Donde mis pies me lleven

Erika Ramos

Fragmento

donde_mis_pies_me_lleven-1

1

Era tradición en mi familia dormir en Nochevieja en casa de mis padres y aquel año no iba a ser diferente. Después de darle muchas vueltas, las chicas y yo habíamos decidido ir a un cotillón de un conocido bar de la costa con barra libre. Estaba cerca de la playa, pero, aunque la noche de fin de año no era la mejor para estar en la calle, el bar había acondicionado una terraza con estufas, que no conseguían que la temperatura fuese la deseada, pero al menos podías salir a fumar un cigarrillo sin morir en el intento. Dentro era todo de madera; el típico bar de moteros decorado con diferentes motivos americanos e incluso con una moto de verdad, ante la que, por supuesto, todo el mundo se hacía la foto de rigor. En la entrada te daban una bolsa de cotillón con el típico matasuegras, confeti y gorro.

Me había comprado un corsé palabra de honor muy discreto de color negro, con unos pantalones del mismo tejido y unos zapatos de tacón medio. Lo malo de ser una chica más bien alta es que no puedes ponerte unos taconazos porque corres el riesgo de amanecer con tortícolis por estar constantemente doblando el cuello para hablarle a la gente al oído.

Llegamos todas juntas e hicimos cola para que nos pusieran el sello correspondiente para entrar y salir. Ese fue el deporte nacional de aquella noche: hacer cola. Hacer cola para entrar, hacer cola para ir al baño, hacer cola para pedir una copa. Al final era muy probable que terminásemos con agujetas por hacer tantas colas.

La Nochevieja era una noche que estaba sobrevalorada, sobre todo a nuestra edad. Cenabas a todo correr para luego pasarte más de una hora preparándote y llegar al bar hacia las dos de la madrugada y más tarde tener que irte en una noche que se esfumaba tan rápido como se consume un cigarrillo.

Codazos para poder bailar o al menos para las que teníamos el sentido del ritmo en el bazo, tampoco es que influyese demasiado. Creo que me sentía mayor para estar en un bar atestado de gente intentando bailar una música que no tenía ni letra. La música electrónica no era lo mío, yo era de las que le gustaban las típicas canciones que se volvían virales en verano y que te las aprendías de tanto oírlas una y otra vez en la radio. Y qué gusto daba cantar cuando creías que nadie te escuchaba, y si llevabas encima una copa de más, mejor todavía. Esos momentos en los que te ponían Sobreviviré de Mónica Naranjo y de repente te convertías en la diva de la fiesta, porque llegabas a todas las notas. Bendito alcohol, que hacía que la desinhibición llegara a tal punto que te daba igual si le rompías el tímpano al de al lado.

La noche pasó sin pena ni gloria; no estaba del todo a gusto porque al día siguiente tenía que entrar en el turno de tarde en la clínica y tampoco podía estarme de fiesta hasta las mil, ya que no era plan de ir oliendo a vodka por las habitaciones. Pero el vodka fue mala compañía, y lo que iba a ser una copa y para casa se convirtió en unas cuantas. Porque el beber es como el rascar: todo es empezar. Además, salir en grupo tenía su peligro, y con barra libre más. Si alguien iba a la barra, se aprovechaba el viaje, ronda de chupitos, probar, mezclar y pensar que estás bien hasta que te parabas en seco y te decías: hasta aquí.

A las siete de la mañana, con los pies doloridos, con una borrachera de aquí te espero y un frío que te congelaba hasta las ideas, me dirigí a casa de mis padres para intentar dormir un poco la mona.

Nací y crecí en un barrio donde todos nos conocíamos y, para más inri, había allí una concentración ingente de familiares que dejaba tu intimidad reducida a la de la reina Letizia. Era algo habitual que, si las vecinas no te veían durante unos días, les preguntasen a tus padres dónde estabas, e incluso teníamos una plantilla fija de esas mujeres que pasaba horas muertas en los balcones, controlando, al acecho, si alguien había desaparecido del barrio porque se había echado novio o se había mudado.

Mi tía Mari vivía en el primero, y nosotros, en el tercero. Cuando llegué al portal con los zapatos en la mano (nunca hay que estrenar zapatos en la noche de fin de año), tardé unos tres minutos en encajar la llave en la cerradura, ya que la muy graciosa no paraba de moverse, era como si se hubiese convertido en goma por arte de magia. Cuando por fin conseguí entrar empecé a subir la escalera, y, a la altura del piso de mi tía, la puerta de abrió.

—¡Gabriela!

—... tía...

—Pero ¿has visto en qué estado vienes?

—Pues... vengo, un poco... lo que viene siendo... alegre. Sí, señor, alegre, esa es la palabra que buscaba.

—Yo diría que algo más que alegre. Sube a casa y métete en la cama, que como tu padre se despierte se te va a quitar la borrachera en dos minutos.

—Síii, tiita míiia de mi coraaassssóoon...

—Gabriela... menos bromitas y compórtate, que ya tienes una edad.

Cuando entré y me miré en el espejo de la entrada, casi se me quita la moña de forma instantánea: el rímel se me había corrido hasta los pómulos. Me puse a limpiarme en un acto reflejo, como si tuviese miedo de que alguien me viese, cuando seguramente ya me había visto más gente de la que yo creía.

Entré en mi habitación, que seguía exactamente igual que cuando me fui a mi propia casa a vivir, dejé la ropa en un montón, me puse el pijama y, sin acordarme de desmaquillarme, me metí en la cama.

A las doce sonó el despertador. Lo cogí y le dediqué unos cuantos insultos porque yo no quería moverme de la cama; tenía la cabeza que parecía que estaba tocando los tambores la cofradía más grande de cualquier hermandad de la Semana Santa sevillana. Me quería morir y no sabía por dónde empezar. Me daba pereza suicidarme, y tampoco tenía nada a mano para hacerlo, salvo el perro de peluche que llevaba encima de mi cama desde que me lo regalaron cuando cumplí dieciséis años. Pero pensé que una muerte por asfixia sería terrible, así que deseché la idea y decidí que sería mejor levantarme y tomarme un ibuprofeno, a ver si conseguía así que el clavo que tenía metido en la frente no hiciese tanta presión contra mi cerebro. Mientras me debatía entre levantarme o no, mi madre abrió la puerta y no precisamente con sutileza.

—Gabriela, aquí huele a destilería. Ayer no dejaste ni el agua de los floreros, ¿verdad?

—Qué va... solo fue una copita, pero sería de garrafón. Necesito algo que me resucite. Pero te aseguro que no volveré a beber vodka en lo que me queda de vida.

—¿Resucitar? Habértelo pensado antes. Cualquiera diría que eres enfermera, hija.

—Madre, soy enfermera pero no monja de clausura, a ver si ahora no voy a poder ni tomarme una copita.

—Una sí, pero no una tras otra.

—Si solo fue una, pero seguro que era de garrafón —mentí.

Abrió la ventana sin ningún tipo de piedad, salió de la habitación y me gritó desde la cocina para que me levantase. Cuando me senté con mi pijama de franela de ositos de color rosa y con el rímel corrido hasta el pómulo, me dedicó una mirada entre el reproche y la pena que no intenté descifrar. Comí lo que mi estómago admitió dadas las circunstancias y me fui a la ducha para luego irme a trabajar.

Al montarme en el coche, pensé que si me paraban para un

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos