La estrella más brillante

Marian Keyes

Fragmento

Día 61

Día 61

Primer día de junio, una tarde soleada, lunes. Tras sobrevolar las calles y casas de Dublín, llego al fin. Entro a través del tejado. Me cuelo por un tragaluz en una sala de estar y al instante me percato de que la persona que aquí vive es una mujer. La decoración tiene un toque femenino, con echarpes de colores pastel sobre el sofá y cosas así. Dos plantas. Las dos vivas. Un televisor de modestas proporciones.

Parece que he llegado en mitad de algo. Hay varias personas de pie en un círculo incómodo, bebiendo champán y haciendo ver que encuentran gracioso lo que los demás dicen. Por la variedad de edades deduzco que se trata de un acontecimiento familiar.

Abundan las tarjetas de cumpleaños. Los envoltorios de papel desgarrados. Regalos. Hablan de ir tirando hacia el restaurante. Ávido de información, leo las tarjetas. Van dirigidas a alguien que se llama Katie y que, según parece, está celebrando su cuarenta cumpleaños. Jamás habría imaginado que algo así mereciera mucha celebración, pero hay de todo en la viña del Señor, según me han contado.

Localizo a Katie. Parece mucho más joven, pero los cuarenta de ahora son los nuevos veinte de acuerdo con la información que poseo. Es morena, tirando a alta, con un busto generoso, y se esfuerza por mantenerse derecha sobre los tacones de aguja de sus botas de caña alta. Posee un campo de fuerza agradable; sus vibraciones son cálidas y equilibradas, como una maestra de primaria ligeramente sexy. (Aunque ese no es su trabajo. Lo sé porque sé un montón de cosas.)

El hombre que está a su lado con cara de satisfacción —satisfacción que se debe, en gran medida, al nuevo reloj de platino que Katie luce en la muñeca— es su novio, su pareja, su amado, como quieras llamarlo.

Un hombre interesante, con una fuerza vital cautivadora; sus vibraciones son tan fuertes que casi resultan visibles. Te seré franco: me tiene intrigado.

Conall, le llaman. Por lo menos los miembros más educados del grupo. Otros nombres flotan en el éter —fantasma, capullo ostentoso— pero impronunciados. Los hombres no lo tragan. He identificado al padre, al hermano y al cuñado de Katie y ninguno le profesa simpatía. En cambio a las mujeres —la madre, la hermana y la mejor amiga de Katie— no parece disgustarles.

Te contaré algo más: este Conall no vive aquí. Un hombre con una frecuencia tan intensa como la suya no toleraría un televisor tan pequeño. O tener que regar las plantas.

Paso flotando muy cerca de Katie, que se lleva una mano a la nuca, presa de un escalofrío.

—¿Qué? —Conall parece dispuesto a batallar.

—Nada. He sentido un escalofrío mortal.

¡Será exagerada!

—¡Eh! —Naomi, la hermana mayor de Katie, está señalando un espejo que descansa en el suelo, apoyado contra un armario—. ¿Todavía no has colgado el espejo nuevo?

—Todavía no —dice Katie apretando los dientes.

—Hace siglos que deberías haberlo hecho. Creí que Conall se encargaría de ello.

—Conall me lo colgará mañana por la mañana —responde Katie con contundencia—, antes de marcharse a Helsinki. ¿Verdad, Conall?

¡Tensión! Silbando por toda la estancia, rebotando en las paredes. Conall, Katie y Naomi se disparan ondas de alto voltaje en un tirante triángulo, el efecto se expande hasta envolver a todos los demás. Entre nous, estoy impaciente por averiguar qué está pasando, pero, por desgracia, siento que una extraña fuerza se apodera de mí. Algo más grande o mejor que yo tira de mí hacia abajo. Atravieso la alfombra de pura lana virgen y unas vigas con muy mala pinta —invadidas por la carcoma, alguien debería saberlo— y aterrizo en otro lugar: el piso que hay justo debajo del de Katie. Estoy en una cocina. Una cocina sorprendentemente sucia. En el fregadero hay una caótica pila de cazos, sartenes y platos impregnados de pegotes de comida rancia, como si un grupo de artistas de Action painting hubiera hecho recientemente una visita. Hay dos hombres jóvenes y musculosos inclinados sobre la mesa de la cocina, hablando en polaco. Tienen las caras muy juntas y el tono de la conversación es apremiante, rayano al pánico. Ambos tiemblan de angustia, hasta tal punto que sus vibraciones se mezclan y no logro diferenciarlos. Por suerte, descubro que entiendo el polaco, de modo que ahí va una traducción aproximada de lo que están diciendo.

—Díselo tú, Jan.

—No, Andrei. Díselo tú.

—Yo lo intenté la última vez.

—Andrei, a ti te respeta más.

—No, Jan. Por mucho que me cueste entenderlo, como hombre polaco que soy, no nos respeta a ninguno de los dos. Las irlandesas son un misterio para mí.

—Andrei, si se lo dices tú te daré tres repollos rellenos.

—Que sean cuatro.

(Me temo que las dos últimas frases me las he inventado.)

Entra en la cocina el motivo de su agitada discusión y no entiendo de qué tienen miedo semejantes grandullones con sus tatuajes y ese corte de pelo moderno ligeramente intimidador. Esta pequeña criatura —irlandesa, a diferencia de los dos muchachos— es un bombón. Una muñeca de mirada pícara, pestañas largas y una cabeza de encantadores rizos que descienden en cascada por debajo de los hombros. Aparenta unos veinticinco y las vibraciones que emana son tan briosas que atraviesan el aire en zigzag.

En la mano lleva un paquete de comida precocinada. Tiene un aspecto horrible. (Rosbif grisáceo, para tu información.)

—Adelante —susurra Jan a Andrei.

—Lydia. —Andrei señala la, francamente, asquerosa cocina. En inglés, le dice—: Limpia alguna vez.

—Alguna vez —acepta ella, cogiendo un tenedor del escurreplatos—. Pero, lamentablemente, no en esta vida. Ahora, aparta.

Prestamente, Andrei se hace a un lado para despejarle el camino hasta el microondas. Ella clava con violencia el tenedor en el celofán que cubre su cena. Cuatro veces. Cada punción suena como una pequeña explosión, lo bastante fuerte para que el párpado izquierdo de Jan tiemble. Hecho esto, introduce la caja en el microondas. Aprovecho para deslizarme detrás de ella a fin de presentarme pero, para mi sorpresa, me ahuyenta de un manotazo, como si fuera una mosca fastidiosa.

¡A mí!

¿Es que no sabes quién soy?

Andrei prueba de nuevo.

—Lydia, por favor… Jan y yo limpiamos mushas, mushas veses.

—Me alegro por vosotros. —Despreocupada respuesta de Lydia mientras localiza en las profundidades del fregadero el cuchillo menos sucio y lo coloca debajo del grifo medio segundo.

—Hemos hesho una lista de turnos. —Andrei agita débilmente una hoja de papel.

—Me alegro doblemente por vosotros. —¡Oh, qué dientes tan blancos, qué sonrisa tan radiante!

—Llevas tres semanas viviendo aquí. No has limpiado. Tienes que limpiar.

Una repentina emoción negra y amarga emana de Lydia. Por lo visto, sí limpia. Pero no aquí. ¿Dónde, entonces?

—Andrei, pichonci

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