Uno más uno

Jojo Moyes

Fragmento

JESS

Jess Thomas y Nathalie Benson se dejaron caer en los asientos de su furgoneta, estacionada a suficiente distancia de la casa de Nathalie como para que no pudieran verlas desde dentro. Nathalie estaba fumando. Lo había dejado por cuarta vez hacía seis semanas.

—Ochenta libras semanales, aseguradas. Y la paga extra. —Nathalie dejó escapar un grito—. Maldita sea. La verdad es que me entran ganas de conocer a la fulana propietaria del maldito pendiente y estampárselo por hacernos perder el trabajo.

—A lo mejor no sabía que estaba casado.
—Sí que lo sabía. —Antes de conocer a Dean, Nathalie había estado dos años con un hombre que resultó tener no una, sino dos familias en la otra punta de Southampton—. Ningún hombre soltero tiene almohadones a juego encima de la cama.

—Neil Brewster sí —dijo Jess.

Uno más uno —La colección de música de Neil Brewster es un sesenta y siete por ciento Judy Garland y un treinta y tres por ciento Pet Shop Boys.

Llevaban limpiando juntas todos los días laborables desde hacía cuatro años, desde que el Beachfront Holiday Park quedó convertido en un paraíso truncado, salpicado de solares edificables. Desde que los promotores prometieron la entrada libre a la piscina a las familias de la localidad y convencieron a todo el mundo de que una gran urbanización de alto nivel reportaría beneficios para la pequeña población costera, en vez de quitarle lo que le quedaba de vida. En el lateral de su pequeña furgoneta blanca estaba pintado el desvaído rótulo «Servicios de Limpieza Benson & Thomas». Nathalie había añadido debajo: «¿Algo sucio? ¿Podemos serle útiles?», hasta que Jess le hizo ver que durante dos meses la mitad de las llamadas que habían recibido no habían tenido nada que ver con la limpieza.

Ahora casi todo el trabajo se concentraba en la urbanización de Beachfront. En la ciudad nadie tenía dinero —ni ganas— para contratar a una limpiadora, salvo los médicos, el notario y alguna que otra clienta como la señora Humphrey, cuya artritis le impedía limpiar ella misma. Por un lado era un buen trabajo. Trabajabas para ti, te organizabas los horarios, la mayor parte de las veces elegías y decidías quiénes eran tus clientes. El lado negativo, curiosamente, no eran los clientes chungos (y siempre había al menos un cliente chungo) o que fregar retretes ajenos te dejara con la sensación de estar un escalón por debajo de lo que habías previsto en la escala social. A Jess no le importaba sacar bolas de pelo ajenas de los sumideros ni que la mayoría de quienes alquilaban casas de vacaciones parecieran sentirse en la obligación de vivir como cerdos durante una semana.

Lo que no le gustaba era acabar averiguando mucho más de lo deseable sobre las vidas de los demás.

Jess podía hablar de las compras compulsivas secretas de la señora Eldridge: las facturas de zapatos de diseño almacenadas en la papelera del cuarto de baño y las bolsas de ropa sin estrenar, con las etiquetas todavía puestas, en el armario. Podía contar que Lena Thompson llevaba cuatro años intentando quedarse embarazada y solía hacerse dos pruebas de embarazo al mes (según los rumores, sin quitarse los pantis). Podía contar que el señor Mitchell, el de la casa grande detrás de la iglesia, ganaba un salario de seis cifras (dejaba las nóminas en la mesa de la sala; Nathalie juraba que lo hacía a propósito) y que su hija fumaba secretamente en el cuarto de baño.

Si le diera por ahí, podría haber hablado de las mujeres que salían con un aspecto inmaculado, el pelo arreglado, las uñas pintadas, levemente perfumadas con fragancias caras, a quienes les daba igual dejar a la vista las bragas sucias en el suelo; o de los adolescentes cuyas toallas tiesas ella se negaba a recoger sin unas tenacillas. Había matrimonios que dormían todas las noches en camas separadas, y, cuando las esposas le pedían que cambiara las sábanas de las habitaciones de invitados, insistían con vehemencia en que «últimamente habían tenido montones de invitados»; y de retretes que exigían máscara de gas y una placa de alerta por sustancias tóxicas.

Y luego, de vez en cuando, te topabas con una buena clienta como Lisa Ritter, te ponías a pasarle el aspirador por el suelo y te encontrabas con un pendiente de diamantes y un montón de información que no te hacía ninguna falta saber.

—Probablemente es de mi hija, de cuando vino a casa la última vez —había dicho Lisa Ritter con voz algo temblorosa por el mal trago, mientras sostenía el pendiente en la mano—. Tiene unos iguales que este.

—Por supuesto —había replicado Jess—. Probablemente le hayan dado con el pie y fue a parar a su dormitorio.

Uno más uno

O ha llegado en el zapato de alguien. Sabíamos que sería algo de eso. Lo siento. De haber sabido que no era suyo, nunca la hubiera molestado por esto.

Y en ese preciso momento, al girarse la señora Ritter y alejarse, había comprendido que acababan de perder una clienta. Nadie te da las gracias por repartir malas noticias a domicilio.

Al final de la calle un niño aún con pañales cayó al suelo como un árbol talado y, tras un breve silencio, se oyó un alarido. La madre, con ambos brazos cargados de bolsas de la compra en perfecto equilibrio, se detuvo y lo miró fijamente con muda desesperación.

—Fíjate, ya oíste lo que dijo la semana pasada, que prescindiría de su peluquera antes que de nosotras.

Nathalie puso cara de decir que Jess vería algo positivo incluso en un apocalipsis nuclear.

—Antes que de «las limpiadoras». Eso es distinto. A ella no le importa si se trata de nosotras, de Limpiarrápido o de las Chicas de la Mopa. —Nathalie meneó la cabeza—. En absoluto. A partir de ahora, para ella siempre seremos las limpiadoras que sabemos la verdad sobre que su marido la engaña. Para mujeres como ella es importante. Hay que guardar las apariencias, ¿no?

La madre dejó las bolsas en el suelo y se agachó para coger en brazos al niño.

Jess puso los pies descalzos en el salpicadero y escondió la cara entre las manos.

—Mierda. ¿Cómo vamos a compensar este dinero, Nat? Era nuestro mejor trabajo.

—La casa estaba impecable. En realidad solo había que darle un repaso dos veces por semana.

Nathalie miró por la ventanilla.

—Y siempre pagaba puntualmente.

Jess seguía contemplando el pendiente de diamantes. ¿Por qué no habían pasado de él? Habría sido mejor haberlo robado.

—Vale, nos ha echado. Vamos a cambiar de tema, Nat. No puedo ponerme a llorar antes de entrar a trabajar en el pub.

—Entonces, ¿te ha llamado Marty esta semana?

—No me refería a cambiar a ese tema.

—Bueno, ¿ha telefoneado?

—Sí. —Jess suspiró.

—¿Te ha dicho por qué no te llamó la semana pasada? —Nathalie quitó los pies de Jess del salpicadero.

—No. —Jess notó sus ojos clavados en ella—. Y no, no ha enviado el dinero.

—Oh, vamos. Tienes que hacer que la Agencia de Protección de Menores le obligue. No puedes seguir así. Debe enviar dinero a sus hijos.

Era una discusión eterna.

—Todavía…, todavía no está bien —dijo Jess—. No puedo agobiarlo. Todavía no ha encontrado trabajo.

—Bueno, ahora vas a necesitar más dinero. Hasta que encontremos otro trabajo como el de Lisa Ritter. ¿Cómo está Nicky?

—Oh, fui a casa de Jason Fisher para hablar con su madre. —Lo dirás en broma. Me pone los pelos de punt

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