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La música de órgano se elevaba hacia el cielo azul de Wedgwood en aquella perezosa mañana estival. En los árboles trinaban los pájaros, y se oían voces de niños. Dentro de la iglesia sonaban con fuerza las voces cantando los himnos familiares que Grace conocía desde la infancia. Aquella mañana, sin embargo, no podía cantar. Apenas podía moverse mientras permanecía de pie mirando fijamente el féretro de su madre.
Todo el mundo sabía que Ellen Adams había sido una buena madre y esposa, y una ciudadana respetada hasta el día de su muerte. Le hubiera gustado tener más hijos, además de Grace, pero no habían llegado. Su salud siempre había sido frágil y a los treinta y ocho años había enfermado de cáncer de útero. Tras una histerectomía, había seguido un tratamiento de quimioterapia y radiación, pero el cáncer se había extendido a los pulmones, los nodulos linfáticos y, finalmente, a los huesos. Moría a los cuarenta y dos años de edad después de cuatro largos años de lucha.
Había muerto en casa atendida por Grace en todo momento, pese a que en los dos últimos meses su padre se había visto obligado a contratar a dos enfermeras para ayudarla. Aun así, Grace seguía haciéndole compañía junto a su lecho durante horas al volver de la escuela. Por la noche, era Grace quien acudía a su llamada de dolor, la ayudaba a acomodarse, la acompañaba al cuarto de baño o le daba su medicación. Su padre no quería tener a las enfermeras en casa de noche y todos comprendieron que le resultaba muy difícil de aceptar la extrema gravedad de su mujer. Ahora se hallaba en el banco de la iglesia junto a Grace, llorando como un niño.
John Adams era un hombre apuesto. Tenía cuarenta y seis años y era uno de los mejores abogados de Watseka, sin duda el más apreciado. Había estudiado en la Universidad de Illinois después de combatir en la Segunda Guerra Mundial, para volver luego a su ciudad natal, ciento sesenta kilómetros al sur de Chicago. Era una ciudad pequeña y pulcra, llena de personas íntegras. Él atendía sus necesidades legales y escuchaba sus problemas. Padeció sus divorcios con ellos, y también sus pequeñas batallas sobre propiedades, llevando la paz a los miembros de las familias en litigio. Siempre era justo y a todos gustaba por ello. Se ocupaba de solventar los casos por injurias personales y las reclamaciones contra el estado, redactaba testamentos y ayudaba en las adopciones. Junto con el médico de cabecera más popular de la ciudad, de quien era amigo, era uno de los hombres más apreciados y respetados en Watseka.
En su juventud John Adams había sido la estrella de fútbol americano de la ciudad y luego de la universidad. Sus padres murieron en un accidente de coche cuando él tenía dieciséis años y las respectivas familias llegaron a disputarse el darle alojamiento y cuidados hasta que terminara el instituto, ya que todos sus abuelos habían fallecido. Finalmente dividió su tiempo entre las dos familias y en ambas fue muy querido.
Prácticamente conocía a todos en la ciudad por su nombre y más de una divorciada o viuda joven había puesto los ojos en él desde que Ellen contrajera la enfermedad, pero él jamás les hizo caso, salvo para saludarlas y preguntarles por los niños. Nunca había sido un mujeriego, otra cualidad que apreciaban sus conciudadanos. «Y Dios sabe que tiene derecho a serlo –solía decir uno de los ancianos que lo conocía bien–, ahora que su esposa está tan enferma, cualquiera pensaría en buscarse otra, pero John no. Ése sí es un marido bueno y decente.» También era un profesional de éxito. Los casos de que se ocupaba no eran importantes, pero tenía una elevada clientela. Su socio, Frank Wills, le hacía bromas de vez en cuando, preguntándole por qué todos querían que le atendiese John antes que Frank.
«¿Qué les das, comestibles gratis a mis espaldas?», solía bromear Frank. No era tan buen abogado como John, pero sí un buen investigador que prestaba atención a los mínimos detalles, cualidad muy útil para ocuparse de revisar los contratos con lupa. Sin embargo, era John quien se llevaba toda la gloria y de quien habían oído hablar en otras ciudades. Frank era un hombre menudo que carecía del encanto y el atractivo físico de John, pero trabajaban bien juntos y se conocían desde la época de la universidad. En aquel momento se hallaba también en la iglesia, varios bancos más atrás que John, sintiendo pena por él y su hija.
Frank sabía que el tiempo lo curaría todo, que John volvería a poner los pies en la tierra, como siempre hacía, y estaba convencido de que volvería a casarse. Era Grace la que parecía absolutamente destrozada mientras miraba fijamente las hileras de flores al pie del altar. Era una chica bonita, o lo sería si ella quisiera. Con diecisiete años era alta y esbelta, de hombros gráciles, brazos delgados y hermosas y largas piernas, cintura estrecha y senos pronunciados. Pero acostumbraba ocultar su figura bajo ropas anchas y suéters largos y holgados que compraba en el Ejército de Salvación. John Adams no era rico, pero podía comprarle cosas mejores si ella se lo pedía. Sin embargo, al contrario que las chicas de su edad, Grace no se interesaba por la ropa ni por los chicos. No se maquillaba y llevaba sueltos los largos cabellos de color caoba con un flequillo que ocultaba sus grandes ojos azules. Nunca miraba directamente a los ojos ni se mostraba dispuesta a trabar conversación con nadie. A la mayoría de la gente le sorprendía comprobar lo guapa que era cuando se fijaban en ella. El día del funeral llevaba un viejo y soso vestido negro de su madre que le colgaba como un saco, y aparentaba treinta años con los cabellos peinados en un apretado moño y el rostro mortalmente pálido.
–Pobre chiquilla –susurró la secretaria de Frank cuando Grace salió por el pasillo central, caminando lentamente junto a su padre detrás del féretro. Pobre John… pobre Ellen… pobre familia; todos habían sufrido mucho.
A veces la gente comentaba lo tímida y poco comunicativa que era Grace. Pocos años antes se había rumoreado que quizá era retrasada, pero cualquiera que hubiera ido al colegio con ella sabía que no era así. En realidad era más brillante que muchos alumnos, pero también era un alma solitaria. Pocas veces se la veía hablar con alguien o reír por un pasillo, y aun en esos momentos se alejaba rápidamente, como si tuviera miedo de estar entre sus compañeros. Resultaba extraño, teniendo en cuenta que sus padres eran muy sociables. Grace había sido siempre una niña solitaria y en más de una ocasión había tenido que volver de la escuela a casa con una aguda crisis de asma.
John y Grace permanecieron en la puerta de la iglesia al sol del mediodía durante un rato, estrechando la mano a los amigos, agradeciéndoles su presencia, abrazándolos. Grace parecía más sosa que nunca, como si sólo su cuerpo estuviera allí, patético con aquel vestido demasiado grande.
De camino hacia el cementerio su padre criticó su aspecto. Incluso los zapatos estaban pasados de moda; eran de su madre, que sin duda los había llevado bastante antes de caer enferma. Grace parecía querer estar más cerca de su madre en la hora de su muerte llevando sus prendas como un símbolo, pero no le sentaban nada bien a una chica de su edad. En realidad se parecía mucho a su madre, pero ésta era más robusta antes de su enfermedad.
–¿No podrías haberte puesto algo decente para variar? –preguntó su padre, mirándola con irritación, mientras se dirigían hacia el cementerio de St. Mary en las afueras de la ciudad seguidos por tres docenas de coches. Tenía una reputación que cuidar y no era habitual que un hombre como él tuviera una hija que vestía como una huérfana.
–Mamá no me dejaba ir de negro, pero he pensado… he pensado que debía…
Miró a su padre con expresión indefensa, sintiéndose muy desgraciada, acurrucada en un extremo del asiento de la vieja limusina Cadillac que la funeraria les había proporcionado para el entierro. Era la misma que algunos de sus compañeros habían alquilado dos meses atrás para el baile de fin de curso al que Grace no había querido asistir, aparte de que nadie se lo había pedido. Estando su madre tan enferma ni siquiera le apetecía ir al acto de graduación, pero había ido, claro está, y al llegar a casa le había enseñado el diploma a su madre. La habían admitido en la Universidad de Illinois, pero había tenido que aplazar su marcha para seguir cuidándola. Su padre creía que Ellen prefería los amorosos cuidados de Grace a las enfermeras y le había dicho que esperaba que se quedase en casa. Grace no había puesto objeciones. Sabía que no tenía sentido discutir con él, porque su padre estaba acostumbrado a conseguir siempre lo que quería. Había tenido éxito durante demasiado tiempo, y esperaba que las cosas siguieran tal como estaban, sobre todo en el seno de la familia, cosa que tanto Grace como Ellen sabían muy bien.
–¿Está todo preparado en casa? –preguntó su padre, mirándola.
Grace asintió.
A pesar de su timidez, llevaba la casa de un modo admirable desde que tenía trece años. Lo había dispuesto todo sobre el aparador antes de salir de casa. También había varias bandejas grandes en la nevera. Grace había preparado pavo y asado la víspera. La señora Johnson les había llevado un jamón y había ensaladas, guisos, embutidos, dos platos de entremeses, verduras frescas y abundancia de pastas y pasteles. Su cocina parecía el puesto de dulces de la feria. Grace estaba segura de que habrían de recibir a más de un centenar de personas, tal vez más, por respeto a John y a lo que significaba para los ciudadanos de Watseka.
La amabilidad de la gente era asombrosa. Jamás se habían visto tantas coronas en la funeraria. «Es como la realeza», había dicho el viejo señor Peabody al entregar a John el libro de visitas lleno de firmas. «Era una mujer excepcional», había replicado John.
Ahora, pensando en ella, miró a su hija. Era muy guapa, pero parecía no querer demostrarlo. Así era y así lo había aceptado él, porque resultaba más fácil no discutir. Era buena en otras cosas y un regalo de Dios durante los años de la enfermedad de su madre. Sería extraña la vida sin Ellen, pero en cierto sentido tenía que admitir que también sería más fácil ahora que su mujer había dejado de sufrir.
John miró por la ventanilla y luego volvió a mirar a su única hija.
–Estaba pensando en que vivir sin mamá será muy raro… pero quizá… –No sabía cómo decirlo sin inquietar a su hija–. Quizá sea más fácil para nosotros dos. Sufría tanto la pobrecita –dijo y suspiró.
Grace no dijo nada. Conocía los sufrimientos de su madre mejor que nadie, mejor incluso que su padre.
La ceremonia en el cementerio fue breve. El pastor dijo unas palabras sobre Ellen y su familia, leyó unos versículos de Proverbios y Salmos al pie de la tumba, y luego todos se dirigieron al hogar de los Adams. Ciento cincuenta amigos se apretujaban en la casa pequeña y pulcra, pintada de blanco con postigos verde oscuro y rodeada por una valla de estacas. En el jardín de delante había arbustos de margaritas y bajo las ventanas de la cocina crecían los pequeños rosales que tanto quería la madre de Grace.
El murmullo de las conversaciones parecía el de una fiesta. En la sala de estar rodeaban a Frank Wills, mientras que John permanecía fuera bajo el ardiente sol de julio con otros amigos. Grace sirvió limonada y té frío, que se añadieron al vino que había sacado su padre, pero ni siquiera tan ingente multitud consiguió acabar con todas las provisiones. Eran las cuatro cuando se fueron los últimos asistentes y Grace recorrió la casa con una bandeja para recoger los platos dispersos.
–Tenemos buenos amigos –dijo su padre con una sonrisa radiante.
Estaba orgulloso de que la gente a la que tanto había ayudado a lo largo de los años se preocupara por ellos en la hora de la desgracia. Contempló a Grace moverse por la sala de estar silenciosamente y tomó conciencia de lo solos que se habían quedado. Sin embargo, no era hombre que se regodeara en la desgracia.
–Voy a ver si ha quedado algún vaso fuera –dijo.
Volvió media hora después con una bandeja llena de platos y vasos, la chaqueta en el brazo y la corbata aflojada. De fijarse ella en tales cosas, Grace hubiera visto que su padre estaba más atractivo que nunca. John había adelgazado en las últimas semanas, lo que era comprensible, y parecía más joven. A la luz del sol, además, era difícil distinguir si tenía los cabellos grises o rubios, y tenía los ojos del mismo tono azul que su hija.
–Debes de estar cansada –le dijo.
Ella se encogió de hombros mientras seguía metiendo vasos y platos en el lavavajillas. Grace tenía un nudo en la garganta e intentaba no llorar. Había sido un día horrible para ella… un año horrible… cuatro años horribles… A veces deseaba que se la tragara la tierra, pero no, siempre había un día más, un año más, una nueva tarea que realizar. Mientras miraba con tristeza los platos sucios que colocaba mecánicamente, notó que su padre se había acercado.
–¿Quieres que te ayude? –le preguntó.
–Estoy bien –respondió ella–. ¿Quieres cenar algo, papá?
–No podría tragar ni un canapé. Has tenido un día muy ajetreado. ¿Por qué no descansas un rato?
Ella asintió y siguió cargando el lavavajillas. John se marchó a su dormitorio. Una hora más tarde, Grace había terminado y la cocina y la sala de estar ofrecían un aspecto impecable. Grace enderezó cuadros y colocó bien los muebles, intentando borrar rastros de todo lo ocurrido.
Cuando se fue a su habitación, la puerta de su padre estaba cerrada y le pareció oírle hablar por teléfono. Al cerrar su puerta se preguntó si pensaría salir. Luego se tumbó en la cama sin desvestirse. El vestido negro se le había manchado de comida y se había salpicado de agua y jabón. Le parecía que tenía cerdas en lugar de cabellos, notaba la boca como de algodón y el corazón de plomo. Cerró los ojos sintiéndose muy desgraciada y dos hilos de lágrimas fluyeron de sus ojos y le resbalaron por las sienes.
–¿Por qué, mamá? ¿Por qué… por qué me has dejado?
Era la traición final, el abandono definitivo. ¿Qué iba a hacer ella ahora? ¿Quién la ayudaría? Lo único bueno era que podía marcharse a la universidad en septiembre; si aún la aceptaban y si su padre se lo permitía. En realidad ya no había motivo para que se quedara y sí para marcharse, que era lo que ella deseaba.
Oyó a su padre abrir la puerta y salir al pasillo llamándola, pero no le contestó. Estaba demasiado cansada para hablar con nadie, ni siquiera con él. Luego oyó que la puerta se volvía a cerrar y pasó un rato antes de que por fin se levantara y se metiera en su cuarto de baño, su único lujo, que su madre le había dejado pintar de rosa. La pequeña casa de la que tan orgullosa se sentía Ellen tenía tres dormitorios. El tercero estaba destinado al hijo varón que pensaban tener, pero el niño no había llegado y su madre lo usaba como cuarto de costura.
Grace llenó la bañera de agua caliente casi hasta el borde y cerró con llave la puerta del dormitorio antes de quitarse el viejo vestido, que dejó caer al suelo alrededor de sus pies, y los zapatos.
Se metió lentamente en la bañera y cerró los ojos. No era consciente de su hermosura; no veía sus largas piernas, ni sus caderas gráciles, ni sus pechos apetecibles. Se sumergió en el agua dejando vagar sus pensamientos. No deseaba imaginar nada, ni lo que quería hacer ni ser, sólo quería permanecer perdida en el espacio y no pensar.
Supo que había transcurrido largo rato al notar el agua fría, y oír a su padre llamar a la puerta de su dormitorio.
–¿Qué haces, Gracie? ¿Te pasa algo?
–¡Estoy bien! –gritó ella desde la bañera, saliendo de su trance. Ya era de noche y ni siquiera había encendido las luces.
–Ven fuera. Ahí te sentirás sola. –Estoy bien –repitió como un sonsonete. Su mirada distante alejaba a todos del lugar en que vivía: en lo más profundo de su alma, donde nadie podía hallarla ni hacerle daño.
Su padre seguía junto a la puerta instándola a salir y hablar con él, y ella contestó que tardaría un rato. Se secó, se puso una camiseta y unos vaqueros y encima, a pesar del calor, uno de sus holgados suéters. Abrió la puerta y se dirigió a la cocina para sacar los cacharros del lavavajillas. Su padre estaba allí, mirando las rosas de su madre por la ventana. Se volvió cuando entró Grace y sonrió.
–¿Quieres que salgamos y nos sentemos un rato en el porche? Hace buena noche. Deja eso para más tarde.
–No importa, así ya queda hecho.
Su padre se encogió de hombros, se sirvió una cerveza y salió a sentarse en los peldaños de la puerta de la cocina para mirar las luciérnagas. Grace sabía que la noche era hermosa, pero no quería contemplarla, no quería recordar aquella noche, de igual modo que no quería recordar el día en que murió su madre y sus patéticas súplicas de que fuera buena con su padre. Eso era lo único que le importaba a Ellen: él… y sólo se había preocupado de hacerle feliz a él.
Después de guardar los platos, Grace volvió a su dormitorio y se tendió en la cama sin encender la luz. Aún no se había acostumbrado al silencio. Seguía esperando oír la voz de su madre, como si estuviera dormida y fuera a despertarse por el dolor en cualquier momento. Pero ya no había más dolor para Ellen Adams. Por fin había encontrado la paz y todo lo que dejaba era silencio.
Grace se puso el camisón a las diez de la noche, dejando la ropa en un montón en el suelo. Cerró su puerta con llave y se acostó. No quería leer ni ver la televisión, había realizado todas sus tareas domésticas y no tenía que ocuparse de nadie. Quería dormir y olvidar todo lo ocurrido: el funeral, las cosas que había dicho la gente, el olor de las flores, las palabras del pastor al pie de la tumba… Nadie conocía a su madre, ni a su padre ni a ella, y a nadie le importaba en realidad. Todo lo que querían y conocían era la idea que tenían de ellos.
–Gracie… –Oyó a su padre llamar suavemente a su puerta–. Gracie, cariño, ¿estás despierta?
Ella no contestó. ¿Qué quedaba por decir? ¿Que la echaban mucho de menos? ¿Lo mucho que significaba para ellos? ¿Para qué? Con eso no conseguirían que volviera a la vida. Grace permaneció en silencio y en la oscuridad, tumbada con su viejo camisón rosa de nailon.
Oyó que su padre probaba a girar el pomo y no se movió. Grace siempre cerraba con llave. En el colegio las otras chicas se burlaban de que siempre cerrara todas las puertas. Así se aseguraba de que nadie interrumpiría su soledad.
–¿Gracie? –Su padre seguía allí, resuelto a no dejarla sufrir sola, mientras ella miraba fijamente la puerta, negándose a responder–. Vamos, cariño… déjame entrar y hablaremos… Los dos estamos abatidos… Cariño, déjame ayudarte… –Grace no se movió y su padre accionó el pomo de la puerta–. Cariño, no me obligues a forzar la puerta, sabes que puedo hacerlo. Déjame entrar.
–No puedo, estoy enferma –mintió ella. Estaba hermosa y pálida a la luz de la luna; su rostro y sus brazos parecían de mármol.
–No estás enferma. –Mientras hablaba, John se desabrochó la camisa. También él estaba cansado, pero no quería que su hija se encerrara sola en su dormitorio con su pena. Para eso estaba él–. ¡Gracie!
Grace se incorporó sin dejar de mirar la puerta, casi como si pudiera ver a su padre a través de ella; parecía asustada.
–No entres, papá. –Le temblaba la voz. Era como si supiera que su padre era todopoderoso, y le temía–. Papá, no lo hagas.
Él intentaba forzar la puerta cuando ella puso los pies en el suelo y se sentó en el borde de la cama esperando con ansiedad, pero luego le oyó alejarse y se quedó temblando. Conocía demasiado bien a su padre y sabía que no se daba por vencido con facilidad.
Instantes después había vuelto y Grace le oyó forzar la cerradura con alguna herramienta. Al poco entraba en su habitación a pecho descubierto, descalzo, sólo con los pantalones y expresión de fastidio.
–No es necesario que hagas esto. Ahora sólo estamos tú y yo. Sabes que no voy a hacerte daño.
–Lo sé… yo… yo… no he podido evitarlo… Lo siento, papá.
–Eso está mejor. –John se acercó a la cama y miró a su hija con gravedad–. No sirve de nada que te encierres aquí a llorar. ¿Por qué no vienes a mi habitación y hablamos un rato? –Tenía una expresión paternal, pero decepcionada por la reticencia de Grace, y cuando ella alzó los ojos, advirtió que estaba temblando.
–No puedo… yo… tengo dolor de cabeza.
–Vamos. –John se inclinó, la cogió por el brazo y la obligó a ponerse en pie–. Hablaremos en mi habitación.
–No quiero… yo… ¡no! –exclamó Grace, desasiéndose–. ¡No puedo! –gritó.
Su padre la miró con furia. No pensaba tolerar más juegos, ni aquella noche ni nunca. No tenía sentido y no había necesidad alguna. Grace ya sabía lo que le había dicho su madre.
–Sí puedes, y vas a venir, maldita sea. Te he dicho que vengas a mi habitación.
–Papá, por favor… –gimió. Su padre la obligó a seguirlo–. Por favor… –Empezaba a notar una opresión en el pecho y que se quedaba sin resuello.
–Ya oíste lo que te dijo tu madre al morir –espetó él airado–. Recuerda sus palabras…
–Me da igual –Era la primera vez en su vida que lo desafiaba. En el pasado lloraba y gimoteaba, pero jamás se había resistido de aquel modo; había rogado, pero nunca discutido. Aquello disgustó a su padre–. Mamá ya no está aquí –añadió Grace, temblando de pies a cabeza, mirando a su padre e intentando extraer del alma misma lo que nunca antes había tenido: el valor para luchar contra su padre.
–No, ya no está, ¿verdad? –John sonrió–. Esa es la cuestión, Grace. Tú y yo ya no tenemos que ocultarnos, podemos hacer cuanto queramos. Ahora es nuestra vida… nuestro momento… y nadie lo sabrá nunca… –Grace retrocedió, pero él la cogió por ambos brazos con ojos brillantes y, con un solo movimiento, le rasgó el camisón por la mitad–. Eso es… así está mejor, ¿verdad? Ya no necesitamos esto… no necesitamos nada… Todo lo que yo necesito eres tú, mi pequeña Gracie… sólo necesito a mi niña que tanto me quiere y a la que tanto quiero… –Con una sola mano dejó caer los pantalones y los calzoncillos al suelo y se quedó desnudo y con el miembro erecto ante ella.
–Papá… por favor. –Grace emitió un largo y triste gemido de pena y de vergüenza, y volvió la cara para no ver lo que para ella era ya familiar–. Papá, no puedo…
Las lágrimas le corrían por las mejillas. Su padre no lo comprendía. Grace lo había hecho antes porque su madre se lo había suplicado. Lo había hecho desde los trece años, desde que su madre había enfermado y la habían operado por primera vez. Antes su padre pegaba a Ellen y Grace lo oía noche tras noche desde su dormitorio, donde permanecía escuchándolos y sollozando en la oscuridad. Por la mañana, su madre intentaba justificar los moretones afirmando que se había caído o golpeado contra la puerta del cuarto de baño, o sencillamente que había resbalado. Pero era inútil. Nadie hubiera creído a John Adams capaz de una cosa así, pero lo era, y de cosas peores. También hubiera pegado a Grace, pero Ellen no se lo permitía. Ella se ofrecía en su lugar una y otra vez y le decía a Grace que se encerrara en su habitación.
Ellen había tenido dos abortos a causa de las palizas, el último a los seis meses de embarazo, y después ya no pudo tener más hijos. Las palizas eran brutales, pero calculadas para que los moretones pudieran ocultarse, o explicarse, siempre que Ellen estuviera dispuesta a hacerlo, como siempre ocurría. Ellen amaba a su marido desde que iban juntos al instituto; John era el chico más guapo de la ciudad y ella se consideraba muy afortunada. También ella era guapa, pero sabía que sin él no sería nada en el mundo, ya que sus padres eran muy pobres y ni siquiera había podido graduarse en el instituto. Eso era lo que John le decía y ella se lo había creído. Su propio padre también le pegaba y al principio no le había parecido tan raro ni tan horrible que John lo hiciera. Sin embargo, con los años había ido empeorando, y a veces la amenazaba con dejarla porque no valía nada. Así la obligaba a satisfacer todos sus instintos. A medida que Grace crecía más hermosa cada día, se hizo evidente que su padre la deseaba. Cuando Ellen enfermó y la radiación y la quimioterapia cambiaron su aspecto penosamente, el acto sexual ya no fue posible y John le dijo abiertamente que habría de idear el modo de hacerle feliz si esperaba seguir casada con él. Grace, con sus encantadores trece años, fue la ofrenda.
Ellen se lo explicó a su hija para que no se asustara. Era algo que haría por sus padres, como un regalo, como si se consustanciara realmente con ellos, y su papá la querría aún más. Al principio Grace no lo entendió, pero luego lloró. ¿Qué pensarían sus amigos si se enteraban? ¿Cómo podía hacer eso con su padre? Pero su madre insistió en que tenía que ayudarles, que se lo debía, que ella moriría si no la ayudaba alguien, que quizá él las abandonaría a su suerte. Describió el futuro con tintes negros y cargó la responsabilidad sobre los hombros de Grace, que se tambaleó bajo su peso y el horror de lo que se esperaba de ella. Sin embargo, sus padres no aguardaron respuesta de su parte. Esa misma noche entraron en la habitación de Grace y su madre la sujetó y le canturreó y le dijo que era una buena chica y que la querían muchísimo. Después, cuando volvieron a su dormitorio, John abrazó a Ellen en la cama y le dio las gracias.
La vida se volvió solitaria para Grace después de aquella noche. Su padre iba a visitarla casi todas las noches. Algunas veces Grace pensaba que se moriría de vergüenza y otras él le hacía verdadero daño, pero nunca se lo contó a nadie. Finalmente su madre dejó de ir a la habitación con él. Grace sabía que no tenía más remedio que aceptarlo, pero si alguna vez intentaba oponerse, su padre la golpeaba brutalmente. Grace lo hacía por su madre, no por él. Se sometía para que no le diera más palizas y no las abandonara. Cuando Grace no cooperaba o no hacía todo lo que su padre le pedía, John volvía a su dormitorio y pegaba a su madre sin importarle que estuviera enferma ni que sufriera terribles dolores. Era un mensaje que Grace comprendía siempre y que le hacía ir corriendo al dormitorio de sus padres, jurando a gritos que haría todo lo que él quisiera. Así, una y otra vez, tuvo que demostrárselo y durante cuatro años se convirtió en su esclava sexual. Lo único que Ellen hizo por proteger a su hija fue procurarle píldoras anticonceptivas para que no quedara embarazada.
Si antes de que su padre empezara a acostarse con ella, Grace tenía pocos amigos porque temía que alguien se enterara de que él pegaba a su madre, después no tuvo ninguno en absoluto. Le resultaba imposible hablar con sus compañeros del instituto y con sus profesores, convencida de que lo descubrirían, de que verían algo en su rostro o en su cuerpo, un signo de una malignidad que, al contrario que su madre, ella dejaría traslucir. Su padre era el malvado, pero Grace no había acabado de comprenderlo hasta ese momento. Una vez muerta su madre sabía que no tenía por qué seguir haciéndolo. Sencillamente no podía continuar, y menos aún en el dormitorio de sus padres. Hasta entonces su padre siempre iba a la habitación de Grace, pero ahora era como si esperase que ella ocupara el lugar de su madre. Incluso el modo en que le hablaba había cambiado. En realidad lo que esperaba era que se convirtiese en su mujer.
Mientras tanto, él contemplaba su cuerpo tembloroso e incitante, y sus súplicas desesperadas sólo servían para excitarlo aún más. Con expresión implacable y ominosa, la arrojó sobre la cama, la misma en que su esposa inválida había yacido apenas dos días antes y durante todos los vacíos años de su matrimonio.
Sin embargo, esta vez Grace se resistió y le hizo frente, decidida por fin a no someterse de nuevo, y mientras intentaba rechazar a su padre comprendió que había sido una locura creer que podría vivir con él bajo el mismo techo sin que la pesadilla continuase. Tendría que huir, pero primero habría de escapar de aquel dormitorio, porque no podía volver a hacerlo nunca más. Pero mientras agitaba los brazos con impotencia, él la sujetaba contra la cama con sus fuertes manos y el peso de su cuerpo, y le abría las piernas con las suyas para penetrarla con una violencia que Grace no conocía ni imaginaba hasta entonces. Sus embestidas eran feroces, como si quisiera demostrarle que era su amo y señor. Por un instante le resultó tan insoportable que Grace creyó desmayarse, pues la habitación le daba vueltas. Su padre la penetraba una y otra vez, arañándole los pechos y mordiéndole los labios, hasta que Grace cayó en un estado de semiinconsciencia en el que deseó morir.
Sin embargo, mientras la violaba, una voz interior le decía a Grace que no podía consentirlo, que estaba cerca de traspasar un punto de no retorno, que debía defender con uñas y dientes su supervivencia. De repente, sin saber cómo, advirtió que se habían acercado a la mesita de noche de su madre, donde habían reposado durante años pulcras hileras de frascos de pastillas, un vaso y una jarra de agua. Podría haberle echado el agua encima o haberle golpeado con la jarra, pero ya no había nada que tomar ni quien lo tomara. No obstante, inconscientemente, Grace pasó la mano por la mesita mientras su padre seguía forzándola, jadeando y gruñendo. John la había abofeteado varias veces, pero ahora sólo quería humillarla mediante su brutalidad sexual; oprimía sus pechos con las manos y la aplastaba contra la cama. Grace casi no podía respirar y tenía la visión borrosa, pero consiguió abrir el cajón de la mesita de noche y palpar en su interior hasta tocar el frío acero de la pistola que su madre guardaba allí por miedo a los ladrones. Ellen jamás se hubiera atrevido a usarla contra su marido, ni a amenazarle con ella, porque le amaba a pesar de todo lo que les había hecho a las dos.
Grace recorrió la fría superficie del arma con los dedos, la aferró y la blandió por encima de su padre, pensando en golpearle para detenerlo porque, aunque estaba terminando, Grace comprendía que esa noche no era más que una muestra de lo que él pretendía hacer de su vida futura. No la dejaría marcharse a la universidad ni a ninguna parte. Grace no tendría más vida que la de servirle, y ella no podría soportarlo. Mientras empuñaba la pistola con mano temblorosa, su padre alcanzó el orgasmo con un jadeo y un estremecimiento animal que a ella le provocó dolor, angustia y repugnancia. Odió a su padre con toda su alma y le apuntó con la pistola, pero en ese momento él alzó la vista y la vio.
–¡Zorra! –gritó, estremeciéndose aún por la violencia de su orgasmo.
Ninguna otra mujer le había excitado jamás como Grace. Quería penetrarla, desgarrarla, despedazarla, devorarla… La excitación que le producía su propia carne era como un perverso e incontenible instinto primario. Se enfureció al ver que Grace seguía debatiéndose contra él. Intentó quitarle la pistola y ella comprendió que volvería a pegarle, lo que solía excitarlo aún más. Grace no podía permitirlo. Aún dentro de ella, su padre intentaba apoderarse de la pistola y ella, presa del pánico, apretó el gatillo. Cuando la pistola se disparó con un estampido terrorífico, John la miró atónito, luego se le desorbitaron los ojos y cayó inerte sobre ella. La bala le había traspasado la garganta y sangraba profusamente, pero no se movía. Grace intentó liberarse, pero no pudo; era demasiado pesado y ella apenas podía respirar, con la cara llena de sangre de la herida. Finalmente hizo acopio de fuerzas y co