Los maridos

Holly Gramazio
Holly Gramazio

Fragmento

1

1

El hombre es alto y tiene el pelo alborotado, y cuando vuelve, bastante tarde, de la fiesta de despedida de soltera de Elena, se lo encuentra esperándola en lo alto de las escaleras.

Se sobresalta y retrocede un paso.

—¿Qué…? —pregunta, pero se interrumpe y tiene que volver a empezar—: ¿Quién eres?

El hombre suspira.

—Una noche movidita, ¿eh?

Una escalera enmoquetada la separa del hombre, envuelto en la penumbra. No se ha equivocado de casa, ¿verdad? Es imposible: ha abierto con su llave. Ha bebido, pero no tanto como para cometer un allanamiento de morada involuntario. Retrocede una vez más y busca a tientas el interruptor de la luz sin quitar ojo al desconocido.

Lo encuentra. En el súbito resplandor, reconoce todo: la inclinación de los peldaños, el color crema de las paredes, incluso el interruptor bajo sus dedos que se resiste un instante antes de hacer clic. Todo menos al hombre.

—Lauren —dice este—. Ven, anda. Sube y te hago un té.

Así que sabe cómo se llama. ¿Será…? No, han pasado meses desde que salió con aquel tipo y además era rubio, tenía barba, este tipo no es él. ¿Será un ladrón? ¿Por qué sabe su nombre un ladrón?

—Si te vas ahora mismo —le dice—, no te denuncio.

Por supuesto que piensa denunciarlo. Busca detrás de ella la manilla de la puerta del apartamento e intenta girarla, lo que le resulta bastante complicado, pues no quiere apartar la vista, sobre todo ahora que —ay, Dios mío— el hombre está bajando las escaleras. Lauren sale de espaldas hasta el vestíbulo del edificio, camina despacio y busca a tientas la puerta de la calle, que empuja hasta que se abre al aire cálido y cargado del verano. Echa a andar bajo la llovizna intermitente, pero sin alejarse demasiado, para poder ver al hombre.

Este ha bajado al portal y su silueta se recorta en el umbral, iluminada desde detrás.

—Lauren —pregunta—, ¿qué haces?

—Voy a llamar a la policía —contesta esta mientras rebusca el móvil en el bolso rezando por que tenga batería. El bolsillo donde debería estar contiene en su lugar un cactus diminuto en una maceta pintada, del taller de hoy. El teléfono está debajo. Se ilumina y Lauren lo localiza, lo coge y lo saca.

Justo en ese instante, ve la imagen de la pantalla de bloqueo.

Resulta que es una fotografía de ella, en la playa, rodeando con el brazo al hombre de la puerta.

Dos por ciento de batería, ahora uno. La cara de él. Inconfundible. Y la de ella.

Coge el minicactus con la otra mano y hace ademán de tirárselo.

—No te acerques.

—Vale —dice el hombre—. Vale. Me quedo aquí.

Está pisando la acera, descalzo. Lauren lo mira otra vez: mira la cara iluminada por el teléfono, en la noche, frente a ella. El hombre viste camiseta gris claro y pantalón holgado de cuadros. No es un pantalón, cae en la cuenta Lauren. Es un pijama.

—A ver —dice—. Acércate un poco.

El hombre obedece con un suspiro. Da otra media docena de pasos descalzos en la acera, de modo que Lauren tiene espacio suficiente para rodearlo de camino a la puerta y entrar en el edificio, dejando atrás los estores cerrados del apartamento que hay en el bajo.

—Quédate donde estás —dice al bordearlo y sin quitarle la vista de encima.

El hombre se gira hacia ella, la observa. Lauren entra, pisa el suelo de baldosa del portal y se aventura a echar una ojeada de comprobación: sí, la puerta cerrada de la casa de Toby y Maryam a un lado, la puerta abierta de su apartamento justo a su espalda, las escaleras de siempre, su casa.

—Lauren —la llama el hombre.

Lauren se gira y el hombre se para; ¡le ha dicho que se quede donde está y se ha movido! Le da con la puerta en las narices, entra deprisa en su apartamento y cierra con llave.

—Lauren.

El hombre sigue llamándola desde fuera. Lauren activa el teléfono para marcar de una vez el número de la policía, pero la pantalla se ilumina —de nuevo con la cara del hombre— y a continuación se oscurece. Se ha quedado sin batería.

Mierda.

—Lauren. —El hombre está en la puerta de la calle—. Ya está bien.

Lauren sube corriendo las escaleras, cruza el distribuidor y busca su cargador en la cocina. Tiene que llamar a alguien. Aunque sea a Toby, el vecino de abajo. Pero entonces oye pisadas y el hombre está subiendo, ha entrado en el apartamento. ¡Está dentro!

Lauren da media vuelta y va hasta la puerta de la cocina.

—Vete de una puta vez —dice con el cactus en la mano.

Está preparada. Como se acerque, se lo tirará.

—Tranquilízate —dice él cuando termina de subir las escaleras—. Voy a servirte un poco de agua.

Da un paso hacia ella, y entonces Lauren lo hace, le tira el cactus. Pero la planta ni siquiera roza al hombre, rebota en la pared y rueda escaleras abajo cada vez más deprisa, tac, tac, tac-a-tac, en el silencio de la noche y se detiene con un último repiqueteo al chocar con la puerta del apartamento.

—¿Se puede saber qué te pasa? —pregunta el hombre con unas llaves en la mano. Así es como ha entrado: le ha robado a Lauren el juego de llaves de repuesto. Pues claro. Igual le ha hackeado el ordenador y le ha manipulado el móvil por control remoto y por eso sale su foto en la pantalla de bloqueo. ¿Se puede hacer algo así?—. Ya está bien, joder. Siéntate. Por favor.

El hombre apaga la luz de la escalera y enciende la del rellano de la primera planta, el espacioso distribuidor cuadrado del que salen varias habitaciones, el espacioso distribuidor gris que Lauren cruza varias veces al día.

Y que, de repente, es azul.

Y tiene una moqueta también azul. Que antes no estaba. ¿Qué pinta ahí esa moqueta?

No puede detenerse a investigar: el hombre se está acercando. Lauren retrocede por la moqueta, que nota mullida y suave a pesar de ir calzada, hacia la puerta del salón. Está justo encima de la habitación de Toby y Maryam. Si grita, piensa, la oirán. Pero, incluso con la luz apagada, nota la habitación rara.

Busca a tientas el interruptor.

Clic.

La luz ilumina más objetos extraños. El sofá es marrón oscuro, y Lauren está segura de que cuando salió por la mañana era verde. El reloj de la pared tiene números romanos en lugar de normales, y resulta que los números romanos son difíciles de leer, VII, XIIIII, VVI. Tiene que guiñar los ojos para que no le bailen. En el jarrón del estante hay tulipanes y su linograbado torcido de un búho ha desaparecido. Los libros no son los que deberían o están mal ordenados; donde antes había cortinas ahora hay contraventanas. La mayoría de las fotos no tienen sentido y, en especial, hay una que es un despropósito: un retrato de boda en el que salen —Lauren se acerca para mirarlo, casi pega la nariz al cristal— ella… y el hombre.

El hombre que la ha seguido al salón.

El marido.

Lauren da media vuelta y el marido le ofrece un vaso grande lleno de agua. Al cabo de un instante, lo acepta y repara, por primera vez, en que lleva un anillo en el dedo.

Se cambia el vaso a la mano derecha y extiende la izquierda, gira la palma y el anillo sigue allí cuando dobla los dedos y lo toca con la yema del pulgar. Ajá.

—Anda, ven —dice el marido—. Siéntate. Bébete el agua.

Lauren se sienta. El sofá conserva la forma de antes, si no el color. Y está igual de vencido por algunas zonas.

El marido también se sienta, en una butaca, y al principio Lauren no logra ver si también lleva una alianza, pero entonces se inclina hacia delante y ahí está: reluce en su dedo. La está observando. Ella hace lo mismo.

Estoy muy borracha, piensa Lauren, de manera que es probable que se me escape algo obvio. Pero un hombre al que no ha visto en su vida acaba de ofrecerle algo de beber y, en cualquier caso, el hecho de que sea posible que esté casada con él debería generarle más desconfianza que otra cosa.

—Eh…, enseguida me la bebo —dice pronunciando despacio cada sílaba (aunque parece haber más de las normales).

—Vale.

Si se supone que vive allí, ¿por qué no está en la cama?

—¿Por qué no estás en la cama?

El hombre suspira.

—Lo estaba —dice—, pero no has entrado muy sigilosamente que digamos.

—¡No sabía que estabas!

—¿Cómo? —dice el hombre—. Anda, bébete el agua, quítate el vestido y vamos a ponerte el pijama. ¿Necesitas que te baje la cremallera?

—No —contesta Lauren mientras coge un cojín y se parapeta detrás de él.

Joder. No lo conoce de nada. No piensa desnudarse delante de él.

—Vale, vale, no… Chis, tranquila, bébete el agua. —El hombre tiene rostro cansado. Mejillas redondeadas con un asomo de rubor—. ¿Sí? —pregunta.

—Sí —contesta Lauren y, al cabo de un momento, añade—: Voy a dormir aquí. Así no…, no te molesto. Te puedes ir.

—¿No prefieres dormir en el cuarto de invitados? Voy a despejar la cama…

—No —dice Lauren—. No hace falta. Aquí estoy bien.

—Vale —repite él—. Voy a buscar tu pijama. Y el edredón.

Lauren se mantiene erguida, en alerta, hasta que el hombre vuelve. El pijama es uno viejo que compró en Sainsbury’s, con dibujos de los Mumin, pero el edredón es nuevo: de cuadros azul oscuro y azul claro alternos, dispuestos como si fueran retales cosidos, pero en realidad estampados. No le gusta.

—Sí, ya lo sé, pero piensa que —dice el hombre—, si echas la papilla encima, por fin tendrás una excusa para tirarlo.

Eso de «por fin» no tiene ningún sentido, pero todo es tan intenso y desconcertante que Lauren no quiere discutir. La habitación zumba suavemente.

—Vale —dice.

Parecen turnarse para decir «vale», para suspirar o esperar, y quizá en eso consiste el matrimonio; es la primera vez que lo prueba.

El marido enciende una lámpara y apaga la luz del techo.

—¿Estás bien? —pregunta—. ¿Quieres una tostada?

—He comido patatas fritas —contesta Lauren. Aún conserva el sabor en la boca—. Y pollo.

Es vegetariana, excepto cuando se emborracha.

—Vale —repite el hombre una vez más—. Bébete el agua —añade, justo antes de cerrar la puerta.

Lo oye en la cocina, después en el dormitorio, y después nada.

Bueno.

Lauren va hasta la puerta y escucha un instante. Silencio en el distribuidor y en el apartamento. Se pone el pijama, paso a paso, como si estuviera en los vestuarios de un colegio: primero los pantalones cortos encima de las bragas, después se saca el vestido por la cabeza, luego la parte de arriba encima del sujetador, se desabrocha este y saca un brazo y luego el otro hasta que consigue extraerlo triunfalmente por el agujero de la manga, momento en el cual pierde el equilibrio, cae sentada en el sofá y el teléfono rebota en los cojines y aterriza en el suelo con gran estrépito.

Se queda muy quieta esperando a ver si vuelve el marido. Nada.

Un crujido, tal vez. Un camión o un autobús fuera, en la calle principal.

Por lo menos ahora está sentada.

Fuera ruge el motor de un coche. Quizá un tren, algo más lejos, aunque no son horas. Quizá lo ha imaginado, lo mismo que al marido.

Si al marido no lo ha imaginado, entonces hay un desconocido en su casa. Se obliga a ponerse de pie. Camina sin hacer ruido hasta la mesa del rincón, saca una silla y la lleva, despacio, muy despacio, hasta la puerta. Nunca ha hecho algo así, pero lo ha visto en muchas películas: encajas la silla y así atrancas la puerta, ¿no? La deja en el suelo y la coloca con el respaldo contra el picaporte. Necesita un par de intentos, pero al fin lo logra, atranca la puerta. Mira la silla, se sienta en el sofá para pensar en lo que va a hacer a continuación y se queda dormida.

2

Cuando se despierta, está menos borracha, pero se encuentra muchísimo peor.

En la habitación hay claridad, las rendijas de las contraventanas dejan pasar una luz cálida que lo baña todo de amarillo.

Se pone de pie. Lo consigue casi sin problemas. Mira a su alrededor. La silla que usó la noche anterior para hacer una barricada ha volcado y no obstruye en absoluto la puerta, que está entreabierta y deja pasar ruidos del resto de la casa: pisadas, un repiqueteo.

El marido.

No se encuentra en plena forma, pero coge su teléfono sin batería, endereza la silla y se asoma al distribuidor. El ruido procede de la cocina.

Cruza a toda prisa y de puntillas el distribuidor hasta el baño y se encierra allí. No sabe si vaciar la vejiga o vomitar; opta por priorizar lo segundo y se dobla sobre la taza y se abandona a las apremiantes arcadas.

Al momento se le van el dolor de cabeza y también las náuseas, dando paso a una bienvenida lucidez que, como bien sabe Lauren, durará como mucho veinte minutos, hasta que su cuerpo entienda que tiene importantes problemas que abordar. Va al lavabo, se enjuaga la boca con agua, la escupe y a continuación bebe. Se muere de ganas de lavarse los dientes, pero en la esquina del mueble del lavabo hay dos cepillos que no conoce, uno amarillo y otro verde. Así que toca dentífrico en el dedo.

Hacía bastante tiempo que no bebía tanto.

—¿Lauren? —Su marido la llama desde el otro lado de la puerta, muy cerca.

—… Sí —contesta Lauren—. Ahora mismo salgo.

—Voy a hacer el desayuno.

Mira a la puerta y espera a oír que se aleja, después se lava la cara, se limpia los últimos restos de purpurina y de rímel. Se quita la parte de arriba del pijama, se asea con una manopla: cara, hombros, debajo de los pechos, en las axilas. Ya se dará una ducha cuando solucione el misterio del marido.

La ropa de la noche anterior está en el cesto. El marido debió de entrar en el salón a cogerla mientras ella dormía. El vestido es de tintorería y no pinta nada en el cesto de la ropa sucia, pero debajo encuentra el sujetador que llevaba puesto y una camisa, también unos calzoncillos, un jersey gris que reconoce como propio y unos leggins que no. Se pone el sujetador, el jersey, cambia el pantalón de pijama por los leggins y se mira al espejo.

¿Corrector? ¿Rímel? No. No va a una cita: está intentando averiguar qué hace ese hombre en su casa. Está aseada…, más o menos, y eso es suficiente.

Descorre el pestillo.

El marido (chaqueta de punto, pantalones) está en la cocina, cuyas paredes no son del color amarillo que recuerda Lauren, sino del mismo azul que el rellano. Una tostadora (la de siempre), una máquina de café (nueva), una mesita con dos banquetas encajadas contra la pared (nuevas). Hay algo friéndose.

—¡Ha resucitado! —dice el marido cuando la ve—. Ten —añade y le da un café antes de volverse hacia la máquina para preparar otro—. El beicon ya está casi.

—Soy vegetariana —dice Lauren sin convicción.

—En las trincheras no hay ateos —dice el marido.

Hay un cargador enchufado en la pared, con el cable formando un lazo sobre la mesita. Lauren se sienta en la banqueta de la esquina y conecta su teléfono. El marido le hace un sándwich y se lo pone delante, en la mesa.

Si fuera un asesino, piensa Lauren, podría haberla asesinado la noche anterior. Esperar a la mañana para envenenarla con un sándwich de beicon sería un rodeo innecesario. Y, cuando lo muerde, el sándwich está buenísimo, rico de verdad: con los bordes crujientes, salado, mantecoso, con sensación a pan recién hecho y ese sabor intenso de la salsa HP. Ya antes de hacerse vegetariana, Lauren había empezado a evitar el cerdo; los cerdos tienen la inteligencia de un humano de tres años, según oyó decir una vez, el mismo día en que fue a la fiesta del tercer cumpleaños de su sobrino Caleb, y eso le bastó. Pero tirar ahora un sándwich a la basura no va a salvar a ningún cerdo. Y al cuarto o al quinto bocado, empieza a encontrarse algo mejor.

—Bueno —dice el marido sentándose frente a ella con otro sándwich para él—, ¿lo pasaste bien anoche?

Lo pasó de maravilla. Recuerda pintar macetas de cactus en un tallercito, después tomar unas copas mientras se secaban, seguido de una cena por todo lo alto, con karaoke, y cócteles, baile y más copas, también comer patatas fritas saladas y grasientas mientras Elena sacaba fotos de las dos posando con un fondo de azulejos de espejo de la tienda de pollo frito, cuyas luces prestaban un resplandor cálido a la noche cada vez más fresca. Recuerda a Elena prometiendo no abandonarla por una vida de persona casada que solo hace cosas de personas casadas: «Sabes que nunca lo haría». Recuerda subirse al segundo piso del autobús nocturno a Norwood y sentarse y mirar la luna imposiblemente enorme en el cielo. Recuerda contemplar Londres a través de las salpicaduras de llovizna estival por la ventana, los semáforos, los desconocidos, los locales de kebabs, el puente ancho y el largo viaje hacia las calles en las que la ciudad se relaja y desparrama en barrios residenciales.

Y a continuación: llegar a casa y encontrarse al marido.

—Sí —contesta. ¿Cómo se conversa con un marido?—. Y tú, ¿qué tal? ¿Qué hiciste?

—Fui a nadar. Ordené un poco. Ayudé a Toby a arreglar la ventana para que el casero no les diga nada.

Vale, piensa Lauren, así que conoce a Toby. El marido sigue hablando:

—Subí las cajas al desván, por fin. Igual hoy le doy una vuelta al huerto.

Suena de lo más hacendoso. Lauren no tiene huerto, pero quizá lo ha plantado él. El apartamento se ha convertido en uno de esos pasatiempos de «encuentra las diferencias»: más libros de cocina, la muesca en la pared de aquella vez en que abrió la puerta con demasiado ímpetu ha desaparecido, hay una lámpara que continúa torcida. La maceta que pintó ayer está en el alféizar, con el cactus un poco caído. El marido debió de cogerla del pie de las escaleras. La verdad es que parece buena persona.

Lo que no hace menos inquietante su presencia allí.

Apareció mientras ella no estaba. Si se va ahora, ¿es posible que en su ausencia todo vuelva a la normalidad?

—Voy… a dar un paseo. A ver si me despejo un poco.

—¿Quieres que te acompañe?

—No, no te preocupes.

Quizá está malinterpretando algo y, en cuanto le dé un poco el aire, todo cobre sentido.

Busca calcetines, zapatos, llaves. Vuelve a la cocina a coger su teléfono, que solo se ha cargado en un treinta por ciento. El marido mastica alegremente lo que le queda de sándwich. Lauren abre la nevera en busca de una Coca-Cola para la resaca, pero solo encuentra una lata de agua con sabor a uva. La coge.

Baja las escaleras y, ya en la calle, se vuelve a mirar la casa, las contraventanas nuevas.

El resto de la calle. Casas. Un contenedor vacío antes de llegar a la avenida principal, árboles y sus hojas verdes. Se aleja veinte pasos de la casa y gira la cabeza. Las contraventanas siguen ahí.

Al llegar a la esquina, ve la parada de autobús de la noche anterior. Así, a simple vista, parece la misma de siempre. Detrás, la gasolinera, y un grupo de adolescentes hablando todos a la vez, con sus bicicletas apoyadas contra la pared. Lauren cruza la calle, se sienta en el banco inclinado de la parada de autobús y saca el teléfono.

La pantalla de bloqueo sigue mostrando una fotografía de ella y el hombre, juntos, con el mar de fondo.

Toca la pantalla y le pide una contraseña. Quizá también esto ha cambiado, pero no, se desbloquea con la misma clave que lleva años usando.

Abre la aplicación de fotos y localiza las de la noche anterior. El trayecto en autobús, el restaurante de pollo frito, el bar, el otro bar, el taller de cerámica con todas las macetas en hilera, la de Elena con los dibujos romboides, la de Noemi con sus elegantes pollas entrelazadas. Vale. A continuación filtra para ver solo los selfis y repasa los del último año: hay algunos de ella sola, pero la mayoría son con el marido, guiñando los ojos en la claridad del sol. Retrocede un poco en el tiempo y el marido sigue allí, foto sí, foto no. Con barba. Sin barba. Los dos en un promontorio. Junto a un árbol. Delante de un cisne; el cisne nada hacia ellos, Lauren intenta darle de comer; al cisne no le hace demasiada gracia.

Levanta la cabeza, perpleja ante la imposibilidad de lo que está viendo, la cara de ese hombre contra un cielo soleado. Uno de los chicos de la gasolinera se ha puesto a dar patadas a una botella de plástico por la acera mientras el otro hace de portero. Un taxi se detiene junto a la acera y alguien se baja.

Comprueba los mensajes enviados: un montón de corazones a Elena, «TE QUIERO SÉ QUE VAS A SER MUY FELIZ» y una fotografía del reflejo de ambas en los azulejos de la tienda de pollo frito con el pie: «Que seamos tan guapas tiene que ser muy duro para el resto del mundo». En otro hilo, Lauren descubre que ha enviado un «VUELVO PRONTO TE VEO EN CAS PRONTO Y OYE HOLA PRONTO» a —sí, ¡por fin!— Michael.

El marido se llama Michael. Retrocede para leer mensajes anteriores.

Otro mensaje dirigido a él, este de dos días atrás: «Limones, detergente lavadora, gracias!».

Otro: la fotografía de una pera con unos enormes ojos saltones pegados.

Uno de él, de unos días atrás: «Llegando, te veo en 5 mins».

Cuando busca la palabra «Michael» en sus propios mensajes, descubre que lo menciona todo el rato y a todo el mundo: Michael está de viaje de trabajo, Michael está entrenando para la media maratón así que no pude venir al pub, Michael llevará panzanella a la barbacoa. Michael esto, Michael lo otro. Y nadie contesta con un: «¿Se puede saber quién es Michael?».

Bueno. Si sus amigos lo conocen, igual alguno podrá explicarle qué está pasando.

Encuentra a Toby en sus contactos; el marido lo mencionó y vive en el piso de abajo, debería saber qué ocurre. «Hola —le escribe—, estoy casada?».

La respuesta es casi inmediata: «Eso tengo entendido —escribe Toby—. Un chico alto, guapo de cara. Vive contigo. Ya sabes a quién me refiero».

«Vale pero cuándo nos casamos?».

La respuesta: «14 de abril. Es un concurso? He ganado?».

El 14 de abril. ¿De este año? Si es así, solo han pasado dos meses. En su carrete no hay fotografías de boda, pero busca en los mensajes y por fin encuentra uno enviado a su madre: «Aquí van las primeras; el resto nos las dará el fotógrafo dentro de uno o dos meses».

Y cuatro fotografías.

La primera es de grupo, la que vio en el salón. Ella con un vestido crema de manga larga, falda tres cuartos y vuelo, zapatos de tacón rosa, un ramo de flores rosa (no rosas, otras). Sin velo. El marido, Michael, con traje marrón oscuro. Su madre. Su hermana, Elena y una mujer que no conoce son damas de honor y visten distintos tonos de verde. Desconocidos: amigos del novio, sus familiares.

Siguiente fotografía: ella y su marido, bailando. Mirándose. Él sonríe; ella está seria.

La siguiente: firmando papeles.

Y la última: Michael y ella otra vez, besándose. Lauren se toca los labios. Los tiene secos.

De manera que ha habido boda.

Está casada. Tiene un marido esperándola en casa.

Como para confirmarlo, aparece un mensaje de él en la pantalla: «Si pasas por una tienda, puedes comprar una bombilla? De rosca, no de clavija».

Casi se le cae el teléfono; es como si la hubiera sorprendido espiándolo, pero se tranquiliza y contesta: «Claro». Es la respuesta lógica, ¿no?

Muy bien, ¿qué más? Primero busca «Michael» en su correo y encuentra un apellido: Michael Callebaut.

Así que al parecer se ha convertido en una Callebaut. Bueno. Es una subida de categoría respecto a Strickland.

Googlea al marido, pero hay un montón de Michael Callebaut, así que añade «Londres» y busca entre las imágenes. Dios, ¿lo reconocerá? Sí: ahí está mirando al frente, es un primer plano con un fondo de piedra.

La foto es de un estudio de arquitectura en cuya web aparece en mitad de la lista dentro del apartado «Quiénes somos». La página del estudio incluye fotografías de iglesias, una biblioteca, un auditorio en la City, un parque de atracciones. Lauren no sabe muy bien qué diseños son fotografías de cosas que han construido o simulaciones hechas por ordenador de proyectos imaginados.

¡Pero el caso es que es arquitecto! Qué trabajo tan perfecto para un marido. Ambicioso, pero concreto, artístico pero práctico, de un sector glamuroso pero sin problemas de drogas. No es extraño que haya arreglado la mella en la pared y plantado un huerto. Un momento, ¿es posible que ella tenga un trabajo distinto en este mundo nuevo? Lo comprueba y no: sigue siendo consultora de negocios para el Ayuntamiento, persuade a empresas de que se establezcan en Croydon y ayuda a nuevos residentes a emprender proyectos. Las anotaciones de su agenda están en color azul en lugar de verde, pero las reuniones son casi las mismas, quizá ordenadas de otra manera.

Aun así, son muchos cambios.

—Lauren Callebaut —dice en voz alta para oír qué tal suena.

Abre la lata de agua y da un sorbo. El sabor es metálico y desagradable, insípido y amargo a la vez, pero da otro trago. Quizá en esto consiste su nueva vida: en beber agua de uva.

Regresa a casa despacio, sin prisa, compra una bombilla en la gasolinera y remolonea, hace un alto en la esquina de su calle en un intento por dar una oportunidad a la normalidad para restablecerse; pero, cuando se acerca a la casa, comprueba que en el salón siguen las contraventanas que, desde el día anterior, sustituyen a las cortinas.

Está en la puerta: no. Todavía no. Rodea la casa, pasa junto a los cubos de basura hasta la parte trasera. Mira hacia el dormitorio y la cocina, en cuyo alféizar ve un jarrón de cerámica que no recuerda haber tenido nunca, lleno de cubiertos.

El jardín está algo cambiado. La mitad de Toby y Maryam, visible por encima de la valla baja, está como siempre, plantado con entusiasmo, pero no muy bien mantenido. Su mitad —suya y de Michael, supone— presenta un aspecto algo mejor que antes, con el huerto al fondo (muy minimalista, solo hay guisantes y una lechuga). A lo largo de la valla, una hilera de flores rosáceas. Junto al grifo exterior, un cuenco lleno hasta la mitad de bolas de pienso. ¿Así que tiene un gato? ¿Lo tiene Michael? ¿Es un gato de los dos?

«Cómo se llama mi gato?», pregunta a Toby.

También escribe a su hermana, Nat: «Una pregunta rápida, qué piensas de cómo va mi relación?». Y a Elena: «Te encontraste algo raro al volver a casa anoche?».

Nat la llama inmediatamente y, cuando Lauren contesta, descubre que es Caleb llamando desde el teléfono de su madre.

—¡Tía Lauren! —dice—. ¿Quieres oírme mientras hago kárate?

A continuación se oyen crujidos y un golpe sordo.

—Caleb —dice Lauren—. Caleb, ¿está mami contigo?

—¡No! ¡Está bañando a Magda! Voy a hacerte la patada otra vez.

A estas alturas, Lauren se conforma con hablar con cualquier adulto.

—¿Y mamá?

—¡No! ¡Dicen que bañar a Magda es trabajo de dos! ¿Has oído la patada?

Mira que quiere Lauren a este niño, pero no es el momento.

—Caleb, tengo que colgar. Devuélvele el teléfono a mami, ¿vale? Y dile que me llame. Me puedes mandar un vídeo de kárate, si quieres.

—¡Se lo digo si le dices al tío Michael que se ponga! —contesta Caleb—. El tío Michael siempre me hace caso.

Ajá. Es posible que Caleb pueda arrojar más luz de la que había supuesto a esta situación.

—Eso, Caleb. Cuéntame cosas del tío Michael.

—Le encanta que le enseñe mis patadas —contesta Caleb con convicción—. Su dinosaurio preferido es el triceratops y su pájaro preferido, el cisne.

—¿Y lo ves mucho?

—¡Es mi tío preferido!

—Caleb, ¿te acuerdas de la boda? ¿De cuando nos casamos el tío Michael y yo?

—Fue un rollo. Dile al tío Michael que me llame para hablar de patadas.

Lauren se queda mirando su teléfono.

—¿Estás bien? —pregunta Toby desde el otro lado de la valla.

Está en los escalones de su puerta trasera con el teléfono en la mano. Voz tranquila, enorme hoyuelo, camiseta holgada nada favorecedora. Menos mal que hay algo que no ha cambiado.

—Sí —contesta Lauren—, solo que… ayer no tenía marido. ¡Y ahora resulta que llevo meses casada! Con alguien a quien le gusta practicar patadas de kárate con mi sobrino. Lo que quiero decir es que tiene que ser una persona de lo más agradable.

—A mí me gusta.

A Toby siempre se le ha dado bien digerir las cosas. Durante los confinamientos, mientras Maryam estaba en el hospital, Lauren y él pasaron tiempo juntos en sus jardines respectivos, tomando tazas de té, charlando tranquilamente, y Toby siempre se había mostrado fiable, sereno, un consuelo entre tanta extrañeza. Ahora la reconforta expresar en voz alta lo que le está pasando.

—Es todo de lo más sorprendente —continúa—. Y al parecer tenemos un gato.

—Claro.

—¿Cómo se llama?

—Gladstone —dice Toby.

—¿Como el primer ministro?

—Sí, por las patillas, según tú.

Lauren está segura de no saber cómo eran las patillas de Gladstone. ¿Qué hizo Gladstone? ¿Cómo de racista era? ¿Tiene ella un gato políticamente incorrecto? Aunque quizá esa no sea la más apremiante de sus preocupaciones.

—¿Cuánto tiempo llevo con Michael?

—Espera, ¿no te acuerdas? ¿Estás…? ¿Te has hecho daño? ¿Quieres que vaya a buscar a Maryam?

—No, estoy perfectamente —dice ella—. No necesito un médico, era broma. No me hagas ni caso, no me pasa nada.

Ya delante de la casa, vuelve a vacilar. La puerta principal, el vestíbulo de suelo de baldosa, la puerta que lleva a su apartamento, las escaleras.

—Hola —prueba a decir y el marido asoma la cabeza y la mira desde el rellano.

—Bienvenida —dice—. ¿Te ha sentado bien el paseo?

—Sí —contesta Lauren—. Claro.

Sube las escaleras una a una.

—¿Has comprado la bombilla? —pregunta el marido.

—Ah. —Lauren rebusca en el bolso. Al llegar arriba, la saca—. Sí, toma.

Va a tener que contarle a alguien lo ocurrido, piensa. Es posible incluso que tenga que contárselo a este hombre, este marido. Pero antes necesita sentarse un momento.

—¿Te apetece una taza de té?

—Me encantaría —dice el marido—. Dame un segundo. La bombilla del desván estaba fundida cuando subí ayer, déjame cambiarla antes de que se me olvide.

—Ah —dice Lauren—. Vale.

Va a la cocina y deja al marido en el rellano, sacando la escalerilla, lo oye sacudirla cuando se queda enganchada, es como si llevara años viviendo allí. En la nevera se encuentra tres leches distintas: avena, anacardos, de vaca. Dios, ¿y si el marido toma el té sin leche? Al fin y al cabo, es arquitecto. Va a tener que preguntárselo, y, si lo encuentra raro, pues qué le vamos a hacer. Quizá eso dé pie a una conversación que aún no sabe cómo abordar.

—¿Quieres leche? —pregunta asomada al rellano con la taza azul en la mano.

—¿Qué? —dice un hombre completamente distinto que baja del desván.

3

El segundo hombre es aún más alto que el primero, y más robusto. Tiene pelo corto y las entradas de alguien que empieza a quedarse calvo, prematuramente y a su pesar, pero su aspecto es de lo más atractivo, con pómulos marcados, piel aceitunada y perfecta y una camiseta ajustada color verde oscuro.

—¡Anda! —dice Lauren mirándole la cara primero y los antebrazos después (¡qué antebrazos!).

Este hombre también lleva alianza.

—¿Es para mí? —pregunta el hombre señalando la taza con un gesto de la cabeza. Leve acento, ¿turco, quizá?

La taza que tiene Lauren en la mano es amarilla con rayas finitas negras.

—… ¿Sí?

—Genial —dice el hombre.

Tiene pestañas oscuras. Lauren no se mueve.

—¿Estás bien? —pregunta al cabo de un instante el innecesariamente guapo y tal vez turco marido y frunce sus cejas inmaculadas en signo de preocupación.

Lauren mira hacia el desván buscando a Michael, y a continuación se fija en el rellano. Las paredes —por lo general grises, recientemente azules— son ahora blancas. Da un paso atrás y se asoma al salón. La fotografía de boda ha desaparecido.

—Ya no tienes resaca, ¿verdad? —pregunta el hombre.

—No —miente Lauren y vuelve a concentrarse en él—. ¿Estabas en el desván?

—¿Qué? Sí, claro. Me has visto.

—¿Había alguien más allí?

—¿Dónde?

Lauren mira la abertura negra.

—Ahí arriba. ¿Está Mich…, había alguien en el desván?

—¿Te refieres a si había una ardilla? ¿Ratones? Creo que no. ¿Quieres que lo compruebe?

Tiene una mano en la escalerilla, y parece entre molesto y preocupado. La taza de té que sostiene Lauren sigue caliente.

—Sí —dice.

—¿Seguro que estás bien?

—Sí. Si puedes comprobarlo…, por favor.

El marido aprieta sus bonitos labios y empieza a subir por la escalerilla, hasta que sus pies descalzos (sin durezas, perfectamente formados) desaparecen de la vista de Lauren. Entonces hay un instante de movimiento y un resplandor procedente del desván, igual que un rayo de sol que traspasa la ventanilla de un tren, y un fuerte chisporroteo.

Un momento después, por la trampilla asoma una zapatilla azul peluda. Seguida de otra.

Huy.

El tercer marido es menos atractivo que los anteriores, con cabeza rectangular y nariz pálida quemada por el sol. Lleva el pelo castaño rojizo totalmente de punta. Lauren sigue con la taza en la mano (ahora es de color rosa). Le quema; se la recoloca. Las zapatillas del marido tienen motas moradas y garras negras y Lauren cree que pueden ser de Monstruos, S. A.

—Deberíamos hacer limpieza ahí arriba.

Por su voz, es posible que sea galés. Tira una bolsa al suelo y, sin esperar respuesta, sube otra vez, mete medio cuerpo en el desván y baja otra bolsa que ha debido de dejar junto a la trampilla, antes de desaparecer. Otro momento de resplandor, seguido de oscuridad, un sonido, un zumbido. Instantes después —y esta vez Lauren casi ni se sorprende— oye que la llama un marido nuevo. Habla con voz sonora y engolada, como de profesor universitario nervioso.

—Lauren, Lauren, mira lo que he encontrado. Qué cosa tan asombrosa. Es extraordinario.

Esta vez los pies que asoman están también al aire, lo mismo que las piernas y el asombrosamente redondo trasero blanco que aparece a continuación. Lauren se apresura a dar dos pasos atrás antes de que el dueño del trasero termine de bajar, se vuelva hacia ella y abra los brazos. El marido es de menor estatura que los otros y flaquísimo a excepción de las llamativas nalgas, tiene espinillas angulosas, costillas que sobresalen y un pene estrecho pero muy largo que ahora se señala con ambas manos.

—¡He encontrado un pene! —dice.

Lauren lo mira fijamente. Repara en que el hombre también lleva alianza. De hecho, es lo único que lleva.

—¿No te hace gracia? ¡Venga, estoy desnudo! —Cuando Lauren no reacciona, el marido espera un momento y lo repite, en el mismo tono entusiasta e informativo—: ¡Un pene!

Esta vez abre las manos a ambos lados, ¡tachán! Y menea las caderas para hacerlo oscilar.

Lauren sujeta mejor la taza, se prepara para tirarle té caliente al marido si se acerca.

—Podemos presentarlo a Cazatesoros —dice el marido con una risita—. Hermoso espécimen, bellamente confeccionado, en excelente estado de conservación y de longitud muy poco habitual.

Para ser justos, el pene es extraordinariamente largo.

Lauren se debate entre su deseo de asomarse al desván y el rechazo que le inspiran tanto el desván como el hombre desnudo. Lo resuelve no haciendo nada.

—Una pieza excepcional —añade el hombre, inasequible al desaliento—. ¿No? ¿Sigue sin hacerte gracia? Da igual, espera un momento. He encontrado otra cosa.

Vuelve al desván y, por suerte para Lauren, nunca llega a descubrir cuál era la segunda parte del chiste. En lugar de ello: el zumbido, la luz parpadeante y, treinta segundos después, baja un hombre completamente vestido con vaqueros y camiseta. Incluso lleva un delantal que, cuando se vuelve, dice: FEMINISTA Y ADEMÁS COCINERO. Lleva las puntas del pelo teñidas de rosa, algo que no acaba de convencer a Lauren, pero ya se ocupará del peinado cuando se haya ocupado del hombre.

—Nada —dice el marido—. No lo e

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