La dormida pasión del highlander

Sandra Bree
Alexandra Black

Fragmento

Introducción

Introducción

Año de nuestro Señor 1497, Escocia

En el cielo, la luna llena iluminaba las agrestes tierras de las Highlands y la noche estaba impregnada de un silencio sepulcral, roto solo por el lejano aullido de un lobo solitario y las respiraciones de los hombres que llevaban la intención de atacar al clan McDuff. Alguien susurró el nombre de Cù Sìth, cuyo aullido era presagio de una muerte inminente. A su alrededor, todos se estremecieron mientras observaban las sombras que danzaban entre los árboles y escuchaban el viento que susurraba entre las hojas. Algunos de ellos estaban convencidos de que la misma naturaleza presentía lo que estaba a punto de suceder. Alguien miró al cielo y lanzó una plegaria a todos los dioses conocidos rogando por regresar a su hogar con su esposa e hijos. Temía a los McDuff y también a Cù Sìth, aunque no podía decirlo en voz alta porque era un guerrero McClintock y no quería avergonzarse frente a los suyos.

Neill McClintock observó a sus hombres, todos ellos fornidos y curtidos por la batalla. Unos afilaban sus claymores y otros revisaban sus arcos. Llevaban mucho tiempo planeando aquella incursión, pues el clan McDuff era un grupo poderoso y de los más fuertes de la zona, y él deseaba borrarlos de la faz de la Tierra y reclamar sus territorios como propios. Había esperado bastante tiempo esperando para llevar a cabo aquella gesta, y, aunque su hermano no estaba de acuerdo, no podía postergarlo más. Cada día que pasaba, los McDuff se volvían más poderosos. Sus vastas tierras de cultivo se extendían hasta donde alcanzaba la vista y producían cosechas abundantes que alimentaban no solo a su gente, sino también a sus vecinos. Su ganadería, robusta y bien cuidada, les proporcionaba carne y productos lácteos de gran calidad, mientras sus puertos pesqueros rebosaban de actividad, con barcos que traían las mejores capturas del día.

No satisfechos con dominar las Highlands, los McDuff habían comenzado a expandir su influencia más allá de este territorio, y habían establecido rutas comerciales que les permitían comerciar con tierras distantes. Sus productos eran codiciados en mercados lejanos, y las riquezas fluían de regreso a sus cofres, incrementando su poder y prestigio.

—Esta noche, hermanos —dijo Neill en voz baja, pero con una firmeza que puso en alerta a sus hombres—, demostraremos nuestro valor. No habrá piedad ni tregua.

Un murmullo de aprobación se alzó entre los guerreros. La luz intermitente de las antorchas bañaba sus rostros y creaba extrañas sombras a su alrededor. Neill levantó la mano, ordenando silencio, y el susurro del viento pareció hacerse más fuerte en el repentino mutismo. Con un movimiento seco, señaló hacia el imponente castillo McDuff, visible a lo lejos como una sombra oscura contra el cielo estrellado.

—La historia siempre nos recordará. ¡Por el honor de los McClintock!

Los hombres se pusieron en marcha, rumbo a la victoria.

El castillo que se alzaba ante ellos era imponente, y en las almenas, los guardias patrullaban despreocupados, ajenos al peligro que se cernía sobre ellos.

A medida que se acercaban, los hombres de Neill comenzaron a dar muestras de intranquilidad, como si la inseguridad se hubiera apoderado de repente de ellos. Pero con un último gesto, se dispersaron en la oscuridad, pues cada uno de ellos sabía cuál era su misión.

Un grupo de hombres escalaron las murallas con cuerdas y ganchos, y en silencio asesinaron a los vigías, a todos, excepto a uno. Su grito se escuchó alto y claro.

Algunos de los habitantes del castillo se despertaron sobresaltados, y raudos tomaron sus armas para defender su hogar.

Uno de los atacantes logró abrir el portón de la entrada, y en el patio, el choque de las espadas resonó en la noche. El aire se llenó de gritos.

Neill avanzó con determinación, abriéndose paso entre los defensores, con la mirada fija en la entrada principal. Su objetivo era el laird McDuff y, por supuesto, sus hijos. Todavía no había decidido qué haría con las mujeres. Quizá se las entregase a sus hombres como recompensa por llevarlo a la victoria.

Dentro del castillo comenzó a reinar el caos. Criados que corrían a esconderse, otros que trataban de defenderse con cualquier cosa que sirviera como arma. Los pasillos se llenaron de combatientes, y el sonido de la lucha resonó en cada rincón. Neill y sus hombres se abrieron paso hasta la gran sala, donde encontraron al jefe del clan y a su hijo mayor. Faltaba uno, el más pequeño, pero no pensaba desaprovechar aquella oportunidad. Ya tendría tiempo después de encontrarlo. Total, era apenas un bebé, y su espada lo atravesaría como mantequilla. Y respecto al hermano del laird, el más fiero de todos, ya se había encargado de él. Ciarán McDuff no sería un problema. Sonrió para sus adentros al pensar en la muerte de su enemigo de una forma tan deshonrosa que habría preferido ser atravesado por su espada. El regocijo que lo llenaba al pensar en la vergüenza que acompañaría a Ciarán McDuff después de la muerte lo llevó a lanzarse hacia adelante con un grito fiero que animó a sus hombres.

—¡Por los McClintock!

Lachlan McDuff, el laird del poderoso clan, desenvainó su espada y la lucha fue feroz, pero Neill era un guerrero experimentado y la suerte estaba de su lado al haber tomado a todos por sorpresa durante sus horas de sueño. Con un golpe certero, tras una pelea atroz, derribó al laird, quien cayó al suelo con un grito de dolor. Su hijo, lleno de furia, se lanzó contra él, pero apenas tenía trece años y no tuvo ninguna posibilidad frente a alguien tan sediento de sangre y poder. Murió con una sola estocada.

La noche había comenzado con una aparente victoria para los McClintock, pero la celebración fue breve. Apenas unos momentos después de su triunfo, se vieron sobrepasados con la llegada de más hombres que venían desde la aldea y del puerto, y lo hacían furiosos y deseosos de entrar en la batalla. Los McClintock intercambiaron miradas alarmadas. Aquello no lo habían previsto, y el pavor los invadió.

—¡Nos atacan desde todos los lados! —gritó uno de ellos.

Se reagruparon, formando un círculo defensivo en el centro del patio del castillo. Las armas chocaban y el sonido del metal contra metal llenaba el aire. Poco a poco estaban siendo empujados hacia atrás, y cada vez que uno de sus hombres caía, dos más tomaban su lugar. Aun así, la superioridad numérica de los McDuff comenzaba a inclinar la balanza a su favor.

Desde lo alto de las murallas, algunos de los arqueros comenzaron a lanzar una lluvia de flechas que los obligaba a mantenerse en movimiento, dificultando su defensa. Neill esquivaba y contraatacaba, pero sabía que, si no escapaban, no saldrían vivos de allí.

—¡Retirada! —gritó finalmente al ver que sus hombres no podrían resistir mucho más.

La orden resonó en el patio, y los McClintock comenzaron a retroceder, intentando abrirse paso hasta el portón de la entrada. Lograron escapar a la oscuridad de la noche y regresar a salvo a su hogar. Pero la vergüenza de aquella derrota los acompañaría para siempre.

Capítulo 1

1500

Clan McFadden

Ailsa McFadden cepillaba su cabello mientras miraba distraídamente por la ventana de la casa señorial. Desde su posición, aún podía ver los esqueletos de la muralla y algunas cabañas destruidas durante la última incursión de los McClintock. Estas incursiones, tan comunes en aquella época, eran violentos ataques entre clanes rivales que arrasaban con todo a su paso, dejando destrucción y muerte tras de sí.

Habían pasado meses desde aquella lucha, y aunque ahora vivían en una aparente calma, todos sabían que esa tregua no duraría para siempre. Gran parte de esa tranquilidad temporal se debía al matrimonio de su hermana Sarah con Malcom, el menor de los McDuff. Esa unión había sellado una alianza entre los clanes McFadden y McDuff, y el aire que se respiraba, exento de muertes y saqueos, parecía el más puro y limpio de los últimos años.

Ailsa sabía que la paz era frágil. Las rivalidades entre clanes eran profundas y antiguas y cualquier pequeño incidente podía reavivar el conflicto. Sin embargo, por ahora, podían disfrutar de un respiro, aunque fuera efímero, y ella agradecía cada momento de tranquilidad.

Anteriormente había sido una época dura, marcada por las rencillas entre los McFadden y los McClintock, que se remontaban a tiempos inmemoriales. Era posible que ninguno de ellos recordara ya el verdadero motivo de las disputas, aunque se rumoreaba que los conflictos podrían haber comenzado por tierras, traiciones o incluso amores prohibidos. Lo único claro era que los McClintock, señores de la guerra, no pensaban detenerse hasta haberlos exterminado a todos, y no solo a los McFadden, sino a cualquiera que se interpusiera en su camino y ambiciones. Incluso hacía tres años, una de sus incursiones fue dirigida contra los McDuff. Aunque no lograron una victoria total, cometieron una masacre en la que el laird McDuff y varios miembros de su familia que moraban en el castillo murieron asesinados.

Lo que Ailsa —ni nadie— terminaba de entender era por qué el actual laird, Ciarán, no tomaba represalias. La mayoría suponía que temía un derramamiento de sangre aún mayor, o que quizá buscaba una paz más duradera para su gente. Sin embargo, Ailsa no podía evitar pensar que, en su lugar, ella habría actuado de manera distinta. Para ella, la venganza parecía no solo justificada, sino inevitable. Y, por lo que recordaba de Ciarán, él pensaba lo mismo. O al menos así era el Ciarán McDuff con el que había correteado por los campos y a quien siempre había admirado. El Ciarán McDuff de ahora era poco menos que un desconocido para ella. No se habían visto desde la boda de su hermana con Malcom, así que no sabía por qué se comportaba con aquella estúpida pasividad que, a la larga, solo ocasionaría problemas a su clan y, además, a todos los que se habían aliado con los McDuff, muchos de ellos durante su mandato.

Dejó de golpe el cepillo sobre la repisa de la ventana cuando sus pensamientos se vieron interrumpidos por la imagen del mismísimo Neill McClintock entrando en la aldea con una tranquilidad que rayaba la ofensa. Neill, con un porte altivo y confiado, irradiaba una seguridad inquietante. Encabezaba un grupo de unos veinte guerreros cabalgando sobre un caballo negro como la noche y avanzaba despacio, pisando fuerte en el camino de tierra. Detrás de él, los jinetes miraban a un lado y a otro con sonrisas insolentes y miradas lascivas, sin privarse de devorar con la vista a las mujeres que en ese momento se encontraban en la calle.

Ailsa pudo ver cómo los aldeanos, sorprendidos y temerosos, se apartaban con rapidez de su camino. Los niños se escondían tras las faldas de sus madres, y los ancianos miraban con preocupación, pues eran conocedores de la brutalidad de aquel clan.

Más atrás, un grupo de hombres de los McFadden seguía a los intrusos, cerrándoles la retirada. Sus rostros estaban tensos y decididos, listos para defender su hogar a toda costa. Armados, su presencia era una advertencia clara de que no permitirían que los McClintock se salieran con la suya sin luchar.

Ailsa respiró hondo, tratando de calmar sus nervios. Veloz como una gacela, se levantó de un salto y salió de su habitación. Era casualidad que estuviera pensando en ellos y de pronto se presentaran allí, o como solía decirle Sarah, era bruja e invocaba a las personas con el poder de su mente, lo cual la asustaba mucho más. Fuera como fuese, que esos hombres estuvieran allí no presagiaba nada bueno.

Esquivó con destreza a varios sirvientes que llevaban bandejas y jarras, mientras avanzaba con rapidez. Pasó junto a los tapices que adornaban las paredes sin mirarlos. El aroma a leña quemada y especias se mezclaba en el aire, recordándole la calidez de su hogar a pesar del peligro inminente. Al llegar a la puerta del salón, se detuvo un instante para recuperar el aliento.

—Padre. —Atravesó el umbral como una exhalación, con la respiración agitada debido al miedo y a la preocupación—. ¿Qué hacen esos hombres aquí?

Finlay trató de calmarla a pesar de que él mismo se veía tenso y desconcertado. Ni en un millón de años habría imaginado que su enemigo iría en persona a entrevistarse con él.

—Neill ha pedido hablar conmigo. Ve con las demás mujeres y no salgas hasta que te avise.

Ailsa no pensaba obedecerle. No solo se trataba de curiosidad, sino que sentía que debía estar presente para proteger a los suyos. Quizá, si se hubiera detenido a pensar durante unos instantes, se habría dado cuenta de lo arrogante que era al creer que podría hacer algo para ayudar a su padre a defender al clan.

—No voy a dejarte solo con ese hombre. —Para demostrarle que hablaba en serio, buscó en el mueble donde guardaban las armas su propio claymore, una pieza un poco más pequeña y ligera de lo habitual. Su abuelo la había mandado hacer para su esposa, y Ailsa la había heredado tras su fallecimiento. De su abuela no solo había heredado esa espada, sino también gran parte de su carácter: la terquedad, la rebeldía y hasta su temeridad.

Las mujeres McFadden no se escondían de sus enemigos, y Ailsa era el vivo retrato de su abuela. Con su postura decidida y su mirada firme, cualquiera que la viera podía notar el fuerte vínculo que compartían, como si el espíritu de la anciana viviera dentro de ella. Era una imagen que contrastaba profundamente con la memoria de su difunta madre, que había sido la excepción en la familia. Sarah, en cambio, aunque se asemejaba mucho más a su madre, con una naturaleza más reservada y menos inclinada al conflicto, había aprendido a defenderse y a meditar sobre las explicaciones lógicas de una orden, antes de cumplirla.

—Ailsa, no podemos provocarlos, guarda eso ahora mismo —dijo su padre con urgencia.

Antes de que ella pudiera responder o hacer nada, un criado entró apresuradamente.

—Ya están aquí —anunció, apartándose de la puerta para dejar pasar al laird de los McClintock.

Ailsa, con un movimiento rápido, escondió las manos tras su espalda, ocultando el arma. Su corazón latió con fuerza mientras observaba la entrada de Neill. Las botas del guerrero resonaron en el suelo de piedra y los sirvientes se retiraron con discreción a los rincones de la sala, susurrando entre ellos. Estaban asustados, aunque no tanto por una posible pelea como por no saber cuáles eran las intenciones de aquel hombre al presentarse en su hogar de aquella manera, haciendo, además, todo un alarde de fuerza.

—Eres muy necio si tienes el valor de presentarte tú solo en mi morada. —El vozarrón de Finlay rebotó contra las paredes cuando Neill se detuvo en el centro.

—Mis hombres están fuera, McFadden. —Elevó el mentón con soberbia y le dedicó una sonrisa arrogante—. Y muchos más rodean tu mísera aldea.

Finlay avanzó un paso.

—Ninguno de ellos llegaría a tiempo de salvarte la vida, si decidiera acabar con ella en este momento.

Los ojos oscuros de Neill viajaron por la sala hasta posarse en la joven McFadden, que se encontraba cerca de la chimenea. La recorrió de arriba abajo con una mirada entre obscena y admirativa. Ailsa sintió que un escalofrío le recorría la espalda y se irguió, desafiante, para enfrentar su repaso con un aplomo que no sentía. Había visto a aquel hombre en alguna ocasión, y admitía que resultaba imponente y que inspiraba no solo respeto, sino también miedo.

La tensión en la expresión de Finlay cuando aquella mirada lujuriosa recorrió a su hija no pasó desapercibida para Neill, que volvió su atención hacia él.

—No lo harás, pues he venido a proponerte algo que no puedes rechazar.

Finlay entrecerró los ojos con desconfianza. Algunos hombres del clan también habían entrado en la sala y se habían colocado alrededor de la habitación para vigilar al enemigo. Neill, sin embargo, no pareció inmutarse ante su presencia y mantuvo su porte orgulloso.

McFadden cruzó los brazos sobre el pecho.

—Di de qué se trata y márchate. Ni tú ni tus hombres sois bienvenidos aquí.

—Una alianza, eso es lo que ofrezco.

El laird de los McFadden no era tonto; conocía bien a los hombres como Neill y sabía que no proponían nada a alguien a quien consideraban inferior sin esperar algo a cambio; por desgracia, aquel «algo» solía ir contra los valores morales de aquellos a los que pretendían aplastar o doblegar. Frunció el ceño, tratando de averiguar las verdaderas intenciones de su enemigo.

—Si lo que buscas es que rompa mi pacto con Ciarán McDuff, has perdido el tiempo —declaró, dando un paso adelante y acercándose a Neill con expresión severa.

El hombre no retrocedió y sostuvo la mirada de Finlay con un brillo calculador en los ojos. Volvió su atención hacia Ailsa y la observó durante unos segundos que se hicieron eternos. La joven era realmente hermosa, una extraña flor de delicadas facciones en tierras escocesas; pómulos firmes de piel satinada, ojos azules rodeados de tupidas pestañas oscuras, y un mentón ovalado —que ahora se alzaba desafiante— exactamente igual que el de su padre. La larga cabellera negra que caía más abajo de las caderas contrastaba con una tez tan clara que hacía pensar que no había salido mucho de casa desde su nacimiento.

Neill disfrutó de la incomodidad que provocaba en ella, de la forma en la que la mano que no ocultaba tras la espalda apretaba la tela del vestido de lana de un color verde indefinido demasiado sencillo para la hija de un laird, y le excitó la actitud soberbia que mostraba, sumida en un silencio que le agradaba todavía más que su imagen.

Y, aunque era una joven de una belleza exquisita, Neill encontró un defecto en ella: a él le gustaban las mujeres robustas, con pechos generosos, caderas pronunciadas y pantorrillas gruesas. La McFadden no parecía tener nada de eso; esbelta y delgada, su figura no encajaba en absoluto con sus preferencias. Sin embargo, tuvo que admitir que todavía era muy joven y que su cuerpo podía cambiar, en especial cuando comenzara a traer al mundo a sus vástagos. Una sonrisa maliciosa curvó sus labios al imaginar cómo podría transformarse con el tiempo, cómo la convertiría en lo que él quería que fuese.

—Entrégame a tu hija por esposa, rompe tu acuerdo con Ciarán McDuff y cesarán las disputas entre nuestros clanes.

Los ojos de Ailsa se agrandaron, llenos de incredulidad y rabia. ¿Acaso aquel patán engreído pensaba que su padre iba a aceptar aquella absurda propuesta después de todo el derramamiento de sangre que había provocado? Su mente se llenó de imágenes de las atrocidades cometidas por los McClintock, y sintió un nudo de furia formarse en su estómago.

Finlay tardaba en responder, y el corazón de Ailsa comenzó a latir, frenético. No, su padre no podía ni pensar siquiera en ello. La idea de ser entregada a aquel hombre le revolvía el estómago. Si la confiaba a McClintock, se convertiría en enemiga de Sarah, y prefería cortarse el cuello o ser internada en un convento antes de dejar de ver a su hermana.

—No voy a entregarte a mi hija, maldito bastardo. —La voz de Finlay por fin resonó entre los muros del salón, haciendo que algunos de los hombres allí apostados se sobresaltaran y se llevaran las manos a las empuñaduras de las claymores que colgaban de sus cinturas.

Ailsa dejó escapar una suave exhalación de alivio que nadie notó. Sus manos, que habían estado temblando ligeramente, se relajaron un poco y dejó de apretar la tela de su vestido.

Neill, sin embargo, no se inmutó. Con una sonrisa que no alcanzaba sus ojos, respondió con tranquilidad, casi con ironía:

—Muy bien, contaba con esa respuesta. No obstante, te daré tiempo para que lo pienses. ¿Una semana? ¿Dos?

Finlay lo fulminó con la mirada y sacudió la cabeza.

—No obtendrás una respuesta diferente.

—Dos semanas, entonces. —Con la calma de quien sabe que tiene el destino de su enemigo en sus manos, se giró hacia la puerta, y, antes de llegar, se volvió y echó un último vistazo a la joven. Después se marchó por donde había venido.

—Seguidle hasta que abandone nuestras tierras —ordenó Finlay a los hombres que salían detrás de él. Caminó hacia su hija con el ceño fruncido—. Te advertí que te marcharas, pero nunca me haces caso. Estoy cansado de que no obedezcas ninguna de mis órdenes.

—Lo siento, padre, creí que venía a matarte.

—Ese hombre es un guerrero cruel, pero no es un loco como para exponerse así. En cambio tú... ¿en qué diablos pensabas, muchacha? ¿Tienes idea de lo que habría pasado si hubiera querido llevarte por la fuerza? Ni todos los hombres en el salón habrían podido salvarte. ¡¡¿Es que no tienes sentido común?!!

La primera reacción de Ailsa fue responderle de forma airada, pero terminó encogiéndose de hombros. Finlay tenía un límite, y por mucho que la amara no iba a permitir que lo desafiara delante de los sirvientes y del par de guerreros McFadden que estaban allí desde mucho antes de que ella apareciera.

Ailsa era la favorita de su padre, y tal vez por eso se tomaba demasiadas libertades para ser mujer. Pero por mucho que Finlay se quejara de su comportamiento, estaba orgulloso de ella. Al no haber tenido hijos varones, se había preocupado de que sus hijas aprendieran a defenderse; y aunque Sarah siempre se había quejado —odiaba las armas—, aceptó las enseñanzas de su padre. Por suerte para ella, como Ailsa hacía esos ejercicios encantada, él dejó de obligarla con el tiempo.

—¿Volverá? —preguntó la joven, sacando la espada para guardarla de nuevo en su sitio.

—No puedo saberlo, pero a partir de ahora y hasta que estemos seguros de sus planes, no quiero que te alejes de la aldea.

—Tal vez deberías enviarla con los McDuff —sugirió Ian. Era un hombre un poco más joven que su padre y siempre —o casi siempre— iba con él. Era algo así como su mano derecha desde el fallecimiento de su tío, el viejo herrero de la aldea. A Ian se le daban bien las armas pero no fabricarlas.

Ella lo miró con reproche y negó con la cabeza.

—No pienso esconderme.

—Harás lo que yo te diga —dijo Finlay mientras se daba la vuelta y caminaba hacia el sillón donde estaba sentado antes de la llegada de los McClintock. Ailsa lo siguió con la mirada, expectante—. Tengo que pensar. Si esos hombres regresan, deberemos estar preparados.

Ailsa suspiró y se marchó a su dormitorio. Tardó bastante tiempo en quitarse de encima la fría sensación de aquellos ojos oscuros devorando su cuerpo como si fuera una débil presa, fácil de tomar a su antojo.

Transcurrieron varias semanas sin que el clan supiera más de los McClintock, pero entonces llegaron las incursiones. Primero, en las granjas cercanas, donde robaban los cerdos y los pollos; después, los ataques se volvieron más osados y constantes, hasta que lograron llegar al centro de la aldea en alguna ocasión. Era una clara advertencia. Neill esperaba una respuesta y no era una persona paciente.

Los McFadden se encontraban alerta, vigilando los caminos, escondiéndose en los páramos para verlos llegar, y alrededor de la casa señorial. Pero no importaba cuánto se escondiesen o cómo se preparasen, porque cuando Neill McClintock quería algo, tenía que conseguirlo. Si las incursiones en la aldea no se habían saldado con muertos era porque estaba jugando con ellos, pues ambos clanes sabían que podía aplastarlos con una sola mano.

Y, aun así, los McFadden resistieron, porque no querían doblegarse ante nadie. Tampoco pidieron ayuda al laird del clan McDuff, porque estaban convencidos de que podían ocuparse de aquello.

Y, como demostraría el tiempo, aquel fue un error del Finley McFadden que, quizá, pagaría muy caro.

Capítulo 2

Castillo McDuff, 1501

—Si no te portas bien, el McDuff vendrá y te llevará.

Torin McDuff enarcó una ceja y contuvo una sonrisa. Aquella era la peor amenaza que podía escuchar un niño en las Highlands. El McDuff no era solo un hombre, era una leyenda temida por todos: una figura sombría y monstruosa, siempre acechando en las sombras. Los viejos decían que se llevaba a los niños traviesos o los devoraba si no obedecían. Incluso las jóvenes sabían que debían ser cuidadosas si no querían tener un mal final. «Si no tienes cuidado, acabarás en manos del McDuff», susurraban las madres, y con eso bastaba para que cualquier niño se encogiera y cambiara su comportamiento al instante.

La realidad, claro, era mucho más mundana. La leyenda sobre el laird del clan McDuff era solo eso: una historia que se contaba a la luz del fuego. Aquella imagen tan temida de Ciarán McDuff, sin embargo, tenía su utilidad. Después de todo, alejaba a los codiciosos, a aquellos que deseaban arrebatarles las tierras, protegiendo así la tranquilidad del grupo. Cuatro años atrás, la familia había sufrido una gran pérdida. La última incursión del clan McClintock había sido sangrienta, y en medio del caos, Lachlan, el anterior laird, había perdido la vida. A pesar de su bravura, Lachlan no era el líder más reflexivo ni el más estratégico. Durante su mandato, el clan había ganado muchas batallas, pero también había sufrido grandes pérdidas. Los guerreros se sentían más fuertes, pero al mismo tiempo, los recursos eran más escasos, y la moral estaba mermada.

Eso, por supuesto, nadie lo sabía. Solo los más cercanos a Lachlan entendían que su impulsividad había puesto en riesgo el bienestar de la familia.

En aquella época, Ciarán tenía diecinueve años y era un hombre imponente, un guerrero de aspecto feroz. Pero su verdadera debilidad, la que más preocupaba a aquellos que esperaban un líder férreo, eran las mujeres. Lachlan había sido indulgente con sus escarceos amorosos, pues nadie imaginaba que un día Ciarán sería el líder que necesitaría el clan.

La fatal incursión del clan McClintock, que pretendía hacerse con las tierras de los McDuff por la fuerza, marcó un giro en la historia del clan. Lachlan cayó en ese enfrentamiento, junto con el hijo que había tenido con su primera esposa —fallecida tras el parto—, y Ciarán, que en esos momentos se encontraba perdido entre los brazos de una joven traidora, no pudo hacer nada para salvarlos. La muerte de su hermano y su sobrino, así como la traición, lo marcaron profundamente. El hecho de que lograra salir con vida de aquello fue, para todos, un milagro, aunque ni siquiera Torin, su amigo de toda la vida, sabía exactamente cómo lo había logrado.

Desde entonces, Ciarán no era el mismo. Al principio le costaba hablar de lo sucedido, y a menudo prefería el silencio. Pero después... el cambio fue más profundo de lo que quienes le rodeaban podían asimilar. Ciarán McDuff había sido, en su juventud, un hombre de fuego y pasión. Un líder indiscutible en la batalla, el primero en atacar y el último en retirarse. Pero después de la tragedia se convirtió en una sombra de sí mismo. Ya no había más gritos de guerra, solo palabras tranquilizadoras: «Tranquilidad, por favor. Tranquilidad». Caminaba entre sus hombres, observándolos entrenar sin intervenir, sin sumar su fuerza a la de ellos. Solo asentía y murmuraba: «Muy bien, muy bien».

Por eso su gente, aunque lo respetaba, no lo tomaba en serio. Nadie veía a Ciarán como el laird que realmente era. Al final, quien mandaba era su hermano Malcom, aunque a Ciarán no parecía importarle.

—¡Torin!

El grito lo sacó de sus pensamientos. Ciarán apareció cuando él cruzaba el puente levadizo. Este sonrió, y al instante desmontó para saludar a su viejo amigo. Ambos compartían un vínculo profundo, casi fraternal, y nadie conocía a Ciarán como Torin.

—¿Qué haces aquí, Ciarán? —preguntó él con una sonrisa cansada.

—Pasear, por supuesto. Lily y yo necesitábamos tomar el aire. ¿Y tú? ¿Has disfrutado de la visita?

—Mucho —respondió Torin, acariciando las orejas de aquella perra con un nombre tan ridículo que solo provocaba risas—. ¿Cómo están las cosas por aquí?

—Tranquilas, excepto por el hecho de que Liam recibió una buena paliza de su suegro por rondar a una de las primas de su mujer.

Torin levantó una ceja.

—Me sorprende lo informado que estás de todo lo que pasa en tus tierras —dijo, con un deje de ironía.

—Es mi deber, por supuesto —respondió Ciarán, encogiéndose de hombros.

Los dos hombres se sonrieron, sabiendo exactamente qué quería decir uno y otro. La conversación siguió su curso, y caminaron hacia los establos. La perra intentó saltar de los brazos de Ciarán, pero él la reprendió con suavidad, pues no quería que su pelaje blanco se ensuciara. Los guerreros del clan se reían en el patio, pero Torin no podía evitar sentir una mezcla de frustración y tristeza al ver a su amigo convertido en la figura que era ahora.

El que antes había sido un líder en el campo de batalla, ahora era un hombre que paseaba por el castillo esquivando cualquier tipo de responsabilidad. Un gigante de cuerpo, con un rostro atractivo que parecía un ángel, pero que ocultaba cicatrices que contaban una triste historia de dolor. La máscara de cuero, regalo del rey inglés, cubría la parte izquierda de su rostro; y aunque algunos decían que las quemaduras lo habían dejado irreconocible, Torin nunca pudo confirmar si era verdad.

Ciarán se había vuelto apático, más preocupado por la imagen que proyectaba que por las luchas que su gente necesitaba. Y precisamente ellos, a menudo, no lo tomaban en serio. Aun así, nadie se atrevía a desafiarlo abiertamente, pues todos sabían que, cuando se trataba de la lucha, Ciarán era una bestia indomable.

En el castillo los recibieron con cortesía. Morag, la viuda del anterior laird, estaba allí para atenderlos. Con sus largos cabellos castaños trenzados y su porte sencillo, era una mujer de apariencia serena, pero Torin siempre había notado una ligera tensión en ella, una inquietud que no podía explicarse.

—Ciarán, te he estado buscando —dijo la viuda con voz suave—. Blair se ha peleado con unos niños y me gustaría que lo reprendieras. A mí no me escucha.

Torin no pudo evitar sonreír. Era irónico que Ciarán, quien de joven había dejado un reguero de ojos morados entre sus compañeros, fuera ahora el encargado de reprender a un niño. Pero, después de todo, Blair era su sobrino, y Morag no quería que el pequeño siguiera el mismo camino pendenciero que su propio padre o que Ciarán en su juventud.

Encontraron a Blair acurrucado en un rincón del patio, llorando en silencio. Ciarán se acercó al niño, se agachó hasta estar a su altura y, con una suavidad inusitada, le secó las lágrimas. Blair levantó la mirada, y el laird vio en sus ojos oscuros la misma esperanza que brillaba en los suyos cuando todavía creía que el mundo era un lugar hermoso para vivir. Ciarán dejó a la perra en el suelo y esta corrió por el patio, sintiéndose libre por fin.

—¿Estás bien? —le preguntó con ternura.

—Sí —respondió Blair, aunque su voz temblaba.

Ciarán suspiró y lo miró con cariño.

—Recuerda, pequeño, no es necesario pelear por todo. A veces las palabras duelen más que los golpes, pero no debes tomártelo todo tan a pecho.

Torin observó en silencio mientras el niño se calmaba. Para Ciarán, lo más importante era que Blair entendiera que ser líder no significaba pelear siempre, sino saber cuándo elegir la batalla correcta.

—¿Te han hecho daño?

Blair negó con la cabeza y se encogió, como si la pregunta lo avergonzara.

—¿Se estaban burlando de mí?

El niño asintió, y Ciarán suspiró resignado.

— ¿Cuántas veces te he dicho que no es necesario que me defiendas? Está bien si me insultan. No me importa.

Blair, con los ojos llenos de desconfianza, negó con vehemencia. No quería que insultaran a su tío, porque para él el laird del clan McDuff era un héroe, dijeran lo que dijeran los demás. Había escuchado historias de sus habilidades con la espada y el arco y tenía el convencimiento de que aquel hombre todavía estaba ahí, escondido bajo la capa de piel de zorro que le había regalado el rey inglés, de aquel aspecto suave y de la aparente debilidad que mostraba. Su tío, el guerrero, estaba ahí, oculto en algún lugar, y no permitiría que nadie lo pusiera en duda. Ciarán pareció leer los pensamientos del pequeño y sonrió con dulzura antes de revolverle el cabello con suavidad.

—Entonces déjalos hablar. Tu padre decía que el mejor desprecio que puedes hacer a quien te molesta es ignorarlo, y ¿sabes qué?: es cierto.

—Pero dicen cosas muy feas de ti.

—¿Y qué? Si a mí no me importa, ¿por qué debería importarte a ti? Siempre habrá gente que quiera hablar mal de ti o de las personas que quieres. Lo importante es lo que hagas tú con esas palabras.

—Pero dicen que no deberías ser el laird, que no eres capaz de sostener una espada, que solo sabes pasear por ahí con tu perro y acostarte con mujeres.

Ciarán rio con suavidad.

—¡Bah! Si algún día tengo que luchar, lo haré como cualquier hombre de las Highlands. Pero no hay necesidad de pelear en tiempos de paz. En esta vida, pequeño, más importante que la fuerza bruta es la astucia. Sé inteligente.

Cuando Ciarán se levantó, dando por finalizada la conversación, el niño corrió a abrazar a su madre. Torin observó todo en silencio. Por un instante, pensó que su amigo podría ser un buen padre y era una pena que estuviera empeñado en no casarse ni tener descendencia.

—Gracias —dijo Morag revolviendo el cabello de su hijo.

Ciarán se limitó a sonreír a su cuñada y luego se volvió hacia su amigo.

—Creo que nos merecemos un buen trago —dijo mientras se alejaba hacia el salón principal.

Torin y Ciarán se sentaron frente al fuego y, durante unos minutos, contemplaron las llamas en silencio. Ciarán miraba absorto las sombras que danzaban en las paredes de piedra, mientras Torin, con una jarra de hidromiel en la mano, observaba a su amigo.

—Hace mucho que no te veía tan tranquilo —comentó Torin, tomando un sorbo de su bebida. A través de la luz suave del fuego, podía notar la cansada expresión en el rostro de Ciarán, aunque este no parecía dispuesto a hablar de ello.

Ciarán soltó un largo suspiro. Con la cabeza ligeramente inclinada, se giró para mirar a Torin. Sus ojos, antes intensos y llenos del brillo que caracterizaba a un guerrero, ahora parecían apagados, como si toda la energía se hubiera desvanecido con el paso de los años. A pesar de eso, aún había una fuerza silenciosa en él.

—¿Tranquilo? ¿Yo? —dijo Ciarán, esbozando una ligera sonrisa. No era una sonrisa llena de humor, sino más bien una mueca, como si fuera una palabra que no terminaba de encajar con él. De repente desapareció con la misma rapidez con la que había surgido, pero la mirada de Torin no se desvió.

—Sí —respondió Torin, sin darle mucha vuelta al asunto. Sabía que Ciarán necesitaba tiempo. No estaba allí para presionarlo—. Pareces... más relajado. Como si no tuvieras nada que probar.

Ciarán dejó escapar una breve risa. Se acomodó mejor en su silla de madera y lanzó un vistazo al fuego antes de volver la mirada a su amigo.

—Quizá no tenga nada que probar —murmuró con una calma que desconcertó a su aliado. Parecía que hablaba para sí mismo, no para Torin. El hombre que alguna vez había sido la bestia más temida en la batalla ahora hablaba en susurros, como si el peso de su propia historia hubiera aplastado su espíritu—. ¿Sabes? A veces me pregunto si realmente he dejado de ser quien era.

Torin frunció el ceño, pero no dijo nada. La relación entre ellos era compleja, entretejida con recuerdos de juventud, con guerras compartidas, pérdidas y victorias. Pero había algo en el aire, algo que no se podía descifrar con facilidad que hacía que Ciarán ya no fuera el mismo.

—¿No te cansas de hacer esas preguntas? —respondió Torin al final, en tono tranquilo. Sabía que no podría evitar que su amigo se adentrara en sus propios pensamientos, pero no le gustaba verlo tan perdido. Parecía que se desvanecía en la nebulosa de su propio cerebro. Lo veía desde hacía tiempo cómo la sombra de la tragedia lo seguía de cerca, cómo se alejaba más de lo que le gustaría.

Ciarán rio de nuevo, esta vez un poco más fuerte, pero la risa no llegó a ser feliz. Más bien era como un escape nervioso, una forma de tapar lo que realmente sentía.

—¿Cansarme? ¿De las preguntas o de mi vida? —dijo, dejando que la broma cayera por su propio peso, como si se tratara de un tema lejano que ya no lo tocaba de forma personal.

Torin se quedó en silencio por un momento, con la mirada perdida en la jarra que sostenía en las manos. El fuego titilaba en sus ojos, y él sabía que, detrás de esa fachada relajada, Ciarán seguía siendo el mismo hombre fuerte de antaño. Pero había algo más... algo que ni siquiera Torin podía tocar. Algo que había hecho que su amigo se distanciara de todo.

—No te hagas el tonto, Ciarán —dijo tras unos segundos de silencio, sin más rodeos—. Sabes a qué me refiero. El McDuff que todos conocían está aquí, en esta habitación. Pero... no eres el mismo, y lo sabes.

Ciarán lo miró fijamente, y por un momento, Torin pensó que la conversación se había detenido allí. Que no diría nada más. Pero entonces, Ciarán se inclinó hacia adelante, dejó su jarra sobre la mesa de madera y juntó las manos sobre las rodillas. Por primera vez, Torin vio una grieta en la muralla de indiferencia que había construido a su alrededor.

—No soy el mismo —dijo. Un silencio incómodo llenó el espacio entre ellos. Ciarán se quedó mirando al fuego otra vez, como si las llamas pudieran darle una respuesta. La verdad, sin embargo, parecía más difícil de decir que cualquier combate que hubiera librado en el pasado.

Torin lo observó en silencio. No necesitaba respuestas, solo compañía.

—¿Y qué? —dijo este después de un largo rato, con una sonrisa tranquila. El tono de su voz cambió a uno más ligero, menos cargado de expectativas. A veces lo único que importaba era estar ahí, como siempre lo habían hecho—. ¿Qué importa si no eres el mismo? Somos los que somos hoy, no los que fuimos ayer.

Ciarán se quedó mirando a su amigo durante un largo momento, evaluando sus palabras. En sus ojos, algo brilló, como si esas simples palabras lo hicieran cuestionarse todo lo que había estado dejando atrás.

—No importa —dijo al fin.

Torin abrió la boca para responder, pero la cerró de nuevo. Tarde o temprano lograría llegar a su amigo. Tenía tiempo, no necesitaba presionarlo.

Capítulo 3

El centro de la aldea bullía de actividad con los preparativos del enlace matrimonial entre el molinero y Kitty, la hija de una antigua doncella de la casa señorial.

A Ailsa le encantaban la música de las gaitas y el baile, y no se perdía ni una sola fiesta. Le decía a su padre que su presencia era una muestra de apoyo a las celebraciones del pueblo, pero en realidad asistía para estar con sus parientes y encontrar un respiro para su mente preocupada. Últimamente, se sentía a punto de estallar.

Le habían prohibido salir de la aldea, y solo montaba su yegua si un hombre que pudiera defenderla la acompañaba. Además, tenía muchas otras restricciones, como bañarse en el lago con las demás mujeres o acudir a la ciudad más cercana los días de mercado.

Desde que McClintock había intensificado los ataques, Ailsa pasaba el día bordando, elaborando tintes y charlando con todos los que se acercaban a la casa. Los criados habían comenzado a evitarla, murmurando que les retrasaba demasiado en sus tareas. Sentía la tensión en el aire, la frustración de quienes tenían responsabilidades urgentes y no tenían tiempo para prestarle atención.

Al menos su primo George le permitía entrenar con él en el arte de la espada. Sus sesiones se habían vuelto cada vez más intensas y feroces en los últimos meses. Cada choque de acero era una válvula de escape, una forma de transformar su inquietud y desasosiego en precisión y fuerza. Los ejercicios eran extenuantes, con George empujándola al límite, forzándola a mejorar en cada movimiento. Ella apreciaba esos momentos de esfuerzo físico, donde podía olvidar por un instante las preocupaciones y simplemente dejarse llevar por el ritmo de la pelea.

Sus manos, que durante el día trabajaban con delicadeza en telas y pigmentos, se volvían firmes y seguras bajo la presión de su arma. Sus pensamientos se despejaban, concentrados solo en el presente, en la claymore que brillaba bajo la luz del sol, en el sudor que le corría por la frente y en la respiración sincronizada con cada golpe.

Ailsa era consciente de que Finlay estaba preocupado, aunque todavía no había pedido ni consejo ni ayuda al clan McDuff. Pero ella sabía que si las cosas continuaban así, terminaría haciéndolo. Con los saqueos no tendrían suficientes provisiones para cuando llegara el invierno, y de un modo u otro, acabarían mendigando su ayuda. Los McFadden, aunque poseían recursos, eran un clan humilde. Sus tierras eran fértiles, y producían abundantes cosechas de cebada y avena, y sus colinas estaban llenas de ovejas y ganado, lo que les proporcionaba lana y carne de excelente calidad. Sin embargo, a diferencia de otros clanes más opulentos, llevaban una vida sencilla. Sus viviendas eran simples, incluso la casa señorial, que, pese a ser la más grande, carecía de lujos.

Los señores del clan participaban activamente en las labores diarias, cada uno cumpliendo su rol sin menoscabar su rango. El laird, con su destreza en la batalla, centraba sus esfuerzos en la protección de su gente y en preservar la paz en sus tierras. Ailsa, en cambio, dedicaba su tiempo y energía al bienestar de la comunidad. Se esmeraba en fortalecer el espíritu colectivo mediante festivales y celebraciones que mantenían alta la moral, además de velar por que nadie sufriera privaciones. Durante los crudos inviernos, supervisaba personalmente la distribución de recursos, asegurándose de que cada hogar tuviera alimento y abrigo suficiente.

—No pensarás salir —preguntó el laird McFadden al verla descender la escalera.

—Creo que es necesario que asista. Kitty querrá que esté a su lado en un día tan importante. ¿Usted no irá, padre? —Ailsa intentó desviar la conversación. Sabía bien que, como novia, a Kitty le importaba poco quién asistiera a la ceremonia. Su única preocupación era compartir finalmente el lecho con su esposo y experimentar por sí misma todo aquello que habían escuchado a escondidas a las mujeres casadas de la aldea.

—Asistiré más tarde, pero tú no deberías acudir tan pronto. Parecerás ansiosa —la regañó, con un tono de voz suave pero firme.

—Estoy ansiosa, padre —admitió Ailsa mientras giraba sobre sí misma, invitándolo a observar su atuendo.

Llevaba un vestido de lana fina en tonos marfil y azul, con un corpiño ajustado que realzaba su figura y mangas largas ceñidas en los antebrazos antes de ensancharse en delicados pliegues. La falda, amplia y pesada, caía en suaves ondas hasta rozar el suelo, y un fino cinturón de tela, anudado a la cintura, remataba el elegante atuendo. Sarah se lo había regalado tras casarse con Malcom, un gesto de cariño que Ailsa aún atesoraba.

Los esponsales se celebraron allí, en las tierras del clan McFadden, pero muchos McDuff no pudieron asistir aquel día, incluido Ciarán. Aunque la unión entre clanes era de gran importancia, los McDuff prefirieron no dejar sus tierras desprotegidas. Ailsa nunca se creyó aquella excusa. No sabía por qué no había acompañado a su hermano en un momento tan importante, pero nadie pareció tomarlo como un desaire, salvo ella. Desde su punto de vista, su hermana no merecía semejante desplante.

—¿Qué le parece, padre? —preguntó, deteniéndose. Con un gesto distraído, acarició la corona de flores silvestres que su doncella había colocado sobre su cabello suelto, un detalle que añadía un aire etéreo a su presencia.

—Estás hermosa. Me pregunto cuándo te desposarás tú también.

—No diga eso, padre. Yo jamás me alejaré de aquí —se quejó, indignada—. Ya tendré tiempo de buscar esposo cuando... sea más mayor.

—Tienes diecinueve años, a esa edad se casaron tu madre y tu hermana.

Los ojos grises de Ailsa brillaron con determinación.

—Pero yo no tengo prisa, usted mismo dijo que podía esperar...

—Sé lo que dije, no hace falta que me recuerdes las cosas como si hubiera perdido la memoria —gruñó, arrepentido de haberle prometido que sería libre para buscar esposo, siempre y cuando no sobrepasara la edad de veinte años y se la considerara una solterona. Ailsa parecía empeñada en exprimir el tiempo al máximo, pero con Neill McClintock acechando como un lobo hambriento, no podían demorar el asunto mucho más.

Debía tener una conversación muy seria con ella. Tal vez no ese día ni al siguiente, pero definitivamente antes de que acabara el mes.

—No hago eso —replicó.

—Márchate de una vez, antes de que me arrepienta. Te lo he dicho muchas veces: una dama nunca debe ser la primera en llegar a una celebración; debe esperar su momento.

Ailsa se volvió hacia la puerta para no escuchar de nuevo la misma retahíla de siempre. Los amplios bucles oscuros que caían por su espalda hasta sobrepasar su estrecha cintura se agitaron como un mar embravecido en la tormenta. No quería escucharlo porque siempre repetía lo mismo sobre la conducta de una dama. Ella lo tenía bien aprendido, no necesitaba oírlo una y otra vez. Si tuviera que presentarse en alguna reunión formal —cosa poco probable—, haría uso de sus buenos modales. Pero con su clan era diferente; allí, entre su gente, podía ser ella misma.

Una sonrisa triste pero al mismo tiempo llena de orgullo curvó los labios de Finlay. Su hija era la joven más bella de la aldea, y muchos hombres, ya fueran solteros o casados, revoloteaban a su alrededor como aves hacia el primer rayo de sol del amanecer. Y eso, como padre, le resultaba preocupante.

Tenía que mantener aquella conversación con Ailsa cuanto antes.

***

Ailsa era feliz cuando estaba con su gente, y se movía por la aldea con una gracia innata mientras saludaba a unos y a otros. Nunca faltaba el grupo de jóvenes que la acompañaban, halagándola con bonitas palabras. Se sentía complacida y le gustaba coquetear con los hombres, pero a veces, como en esa ocasión, le estaba costando mucho desembarazarse de ellos para poder intercambiar impresiones de carácter privado con Kitty, ahora que la consideraba una mujer casada. Había sido una ceremonia sencilla y muy bonita, donde la música de las gaitas no había dejado de sonar y flotar por todos los rincones.

—Ailsa. —Kitty la liberó de todos sus admiradores y, agarrando su mano, la llevó a través de los bailarines hasta las mesas repletas de ricos manjares—. Te estaba buscando. ¿No ha venido tu padre?

—Ha debido de entretenerse con algo, pero me dijo que vendría. —Lo buscó con la mirada entre la gente. Finlay nunca faltaba a su palabra, y si había dicho que acudiría, lo haría, aunque no podía entender por qué tardaba tanto. Regaló una mueca divertida a su amiga—. Dime, ¿qué sientes ahora que eres una mujer casada?

Kitty esbozó una sonrisa por su pregunta.

—Mañana te cuento, o quizá mañana sea muy pronto todavía.

—¿Piensas mantenerme en ascuas?

—Tengo la intención de no salir durante un par de días de la cabaña que Fergus ha preparado.

Ailsa la miró frunciendo el ceño, pero en realidad se estaba aguantando la risa.

—Seguro que tu madre te ha dicho que no me cuentes nada.

El sonido de las gaitas cesó de pronto, y el bullicio de la celebración se transformó en un caos ensordecedor. La gente comenzó a gritar enloquecida, corriendo en todas direcciones como un vendaval descontrolado.

Ailsa sintió que alguien la tomaba del codo y la arrastraba con fuerza. Confusa, observó cómo Kitty, con el rostro descompuesto, se alzaba las faldas de su vestido y corría disparada hacia donde minutos antes había visto a su esposo, gritando su nombre desesperadamente.

—¿Qué haces? ¡Suéltame! —Desconcertada, Ailsa luchó por soltarse de quien la agarraba. Giró la cabeza y descubrió que se trataba de George, cuya expresión estaba desencajada por el pánico.

—¡Nos están atacando! —gritó, con la voz quebrada, mientras continuaba tirando de ella.

El corazón de la joven latió con fuerza, y de pronto, la confusión se tornó en miedo. No entendía muy bien lo que ocurría. Habían pasado de la alegría de la fiesta al terror absoluto en cuestión de segundos.

—¿Dónde está mi padre? —preguntó, dejándose arrastrar por él. Horrorizada, comenzaba a comprender lo que estaba sucediendo. Los invasores habían llegado, y ahora su hogar estaba bajo ataque.

La aldea se había transformado de repente en un tumultuoso río de gente asustada, yendo de un lado a otro en todas direcciones. Los hombres corrían a sus hogares en busca de sus armas, dispuestos a defender lo que tanto amaban. Mujeres, niños y ancianos, con los ojos desorbitados por el miedo, pedían refugio en cualquier lugar que ofreciera una mínima esperanza de protección. Se amontonaban en sus propias casas y en la casa señorial, reclamando cualquier rincón seguro. Las puertas se cerraban de golpe, los postigos de las ventanas se atrancaban y los sótanos se llenaban de cuerpos temblorosos, rezando por la seguridad de sus seres queridos. El sonido de pasos frenéticos y gritos desesperados llenaba el aire, creando una cacofonía que resonaba como el rugido de una tormenta.

En medio de este caos, el laird de los McFadden intentaba organizar una defensa improvisada, dando órdenes con una voz que buscaba ser firme a pesar del miedo que también lo embargaba. Se permitió un suspiro aliviado al ver llegar a Ailsa, y sin perder tiempo, se acercó a ella y le puso las manos sobre los estrechos hombros. La miró con fijeza.

—Necesito que te lleves a todas las personas que puedas a las tierras de McDuff —dijo con urgencia.

Ella sacudió la cabeza. Se sentía mucho más segura a su lado, pues fuera, los atacantes lanzaban flechas de fuego cont

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