La casa de las miniaturas

Jessie Burton

Fragmento

9788415630920-4

«Saquead plata, saquead oro:

no hay fin de las riquezas y suntuosidad

de todo ajuar de codicia.»

Nahum 2, 9

«Y, saliendo del templo, le dice uno de sus discípulos:

“Maestro, mira qué piedras, y qué edificios.”

Y Jesús, respondiendo, le dijo: “¿Ves estos grandes edificios?

No quedará piedra sobre piedra que no sea derribada.”»

Marcos 13, 1-2

La Iglesia Vieja, Ámsterdam. Martes 14 de enero de 1687

El entierro debería haber sido una ceremonia íntima, ya que la difunta no tenía amigos. Sin embargo, en Ámsterdam las palabras son como el agua, inundan los oídos y ceden paso a la podredumbre, de modo que el rincón oriental de la iglesia está abarrotado. La mujer presencia la escena desde una silla del coro, sin que nadie la vea, mientras los miembros de los gremios y sus esposas se acercan a la tumba abierta como hormigas atraídas por la miel. Al poco rato aparecen los empleados de la VOC y los capitanes de navío, las regentas, los reposteros... y él, ataviado con el mismo sombrero de ala ancha. Intenta compadecerse de él. La compasión, a diferencia del odio, puede guardarse en un rinconcito y olvidarse.

El techo policromado de la iglesia (lo único que no demolieron los reformistas) pende sobre sus cabezas como el casco de un espléndido buque volcado. Es un espejo del alma de la ciudad; pintados en sus viejas vigas, Jesucristo en majestad sostiene la espada y el lirio, un barco de carga dorado rompe el oleaje, la Virgen descansa en una media luna. La mujer levanta la vieja misericordia de la silla contigua y sus dedos revolotean sobre la imagen proverbial tallada en la madera. El relieve representa a un hombre que caga una bolsa de monedas con una mueca de dolor. «¿Qué ha cambiado?», se pregunta la mujer.

Alguna cosa.

Hasta los muertos han hecho acto de presencia, bajo losas que ocultan cuerpo sobre cuerpo, huesos sobre polvo, todo amontonado bajo los pies de los asistentes al entierro. El suelo esconde mandíbulas de mujeres, la pelvis de un mercader, las costillas huecas de un noble entrado en carnes. Allí abajo hay cadáveres pequeñitos, algunos del tamaño de una hogaza de pan. Observa que los presentes apartan la mirada de esa tristeza condensada, evitan pisar todas las losas diminutas que ven, y lo comprende perfectamente.

En el centro de la muchedumbre, la mujer divisa lo que buscaba. La muchacha parece exhausta, desconsolada, ahí al borde del agujero. Apenas se fija en los ciudadanos que han acudido por curiosidad. El féretro empieza a avanzar por la nave; sus portadores lo mantienen en equilibrio sobre los hombros como si fuera la funda de un laúd. A juzgar por su gesto, podría pensarse que algunos de ellos tienen sus reservas sobre este entierro. «Será cosa de Pellicorne», supone. El mismo veneno de siempre inoculado por el oído.

Por lo general, las procesiones de este tipo siguen un orden estricto, con los burgomaestres a la cabeza y la gente de a pie detrás, pero hoy nadie se ha molestado. La mujer supone que jamás ha habido un cadáver así en ninguna de las casas del Señor de los confines de la ciudad, y disfruta de esa condición peculiar y desafiante. Fundada sobre la base del riesgo, Ámsterdam reclama ahora seguridad, un paso ordenado por la vida, salvaguardando el bienestar que el dinero otorga con una mansa obediencia. «Tendría que haberme ido antes de que llegara este día —piensa—. La muerte se ha acercado demasiado.»

El círculo se deshace al abrirse paso los hombres que portan el féretro. Cuando lo bajan al hoyo, sin ceremonia, la muchacha se aproxima. Deja caer un ramillete de flores en la oscuridad, y un estornino bate las alas y asciende por la pared encalada de la iglesia. Se vuelven algunas cabezas, distraídas, pero ella no se inmuta, y tampoco la mujer del coro: ambas observan el arco de pétalos mientras Pellicorne entona su última plegaria.

Los portadores del féretro colocan la nueva losa en su sitio y una criada se arrodilla junto a las tinieblas que están a punto de desaparecer. Empieza a sollozar y, cuando la muchacha exhausta no hace nada para poner coto a esas lágrimas, hay quien detecta y desaprueba tal falta de dignidad y de orden. Dos mujeres vestidas de seda hablan entre susurros cerca del coro.

—Estamos aquí precisamente por comportamientos como ése —murmura una.

—Si actúan así en público, de puertas adentro deben de ser como animales salvajes —responde su amiga.

—Cierto. Pero ¿qué no daría yo por verlo por un agujerito? Ay.

Las comadres contienen la risa y, en el coro, la mujer se da cuenta de que los nudillos se le han puesto blancos de agarrar con tanta fuerza la misericordia con su moraleja tallada.

Una vez sellado de nuevo el suelo de la iglesia, el círculo se dispersa por completo. Los muertos están a raya. La muchacha, como una santa caída de una vidriera de la iglesia, saluda a los hipócritas que han acudido sin invitación y que emprenden su cháchara mientras salen hacia las tortuosas calles de la ciudad. Los siguen al fin la joven y su criada, que avanzan en silencio por la nave, agarradas del brazo, hasta llegar al exterior. La mayor parte de los hombres regresará a sus escritorios y sus mostradores, porque mantener Ámsterdam a flote requiere un trabajo constante. «El esfuerzo nos dio la gloria —suele decirse—, pero la indolencia nos hundirá en el mar.» Y últimamente las aguas parecen acercarse mucho.

Vacía ya la iglesia, la mujer sale del coro. Aprieta el paso, pues no quiere que la descubran.

—Las cosas pueden cambiar —dice, y su voz retumba en las paredes.

Cuando encuentra la losa recién colocada comprueba que se ha hecho a toda prisa. El granito está todavía algo más caliente que el de las demás tumbas; aún hay polvo en las palabras cinceladas. Que todo lo sucedido sea realidad resulta increíble.

Se arrodilla y mete la mano en el bolsillo para concluir su labor. Ésta es su plegaria, una casa en miniatura tan pequeña que cabe en la palma de la mano, nueve habitaciones y cinco figuras humanas talladas en su interior, un trabajo delicadísimo, tallado en una carrera contra el tiempo. Deposita la ofrenda con delicadeza en el lugar que desde el principio le había atribuido, bendiciendo el frío granito con dedos curtidos.

Luego abre la puerta de la iglesia y busca instintivamente el sombrero de ala ancha, la capa de Pellicorne, a las mujeres vestidas de seda. Todos han desaparecido y podría encontrarse a solas en el mundo si no fuera por el ruido del estornino atrapado. Tiene que marcharse ya, pero por un instante deja la puerta abierta para el pájaro, que, pese a detectar su esfuerzo, revolotea hasta detrás del púlpito.

Cierra entonces la puerta y da la espalda al fresco interior para volverse hacia el sol, que recorre los canales concéntricos en dirección al mar. «Estornino —piensa—, si crees que en este edificio estás a salvo, no seré yo quien te libere.»

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