarse con Tom Cruise.

En aquella noche sofocante de agosto, cuando tenía once años y cinco sextos, Reena despertó en la oscuridad con una sensación molesta y dolorosa en el estómago. Se encogió, tratando de acurrucarse, y se mordió el labio para contener un gemido. Al otro lado de la habitación, tan lejos como podía, con catorce años y más interesada en tener un pelo estupendo que en ser una hermana estupenda, Bella resoplaba ligeramente.

Reena se frotó la zona que le dolía y pensó en los perritos calientes y el maíz con caramelo que se había zampado durante el partido. Su madre había dicho que después se arrepentiría.

¿No podía equivocarse por una vez?

Trató de ser resignada, como decían siempre las monjas, para que algún pobre pecador pudiera beneficiarse de su dolor de estómago. Pero ¡ay, cuánto dolía!

A lo mejor no era por los perritos calientes. A lo mejor era por el puñetazo que Joey Pastorelli le había dado en el estómago. Se había metido en un buen lío por culpa de eso. Por tirarla al suelo y romperle la camiseta y llamarla una cosa que Reena no entendió. Luego, su padre fue a casa del señor Pastorelli a «discutir la situación» con él y acabaron peleándose.

Reena oyó los gritos. Su padre nunca gritaba... bueno, casi nunca. Normalmente era su madre la que gritaba, porque era cien por cien italiana y tenía mucho carácter.

Pero, huy, vaya si le gritó al señor Pastorelli. Y cuando volvió a casa la abrazó.

Y se fueron a ver el partido.

A lo mejor aquello era su penitencia por haberse alegrado al saber que iban a castigar a Joey Pastorelli. Y por alegrarse un poco de que la hubiera tirado al suelo y le hubiera roto la camiseta, porque luego fueron al partido y vieron a los Orioles dar una paliza a los Rangers.

O a lo mejor tenía una lesión interna.

Reena sabía que se pueden tener lesiones internas, y hasta morirse. Lo había visto en Urgencias, una de las series favoritas de Xander y suya.

La idea hizo que sintiera otro de aquellos dolores que hizo que se le llenaran los ojos de lágrimas. Al ir a levantarse de la cama —quería estar con su madre— notó algo húmedo entre los muslos.

Suspirando, pensando con vergüenza que a lo mejor se había mojado los pantalones del pijama como una cría, salió de su habitación y fue hasta el cuarto de baño, con su bañera y sus baldosas de color rosa. Entró y se levantó la camiseta de los Cazafantasmas.

Cuando vio que tenía sangre en los muslos, se quedó mirando, y sintió miedo. Se estaba muriendo. Los oídos le zumbaban. Cuando notó el siguiente retortijón en el estómago, abrió la boca para gritar.

Y entonces lo entendió.
«No me muero», pensó. No tenía lesiones internas. Era la regla. Su primer período.

Su madre se lo había explicado todo, lo de los óvulos y los ciclos, y lo de hacerse mujer. Sus hermanas ya tenían la regla cada mes, y también su madre.

Había tampones en el armarito, debajo del lavamanos. Mamá le había enseñado cómo se ponían, y un día ella se había encerrado sola en el cuarto de baño para practicar. Reena se lavó y trató de no ponerse remilgada. Lo que molestaba no era la sangre, sino el sitio de donde salía.

Pero ahora ya era mayor, lo bastante mayor para ocuparse de una cosa que su madre decía que era natural, una cosa de mujeres.

Como se le había quitado el sueño y ya era una mujer, decidió bajar a la cocina y tomarse un ginger ale. Hacía tanto calor en la casa... un día de perros como decía su padre. Y tenía muchas cosas en que pensar ahora que ya era mujer. Salió con su vaso afuera y se sentó a pensar en los escalones de mármol blanco.

Estaba todo tan callado que oyó ladrar al perro de los Pastorelli de esa forma suya, como si tosiera. Las luces de la calle estaban encendidas. Se sentía como si fuera la única persona del mundo que estaba despierta. Porque en aquellos momentos, ella era la única persona del mundo que sabía lo que había pasado dentro de su cuerpo.

Reena dio unos sorbos a su vaso y pensó cómo sería cuando volviera a la escuela dentro de un mes. Y cuántas chicas habrían tenido su primer período durante las vacaciones.

Ahora empezarían a crecerle los pechos. Se miró y se preguntó cómo sería. Cómo se sentiría. Con el pelo o las uñas no te dabas cuenta, pero a lo mejor con los pechos era distinto.

Raro, pero interesante.

Si le empezaban a crecer enseguida, ya los tendría cuando llegara a la adolescencia.

Sí, allí estaba, sentada en los escalones de mármol, una chica con el pecho plano y el estómago sensible. Su pelo corto de color miel se le estaba encrespando por la humedad, sus ojos marrón claro de largas pestañas empezaban a pesarle. Tenía un pequeño lunar sobre la comisura derecha del labio y llevaba aparatos en los dientes.

En aquella noche sofocante el presente parecía seguro y el futuro, un sueño brumoso.

Dio un bostezo y pestañeó, adormecida. Cuando se levantó para volver adentro, su mirada se desvió calle abaj

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