Vidas cruzadas

Danielle Steel

Fragmento

si uno no los reconocía a primera vista, lo que no ocurría con frecuencia—. Monsieur?

—De Villiers —respondió Armand.
Ambassadeur? —preguntó el joven, y Armand inclinó la cabeza en silencio.

Ah, bien sûr. —Al repasar la lista de pasajeros observó que los De Villiers ocuparían una de las cuatro suites más lu­ josas del barco. No podía saber que había sido una cortesía de la Transat, como se llamaba a la CGT, y quedó impresio­ nado al comprender que el embajador y su familia iban a ocu­ par la gran suite de lujo Trouville—. Les acompañaremos a su camarote enseguida.

Hizo señas a un marinero, que se materializó a su lado y que inmediatamente tomó la maletita que llevaba Liane. El resto del equipaje había sido enviado con antelación, y lo que habían transportado en el tren lo encontrarían en la suite pocos mo­ mentos después de llegar a ella. El servicio del Normandie era perfecto.

La suite Trouville estaba en la cubierta de paseo y era una de las dos situadas en ella; tenía una terraza privada desde la que se veía el espacio abierto ante el Café­Grill. Había en él bancos y lámparas, y las escaleras y barandillas formaban un gracioso diseño según observó Armand desde su terraza par­ ticular. La suite estaba compuesta de cuatro elegantes dormi­ torios: uno, para el matrimonio, otro, para cada una de las niñas y uno más, para la institutriz. Había habitaciones adi­ cionales disponibles en la misma cubierta por si traían algún criado más. Una de ellas la ocuparía Jacques Perrier, ayudan­ te de Armand, que también viajaba en el barco para que el diplomático pudiera continuar con su trabajo. Pero el resto de los «estudios» no serían utilizados por ellos y permanece­ rían cerrados. Los otros habitantes de esta parte reservada de la cubierta superior sería la familia de la suite Deauville, que era idéntica a la Trouville en grandeza y lujo, pero que tenía un decorado distinto de la de los De Villiers. Cada camarote de primera clase del barco estaba decorado de distinto modo; todas las suites eran diferentes. Hasta en el último detalle, cada habitación era única. Mientras Armand y Liane pasaban revista a la suite, sus ojos se encontraron y ella se echó a reír. Era tan extravagante, tan elegante y tan hermosa que se sentía tan excitada como sus hijas.

Alors, ma chérie —le dijo Armand sonriendo cuando el camarero los dejó en el salón junto al prometido piano—. Qu’en penses-tu?

¿Qué podía opinar? Era un lugar maravilloso para pasar en él cinco días, o cinco semanas, o cinco meses... o cinco años. Uno desearía quedarse a bordo del Normandie para siempre. Liane leyó en los ojos de su marido que él pensaba lo mismo.

—Es increíble. —En torno a ellos, y por todo el barco, ha­ bían observado el lujo del art déco, la espléndida madera de los paneles, las hermosas esculturas, las enormes cristaleras por doquier. Era más que un hotel flotante: era una ciudad flotante de perfección, donde no había nada fuera de tono y en la que cuanto se veía era una delicia para los ojos. Se sentó en un sofá de terciopelo verde oscuro y le preguntó, riendo, a Armand—: ¿Estás seguro de que no estoy soñando? ¿No me despertarás y estaremos de vuelta en Washington?

—No, querida mía. —Se sentó junto a ella—. Todo es cierto. —Pero esta suite, Armand... ¡Me duele pensar lo que debe de costar!

—Ya te lo dije. Nos han dado este premio en vez de las habitaciones de lujo que yo había reservado. —Parecía victo­ rioso de nuevo al sonreír a su esposa. Le complacía hacerla feliz, y era obvio que Liane se sentía tan abrumada como él. Durante los años en que había viajado con su padre, había visto mucho lujo, pero esto era algo más, algo totalmente no­ table y único. Solo por el hecho de estar un momento en el Normandie uno se sentía parte de la historia. Era fácil creer que jamás habría un barco como aquel, y que la gente hablaría de él años y años—. ¿Te gustaría tomar una copa, Liane? —Abrió unas puertas y descubrió el enorme bar bien provis­ to. Liane lo miró y luego se volvió a él.

—¡Santo cielo! ¡Si el barco podría flotar solo con eso! Pero, mientras ella hablaba, Armand había abierto ya una botella de champán Dom Pérignon. Sirvió una copa y se la entregó a Liane, luego, se escanció otra para él; y entonces, mirando a su bellísima esposa, alzó la copa y brindó:

—Por dos de las bellezas más grandes del mundo: la Normandie... et ma femme.

Liane se sintió feliz al tomar un sorbo del vino espumoso. Luego se puso en pie junto a él. Era como una segunda luna de miel, pero debía acordarse de las niñas, que estaban en la habitación de al lado.

—¿Damos un paseo por ahí? —preguntó Armand. —¿Crees que las niñas estarán bien?
Él la miró divertido y soltó una risita.
—¿Aquí? Creo que se las arreglarán. Además, mademoi­ selle estará ya ayudándolas a sacar juguetes y muñecas en sus camarotes.

—Sé exactamente lo que deseo ver.
—¿Y puede saberse qué es?

La vio pasarse el peine por el cabello rubio y sintió una punzada de deseo. Había estado tan ocupado durante las úl­ timas semanas que apenas había visto a su esposa. Casi nunca tenían tiempo para estar juntos.

Pero, por fortuna, en el barco dispondrían de tiempo para pasar lentamente de una cubierta a otra y charlar como tanto les había gustado hacerlo en los últimos diez años. Armand se sentía solo cuando no disponía de tiempo para hablar con ella. Pero en el transcurso del viaje, y así se lo había prometido a Liane, él y Jacques Perrier solo trabajarían de nueve a doce de la mañana, y el resto del tiempo quedaría libre. El viaje, por supuesto, también era una buena oportunidad para Perrier. Normalmente este joven, poco más o menos de la edad de Liane, habría regresado a Francia en un barco de categoría inferior y en segunda clase. Pero esta vez, y como recompensa por los cinco años de dedicación al trabajo, Armand había intervenido en su favor y obtenido un descuento especial, por lo que hacía la travesía en el Normandie con ellos. Al saber la noticia, se había alegrado por Jacques, pero confiaba en que él trabajara solo. Como Armand, estaba hambrienta de disponer de tiem­ po para estar juntos y solos. Sabía que las niñas se distraerían con la piscina, los cuartos de recreo, las perreras que desearían visitar, el teatro de marionetas y el cine. Tenían muchas cosas en las que ocuparse, y era de esperar que Jacques también. Cuando salían de la suite, Liane le preguntó a Armand si creía que Jacques estaría ya a bordo.

—Vendrá a buscarnos en cuanto zarpemos, estoy seguro. —Había pasado dos días en Nueva York con sus amigos e, indudablemente, celebraría una fiesta en su camarote—. Y ahora, ¿qué es eso que tanto deseas ver, Liane?

—¡Todo! —Le brillaban los ojos como a una niña—. Quiero ver el bar con paredes revestidas de piel, el jardín de invierno... el salón principal... —Sonrió a su marido—. Inclu­ so quiero ver el fumoir de los caballeros. Parece algo increíble visto en el folleto. —Lo había estudiado muy bien.

Armand la miró divertido.
—No creo que llegues a entrar en la sala de fumadores pa ra caballeros, amor mío.

Sus ojos la estudiaron de nuevo: estaba muy hermosa con aquel lindo traje de seda rojo. Era difícil creer que llevaran diez años casados. Liane no parecía haber cumplido ni un año más de los diecinueve. Con la diferencia de veinticuatro años que les separaba, ella siempre le parecía una niña. Cuando la llevaba del brazo, formaban una pareja extraordinariamente h

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos