La luz que perdimos

Jill Santopolo

Fragmento

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1

Hay objetos que nos transmiten la sensación de haber sido testigos mudos de la historia. En tiempos imaginaba que la mesa de madera alrededor de la que nos sentábamos para el seminario de Kramer sobre Shakespeare en nuestro último curso de carrera era tan vieja como la propia Universidad de Columbia, que llevaba en aquella aula desde 1754, que su borde se había ido alisando por el desgaste de siglos de estudiantes similares a nosotros, lo cual era imposible, por supuesto. Pero eso era lo que yo me figuraba. Me imaginaba a los estudiantes que se habían sentado allí durante la Guerra de Independencia, la Guerra Civil, las dos guerras mundiales, Corea, Vietnam y la Guerra del Golfo.

Tiene gracia, si me preguntases quién más había aquel día, creo que sería incapaz de responderte. Antes podía visualizar nítidamente la cara de todos. Pero, trece años después, solo te recuerdo a ti y al profesor Kramer. Ni siquiera me acuerdo de cómo se llamaba la ayudante que entró corriendo, tarde. Más tarde incluso que tú.

Kramer acababa de pasar lista cuando asomaste por la puerta. Me sonreíste, una aparición fugaz de tu hoyuelo en la mejilla, mientras te quitabas rápidamente la gorra de los Diamondbacks y te la guardabas en el bolsillo de atrás. Tus ojos se posaron enseguida en la silla vacía que había a mi lado y, acto seguido, te posaste tú.

—¿Y usted es…? —preguntó Kramer mientras sacabas de la mochila un cuaderno y un boli.

—Gabe —respondiste—. Gabriel Samson.

Kramer puso una marquita junto a tu nombre en la lista que tenía delante, en la mesa.

—Que en lo que queda de trimestre pueda ponerle siempre «Puntual», Samson —te conminó el profesor—. La clase empieza a las nueve. Mejor, que pueda ponerle «Antes de hora».

Tú respondiste moviendo la cabeza en señal de afirmación y Kramer comenzó a hablar de los temas presentes en Julio César.

—«Nosotros, en la cúspide, estamos expuestos al reflujo —leyó en voz alta—. Existe una marea en los asuntos humanos que, tomada en pleamar, conduce a la fortuna; pero, omitida, todo el viaje de la vida queda atravesado de escollos y desgracias. En la pleamar flotamos ahora, y debemos aprovechar la corriente cuando es favorable, o perder nuestro cargamento». Confío en que todos habrán leído el texto. ¿Quién sabría explicarme qué quiere decir Bruto sobre el destino y el libre albedrío en este pasaje?

Siempre recordaré aquel fragmento porque desde ese día me he preguntado una y mil veces si tú y yo estábamos destinados a conocernos en el seminario de Kramer sobre Shakespeare. Si es cosa del destino o decisión nuestra haber seguido conectados todos estos años. O las dos cosas a la vez, pues aprovechamos la corriente cuando era favorable.

Cuando Kramer guardó silencio, unos cuantos repasaron el texto en sus respectivos libros o apuntes. Tú te pasaste los dedos entre los rizos y, al soltarlos, volvieron como muelles a su sitio.

—Bueno —respondiste, y todos hicieron como yo: se quedaron mirándote.

Pero no pudiste terminar.

La ayudante del profesor cuyo nombre soy incapaz de recordar irrumpió apresuradamente en el aula.

—Perdón por el retraso —dijo—. Un avión se ha estrellado contra una de las Torres Gemelas. Lo han dicho en televisión justo cuando salía para venir a clase.

Nadie entendió la trascendencia de lo que acababa de decir, ni siquiera ella misma.

—¿Iba borracho el piloto? —preguntó Kramer.

—Pues no lo sé —respondió la ayudante, sentándose en una de las sillas—. Esperé un poco pero los presentadores no tenían ni idea de lo que estaba pasando. Dijeron que había sido alguna especie de avioneta.

Si hubiese sucedido en la actualidad, todos nuestros móviles se habrían puesto inmediatamente a echar humo con la noticia. Avisos de Twitter y de Facebook, notificaciones automáticas del New York Times. Pero en esos días las comunicaciones no eran instantáneas aún y a Shakespeare no se le interrumpía. Restamos importancia a la noticia encogiéndonos de hombros y Kramer prosiguió su exposición sobre Julio César. Mientras tomaba apuntes, vi que los dedos de tu mano derecha frotaban, sin darte cuenta, el dibujo de vetas de la madera de la mesa. Dibujé en mi cuaderno tu dedo pulgar con su uña mordida y la cutícula despellejada. Todavía conservo el cuaderno en alguna parte; en una caja llena de apuntes de Literatura, Humanidades y Civilizaciones Contemporáneas. Allí seguirá, seguro.

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2

Nunca olvidaré nuestra conversación al salir del edificio de Filosofía; aunque las palabras en sí no tuvieran nada de especial, la tengo grabada a fuego en mi memoria como parte de aquel día. Habíamos empezado a bajar juntos la escalera. Bueno, juntos exactamente no, pero cerca. Hacía un día claro, con el cielo azul y… todo había cambiado. Solo que aún no lo sabíamos.

A nuestro alrededor, la gente comentaba: «¡Se han caído las Torres Gemelas!», «¡Se han suspendido las clases en los colegios!», «Yo quiero donar sangre. ¿Sabéis dónde se puede donar sangre?».

Me volví hacia ti.

—¿Qué ha pasado?

—Vivo en el East Campus —dijiste, señalando hacia la residencia de estudiantes—. Vayamos a averiguarlo. Te llamas Lucy, ¿verdad? ¿Dónde vives?

—En el Hogan —contesté—. Y sí, me llamo Lucy.

—Encantado, Lucy. Yo soy Gabriel. —Me tendiste la mano. En medio de todo el follón, te la estreché y, sin soltarla, levanté la cara para mirarte a los ojos. Tu hoyuelo volvió a aparecer. El azul de tus ojos brilló. Fue entonces cuando pensé por primera vez: «Qué guapo».

Fuimos a tu estudio de la residencia de estudiantes a ver la tele con tus compañeros, Adam, Scott y Justin. La pantalla escupía una sucesión de imágenes en bucle: personas tirándose en picado desde los edificios, montañas chamuscadas de escombros lanzando señales de humo al cielo y las torres derrumbándose. Nos quedamos como alelados ante la devastación. Contemplamos las escenas, incapaces de conectar las noticias con nuestra realidad. No terminábamos de asimilar que aquello estaba pasando en nuestra ciudad, a diez kilómetros de donde estábamos sentados, y que se trataba de personas de carne y hueso. O por lo menos yo no lo asimilaba. Me parecía un suceso remoto.

Los móviles no nos funcionaban. Tú recurriste al teléfono de la residencia para decirle a tu madre, que vivía en Arizona, que estabas bien. Yo telefoneé a mis padres en Connecticut, que me pidieron que volviese a casa. La hija de un conocido trabajaba en el World

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