La primera estrella de la noche

Susan Elizabeth Phillips

Fragmento

Capítulo 1

1

La ciudad era suya. Cooper Graham poseía esa ciudad, y el mundo era perfecto. Al menos eso era lo que se decía a sí mismo.

Una morena con voz de gatita sexy se arrodilló ante él y le rozó el muslo desnudo con su larga melena oscura.

—Esto es para que no te olvides de mí —ronroneó ella.

La punta del rotulador Sharpie le hizo cosquillas en la cara interna del muslo mientras miraba la parte superior de la cabeza de la chica.

—¿Cómo iba a olvidarme de una mujer tan hermosa como tú?

—Será mejor que no lo hagas. —La vio apretar los labios contra el número de teléfono que había escrito con tinta negra en su pierna. Tardaría una eternidad en conseguir que desaparecieran aquellas cifras, pero apreciaba a sus admiradores; por eso no la había apartado.

—Lamento no poder quedarme a charlar contigo —le dijo educadamente a la joven mientras la ayudaba a levantarse—, pero tengo que seguir entrenando.

Ella llevó las manos con reverencia a los lugares que él había tocado.

—Puedes llamarme en cualquier momento del día o de la noche.

Coop le brindó una sonrisa mecánica antes de seguir trotando por la ruta pavimentada que recorría la costa del lago Michigan por debajo del magnífico skyline de Chicago. Era el hombre más afortunado del planeta, ¿verdad? Claro que sí. Todo el mundo quería ser su amigo, su confidente, su amante... Incluso los extranjeros sabían quién era. Berlín, Nueva Delhi, Osaka... Daba igual. No había nadie que no conociera a Cooper Graham.

Dejó los embarcaderos de Burnham Harbor a la derecha. Era septiembre, por lo que los barcos saldrían pronto del lago pero, por el momento, se balanceaban anclados a los muelles. Aceleró el paso, asegurándose de que sus zapatillas de correr botaban sobre el camino frente al lago con un ritmo perfecto. La coleta rubia de una mujer se balanceaba delante de él en la pista de running. Piernas fuertes. Buen culo. Desafío cero. La adelantó sin alterar su suave cadencia.

Era un buen día para ser Cooper Graham, aunque todos los días lo eran. Se podía preguntar a cualquiera. La bandada de gaviotas que sobrevolaba la costa de Chicago bajaba las alas en su honor. Las hojas de los gigantescos robles que daban sombra al sendero se agitaban como si estuvieran aplaudiéndole de forma frenética. Incluso los pitidos de los taxistas que iban a la carrera por Lake Shore Drive lo alentaban. Adoraba esa ciudad, y ella lo adoraba a él.

El hombre que corría delante de él poseía la fisonomía de un atleta y avanzaba a buen ritmo.

Aunque no lo suficiente.

Le adelantó. Aquel tipo no aparentaba ni treinta años; Coop tenía treinta y siete y su cuerpo estaba un tanto deteriorado tras una larga carrera como jugador de fútbol americano, pero no lo suficiente como para dejar que nadie le superara. Cooper Graham había hecho el draft con los Oklahoma State, donde lo habían fichado los ojeadores de Houston. Tras ocho años como quarterback titular en los Miami Dolphins, se había convertido en el fichaje millonario de los todopoderosos Chicago Stars, a los que, después de tres temporadas, había impulsado a ganar el anillo de diamantes de la Super Bowl. Una vez que tuvo en su dedo aquel ansiado trofeo, hizo lo más inteligente y se retiró cuando todavía seguía en lo más alto. Y era lo mejor que había podido hacer: abandonar el juego antes de convertirse en uno de esos patéticos deportistas que trataban de aferrarse de forma desesperada a sus días de gloria.

—¡Hola, Coop! —le saludó un corredor que se acercaba en dirección contraria—. Los Stars van a echarte de menos este año.

Coop le devolvió el saludo poniendo el pulgar hacia arriba.

Los tres años que había estado con los Stars habían sido los mejores de su vida. Era posible que sus raíces estuvieran en las tierras de Oklahoma, podía haber madurado en Miami, pero había sido en Chicago donde había demostrado su valía. El resto era historia del fútbol americano.

—¡Coop! —La preciosa morena que venía directa hacia él apenas logró mantener el equilibrio cuando lo reconoció.

Él le ofreció su sonrisa para fans.

—Hola, cariño. Estás muy bien.

—No tanto como tú.

Su cuerpo había sufrido duros golpes en los últimos años, sin embargo seguía siendo fuerte, con los mismos reflejos rápidos y la actitud ganadora que había llamado la atención durante su época universitaria. Y la atención que recibía entonces solo se había hecho más intensa con el paso de los años. Era posible que se hubiera retirado del fútbol profesional, pero eso no quería decir que su juego no fuera el mejor, aunque ahora lo desarrollaba en un nuevo campo, uno que estaba decidido a conquistar.

Corrió dos kilómetros. Y dos más. Solo los ciclistas eran más rápidos que él. Los demás eran sus cortesanos, despejando el camino para que él lo disfrutara esa tarde de septiembre. Nadie podía igualarlo, ni los jóvenes brokers que movían la bolsa de Chicago ni las ratas de gimnasio llenas de tatuajes que presumían de bíceps.

Superó con éxito dos kilómetros más y un corredor fue capaz de seguir finalmente su ritmo. Era joven. Quizás universitario. Se sintió provocado y aceptó el reto. Nadie le superaba. Y eso era todo.

El joven lo miró de reojo y, cuando vio quién estaba junto a él, casi se le salieron los ojos de las órbitas. Coop apretó los dientes y siguió corriendo, dejándolo atrás.

«¿Viejo yo? Ni hablar.»

Oyó unas pisadas a su espalda. Otra vez el mismo muchacho, que se puso a su altura como si quisiera pavonearse.

«Hoy me encontré a Coop Graham haciendo footing y le di una buena lección.»

«Olvídalo, nene. Eso no va a pasar.»

Aceleró. No era de esos jugadores idiotas que se creían que los Stars habían ganado el anillo de la Super Bowl gracias a él, pero era plenamente consciente de que no podrían haberlo hecho sin su ayuda. Y eso era así porque, por encima de todo, era un ganador nato.

Ahí estaba de nuevo aquel joven. Era alto y flaco. Con piernas y brazos como palillos, demasiado largos para su cuerpo. Debía de tener quince años menos que él, pero eso no era una excusa, así que apuró el paso. Cualquiera que dijera que ganar no lo era todo es que estaba loco. Ganar era lo único importante, y cada una de las veces que había perdido había sido tóxica para él. Sin embargo, no importaba lo mucho que perder le hiciera hervir por dentro, siempre se conducía como un deportista modélico: autocrítico, galante al elogiar al adversario, sin quejarse por los insultos, los compañeros de equipo, los ineptos o las lesiones. No importaba lo amargos que fueran sus pensamientos, cada palabra venenosa moría en su boca, jamás la dejaba salir. Los lloriqueos era lo que distinguía a los auténticos perdedores. Pero, ¡joder!, odiaba perder. Y no iba a ocurrir en ese momento.

El

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