Los buscadores de conchas

Rosamunde Pilcher

Fragmento

PRÓLOGO

El taxi, un viejo Rover que olía a humo de cigarrillo, avanzaba lentamente por la vacía carretera de campo. Era el principio de una tarde de finales de febrero, un mágico día invernal de frío penetrante y cielo sin nubes, gélido y pálido. El sol brillaba proyectando largas sombras, aunque irradiaba poco calor. Los campos arados se extendían en la lejanía. De las chimeneas de las granjas diseminadas y de las pequeñas quintas de piedra ascendían columnas de humo hacia el aire inmóvil, y los rebaños de ovejas, cargadas de lana y de incipiente preñez, se agrupaban alrededor de pesebres de heno fresco.

Sentada en la parte trasera del taxi, mirando a través de la polvorienta ventanilla, Penélope Keeling pensaba que nunca la familiar campiña le había parecido tan bella.

Tras un brusco recodo de la carretera, apareció el poste de madera que señalaba el camino a Temple Pudley. El taxista aminoró la velocidad y giró en medio de un doloroso cambio de marcha, para traquetear seguidamente cuesta abajo entre altos y deslumbrantes setos vivos. Momentos después entraban en el pueblo, con sus doradas casas de piedra Costwold, el vendedor de periódicos y el de golosinas, el mesón Sudeley Arms y la iglesia algo retirada de la calle junto a un antiguo cementerio y algunos tejados de aspecto siniestro. Las calles se veían desiertas. Todos los niños estaban en la escuela y el frío penetrante recluía a los mayores en el interior de sus casas. Sólo un hombre ya entrado en años, con guantes y bufanda, paseaba a su perro.

—¿Cuál es la casa? —preguntó el taxista volviendo la cabeza por encima del hombro.

Ella se inclinó hacia adelante, excitada.

—Un poco más adelante. Pasado el pueblo. Esa verja blanca a la derecha. Está abierta. ¡Aquí! ¡Hemos llegado!

El coche traspuso la verja y se detuvo detrás de la casa.

Penélope bajó, envolviéndose en su capa azul marino para protegerse del frío. Sacó las llaves del bolso y se acercó a abrir la puerta. Detrás de ella, el taxista sacaba una pequeña maleta del maletero. Ella se volvió para cogerla pero él la retuvo con aire preocupado.

—¿No hay nadie esperándola?

—No. Nadie. Vivo sola y todo el mundo piensa que aún estoy en el hospital.

—Cuídese.

Ella dedicó una sonrisa a su agradable rostro. Era un hombre bastante joven, con una hermosa y espesa mata de pelo.

—Por supuesto.

Él titubeó y luego dijo:

—Si quiere, puedo entrar la maleta y llevarla arriba...

—Oh, es muy amable de su parte. Pero puedo arreglármelas sola...

—No es ninguna molestia —repuso él siguiéndola hacia la cocina.

Penélope abrió una puerta y le condujo a través de la pequeña escalera de la casa. Todo olía a una pulcritud aséptica. La señora Plackett, bendita fuese, no había perdido el tiempo durante los pocos días de ausencia de Penélope. Se dedicó a limpiar la pintura blanca de las barandillas, hervir los trapos y sacar brillo a los dorados y la plata.

La puerta de su habitación estaba entreabierta. Ella entró seguida del joven, que depositó la maleta en el suelo.

—¿Necesita algo más? —preguntó el taxista.

—Nada más, gracias. Dígame cuánto le debo.

Él se lo dijo con expresión casi avergonzada, como si estuviese en un aprieto. Ella le pagó y le dijo que se quedase con el cambio. El taxista le dio las gracias y ambos bajaron las escaleras.

Pero él seguía indeciso, como si se resistiese a marcharse. Probablemente, pensó ella, debe de tener una anciana abuelita hacia la que siente la misma clase de responsabilidad.

—Así pues, ¿no necesita nada?

—Se lo aseguro. Además, mañana vendrá mi amiga, la señora Plackett, y ya no estaré sola.

Esto, por alguna razón, tranquilizó al joven.

—Entonces, adiós.

—Adiós. Y gracias.

—Ha sido un placer.

Cuando se hubo marchado, Penélope entró de nuevo en la casa y cerró la puerta. Por fin a solas. En casa. Su casa, sus posesiones, su cocina. La estufa de petróleo parecía en paz consigo misma, y todo resultaba felizmente cálido. Se desabrochó la capa y la dejó caer sobre el respaldo de una silla. Sobre la refregada mesa había un montón de correspondencia a la que echó una ojeada pero, como no parecía haber nada urgente ni interesante, volvió a dejarla donde estaba y, atravesando la cocina, abrió la puerta de cristal que comunicaba con el invernadero. El estado de sus preciosas plantas, posiblemente muertas de frío o de sed, le había preocupado bastante en su ausencia, pero la señora Plackett se había ocupado de ellas como de todo lo demás. La tierra de los tiestos estaba húmeda y margosa; las hojas, crujientes y verdes. Un geranio temprano tenía una corona de diminutos brotes y el jacinto había crecido por lo menos diez centímetros. Más allá del cristal, el jardín ofrecía un aspecto invernal y los árboles sin hojas adornaban el pálido cielo, pero unas campanillas de febrero surgían con fuerza entre el césped musgoso debajo del castaño, y se veían los primeros pétalos dorados de los acónitos.

Abandonó el invernadero con la intención de deshacer la maleta, pero en lugar de eso se permitió el lujo de dejarse llevar por el inmenso placer de estar de nuevo en casa. Y así fue vagando, abriendo puertas, inspeccionando los dormitorios, mirando a través de cada ventana, acariciando los muebles, descorriendo las cortinas. No había nada fuera de su sitio. Nada había cambiado. De nuevo en la cocina, cogió las cartas y, atravesando el comedor, se dirigió a la sala. Allí estaban sus más preciados tesoros: el escritorio, las flores, los cuadros. La chimenea estaba preparada. Encendió una cerilla y se arrodilló para prender el papel de periódico. La llama vaciló, pero las secas astillas llamearon y crepitaron. Colocó los troncos y las llamas se alzaron en la chimenea. Ahora la casa volvía a tener vida y, una vez cumplida esta agradable y pequeña tarea, ya no quedaba excusa para no telefonear a alguno de sus hijos y explicarle lo que había hecho.

Pero ¿a cuál de ellos? Se sentó en una butaca para considerar las diferentes alternativas. A Nancy, por supuesto, porque era la mayor y le gustaba sentirse totalmente responsable de su madre. Pero Nancy se horrorizaría, sería presa del pánico y la recriminaría duramente. Penélope no se sentía aún con fuerzas suficientes para enfrentarse a Nancy.

¿Noel, entonces? Quizá, dado que era el hombre de la familia. Pero la idea de esperar alguna clase de ayuda o consejo práctico por parte de Noel era tan ridícula que no pudo reprimir una sonrisa. «Noel, me he marchado del hospital y estoy en casa.» Y él contestaría: «¿De veras?»

Así pues, Penélope hizo lo que desde un principio sabía que iba a hacer. Descolgó el auricular y marcó el número de la oficina de Olivia en Londres.

Venus. —La chica de la centralita entonaba el nombre de la revista.

—¿Podría hablar con Olivia Keeling, por favor?

—Un momento.

—Soy la secretaria de la señorita Keeling. Dígame.

Intentar hab

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