El regalo

Danielle Steel

Fragmento

Capítulo Primero

CAPÍTULO PRIMERO

A Annie Whittaker le encantaba todo lo relacionado con la Navidad. Le encantaba el tiempo, los árboles iluminados en los jardines y las siluetas de Santa Claus hechas con bombillitas en los tejados. Le encantaban los villancicos, esperar la llegada de Santa Claus, ir a patinar sobre hielo y luego tomar chocolate caliente, hacer guirnaldas de palomitas de maíz con su madre y sentarse después a mirar maravillada lo bonito que quedaba el árbol de Navidad iluminado. Su madre la dejaba allí sentada, envuelta en el resplandor, con su rostro de niña de cinco años lleno de embeleso.

Elizabeth Whittaker tenía cuarenta y un años cuando nació Annie y fue una sorpresa para ellos. Hacía tiempo que Elizabeth había abandonado la esperanza de tener otro hijo. Ella y John lo habían intentado durante años, Tommy ya tenía entonces diez, y habían acabado resignándose a tener un solo hijo. Tommy era un niño estupendo y sus padres siempre se habían considerado afortunados. Jugaba a fútbol americano y a béisbol en la liga infantil, y cada invierno era la estrella del equipo de hockey sobre hielo. Era buen chico y hacía todo lo que debía, sacaba buenas notas en el colegio y se mostraba cariñoso con ellos, y sus travesuras garantizaban que era normal. No es que fuera el niño perfecto, pero era buen chaval. Tenía el cabello rubio como su madre Liz y unos penetrantes ojos azules como su padre. También tenía sentido del humor y una mente despierta y, después de la sorpresa inicial, parecía haberse acostumbrado a la idea de tener una hermanita.

Durante los últimos cinco años y medio, desde el nacimiento de Annie, Tommy pensaba que el mundo giraba en torno a su hermana. Annie era una criatura diminuta de amplia sonrisa y una carcajada que resonaba por toda la casa cada vez que Tommy y ella estaban juntos. Cada día Annie esperaba ansiosamente el regreso de su hermano del colegio para sentarse a merendar galletas con leche en la cocina. Cuando nació Annie, Liz dejó su trabajo a jornada completa para hacer sustituciones en escuelas. Decía que quería disfrutar de su último hijo todos los minutos que le fueran concedidos. Y así fue. Estaban siempre juntas.

Liz incluso encontró tiempo para colaborar como voluntaria durante dos años en la guardería a la que asistía Annie, y ahora participaba en las actividades artísticas del parvulario. Por las tardes preparaban galletas o pan, o bien Liz le leía durante horas sentadas en la acogedora cocina. Sus vidas eran un círculo cálido en el que los cuatro se sentían protegidos de las cosas que ocurrían a las demás personas.

John cuidaba de ellos. Poseía el mayor negocio de venta de frutas y verduras al por mayor del estado y se ganaba bien la vida. El negocio iba bien desde el principio; antes de que pasara a sus manos lo había llevado su padre y su abuelo. Tenían una casa bonita en la mejor zona de la ciudad. No es que fueran ricos, pero estaban resguardados de los fríos vientos de cambio que afectaban a los agricultores y a quienes tenían negocios susceptibles de verse perjudicados por las modas. La demanda de comida de calidad era ingente y John Whittaker siempre la había suministrado. Era un hombre afable y solícito y esperaba que algún día Tommy se haría cargo del negocio. Pero quería que primero fuera a la universidad. Y también Annie; John esperaba que fuera tan lista y tan culta como su madre. Annie quería ser profesora, igual que su madre, pero él soñaba con que estudiara medicina o leyes. En 1952 era un sueño difícil de conseguir, pero John ya había ahorrado una suma considerable para costear la educación de Annie, y también hacía varios años que tenía reservado el dinero para los estudios de Tommy. De modo que financieramente ambos tenían allanado el camino de la universidad. John era de los que creen en los sueños. Siempre decía que todo era posible si se deseaba con la intensidad suficiente y se estaba dispuesto a trabajar lo necesario para conseguirlo. Y él siempre había sido muy trabajador. Liz solía ayudarle, pero ahora le satisfacía que pudiera quedarse en casa. Le encantaba llegar a casa por las tardes y encontrarla con Annie, o jugando a muñecas con su hija en la habitación de ésta. Se le ensanchaba el corazón sólo de mirarlas. Tenía cuarenta y nueve años y era feliz. Tenía una esposa maravillosa y dos hijos fantásticos.

—¿Dónde estáis? —gritó aquella tarde al entrar en casa mientras se quitaba la nieve del sombrero y el abrigo y apartaba al perro, que agitaba la cola y correteaba alrededor de los charquitos que se formaban en el suelo.

Era una enorme setter irlandesa que se llamaba Bess, como la esposa del presidente. Al principio, Liz intentó argüir que era poco respetuoso con la señora Truman ponerle ese nombre, pero parecía apropiado para la perra y así quedó, de manera que ahora ya nadie se acordaba de por qué le habían puesto aquel nombre.

—Estamos aquí atrás —gritó Liz, y John entró en la sala de estar, donde las encontró colgando monigotes de pan de jengibre del árbol de Navidad. Habían pasado la tarde preparándolos y mientras estaban en el horno Annie había hecho cadenas de papel.

—¡Hola, papá! ¿Verdad que es bonito?

—Ya lo creo —respondió él sonriéndole, y la cogió en brazos sin esfuerzo.

Era un hombre fuerte de rasgos típicamente irlandeses, como sus antepasados. Tenía el cabello negro, aunque sólo le faltaba un año para cumplir cincuenta, y unos ojos azul intenso que había heredado su hijo. Pese a ser rubia, Liz tenía los ojos castaño claro, a veces de un tono avellana. Pero el cabello de Annie era tan claro que parecía casi blanco. Al sonreír mirando a su padre y frotando juguetona su naricilla contra la de él, parecía un ángel. La sentó cuidadosamente a su lado y se inclinó para darle un beso a su mujer mientras cruzaban una mirada cariñosa.

—¿Has tenido buen día? —preguntó ella.

Llevaban casados veintidós años y la mayor parte del tiempo, cuando no los asediaban las pequeñas contrariedades de la vida, parecían más enamorados que nunca. Se casaron dos años después de que Liz terminara los estudios. Ya trabajaba como profesora y tardó siete años en tener a Tommy. Casi habían perdido la esperanza y el viejo doctor Thompson jamás supo por qué le costaba tanto quedar embarazada y no perder el niño una vez lo estaba. Había tenido tres abortos y les pareció un milagro cuando Tommy por fin nació. Y todavía más cuando nació Annie diez años más tarde. Reconocían que eran afortunados y que sus hijos le

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