Hermanas

Danielle Steel

Fragmento

Hermanas

1

Los disparos de la cámara fotográfica no habían cesado desde las ocho de la mañana en la Place de la Concorde de París. Se había acordonado un área alrededor de una de las fuentes, y un gen darme parisino con cara de hastío la controlaba mientras observaba todos los preparativos. La modelo llevaba cuatro horas en la fuente saltando, lanzando agua, riendo, echando su cabeza hacia atrás con un gozo ensayado, pero convincente. Llevaba un vestido de noche levantado hasta las rodillas y un chal de visón. Un potente ventilador convertía su largo y rubio cabello en una melena volátil.

La gente que pasaba por allí se detenía maravillada a contemplar la escena mientras una maquilladora —con short y camiseta sin mangas— subía y bajaba de la fuente procurando que el maquillaje se mantuviera intacto. Al mediodía, la modelo todavía parecía estar pasándolo genial: reía con el fotógrafo y sus dos asistentes en las pausas, así como también ante la cámara. Los coches reducían la velocidad al pasar, y dos adolescentes norteamericanas se detuvieron asombradas al reconocer a la modelo.

—¡Madre mía! ¡Es Candy! —dijo con solemnidad la mayor de las chicas. Eran de Chicago y estaban allí de vacaciones, pero también los parisinos reconocían a Candy con facilidad. Desde los diecisiete años era la supermodelo más exitosa en Estados Unidos, y también en la escena internacional. Candy tenía ahora veintiuno, y había hecho una fortuna posando y desfilando en Nueva York, París, Londres, Milán, Tokio y una docena de ciudades más. La agencia apenas podía manejar el volumen de sus compromisos. Había sido portada de Vogue al menos dos veces cada año, y constantemente la solicitaban. Sin lugar a dudas, era la top model del momento, y su nombre resultaba familiar incluso para aquellos que apenas estaban al corriente del mundo de la moda.

Se llamaba Candy Adams, pero jamás usaba su apellido; era simplemente Candy. No necesitaba más. Todo el mundo la conocía y reconocía su rostro, su nombre, su reputación como una de las modelos más exitosas del mundo. Conseguía que todo pareciera divertido, ya fuera corriendo descalza en bikini por la nieve en el petrificante frío de Suiza, caminando con un vestido de noche por la playa invernal de Long Island o vistiendo un abrigo largo de marta bajo el ardiente sol de Tuscan Hills. Hiciera lo que hiciese, siempre parecía que disfrutaba al máximo. Posar en una fuente en la Place de la Concorde en julio era fácil, a pesar del bochorno y del sol matinal propios de una de esas clásicas olas de calor del verano parisino. La sesión fotográfica estaba destinada a otra portada de Vogue, la del mes de octubre, y el fotógrafo, Matt Harding, era considerado uno de los más importantes del mundo de la moda. Habían trabajado juntos cientos de veces durante los últimos cuatro años, y él adoraba fotografiarla.

A diferencia de otras modelos de su talla, Candy se mostraba siempre encantadora: amable, simpática, irreverente, dulce y sorprendentemente cándida, teniendo en cuenta el éxito del que había gozado desde el inicio de su carrera. Era sencillamente una buena persona de una belleza extraordinaria. Fotogénica desde cualquier ángulo, su rostro era casi perfecto para la cámara, ni la más mínima imperfección, ni el más ínfimo defecto. Tenía la delicadeza de un camafeo, con sus finos rasgos tallados, sus cabellos de un rubio natural que llevaba en una larga melena la mayor parte del tiempo, y sus enormes ojos azul cielo. Matt sabía que a Candy le gustaba salir de fiesta hasta altas horas de la madrugada aunque, asombrosamente, jamás se le notaba en el rostro al día siguiente. Era una de las pocas afortunadas que podía pasar la noche en vela sin que nadie lo percibiera después. No podría hacerlo siempre, pero por el momento no era ningún problema. Y con el paso de los años estaba cada vez más guapa. Aunque a los veintiuno difícilmente se pueden temer los estragos del tiempo, algunas modelos comenzaban a evidenciarlos muy pronto. Candy, no. Y su natural dulzura se expresaba igual que aquel día en que Matt la había conocido, cuando ella tenía diecisiete años y hacía su primera sesión fotográfica para Vogue. Él la adoraba. Todos la adoraban. No había ni un hombre ni una mujer en el mundo de la moda que no la adorara.

Candy medía un metro ochenta y seis y pesaba cincuenta y dos kilos y medio. Matt sabía que no comía nunca pero, fuera cual fuese la razón de su delgadez, le sentaba de maravilla. Aunque parecía demasiado delgada al natural, quedaba estupenda en las fotografías. Candy era su modelo favorita, y lo era también para Vogue, que la idolatraba y había designado a Matt para trabajar con ella en ese reportaje.

A las doce y media decidieron acabar la sesión. Candy bajó de la fuente como si hubiera estado allí diez minutos y no cuatro horas y media. Tenían que hacer una segunda sesión en el Arco del Triunfo esa misma tarde, y otra por la noche en la torre Eiffel, con pequeños fuegos artificiales de fondo. Candy jamás se quejaba de las difíciles condiciones ni de las largas jornadas de trabajo, y esa era una de las razones por las que a los fotógrafos les encantaba trabajar con ella. Eso, sumado al hecho de que era imposible hacerle una mala fotografía. Su rostro era el más agraciado del planeta, y el más deseado.

—¿Dónde quieres comer? —preguntó Matt mientras sus asistentes guardaban las cámaras, los trípodes y las películas fotográficas, al tiempo que Candy se quitaba el chal de visón y se secaba las piernas con una toalla. Sonreía, y daba la sensación de que había disfrutado muchísimo de la sesión.

—No sé. ¿L’Avenue? —propuso ella con una sonrisa.

Matt se sentía bien con Candy. Tenían bastante tiempo. A sus asistentes les llevaría cerca de dos horas montar el nuevo set fotográfico en el Arco del Triunfo. El día anterior, Matt había repasado todos los detalles y planos con ellos, por lo que no necesitaba acudir allí hasta que todo estuviera listo. Eso les daba a Candy y a él un par de horas para almorzar. Muchas modelos y gurús de la moda frecuentaban L’Avenue, Costes, el Budha Bar, Man Ray, y toda una variedad de concurridos locales parisinos.

A Matt también le gustaba L’Avenue, y además quedaba cerca del lugar donde tenían que hacer la sesión de la tarde. Sabía que en realidad daba igual a qué sitio fueran, de todos modos ella comería poco y bebería mucha agua, que era lo que hacían todas las modelos. Limpiaban así constantemente su organismo para no engordar ni un gramo. Además, con las dos hojas de lechuga que Candy solía comer era difícil que ganara peso; por el contrario, cada año estaba más delgada. Sin embargo, pese a su altura y a su delgadez extrema, tenía un aspecto saludable. Se le marcaban todos los huesos de los hombros, el pecho y las costillas. Era más famosa que la mayoría de sus colegas, pero también más delgada. A veces Matt mostraba preocupación por ella, aunque Candy se reía cuando él le achacaba algún desorden alimenticio. Jamás respondía a comentarios acerca de su peso. Una gran mayoría de las modelos más importantes sufre o flirtea con la anorexia, o con cosas peores. Es algo de lo que no pueden escapar. Resulta imposible que los seres humanos tengan esas tallas después de los nueve años; las mujeres adultas que comen la mitad de lo normal no logran estar tan delgadas como ellas.

Tenían a su disposición un coche y un chófer que los condujo hasta el restaurante en la avenue Montaigne que, como era usual a esa hora y en esa época del año, estaba repleto de gente. La semana siguiente se presentarían las colecciones de alta costura, y los diseñadores, los fotógrafos y las modelos ya habían comenzado a llegar. Además, era la temporada de mayor afluencia turística en París. Los norteamericanos amaban ese restaurante, al igual que los parisinos más modernos. Era siempre una puesta en escena. Uno de los propietarios vio a Candy inmediatamente y los acompañó hasta una mesa en una terraza cerrada con vidrieras a la que llamaban la «galería». Era el lugar favorito de Candy, que además era feliz con que en París se permitiera fumar en todos los restaurantes. No era una fumadora compulsiva, pero en ocasiones cedía a la tentación, y le gustaba tener la libertad de hacerlo sin soportar miradas censuradoras o comentarios desagradables. Matt le decía que era una de esas personas que lograban hacer del acto de fumar algo interesante. Candy lo hacía todo con gracia, era sexy hasta cuando se ataba los zapatos. Simplemente tenía estilo.

Matt pidió un vaso de vino antes de la comida y Candy una botella grande de agua. Se había olvidado en el coche la botella gigante que acostumbraba a llevar a todas partes. Pidió una ensalada sin aderezos y Matt un bistec tártaro, y ambos se recostaron en sus sillas, dispuestos a relajarse, mientras los comensales de las mesas vecinas miraban a Candy sin el menor disimulo. Todo el mundo la había reconocido. Llevaba tejanos, una camiseta sin mangas y unas sandalias bajas plateadas que había comprado el año anterior en Portofino. Solía usar sandalias hechas allí, o en Saint Tropez, donde acostumbraba a veranear.

—¿Irás a Saint Tropez este fin de semana? —preguntó Matt, asumiendo que la respuesta sería afirmativa—. Hay una fiesta en el yate de Valentino.

Sabía que Candy estaba siempre entre los primeros nombres de las listas de invitados y que raramente se negaba a asistir, por lo que era evidente que tampoco se negaría en este caso. Normalmente se hospedaba en el hotel Byblos con amigos, o en el yate de algún conocido. Candy tenía siempre un millón de opciones; era muy cotizada en el mundo social como celebridad, como mujer y como invitada. Todos querían tenerla con ellos y de ese modo convocar a más gente. La usaban de cebo y como prueba del propio talento social. Era un peso que Candy debía soportar y que en ocasiones lindaba con la explotación, pero a ella no parecía preocuparle demasiado, es más, estaba muy acostumbrada. Iba a los sitios a los que le apetecía ir cuando pensaba que podía pasarlo bien. Sin embargo, esta vez sorprendió a Matt. Más allá de su increíble apariencia, era una mujer con múltiples facetas, nada que ver con la belleza superficial y hueca que algunos creían. No solo era bellísima, sino también decente y lista, y, a pesar de su fama, seguía conservando ese candor juvenil. Eso era lo que más le gustaba a Matt. No había ni rastro de hastío en ella; realmente disfrutaba de todo lo que hacía.

—No puedo ir a Saint Tropez —dijo masticando lentamente su lechuga. Hasta el momento, Matt la había visto comer solo dos bocados.

—¿Tienes otros planes?

—Sí —respondió Candy sonriendo—. Tengo que ir a mi casa. Todos los años mis padres dan una fiesta por el Cuatro de Julio, y si no aparezco mi madre me asesinará. Es un deber para mí y para mis hermanas. —Matt sabía que Candy estaba muy unida a sus hermanas. Ninguna era modelo y, si no recordaba mal, ella era la menor. Candy hablaba mucho de su familia.

—¿No estarás en los desfiles de la próxima semana? —Con frecuencia, Candy era la novia de Chanel y, antes de que la firma cerrara, también la de Saint Laurent. Había sido una novia espectacular.

—Este año no. Me tomaré dos semanas de vacaciones. Lo he prometido. Por lo general voy a la fiesta y regreso justo a tiempo para los desfiles, pero este año he decidido quedarme con mi familia un par de semanas. No hemos estado todas las hermanas juntas desde Navidad. Es difícil porque todas estamos fuera de casa, especialmente yo. Casi no he pisado Nueva York desde marzo, y mi madre siempre se está quejando, así que me quedaré en casa dos semanas; luego tengo que viajar a Tokio para una sesión de Vogue. —Allí las modelos ganaban mucho dinero, y Candy más que ninguna. Las revistas de moda japonesa la idolatraban. Adoraban su altura y su rubia melena.

—Mi madre se enfada muchísimo cuando no voy a casa —agregó, y Matt se rió—. ¿Qué es lo que te da tanta risa?

—Tú. Eres la modelo más cotizada del momento y te preocupa que tu madre se enfade si no vas a casa para la barbacoa del Cuatro de Julio, o el picnic, o lo que sea. Eso es lo que adoro de ti. Todavía eres una niña.

—Quiero a mi madre y a mis hermanas —dijo Candy sinceramente—. Mi madre se preocupa de verdad cuando no vamos a casa el Cuatro de Julio, el día de Acción de Gracias o en Navidad. Una vez no pude estar en el día de Acción de Gracias y me lo estuvo reprochando durante todo un año. Para ella la familia es lo primero, y yo creo que tiene razón. Cuando tenga niños, también querré lo mismo. Todo esto es divertido, pero no dura para siempre; la familia sí.

Candy conservaba intactos los valores con los que la habían educado y creía en ellos profundamente. Aunque le encantara ser una supermodelo, la familia seguía siendo lo más importante en su vida; más incluso que sus relaciones amorosas que, por lo demás, habían sido breves y pasajeras hasta el momento. Por lo que Matt había podido observar, los hombres con los que Candy salía eran básicamente tontos: los más jóvenes solo buscaban exhibirse junto a ella, y los mayores tenían motivos más siniestros. Como muchas otras mujeres bellas e ingenuas, Candy atraía a hombres que solo deseaban aprovecharse de ella. El último con el que había estado era un playboy italiano famoso por relacionarse con mujeres guapas, aunque nunca durante más de dos minutos. Antes de él, había estado con un joven lord británico que al principio parecía normal, pero que pasado un tiempo le había propuesto utilizar látigo y esposas, para acabar descubriendo que era bisexual y drogadicto. Candy se asustó y en cuanto pudo salió huyendo, aunque no era la primera vez que le hacían ese tipo de proposiciones. En los últimos cuatro años había oído de todo. La mayor parte de sus relaciones habían sido fugaces; no tenía ni el tiempo ni las ganas de iniciar una relación seria y, además, los hombres que conocía no se ajustaban a lo que ella quería para compartir su vida. Siempre decía que aún no se había enamorado. Había salido con hombres que en su mayoría no valían la pena, exceptuando aquel chico del instituto; pero él ahora estaba en la universidad y no había vuelto a verlo.

Candy no había ido a la universidad. Abandonó el instituto en el último año para iniciar su carrera de modelo, prometiendo a sus padres que retomaría los estudios más tarde. Quería aprovechar las oportunidades mientras las tuviera. Reservó una buena cantidad de dinero para ese fin, pese a que había gastado una fortuna en un apartamento de lujo en Nueva York, y otro tanto en ropa y pasatiempos de moda. La universidad se fue poco a poco alejando de sus planes. Sencillamente no encontraba una buena razón para estudiar. Además, siempre les decía a sus padres que ella no era tan inteligente como sus hermanas, o al menos eso argumentaba. Su familia lo negaba; todos pensaban que Candy debería ir a la universidad cuando su vida se calmara, si es que eso sucedía alguna vez. Por el momento, ella continuaba avanzando a gran velocidad, y adoraba cada minuto de esa carrera. Iba por la vía rápida, disfrutando al máximo los frutos de su enorme éxito.

—No puedo creer que vayas a tu casa para el picnic del Cuatro de Julio, o lo que sea. ¿Puedo disuadirte? —preguntó Matt esperanzado. Él tenía novia, pero no estaba en Francia en ese momento. Candy y él habían sido siempre buenos amigos, disfrutaba mucho de su compañía, y el fin de semana en Saint Tropez sería mucho más divertido si ella asistía.

—De ninguna manera —respondió Candy, muy decidida—. Le rompería el corazón a mi madre, no puedo hacerle eso. Y mis hermanas se enfadarían mucho; ellas también irán a casa.

—Sí, pero no es lo mismo. Estoy seguro de que ellas no tienen opciones tan tentadoras como el yate de Valentino.

—No, pero también tienen cosas que hacer. Todas vamos a casa para el Cuatro de Julio, pase lo que pase.

—Qué patrióticas —dijo Matt con cinismo, provocándola, mientras la gente continuaba pasando al lado de su mesa y observando. Los pechos de Candy se adivinaban a través de la delgadísima tela de su camiseta blanca de tirantes, que era en realidad una camiseta de hombre. Ella las usaba con frecuencia, y no necesitaba llevar sujetador. Hacía tres años se había aumentado los pechos, lo que contrastaba con su delgadísima figura. Los nuevos no eran enormes, pero estaban bien hechos y tenían un aspecto fabuloso. A diferencia de la mayoría de los pechos implantados —especialmente los más baratos—, los suyos seguían siendo blandos al tacto. Se los había puesto el mejor cirujano plástico de Nueva York. La operación horrorizó a su madre y a sus hermanas, pese a que ella les había explicado que era necesario para su trabajo. A ellas nunca se les hubiera pasado por la cabeza aunque lo cierto era que dos de sus hermanas no lo necesitaban, y su madre tenía una hermosa figura; a los cincuenta y siete años seguía siendo una bella mujer.

Todas las mujeres de la familia eran impresionantes aunque muy distintas. Candy no se parecía a ninguna: era con diferencia la más alta, tenía el tipo y la altura de su padre. Él era un hombre muy apuesto, había jugado a fútbol americano en Yale, medía un metro noventa y cinco y de joven había tenido el cabello rubio como el de Candy. Jim Adams cumpliría sesenta años en diciembre, pero ni él ni su esposa aparentaban la edad que tenían; seguían siendo una pareja atractiva. Su hermana Tammy era pelirroja como su madre. Annie tenía el cabello castaño almendra con algunos reflejos rojizos, y Sabrina, la cuarta hermana, negro resplandeciente. Su padre solía bromear diciendo que tenían una hija de cada color. Cuando eran más jóvenes, parecían salidas de un anuncio de televisión: bellas, patricias y distinguidas. Desde pequeñas habían sido tan hermosas que con frecuencia motivaban comentarios, y les seguía pasando cuando salían todas juntas, incluso cuando iba su madre. Por su altura, peso, fama y profesión, Candy era la que más llamaba la atención, pero las demás también eran encantadoras.

Candy y Matt terminaron de almorzar en L’Avenue. Matt comió de postre un macaron rosado con salsa de frambuesas; Candy frunció la nariz y dijo que era demasiado dulce. Pidió una taza de café filtre negro, permitiéndose un delgado cuadradito de chocolate, lo cual era raro en ella. Luego, el chófer los llevó hasta el Arco del Triunfo. En la Avenue Foch, detrás del Arco del Triunfo, estaba aparcado un trailer para Candy. Unos minutos después ella apareció con un deslumbrante vestido de noche rojo, arrastrando un chal de visón. Estaba deslumbrante. Dos policías la ayudaron a cruzar a través del tráfico hasta el lugar en el que Matt y sus asistentes la esperaban, justo debajo de la enorme bandera de Francia que flameaba sobre el Arco del Triunfo. Matt sonrió al verla llegar. Candy era la mujer más bella que había visto en su vida, y probablemente la más bella del mundo.

—Joder, niña, estás increíble con ese vestido.

—Gracias, Matt —dijo ella con modestia, sonriendo a los gendarmes, que también la miraban perplejos. Había estado a punto de causar varios accidentes, pues los sorprendidos conductores parisinos frenaban de golpe para observar cómo los gendarmes acompañaban a Candy a través de la calle atestada.

Poco después de las cinco de la tarde, terminaron la sesión de fotos bajo el Arco, y Candy regresó al Ritz para un descanso de cuatro horas. Se duchó y telefoneó a su agencia de Nueva York. A las nueve de la noche estaba lista para la última sesión en la torre Eiffel. La luz del día era ya muy tenue. Acabaron a la una de la madrugada, y ella se marchó a una fiesta a la que había prometido asistir. Regresó al Ritz a las cuatro, llena de energía, sin un rastro de cansancio. Matt se había retirado dos horas antes. No había nada como tener veintiún años, decía él mismo, pero a los treinta y siete ya no podía seguirle el ritmo, como le pasaba a la mayoría de los hombres que la cortejaban.

Candy preparó sus maletas, se duchó y se recostó una hora. Esa noche se había divertido, aunque la fiesta había sido de lo más normalita, nada nuevo o especial. Tenía que dejar el hotel a las siete de la mañana y estar en el aeropuerto Charles de Gaulle a las ocho, para poder tomar a las diez el avión que la dejaría en el aeropuerto JFK a mediodía, hora local. Contando la hora que perdería recogiendo su equipaje y las dos horas de coche hasta Connecticut, calculaba que estaría en casa de sus padres a las tres de la tarde, con tiempo de sobra para la fiesta del Cuatro de Julio, al día siguiente. Tenía ganas de pasar la noche con sus padres y hermanas después de la locura de la fiesta.

Al salir del Ritz, Candy sonrió a los conserjes y encargados de seguridad, que ya le eran muy familiares. Llevaba tejanos y camiseta, y el cabello atado en una cola de caballo. Arrastraba una enorme maleta Hermès de cocodrilo color brandi que había comprado en una tienda de antigüedades en el Palais Royal. Una limusina la esperaba en la puerta, y salió ligera hacia el aeropuerto. Sabía que pronto regresaría a París, ya que gran parte de su trabajo estaba allí. Despues de volver de Japón, a finales de julio, solo tenía planificadas dos sesiones, en septiembre. Todavía no sabía qué haría en agosto, anhelaba poder tomarse unos días de descanso en los Hamptons o en el sur de Francia. Las oportunidades de trabajar y divertirse eran numerosas: su vida le parecía estupenda. Pero ahora estaba ansiosa por pasar esas dos semanas en casa. Allí siempre se lo pasaba bien, aunque en ocasiones sus hermanas le criticaran la vida que llevaba. Candace Adams, la más pequeña de la familia, y la más alta y tímida de la clase, se había convertido en un cisne conocido en todo el mundo como «Candy». Pero pese a que le encantaba lo que hacía, y se lo pasaba muy bien en todas partes, no había en el mundo ningún sitio como su casa, y a nadie amaba tanto como a su madre y a sus hermanas. También quería a su padre, aunque a él la unía un lazo diferente.

Mientras atravesaban el tráfico matinal de París, Candy se recostó en el asiento. Por más glamurosa que fuera, en el fondo de su corazón seguía siendo la pequeñita de mamá.

2

El sol caía como fuego sobre la Piazza della Signoria en Florencia. Una mujer joven y bella compró un helado a un vendedor callejero; pidió limón y chocolate en un italiano fluido. Ahora intentaba comérselo mientras las dos bolas de helado se iban derritiendo en su mano. Lamía el borde del cucurucho. El sol hacía resplandecer su cabello rojizo. Cuando volvía a casa pasaba siempre frente a la galería Uffizi. Vivía en Florencia desde hacía dos años. Se licenció en bellas artes en la Escuela de Diseño de Rhode Island, una institución muy respetada, destinada a estudiantes con talento artístico, en su mayor parte futuros diseñadores, pero también interesados en arte. Después de Rho de Island obtuvo un máster en la Escuela de Bellas Artes de París, institución que también le encantó. Siempre había soñado con estudiar arte en Italia, y tras vivir en París, finalmente se había establecido allí, y sentía que había encontrado su lugar en el mundo.

Todos los días tomaba clases de dibujo, estaba aprendiendo las técnicas pictóricas de los viejos maestros y, aunque había algunos trabajos del año anterior que le parecían valiosos, sabía que todavía le quedaba mucho por aprender. Llevaba una falda de algodón, un par de sandalias que se había comprado en la calle por quince euros y una blusa de campesina adquirida en un viaje a Siena. Nunca se había sentido tan feliz en su vida; vivir en Florencia era un sueño hecho realidad.

Esa misma tarde a la seis tenía que asistir a una clase informal de pintura con modelo en el estudio de un artista, y al día siguiente volaba a Estados Unidos. Odiaba tener que irse, pero le había prometido a su madre que iría a casa, como el año anterior. Le dolía dejar Florencia, aunque fuese por pocos días. Regresaría dentro de una semana y se iría de viaje a Umbría con un grupo de amigos. Había visitado muchos lugares de Italia desde que estaba allí: había estado en el lago Como y en Portofino, y tenía la sensación de haber pisado cada una de las iglesias y los museos de Italia. Sentía una pasión especial por Venecia, por sus iglesias y su arquitectura, y sabía a ciencia cierta que Italia era el lugar en que deseaba pasar el resto de su vida; de hecho, sentía que su vida realmente había cobrado sentido desde que estaba allí. Se había encontrado a sí misma.

Había alquilado una pequeña buhardilla en un edificio ruinoso que le iba como anillo al dedo. Sus trabajos mostraban los frutos del duro esfuerzo de los últimos años. Para Navidad, les había regalado uno de sus cuadros a sus padres, y estos se quedaron deslumbrados por la profundidad y belleza de la obra. Se trataba de una madonna y un niño, muy al estilo de los viejos maestros, utilizando todas las técnicas que había aprendido. Incluso había hecho las mezclas de pintura ella misma siguiendo el procedimiento antiguo. A su madre le había parecido una obra maestra, y lo había colgado en la sala. Annie lo había llevado ella misma a su casa, envuelto en papel de periódico, y se lo mostró a todos en Nochebuena.

Ahora volvía a su casa para la fiesta del Cuatro de Julio que la familia celebraba todos los años. También sus hermanas habían movido cielo y tierra para poder asistir, pero para Annie este año el viaje suponía un verdadero sacrificio. Eran tantas las cosas que deseaba hacer en Florencia que odiaba tener que irse, aunque solo fuera por una semana. Sin embargo, al igual que sus hermanas, no quería desilusionar a su madre, que solo vivía para verlas y era la mujer más feliz del mundo cuando lograba reunir a las cuatro en casa. Hablaba de eso todo el año. En el excéntrico pisito de Annie no había teléfono, pero su madre la llamaba a menudo al móvil para saber cómo estaba, y se recreaba oyendo la feliz excitación de la voz de su hija. Nada entusiasmaba más a Annie que su trabajo y la profunda satisfacción que le provocaba estudiar arte, precisamente allí, en Florencia, era su fuente primordial. Había deambulado durante horas por la galería Uffizi, estudiando los cuadros, y, a menudo, había viajado a ciudades vecinas para contemplar obras importantes. Para ella, Florencia era la meca del arte.

Desde hacía poco tiempo mantenía una romántica relación con un joven artista neoyorquino que había llegado a Florencia hacía seis meses; se habían conocido unos días después de su llegada, cuando ella regresaba de pasar la Navidad con su familia en Connecticut. Se habían visto por primera vez en Nochevieja, en el estudio de un amigo común, un joven artista italiano, y desde el primer momento su romance había sido ardiente y profundo. Se admiraban mutuamente y compartían un sincero compromiso con el arte. El trabajo de él era más moderno, y el de ella más tradicional, pero muchos de sus puntos de vista y fundamentos teóricos eran los mismos. Durante un tiempo él tuvo que trabajar como diseñador, oficio que detestaba y al que llamaba «prostitución». Finalmente, había ahorrado lo suficiente para poder estar en Italia durante un año pintando y estudiando.

Annie era más afortunada: tenía veintiséis años y su familia todavía deseaba ayudarla. Se veía a sí misma viviendo en Italia el resto de su vida, no había nada que pudiera hacerla más feliz. Y aunque amaba a sus padres y a sus hermanas, odiaba la idea de volver a casa. Para ella, cada minuto fuera de Florencia y de su trabajo era deprimente. Desde niña había deseado ser una artista y, conforme pasaba el tiempo, su determinación e inspiración fueron creciendo. Esto la distanciaba de sus hermanas, que tenían objetivos vitales más mundanos. Participaban de un mundo cuya regla principal era hacer dinero; su hermana mayor era abogada, la que le seguía, productora de televisión en Los Ángeles, y la menor, una supermodelo conocida en todo el mundo. Annie era la única artista, y entre sus intereses no estaba triunfar económicamente. Solo quería dedicarse por completo a su trabajo, y no especulaba en lo más mínimo sobre si su obra se vendería o no. Sabía lo afortunada que era de que sus padres apoyaran su pasión, aunque estaba determinada a lograr sustentarse por sí misma algún día. Por el momento, se dedicaba a aprender técnicas antiguas y a absorber como una esponja la extraordinaria atmósfera de Florencia.

Su hermana Candy iba a París con frecuencia, pero Annie nunca había podido alejarse del trabajo para ir a verla y, aunque amaba profundamente a su hermana menor, ambas tenían muy pocas cosas en común. Mientras trabajaba, Annie no se preocupaba ni siquiera por peinarse, y todo lo que tenía estaba manchado de pintura. El universo de Candy, lleno de gente bella y glamurosa, estaba a años luz de su mundo de artistas muertos de hambre en el que lo más importante era descubrir el mejor modo de mezclar las pinturas. Siempre que la veía, su hermana supermodelo trataba de convencerla de que se hiciera un corte de pelo decente y se maquillara; Annie se reía. Todo eso le resultaba indiferente. Hacía dos años que no salía de compras ni adquiría nada nuevo; la moda no le importaba nada. Comía, dormía, bebía y vivía para el arte. Era lo que conocía y lo que amaba, y su novio actual estaba igualmente apasionado. En los últimos seis meses habían sido casi inseparables; habían viajado juntos por toda Italia, estudiando obras de arte importantes y enigmáticas. La relación iba realmente bien. Como le había dicho a su madre por teléfono, él era el único artista cuerdo que conocía, y ambos tenían muchísimas cosas en común. La única preocupación de Annie era que, a menos que ella lograra disuadirlo, él planeaba regresar a Nueva York al finalizar el año. Ella trataba de convencerlo de que prolongara su entancia en Florencia; pero, al ser norteamericano, él no podía trabajar legalmente en Italia, y su dinero tarde o temprano se acabaría. Annie, en cambio, gracias a la ayuda de sus padres, podría vivir allí el tiempo que quisiera. Era consciente de ello y estaba profundamente agradecida por esa bendición.

Annie se había prometido a sí misma que cuando cumpliera los treinta podría mantenerse por sí sola. Esperaba que para ese entonces habría vendido sus cuadros en galerías. Había realizado dos exposiciones en una pequeña galería de Roma y había vendido algunas pinturas, pero no podía arreglárselas sin la ayuda de sus padres. Esto a veces la avergonzaba, pero le era imposible todavía vivir de su trabajo, y quizá lo sería por muchos años. En ocasiones, Charlie bromeaba sobre el tema, sin malicia, pero nunca dejaba de señalar que ella era una chica con suerte, y que no tenía necesidad de vivir en su decrépito apartamentito. Sus padres hubieran podido pagar un piso decente, si ella lo hubiera elegido. Esa situación no era común para la mayoría de los artistas que conocían. Pero aunque bromeara un poco con la situación de dependencia de Annie, sentía un profundo respeto por su talento y por la calidad de sus obras. Él no dudaba —y nadie lo hacía— de que tuviera el potencial para llegar a ser una artista verdaderamente extraordinaria: con apenas veintiséis años ya había encontrado su camino. Su obra mostraba profundidad, sustancia y una notable destreza técnica. Su sentido del color era delicado. Sus pinturas eran una prueba clara de que tenía un don, y, cuando lograba realizar algo especialmente difícil, Charlie le recordaba lo orgulloso que estaba de ella.

Él le había propuesto que el fin de semana fueran juntos a Pompeya para estudiar sus famosos frescos, y Annie se había tenido que negar, explicándole que se iba a su casa una semana para asistir a la fiesta que cada Cuatro de Julio daban sus padres.

—¿Por qué es tan importante esa fiesta? —Él no estaba muy unido a su familia, y entre sus planes no estaba el visitarlos durante su año sabático. Más de una vez le había dicho que era un rasgo muy infantil el que estuviera tan ligada a sus padres y hermanas. Después de todo, tenía veintiséis años.

—Es tan importante porque en mi familia estamos muy unidos —explicó ella—. No tiene que ver con el Cuatro de Julio como tal, sino con pasar una semana con mis hermanas, mi mamá y mi papá. También voy a casa para el día de Acción de Gracias y para Navidad —le advirtió, para evitar que hubiera desencantos o malentendidos más tarde. Las fiestas eran sagradas para su familia.

Charlie se ofendió, y en lugar de esperar a que ella volviera para ir a Pompeya, decidió irse con otro artista amigo. Ella se sintió desilusionada por no poder viajar con él, pero no quiso hacer un drama del asunto. Al menos así él tendría algo que hacer mientras ella no estaba. Había tenido dificultades en su trabajo, en el proceso de asimilar algunas técnicas e ideas nuevas; por el momento, no le estaba yendo bien, pero ella estaba segura de que pronto lo superaría. Charlie tenía mucho talento, aunque, según un artista algo mayor que lo había aconsejado en Florencia, el tiempo que había dedicado al diseño había corrompido la pureza de su trabajo. Ese artista pensaba que debía deshacerse de ese aspecto comercial de su obra. Sus comentarios habían herido profundamente a Charlie, y, durante varias semanas, había dejado de dirigirle la palabra al crítico entrometido. Como muchos artistas, era extremadamente sensible en lo que se refería a su arte. Annie estaba más abierta a las críticas y las recibía con agrado, ya que le permitían mejorar. Como su hermana Candy, era de una modestia fuera de lo común. Carecía de impostura o de malicia, y era increíblemente humilde en su trabajo.

Durante meses, Annie había estado intentando convencer a Candy de que la visitara; entre los viajes a París y a Milán tenía múltiples ocasiones, pero Florencia estaba fuera del radio de acción de Candy, y el mundo de Annie entre artistas pobres definitivamente no era para ella. Cuando tenía tiempo libre entre un trabajo y otro, Candy adoraba visitar lugares como Londres o Saint Tropez. Las vidas de las hermanas estaban a años luz la una de la otra. Annie tampoco tenía ganas de volar a París para encontrarse con su hermana, ni de estar en hoteles ostentosos como el Ritz. Era más feliz vagabundeando por Florencia, tomando helados o yendo miles de veces a la galería Uffizi, con sus sandalias y su falda de campesina. Prefería eso a vestirse, maquillarse o usar tacones, como hacía toda la gente que rodeaba a su hermana. Candy siempre decía que a los amigos de Annie les hacía falta un buen baño. Las dos hermanas vivían en mundos completamente diferentes.

—¿Cuándo te vas? —preguntó Charlie cuando llegó al piso de Annie. Ella había prometido preparar una cena la noche antes de partir. Había comprado pasta fresca, tomates y verduras, y planeaba hacer una salsa de la que había oído hablar. Charlie llevó una botella de Chianti, y le sirvió una copa mientras ella cocinaba, admirándola desde la otra punta de la habitación. Era una chica hermosa, absolutamente natural y sencilla. A la gente que la conocía le parecía una simple jovencita, pero en realidad era una artista con experiencia y muy formada en su campo, pero provenía de una familia rica; Charlie tardó en darse cuenta de ello, pues Annie jamás mencionaba las ventajas de las que había gozado en su infancia, y de las que todavía gozaba. Llevaba una tranquila y dura vida de artista. El único signo de sus elevadas raíces era el pequeño anillo de oro que lucía en su mano izquierda, grabado con el escudo de su familia materna. Annie era modesta y no hablaba de ello; su única unidad de medida para compararse con los demás era lo duro que trabajaban y lo que se consagraban a su arte.

—Me voy mañana —le recordó, mientras ponía una gran fuente con pasta en la mesa de la cocina. Olía muy bien, ella misma ralló el queso parmesano por encima. El pan era fresco y estaba caliente—. Por eso estoy cocinando para ti esta noche. ¿Cuándo os vais a Pompeya tú y Cesco?

—Pasado mañana —respondió él con tranquilidad, sonriéndole desde el otro lado de la mesa, mientras ambos se sentaban en las destartaladas y desparejadas sillas que habían encontrado en la calle. Annie había conseguido la mayor parte de su mobiliario de ese modo. Gastaba lo menos posible el dinero de sus padres, solo en el alquiler y en la comida. No había lujos superfluos en su vida; el pequeño coche que conducía era un Fiat que tenía ya quince años. Su madre estaba aterrorizada porque temía que no fuera seguro, pero Annie había rechazado comprar uno nuevo.

—Te echaré de menos —dijo él con tristeza. Era la primera vez que se separaban desde que se habían conocido. Él le dijo que se había enamorado de ella al mes de conocerse, y a ella Charlie le gustaba como no le había gustado nadie en años, y también estaba enamorada. Lo único que le preocupaba de la relación era que él regresaría a Estados Unidos dentro de seis meses. Él le pedía que se fuera también a Nueva York, pero ella no estaba lista aún para dejar Italia. Annie se enfrentaría a una encrucijada muy difícil cuando él se marchara. A pesar de su amor, no quería abandonar la oportunidad de continuar sus estudios en Florencia, y no estaba dispuesta a hacerlo por ningún hombre. Hasta el momento, el arte había sido lo primero; era la primera vez que se lo cuestionaba, y eso la desconcertaba. Sabía que abandonar Florencia por él implicaría un gran sacrificio.

—¿Por qué no nos vamos juntos a alguna parte cuando regresemos de Umbría? —sugirió él entusiasta, y ella sonrió. Planeaban ir a Umbría con unos amigos en julio, pero él deseaba y necesitaba pasar unos días a solas con ella.

—Lo que quieras —dijo Annie. Él alargó su cuerpo por encima de la mesa y la besó. Ella sirvió la pasta, y ambos estuvieron de acuerdo en que estaba deliciosa. Era una buena receta, y ella, una gran cocinera. Él siempre decía que haberla conocido era lo mejor que le había pasado desde que había llegado a Europa. Y cada vez que lo decía, el corazón de Annie latía más deprisa.

Annie le hizo fotos a Charlie para enseñárselas a sus hermanas y a su madre; aunque ellas ya se habían dado cuenta de que se trataba de una relación importante. Su madre ya les había dicho a sus hermanas que esperaba que Charlie la convenciera de regresar. Respetaba lo que Annie estaba haciendo en Italia, pero estaba muy lejos, y su hija ya no tenía deseos de volver a casa, era muy feliz allí. Qué alivio cuando aceptó viajar para el Cuatro de Julio, como todos los años. Su madre temía que con el correr del tiempo alguna rompiera la tradición y dejara de volver a casa; cuando eso sucediera, ya nada sería igual. Hasta el momento, ninguna de las chicas se había casado ni había tenido hijos, pero su madre sabía que una vez que eso sucediera las cosas cambiarían. Mientras tanto, disfrutaba el tiempo que compartía con ellas, y anhelaba su llegada. Era consciente de lo excepcional que era que sus cuatro hijas volvieran a casa tres veces al año, y que incluso se las arreglaran para hacer algunas visitas en medio.

Annie volvía a casa con menos frecuencia que las otras, pero cumplía religiosamente con las tres fiestas que celebraban juntos. Charlie estaba mucho menos ligado a su familia y decía que no iba a su casa de Nuevo México desde hacía casi cuatro años. Ella no podía imaginarse sin ver a sus padres o hermanas tanto tiempo. Era lo único que echaba de menos en Florencia; su familia estaba demasiado lejos.

Al día siguiente, Charlie la llevó en coche al aeropuerto. Le esperaba un largo viaje: hacía escala en París, donde tenía que esperar tres horas, y a las cuatro de la tarde salía su vuelo a Estados Unidos. Llegaría a Nueva York a las seis, hora local, y esperaba estar en casa hacia las nueve, cuando la familia hubiera terminado de cenar. Había telefoneado a su hermana Tammy la semana anterior; ambas llegarían a casa con una hora y media de diferencia. Candy llegaría más temprano, y Sabrina solo tenía que conducir desde Nueva York, cuando pudiera escaparse de la oficina, y, por supuesto, llevaría a su horrible perra. Annie era la única de la familia que odiaba a los perros. Los demás no se separaban nunca de ellos, excepto Candy por motivos de trabajo. Cuando no viajaba siempre iba con su malcriada yorkshire terrier, vestida por lo general con un jersey de cachemira rosa y con lazos en la cabeza. Annie carecía del gen-amante-de-los-perros. Aunque nada de eso le importaba a su madre que estaba feliz de tenerlas a todas en casa, con o sin perros.

—Cuídate —dijo Charlie con solemnidad, y luego la besó larga y ardientemente—. Te echaré de menos. —Parecía un ser desgraciado y abandonado a su suerte.

—Yo también —dijo Annie en voz baja. La noche anterior habían hecho el amor durante horas—. Te llamaré —le prometió. Siempre estaban en contacto por el móvil, aunque se separaran solo por unas horas. A Charlie le gustaba estar muy ligado a la persona que amaba, y sentirla siempre cerca. Una vez le había dicho que para él ella era más importante que su propia familia. Ella no podía decir lo mismo, y no lo hizo, pero no tenía dudas de que estaba muy enamorada. Por primera vez sentía que había conocido a un alma gemela y, quizá también, a un posible compañero, aunque por ahora no tenía intenciones de casarse. A Charlie le pasaba lo mismo. Ambos estaban pensando en vivir juntos los últimos meses de la estancia de Charlie, la noche anterior habían estado hablando de eso. Ella pensaba sugerírselo cuando regresara; sabía que él lo deseaba, y ella ahora creía estar preparada. En los últimos meses se habían unido muchísimo, y sus vidas se habían entrelazado por completo. A me nudo él le decía que la amaría siempre, aunque engordara, envejeciera, perdiera los dientes, el talento o la cabeza. Y para ambos lo más importante era su arte.

Anunciaron el vuelo de Annie. Se besaron una última vez, y ella le hizo un gesto con la mano antes de desaparecer por la puerta de embarque. La última imagen que tuvo de él fue la de un hombre joven, alto y guapo que la despedía con una mirada melancólica. Annie no lo había invitado a que la acompañara en este viaje, pero pensaba hacerlo para Navidad, sobre todo si coincidía con su fecha de regreso a Estados Unidos. Quería que él conociera a su familia, aunque sabía que sus hermanas a veces intimidaban a la gente. Todas tenían opiniones fuertes, en especial Sabrina y Tammy, y eran muy diferentes de Annie y de la vida que ella llevaba en Florencia. En muchos aspectos, tenía más cosas en común con Charlie que con sus hermanas, aunque las amaba más que a la vida misma. El lazo de hermandad era sagrado para todas.

Annie se acomodó en su asiento para el breve vuelo a París. A su lado había una mujer mayor que le contó que viajaba para visitar a su hija. Después del aterrizaje, estuvo dando vueltas por el aeropuerto. Charlie la llamó al móvil apenas lo encendió.

—Ya te echo de menos —dijo en un lamento—. Regresa. ¿Qué haré sin ti una semana? —No era muy propio de él ser tan dependiente, y la conmovió. Habían estado tanto tiempo juntos que este viaje sería duro para ambos. Annie se dio cuenta de lo unidos que estaban.

—Te divertirás en Pompeya —dijo ella, intentando tranquilizarlo—, y yo volveré en unos pocos días. Te traeré mantequilla de cacahuete —prometió. Él siempre se estaba quejando de no poder comerla. Annie no

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