Las vírgenes del paraíso

Barbara Wood

Fragmento

Prólogo

Prólogo

–Espere –le dijo Jasmine al taxista–. ¿Puede, por favor, llevarme primero a la calle de las Vírgenes del Paraíso?

–Sí, señorita –contestó el taxista árabe, mirando a su pasajera a través del espejo retrovisor y clavando los ojos por un instante en su dorado cabello.

La propia Jasmine se sorprendió. Durante el trayecto desde el Aeropuerto Internacional de El Cairo y, antes, durante el largo vuelo sin escalas desde Los Ángeles, se había prometido a sí misma no acercarse para nada a la calle de las Vírgenes del Paraíso, ir directamente al Nile Hilton, averiguar quién y por qué la había mandado volver a El Cairo, resolver el asunto que hubiera que resolver y tomar a continuación el primer vuelo de regreso a California. Consternada por su irreflexión, hubiera querido decirle al taxista que la condujera directamente al hotel, que había cambiado de idea. Pero no pudo. Aunque temiera ir a la calle de las Vírgenes del Paraíso, más miedo le daba no ir.

–Bonita calle, señorita, calle preciosa –dijo el taxista, tocando el claxon para abrirse camino entre el intenso tráfico del centro de la ciudad vieja.

Jasmine vio en su rostro una expresión de curiosidad y una mirada de extrañeza, pues los turistas raras veces visitaban la calle de las Vírgenes del Paraíso. Permaneció sentada, escuchando los petardeos del pequeño vehículo adornado con vistosas borlas, flores de papel y un ejemplar del Corán colocado sobre el tablero de instrumentos tapizado en terciopelo, mientras clavaba ansiosamente las uñas en el tejido de sus vaqueros azules. Prefería los vaqueros a cualquier otra prenda e incluso los llevaba en la clínica pediátrica y cuando efectuaba la ronda de visitas a los enfermos en el hospital...

–Eso es absolutamente impropio de una médica, doctora Van Kerk –le había dicho en broma el jefe de cirugía en cierta ocasión.

Mientras el taxi rodeaba lentamente la plaza de la Liberación, Jasmine observó a los viandantes que abarrotaban las aceras. Vio muy pocos vaqueros azules entre los jóvenes vestidos con anticuados pantalones de pata de elefante y ajustadas camisas de nailon. Algunas mujeres lucían peinados ahuecados y modernas faldas y blusas, y muchos hombres llevaban las tradicionales galabeyas; también había muchas jóvenes con túnica larga y la cabeza cubierta con un velo, el «atuendo islámico» del nuevo integrismo, y campesinas con las nalgas envueltas en una ajustada y modesta capa negra que contribuía a realzar los encantos que pretendía ocultar. Entre aquella muchedumbre, Jasmine trató de distinguir a la niña que antaño fuera, una chiquilla de pálida piel y rubio cabello caminando feliz y despreocupada con sus compañeros de morena tez, ajena al turbulento futuro que se estaba acercando a ella a pasos agigantados. Se inclinó hacia la ventana en la certeza de que la niña estaba todavía allí. Si la viera, saltaría del taxi, la tomaría de la mano y le diría: «Ven conmigo. Te llevaré lejos de aquí, lejos del peligro y la traición que te aguardan».

Pero el taxi avanzó tosiendo y traqueteando por delante de los peatones y Jasmine no pudo encontrar entre ellos a su propio yo infantil. De pronto, el taxi enfiló una calle tan conocida que, por un instante, el asombro la dejó sin respiración.

El taxista aminoró la marcha mientras Jasmine contemplaba los árboles de los jardines largo tiempo olvidados, pero recordados de repente con una irresistible claridad, como si hubiera abandonado Egipto justo la víspera.

Súbitamente pensó que ojalá no se hubiera trasladado a El Cairo y hubiera arrojado a la papelera la inesperada carta que había recibido en su despacho de Los Ángeles unos días atrás con aquel críptico mensaje: «Doctora Jasmine Van Kerk, ¿puede usted venir a El Cairo inmediatamente? Es urgente. Hay un asunto de su herencia que debemos discutir». Se la había enviado un abogado de un prestigioso bufete situado en una de las mejores zonas de El Cairo. Le recordaba de su infancia, cuando vivía en aquella calle llamada de las Vírgenes del Paraíso. Era el abogado de la familia y, al parecer, lo seguía siendo.

–Debes ir –le había dicho su mejor amiga Rachel, médica como ella–. Nunca podrás vivir tranquila hasta que te reconcilies con tu pasado. Tú finges ser feliz, Jas, pero yo sé que por dentro siempre estás triste. Puede que ésta sea una buena señal, una ocasión para liberarte de tus demonios.

Jasmine telefoneó al abogado para pedirle más detalles, pero éste sólo le dio una vaga respuesta:

–Lo siento, doctora Van Kerk, pero esto es demasiado complicado para discutirlo por teléfono. Por favor, ¿puede trasladarse a El Cairo? Es de la máxima importancia.

Jasmine hubiera deseado preguntarle quién había muerto, pero se contuvo porque no quería que la tragedia enturbiara su nueva vida en California. Si fuera la temida noticia de la muerte de su padre o de Amira, prefería recibirla en El Cairo, asimilarla en aquella ciudad y dejarla allí para poder regresar a los Estados Unidos y a su futuro.

–Pare aquí, por favor –le dijo al taxista, y el vehículo se detuvo bajo un dosel de viejos álamos que asomaban por encima de un impresionante muro de piedra.

Detrás del muro, apenas visible, se levantaba una enorme casa rodeada por un tranquilo jardín, un espectáculo más bien insólito en la congestionada y superpoblada ciudad de El Cairo. Mientras contemplaba la mansión de color de rosa de tres pisos, con sus ornamentados balcones y sus ventanas con celosías de madera, Jasmine experimentó una repentina oleada de emoción y pensó: «Éste es el lugar donde yo nací. Aquí exhalé mi primer respiro, derramé mi primera lágrima, reí por primera vez».

«Y aquí fui maldecida, desterrada de la familia y sentenciada a muerte.»

Contempló la casa, un monumento de piedra y argamasa al esplendoroso y decandente pasado de Egipto, y le pareció un ser viviente, momentáneamente dormido, pero peligroso cuando se despertara. Aquellas ventanas cerradas se abrirían cual si fueran ojos y en ellas aparecerían conocidos rostros que antaño ella había querido y apreciado o temido y odiado... unos rostros pertenecientes a varias generaciones de la poderosa y aristocrática familia de los Rashid, de riqueza incalculable, amiga de reyes y bajás, hermosa y mimada por la fortuna; pero, bajo la superficie, agobiada por secretos de locura, adulterio e incluso asesinato. Varias preguntas se agolparon en su mente: ¿vive la familia todavía aquí? ¿He sido llamada para asistir a un funeral? ¿De quién? ¿Mi padre? ¿Amira? «Que no sea Amira. Que ésta perdure eternamente, por lo menos en mi recuerdo.»

Empezó a recordar palabras de otros tiempos. Amira diciéndole: «Una mujer puede tener más de un marido a lo largo de su vida, puede tener muchos hermanos y muchos hijos, pero sólo puede tener un padre».

–Chófer –dijo bruscamente, apartando de su mente el recuerdo de su padre y del último y terrible día que había pasado a su lado–, lléveme al Hilton, por favor.

Mientras

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