La editorial del señor Bennet

Mónica Gutiérrez

Fragmento

El arte de pronunciar keraunopatología - Texto

El tío Bruno decidió convertirse en editor una noche de tormenta. No lo hizo porque fuese un romántico —que lo era—, sino por su miedo patológico a morir alcanzado por un rayo. Había leído en National Geographic sobre las elevadas estadísticas de decesos durante una tormenta eléctrica y sobre la keraunopatología, la ciencia que investiga las consecuencias de los rayos sobre los seres humanos. Durante años, atesoró en su biblioteca títulos como Sobre el granizo y los truenos, de Agobardo de Lyon; Treinta y dos preceptos para sobrevivir al galvanismo aunque no seas una rana, de Alistair Raleigh, o Guía del club del té para viajeros de los páramos escoceses, de Siobhan Larraby. Pero lo único que había sacado en claro sobre lo que debía hacerse durante una tormenta eléctrica era la recomendación de soltar los palos y agacharse en un búnker en el caso de que fueras golfista. Como al tío Bruno no le gustaba el golf, consideró que había llegado la hora de tomar otro tipo de medidas.

Llevaba el tiempo justo ejerciendo de abogado en un bufete especializado en entidades bancarias como para no tener la conciencia demasiado tranquila cada vez que se desataba una tormenta sobre su cabeza. Comprendió que si moría al día siguiente, su vida no habría sido más que un revoltijo de trajes carísimos, libros raros y mucha culpabilidad. Cuando en la primavera de 1999 los cielos barceloneses se derramaron en un terrible temporal, bajó las persianas, corrió las cortinas y se atrevió a mirar en lo más profundo de su alma. Para su alivio y sorpresa, encontró evidencias de que todavía no la había vendido al mejor postor y se fijó en el único resquicio que aún brillaba un poquito: su amor por los libros. Tanteó la idea de convertirse en bibliotecario, escritor, librero o crítico literario, hasta que su corazón le recordó, en medio de la oscuridad de su carísimo piso en la parte alta de la Diagonal, sus anhelos de juventud. El tío Bruno siempre había querido ser editor; probablemente porque consideraba que los lectores se merecían muchos más libros sobre meteorología y menos sobre asesinatos.

Se despidió del bufete, donó todos sus trajes a la compañía teatral de su buen amigo Max Borges y se sentó frente a la pantalla del ordenador para echar cuentas. Disponía de un buen pellizco ahorrado, lo suficiente para mudarse un año a Headington, Inglaterra, completar el máster sobre edición de la Oxford Brookes University, volver a Barcelona e invertir el resto del dinero en poner en marcha su editorial. Bruno Bennet siempre había sido el excéntrico de una familia con antecedentes poco convencionales, por lo que su cambio de rumbo profesional fue visto con cierta indiferencia por parte de su única hermana, como una lamentable estupidez por parte de su cuñado, y con entusiasmo por parte de su sobrina Beatriz, quien, por aquel entonces, trabajaba en una librería a media jornada mientras terminaba el bachillerato.

Bruno volvió de Headington con un prestigioso título que lo acreditaba como editor, seis meses de prácticas en Penguin UK, toneladas de ilusión y sir Carter Blackstone, un joven taciturno de pasado misterioso, madre española y padre inglés, que habría de convertirse en el traductor del otrora abogado. Alquiló una oficina en el floreciente barrio de Poblenou, contrató a una pizpireta estudiante de Turismo como telefonista recepcionista y trasladó su extensa y querida biblioteca personal —sin olvidar ni uno solo de los títulos sobre rayos y truenos— desde su piso hasta la sede editorial. Si le alarmó que Carter instalara un sofá cama en su despacho y una ducha en el cuarto de baño de la nueva oficina, nunca lo mencionó. La mañana en la que fue al Registro Mercantil de la ciudad para dar de alta su sociedad cayó en la cuenta de que todavía no había pensado en un nombre y, recordando el candoroso entusiasmo de su única sobrina, la llamó.

—¿Cuál es tu flor preferida?

—La dalia —contestó Beatriz.

—¿De qué color? —preguntó el futuro editor, secretamente aliviado porque no hubiese preferido los ranúnculos.

—No importa, tío Bruno. Todas son mis favoritas.

Dalia Ediciones, S. L. U. quedó registrada en los archivos legales la mañana de un 12 de noviembre. Unas horas después, Beatriz recibía en la librería un ramo de dalias multicolores con una tarjeta de su tío:

Imposible encontrarlas en otoño. Ven esta tarde a c/ Perú, 306 para preguntarme cómo las he conseguido mientras admiras mi editorial y brindamos por mi apabullante éxito. Trae pastel de calabaza.

Los primeros años de la editorial costaron todos los ahorros del tío Bruno, un crédito avalado por su piso en la Diagonal, una úlcera estomacal y la aparición de varios mechones blancos en cabeza y barba. Para su fortuna, además de la elegante prosa de sir Carter Blackstone, el editor novato contaba con los sabios consejos de Sioban Clark, una encantadora editora londinense que había sido su profesora durante dos semestres en Headington. Su amistad con Clark se había fraguado en la cafetería del campus, donde el té era tan espantoso como si lo hubiese preparado uno de los Borgia, por lo que Bruno solía llevarse sus propias bolsitas de Fortnum & Mason y pedir solamente agua caliente a las malhumoradas cantineras. Una mañana, la profesora lo había encontrado enfrascado en su ritual sagrado del té y le había ofrecido compartir su crema de leche a cambio de una de esas bolsitas. Los unió su pasión por las bebidas excelentes, una esperanza desmedida en el futuro de los clásicos y la admiración por J. R. R. Tolkien y Ursula K. Le Guin.

En Inglaterra, Bruno descubrió las ventajas del equívoco de su apellido: Bennet cambiaba de acento según en qué lado del canal de la Mancha se encontrase. Los ingleses preferían poner la tónica en la primera sílaba, lo que resultaba muy útil para iniciar una conversación sobre si se escribía como el apellido de los escritores Arnold o Alan Bennett, o si, al igual que la ingeniosa protagonista de Orgullo y Prejuicio, había perdido una t al final. Bruno supo que estaba ante una persona original cuando la profesora Clark no se inmutó ni por su acento ni por su apellido, por lo que compartió su crema de leche con la certeza de que el universo al fin lo había encaminado por los senderos correctos.

Algunos años después, la editorial de Sioban Clark, Symbelminë, conseguiría cierto renombre y premios de reconocido prestigio, en parte gracias a la cuidada reedición de la selección de Humphrey Carpenter de las cartas de J. R. R. Tolkien. A la editora nunca se le subió a la cabeza, ni empezó a mirar por encima del hombro a sus antiguos amigos. Mantuvo el contacto con Bruno y le dio los dos consejos más valiosos de su vida profesional: que empezase publicando clásicos descatalogados cuyos derechos de autor hubiesen expirado, y que hiciese un solo pedido anual a Fortnum & Mason para reducir los gastos de envío.

Dalia Ediciones inició su andadura de la mano de una carísima y excelente distribuidora, de una joven empresa de ilustración y diseño con chispa y encanto, y con su único fundador y socio descubriendo que las jornadas maratonianas en el bufete no habían sido más que un entrenamiento para lo que estaba por venir. Sir Carter Blackstone, todavía taciturno, imperturbable y con un sentido del humor tan inglés como si se apellidase Chesterton, tradujo a su español materno todo lo que Bruno le enviaba por correo electrónico, lidió con las quisquillosas correcciones de diversos filólogos e ignoró con elegancia cualquier sugerencia de su jefe y amigo de que ya iba siendo hora de que encontrase un lugar propio donde vivir.

Casi veinte años después de aquel 12 de noviembre, Dalia Ediciones no era ni más famosa ni más reputada que la mañana en la que Bruno Bennet había inscrito su empresa en el registro legal correspondiente. Mantenía sus contratos con la imprenta, la distribuidora y los diseñadores, y había ampliado la plantilla con dos correctores residentes: Pérez y Pedraza, uno ortotipográfico y de taller, y el otro de estilo; aunque ni siquiera el editor era capaz de diferenciar sin equivocarse quién era quién. Sus tiradas seguían siendo pequeñas, ni su traductor ni sus libros habían recibido premio alguno, sus críticas en medios eran casi inexistentes y el interés de los libreros no iba más allá de la cortesía, aunque apenas podían disimular su asombro en las ocasiones en las que un cliente les pedía algún libro de Dalia. Bruno fantaseaba sobre la identidad de sus lectores, verdaderos ratones de biblioteca demasiado tímidos para explicar en redes sociales lo mucho que habían disfrutado de los títulos de su editorial, celosos guardianes de sus deliciosos tesoros literarios. En las pocas ocasiones en las que comentaba esta hipótesis en voz alta, nadie, ni siquiera Carter, lo contradecía. Pero con timidez o sin ella, con el asombro de los libreros o sin él, los clásicos del tío Bruno se vendían, solo que lo hacían despacio; resultaron ser long sellers. La empresa salió adelante y, aunque los beneficios tras descontar gastos eran más bien trágicos, con el paso de los años, el editor fue saldando las deudas con el entusiasmo intacto.

El tío Bruno prefería trabajar con autores muertos porque, al no frecuentar círculos espiritistas victorianos, no le daban ningún quebradero de cabeza. Solo en primavera sucumbía a la crueldad de abril y caía en la tentación de ampliar su catálogo con obras inéditas de cinco escritores que todavía respiraran. Era tan cuidadoso en la elección de esos manuscritos, se ajustaban tan bien a sus gustos literarios, que por muy cortas que fuesen las tiradas las librerías terminaban por devolverle casi todos los ejemplares. Cuando el pequeño almacén alquilado a las afueras de Barcelona amenazaba con rebosar, Bruno donaba los libros devueltos a los centros cívicos de los barrios más desfavorecidos de la ciudad. Tenía la esperanza de que sus peculiares elecciones literarias solo encontrarían comprensión entre las filas alejadas de los capitalistas más desalmados. Sir Blackstone jamás se atrevió a confesarle su teoría sobre la correlación entre esos centros cívicos y el tamaño y altura de las llamas de las hogueras que en esos barrios se prendían, para jolgorio de sus vecinos, durante la verbena de Sant Joan.

Fue tal vez su labor cívica como donante de libros ilegibles lo que impulsó que un despistado funcionario del Ajuntament le ofreciera la oportunidad de trasladar las oficinas de Dalia Ediciones a uno de los edificios más extraordinarios de Barcelona. El Taller Masriera había sido una de las primeras edificaciones del Eixample barcelonés y, probablemente, la más extraña, aunque con el trascurrir de los años había quedado encajado entre otros edificios hasta pasar casi desapercibido en el número 70 de la calle Bailén, un poco más arriba de la fabulosa librería Gigamesh. Era un templo neoclásico y anfipróstilo, de friso a dos aguas y columnas corintias, inspirado en la Maison Carrée de Nimes, en el Erecteion de Atenas y con cierto aire al Templo de Augusto de Barcelona. Fue diseñado por José Vilaseca i Casanovas, uno de los arquitectos europeos más destacados en la transición del neoclasicismo al modernismo de finales del siglo XIX, enamorado de Grecia, artífice del Arco de Triunfo de la Exposición Universal de Barcelona de 1888 y colega de Lluís Domènech i Montaner.

Vilaseca terminó la peculiar mansión en 1882, por encargo de José, Francisco y Lluís Masriera, hermanos orfebres, escultores y pintores que buscaban un lugar especial donde albergar su colección de arte. La familia Masriera la conformaban empresarios de éxito, parte de una burguesía al alza muy implicada en el movimiento cultural de la Renaixença que enviaba a sus hijos a hacer el Grand Tour tras terminar los estudios superiores. Durante su viaje por las grandes capitales europeas, los tres hermanos tomaron nota de los amplios y luminosos talleres de los artistas y de los salones en los que mecenas y pensadores intercambiaban ideas e inspiración. De vuelta en su ciudad natal, decidieron construir su propio taller: un lugar de exposición y de trabajo, pero también de encuentro para todo ese movimiento artístico e intelectual de la época.

En 1913, los herederos de los Masriera ampliaron el taller con dos naves laterales; en 1932, albergó el teatro Studium, y durante los años cincuenta, acabó convertido en una especie de sede religiosa que hacía las veces de centro cívico cuando en Barcelona todavía no existían como tales. En 2009, abandonado a su suerte, deshabitado y destrozado, pura ruina y decadencia, fue calificado como bien cultural de interés local y puesto bajo la protección de las autoridades pertinentes que, mientras decidían su próximo uso al servicio del barrio y de la ciudad, lo habían incluido en la categoría de inmuebles susceptibles de convertirse en sedes gubernamentales o empresariales. Antes de que el tío Bruno les diera un entusiasta sí, el Taller Masriera había sido rechazado por quince departamentos distintos de la administración pública y ciento veinticuatro empresas privadas. Tal vez, si la bella mansión victoriana inspirada en los templos de la Grecia clásica que tanto admiraba su arquitecto hubiese sido construida en un país consciente del valor histórico de su patrimonio, se habría conservado y restaurado, con su mobiliario y sus claraboyas, con sus paredes interiores forradas de bellísima tela estampada y sus azulejos originales, en honor a su enorme riqueza cultural. En lugar de eso, se sumergió en el polvo del olvido, con todos sus preciosos muebles modernistas arramblados contra las paredes y su interiorismo original desfigurado sin piedad por las cicatrices de distintos usos sucesivos, como un tétrico monstruo de Frankenstein olvidado.

Tras una retahíla de formularios y terribles amenazas legales vinculantes —que al editor le causaron una profunda inquietud al recordarle su oscuro pasado en el bufete— en el caso de que perjudicase, de alguna forma posible o fantástica, la estructura o la memoria de la bella mansión, se le cedieron las llaves del edificio y Bruno Bennet inició la mudanza tras la deficiente limpieza municipal. Se le advirtió de que no podía tocar la pronaos ni la naos, ocupada por el teatro Studium, que había usurpado el corazón del taller de los hermanos casi cien años antes. El resto de la mansión quedaba a su disposición: el foyer, donde los espectadores se reunían en el entreacto para tomar una copa de champán, las habitaciones de la segunda planta y la sala del teatre íntim, en la que la familia Masriera se reunía para asistir a representaciones privadas y donde una vez Federico García Lorca había recitado sus versos en privadísimo secreto.

Durante las siguientes semanas desde la entrega de llaves, las autoridades municipales y el departamento de conservación de patrimonio recrudecieron sus advertencias sobre las terribles condenas que caerían sobre el editor, en esta y en cualquier otra vida, en caso de que olvidase las prohibiciones de redecorar, remodelar, reformar o convertir el palacio en una sede episcopal; como si todo ese horror no hubiese sucedido antes.

Cuando Bruno Bennet y sir Carter Blackstone entraron por vez primera en la fabulosa mansión neoclásica, tras la supuesta limpieza de los profesionales municipales, entendieron por qué el alquiler era tan barato, por qué otros empresarios más cabales lo habían rechazado como sede para sus oficinas y por qué el lema de Jurassic Park era que la vida siempre se abre camino.

—Bonita selva —observó Blackstone muy tranquilo.

—Necesitaremos un jardinero para las palmeras y los limoneros del patio de la entrada, pero…

—Me refería al jardín interior.

—No hay ningún jardín interior —lo contradijo Bruno consultando la copia de los planos de urbanismo que le habían cedido de mala gana los funcionarios.

Carter señaló los matojos que habían encontrado su hogar entre las baldosas sueltas del vestíbulo, las enredaderas que se colaban por las ventanas derramándose por las paredes y las finas lianas que se mecían como elegantes lámparas versallescas desde el parteluz cenital, y se disculpó por su ignorancia en decoración de interiores.

—Hay que limpiar un poco —aceptó el editor a regañadientes.

—He visto cotos de caza más desbrozados.

—Sigamos adelante, el teatro no es cosa nuestra. No sé si tiene mucho sentido una recepción después de atravesar la pronaos y la naos del templo, pero en algún sitio debemos poner a Sonia. Me gustaría organizar nuestros despachos en el ala oeste de la segunda planta y la biblioteca en el ala este, la que da al patio interior. ¿A quién llamas?

—A control de plagas.

—Estamos en el corazón del Eixample, pero no se oye el tráfico —suspiró ignorando a su traductor.

—No hagas movimientos bruscos, nos están observando.

—Son ardillas —concluyó Bruno, aunque sabía que la probabilidad de encontrar ardillas en aquella ciudad se aproximaba bastante a la de encontrar unicornios—. Se escucha el canto de los pájaros —insistió—. Mira ahí, esos nidos. ¿Qué crees que son?

—Buitres.

—Pensaba que todo inglés calza los zapatos de un ornitólogo.

—Solo soy medio inglés. Puedo avisar a David Attenborough, si lo prefieres, pero ya puedes olvidarte de fumigar si tenemos especies protegidas.

—Esta es la sala que te decía, es la más luminosa. Definitivamente quiero aquí la biblioteca. Mantendremos este enorme árbol sobre el que se han posado esos curiosos pajarillos.

Carter miró aprensivo a la pareja de señoriales cuervos sobre el roble que invadía la futura biblioteca de Dalia Ediciones, tal vez pensando en lo poco heroico que resultaría morir devorado por tres plagas distintas y que los oscuros pájaros diesen buena cuenta de sus vísceras.

La razón de la veterinaria

—Últimamente, todo lo que toco se convierte en mierda.

—Quizá haya llegado el momento de plantar flores; crecen maravillosamente bien entre el estiércol.

ÁNGELA G. TORRES,

Consejos para insomnes

La misma mañana en la que Bruno Bennet daba por terminada la mudanza de su editorial a la mansión neoclásica del Taller Masriera, su sobrina Beatriz presentaba un proyecto ficticio a la directora creativa de la agencia de publicidad Ollivander & Fuchs para defender su candidatura a un puesto en su equipo. La agencia de noticias en la que trabajaba desde que había salido de la facultad de Periodismo había cerrado seis meses atrás, dejando a todo el equipo desconcertado y sin empleo. Beatriz, que tenía conocimientos de comunicación audiovisual y cierta esperanza de cambiar de aires, había respondido a la oferta de trabajo de algunas agencias de publicidad. Ninguna de sus candidaturas prosperó, excepto la de Ollivander & Fuchs. Tras superar tres entrevistas, media docena de comentarios despectivos sobre las periodistas que se creen gurús de la publicidad y dos test psicotécnicos y de conocimiento de medios, había llegado a la fase final del proceso de selección. La última prueba consistía en la presentación de una campaña en medios para un producto ideado por el candidato frente a la implacable Silvia Durán, directora creativa de la empresa, y sus dos secuaces, que, o bien carecían de nombre, o bien de la habilidad para presentarse.

—Un entorno acogedor y luminoso en donde pasar un rato agradable comiendo y bebiendo cosas ricas —resumió Beatriz cuando llegó a la última diapositiva de su proyección.

Desarrollar su franquicia de cafeterías con encanto le había llevado semanas y, aunque la mirada algo aburrida de sus tres jueces no llamaba a la esperanza, se sentía orgullosa de su trabajo. Se lo había pasado bien investigando y dando cuerpo a la idea, a la imagen de marca, buscando a su público objetivo y elaborando una estrategia de publicidad para clientes, pero también para inversores.

—¿Ha terminado? —preguntó el secuaz con gafas.

Casi sin darle tiempo a asentir, el otro secuaz, el que tenía aspecto de cama sin hacer, se apresuró a encender las luces de la sala. Beatriz parpadeó, volvió a la realidad y notó que estaba sudando dentro de su elegante traje de chaqueta gris.

—Pero ¿qué diferencia aporta su marca respecto al resto de las cadenas de cafeterías del mercado? —preguntó Silvia Durán en tono amable.

—El ambiente agradable, una decoración que…

—Ya —la interrumpió—. Eso es lo que muestra en su presentación. Ha hecho un buen trabajo.

—Gracias.

—Ya la llamaremos —suspiró poniéndose en pie. Parecía decepcionada por algún motivo que a Beatriz se le escapaba.

Como si de un conjuro mágico de desaparición se tratase, los dos secuaces se levantaron cual resorte con prisas por largarse, no sin antes cederle el paso a la jefa en la puerta. La directora negó con la cabeza, les indicó que se fueran y se quedó en el umbral, indecisa. Vestía un pantalón negro y una blusa celeste, casi del color de sus ojos. La implacable iluminación de la sala le atribuía una actitud sombría que contrastaba con la calidez de su voz.

—Beatriz Valerio Bennet —pronunció como si esperase que le confirmase que no se equivocaba de candidata—. He leído en su currículum que es periodista.

—Sí, pero también tengo formación en publicidad.

—No se trata de eso. —Con un gesto de la mano barrió cuatro años de estudios universitarios y doce de experiencia—. Sus entrevistas y su presentación son buenas. Nada que no hayamos visto antes, pero por encima de la media. Sin embargo, no se ha parado a pensar qué es lo que vendemos aquí.

—Ollivander & Fuchs es una de las primeras agencias europeas de publicidad.

—Ha hecho los deberes. —Sonrió por primera vez desde que había entrado en la sala y la miró a los ojos—. Aquí vendemos historias —explicó, siempre amable—. Una periodista debería tener una sensibilidad especial para entenderlo.

Beatriz, que nunca había sentido la vocación de reportera, no estaba segura de comprender adónde quería llegar la publicista. Al menos, no saldría de allí llorando, como en la desagradable entrevista de la semana anterior, o furiosa y con ganas de denunciar al entrevistador, como en la de hacía dos días. Se preguntó por qué a la dificultad de encontrar un buen trabajo se sumaba esa costumbre tan poco caritativa de machacar a los candidatos, de ponerlos al límite, de intimidarlos, de preguntarles la edad, el estado civil o la voluntad de tener familia en un futuro próximo, todas ellas cuestiones ilegales en los países más civilizados de Europa. Silvia Durán parecía ajena a esa prepotencia, e intentaba ayudarla en lugar de aniquilarla o discriminarla por su género, edad, salud o estado civil; lo que resultaba curioso, pues la periodista estaba ya bastante segura de que la había descartado para trabajar en su equipo.

—Cada campaña, cada anuncio, detrás de cada imagen de marca hay una historia —añadió Durán tras una pausa—. No vendemos productos sino emociones. Y no existe nada que emocione tanto a un ser humano, desde que se sentó por primera vez alrededor de una hoguera, como una buena historia. ¿Cuál es la suya? ¿Cuál es la historia detrás de este proyecto que nos ha presentado? Las buenas periodistas informan sobre los hechos, creen en la veracidad y en contrastar la información. Las novelistas hace tiempo que entendieron que solo las emociones son verdaderas y que todo lo demás depende. Depende, como decía Pau Donés, todo depende. Adivine qué prefiero en mi equipo.

—Pero yo no soy novelista.

La directora negó con la cabeza y le dedicó una última sonrisa antes de marcharse.

—Comunica bien y posee una poderosa imaginación. Atrévase a ser sincera consigo misma.

En el autobús, de vuelta a casa, cargada con el portátil y la desazón, llamó a Marta, su mejor amiga. Por la ventanilla veía pasar la Diagonal, siempre en obras, con el tráfico complicado por los carriles de bicicleta y transporte público, que seguían sin solucionar el grave problema de una movilidad económica y sostenible para todos, pero que al menos lo intentaban. La amplia avenida cruzaba la ciudad de punta a punta, bordeada por algunos de los edificios más bonitos de la arquitectura modernista. Si no fuese por el ruido y la contaminación de su incesante tráfico, a Beatriz le hubiese gustado recorrerla a pie una esplendorosa mañana de invierno. Aunque todavía no había terminado septiembre, visto lo bien que se le estaban dando los procesos de selección, sospechaba que para finales de año seguiría con el suficiente tiempo libre como para cumplir su deseo.

—¿Quedamos para cenar en mi terraza? —preguntó en cuanto Marta contestó la llamada.

—¿Tan mal ha ido?

—No creo que me ofrezcan el puesto. Me falta la historia.

—¿La de Grecia y Roma?

—O la del Malleus maleficarum, no lo sé.

El autobús giró por la calle Valencia y con el cambio de luz Beatriz se topó con su reflejo de larga melena indomable y expresión abatida en la ventanilla de la salida de emergencia. No recordaba la última vez que se había reído.

—Llevaré vino —concluyó Marta como si fuese capaz de leerle el pensamiento.

—Iba a decirte lo mucho que te echo de menos, pero ahora parecerá que es por el vino. Compraré pizza y helado para compensar —añadió.

—No sé quién echa más de menos a quién. Llegaré sobre las ocho.

A diferencia de Beatriz, que había comprendido ya en su primer año universitario que no seguía los dictados de su pasión, Marta era una veterinaria vocacional. Habían dedicado una sorprendente porción del tiempo en el que vivieron juntas a discutir sobre la necesidad de traer a casa gatos convalecientes para que no se quedasen solos en la clínica durante el fin de semana.

Se conocieron cuando cursaban el último año de bachillerato, porque Marta se había cambiado de instituto, y les bastó una clase de Historia con el profesor Ricart, que farfullaba apuntes ininteligibles y se quedaba dormido cada vez que apagaba las luces para proyectar un powerpoint de espantosos gráficos y mapas, para iniciar una amistad que habría de prolongarse hasta el fin de sus días. Sensatas y decididas, compartían cierta impaciencia por entrar en la vida adulta y volar solas. Marta terminó sus estudios, completó su residencia en el Hospital Veterinari Universitari de Bellaterra y consiguió quedarse con un contrato indefinido y su don especial para diagnosticar a perros despistados y a gatos de excesiva inteligencia. Beatriz se licenció en Periodismo, se colocó como redactora en una agencia de noticias y cursó un par de posgrados en busca de una vocación que no encontraba. Marta adoraba su profesión; Beatriz, excepto a hablar en público con soltura, ni siquiera estaba segura de haber aprendido algo de utilidad a lo largo de su licenciatura.

Al cumplir veintiséis años, cuando al fin se resolvió el complicado legado familiar que llevaba enquistado durante décadas, Beatriz heredó la casa de sus abuelos maternos y le pidió a Marta que se mudase a vivir con ella. Era una casona de dos plantas, sombría y antigua como en las mejores leyendas, en la Plaça Mercadal del barrio barcelonés de Sant Andreu del Palomar. Pertenecía al conjunto porticado en forma de U que abrazaba el mercado, todo de estilo neoclásico y obra del arquitecto Josep Mas i Vila. La casa databa de 1849 y había sido edificada sobre un terreno conocido como l’Hort d’en Boladeres. Cuando llovía, a Beatriz todavía le parecía reconocer el aroma de la tierra mojada y de los frutales colándose por aquellas ventanas ruinosas que nunca cerraban del todo.

Siguiendo el consejo de su padre, auditor de cuentas de sociedades financieras, dividió la casa en dos viviendas. Alquiló la planta baja a una pálida desconocida de larguísimo cabello oscuro, que dormía durante el día y salía todas las noches con una enorme funda de violonchelo a la espalda; y le propuso a Marta que se mudase con ella a la planta superior a cambio de compartir los gastos. Aunque el piso de arriba padecía de una dolencia crónica de goteras y necesitaba con urgencia calefacción en invierno, que atenuara la humedad, y aire acondicionado para sobrevivir a los asfixiantes veranos de la ciudad, Beatriz lo prefirió a la planta baja. El motivo era la terraza sobre el tejado que, aunque no podía presumir de gran altura, tenía unas vistas preciosas de la plaza del mercado y de la hermosa cúpula neogótica de finales del siglo XIX de la iglesia de Sant Andreu del Palomar.

—Me quedo porque odio vivir con mis padres y porque te quiero —le dijo Marta la primera vez que entró en la casa tras la propuesta de su amiga—, pero que conste que si me mata el techo al derrumbárseme encima mientras duermo, mi espíritu te atormentará por toda la eternidad.

—Sube a ver el terrado.

—¿Te refieres a esa trampa mortal rodeada de macetas con cosas muertas que hay arriba?

—No sé qué te ha dado hoy con la mortalidad.

—Ni idea. Con lo alegre que es esta casa.

Con el escaso presupuesto común del que pudieron prescindir, pintaron las habitaciones, renovaron las ventanas rotas, repararon las goteras y despejaron la terraza. Una vez liberada de naturaleza muerta, la poblaron de plantas aromáticas con un desarrollado instinto de supervivencia, bajo una resistente y enorme pérgola de madera de teca que, con el trascurrir de los años, acogió con alegría fucsia y morada la proliferación de unas buganvillas trepadoras —con una tendencia descontrolada a florecer cuando les daba la gana— a lo largo de sus vigas. En cuanto aflojaba el calor sofocante y húmedo del verano, desempolvaban las sillas y los sillones de mimbre, los vestían con cojines multicolores y pasaban en aquella terraza la mayor parte del escaso tiempo que les dejaban sus estudios y trabajos respectivos. Hasta que, ya en la treintena, Marta conoció a Carlos, un veterinario de animales exóticos perseguido por la maldición de los loros con psitacosis, se enamoraron perdidamente y se fueron a vivir juntos, dejando sola a la periodista en la convivencia diaria y en la elaboración de teorías sobre la misteriosa inquilina de abajo.

Cuando se quedó sin trabajo, Beatriz llevaba casi tres años viviendo sola y estaba convencida de que no se le daba tan mal. Había aprendido a escuchar sus propios pasos subiendo la escalera de vuelta al hogar y sus pensamientos ahuyentando el sueño a medianoche. Sus pies bailaban al son de las oscuras melodías que ascendían del piso inferior al anochecer, comía fuera, cenaba sola delante de un libro y salía a la terraza para contemplar la ciudad desde escasa altura pero con infinita benevolencia. Las plantas a su cuidado seguían vivas, aunque alguna vez se había olvidado de regarlas y ya no recordaba si las había o no abonado. Tal vez, en las últimas semanas, huérfana de su rutina laboral, se le había hecho un poco extraña la soledad, y aunque no le preocupaban sus finanzas a corto plazo —además del subsidio por desempleo ingresaba el alquiler de la planta baja de la casa— le rondaba la inquietud de saberse a la deriva a sus treinta y seis años.

Era como si todo aquel tiempo en el que había evitado tomar decisiones vitales llamase de pronto a su puerta para echarle en cara la falta de iniciativa. Sus padres se habían divorciado cuando ella tenía quince años y desde entonces había sufrido una patológica necesidad de convertirse en la hija

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