Detrás de la máscara (Whitechapel 1)

Adriana Rubens

Fragmento

Contents
Contenido
Dedicatoria
Prólogo
1
2
3
4
5
6
7
8
9
10
11
12
13
14
15
16
17
18
19
20
21
22
23
24
25
26
27
28
29
30
31
32
33
34
35
36
37
38
Epílogo
Agradecimientos
mascara

  

  

  

A mi madre..., porque gracias a ti descubrí 

el maravilloso mundo de la novela romántica. 

  

A mis hijos..., porque mis palabras 

se alimentan de vuestros besos y abrazos. 

  

Y a mi marido..., ¡Bazinga! 

mascara-1

Prólogo

  

  

Londres, 1877 

—Señora, ¿qué ciudad es esta?

Kathleen Anne Sweeney miraba asombrada por la ventanilla del carruaje en el que viajaban desde hacía media hora.

—Kathleen, ya te he dicho que debes llamarme tía Heather —suspiró con paciencia la mujer que la acompañaba.

Como Kathy acababa de conocerla, le costaba asimilar que aquella deslumbrante mujer tuviera algo que ver con ella.

—Perdón, señ..., tía Heather.

Su tía sonrió complacida y el carruaje pareció iluminarse. En sus ocho años de vida, Kathy nunca había visto a una mujer tan bella y elegante, y eso que había visto a muchas mujeres refinadas. Su amiga Patty y ella iban a veces a vender flores o cerillas en Covent Garden y veían a verdaderas damas, de esas que tenían título aristocrático, lucir sus mejores joyas y vestidos para la ópera o el teatro.

Para Kathy, su tía era inigualable. Parecía brillar con luz propia, con ese cutis tan blanco y ese cabello cobrizo que reflejaba los rayos del sol con cada movimiento. Su ropa era de un tejido tan suave que sus manos insistían en acariciarla a hurtadillas, a pesar de que su tía le había advertido, varias veces, que no era correcto.

—Seguimos en Londres —explicó Heather, contestando a su pregunta inicial—. Esto es Kensington.

«Pues no parece Londres», pensó Kathleen extrañada.

O al menos el Londres que ella conocía. Las calles no olían a orín o cosas peores. No se veían callejones oscuros, llenos de inmundicias, donde las cucarachas campaban a sus anchas.

El mundo de Kathleen estaba plagado de cucarachas.

Cucarachas enormes como ratas.

Ratas grandes como gatos.

Gatos tan gordos que parecían cerdos.

Personas que olían peor que los cerdos.

Eso resumía a la mayoría de los habitantes de Whitechapel.

Hasta entonces había vivido en aquel mísero barrio, en una pequeña habitación de la calle Star, junto a su madre. Pero ella ya no estaba.

Kathy absorbió con la mirada la interminable sucesión de mansiones, jardines y parques que se veían por la ventanilla. La gente paseaba con tranquilidad, disfrutando del sol veraniego. Las damas, protegidas por primorosas sombrillas, iban escoltadas por elegantes caballeros con sombrero. Los niños corrían felices, dejando a su paso una estela de risas.

Sin preocupaciones. Sin miedo.

Eso era impensable en el lugar de donde procedía. En Whitechapel reinaba el temor. Miedo a pasar hambre, a que el estómago rugiera por falta de alimento; miedo a las enfermedades, a las muchas epidemias que asolaban sus calles por falta de higiene; miedo a la oscuridad, porque en ella se escondía toda clase de monstruos en forma de hombres que violaban, robaban y mataban sin pensárselo dos veces.

—¿Ande vamos?

—Se dice adónde vamos —corrigió la mujer, recalcando bien las palabras—, y la respuesta es: a tu nuevo hogar.

—¿Me vas a llevar a tu casa?

—Por Dios, no —exclamó, mirándola con horror y sorpresa—. Mi casa no es un lugar adecuado para una niña —explicó, un tanto incómoda—. Te voy a llevar a un internado para señoritas y ahí aprenderás todo lo necesario para llegar a ser toda una dama.

—¿Como usté? —preguntó Kathleen, ilusionada—. Porque a mí me encantaría convertirme en una dama como usté.

—Usted —rectificó su tía con paciencia y una sonrisa complacida.

Parecía que la declaración de Kathy había sido de su agrado, porque le acarició los rizos rubios mientras continuaba hablando.

—Sí, te convertirás en toda una dama como yo —musitó, pensativa—. ¿Sabes? Te pareces mucho a mí cuando era pequeña, aunque con el pelo rubio y esos ojos índigo tan peculiares.

—Pero tengo los ojos azul oscuro, no íñigo —aclaró Kathy, confundida.

—Esa tonalidad de azul se llama índigo —explicó Heather, y soltó una carcajada musical como una campanilla—, y tienes suerte de no parecerte a tu madre. Tenía un pelo zanahoria y unos ojos marrones de lo más vulgar. Anne era una mujer corriente, del montón.

Kathleen se revolvió en el asiento, molesta por la crítica de su madre pero reacia a demostrarlo. Se concentró en mirar por la ventanilla, sumida en sus pensamientos.

Para ella, su madre no era ni vulgar ni corriente; todo lo contrario. Había sido una mujer fuerte, cariñosa y amable, que la había cuidado tan bien como había podido dadas sus circunstancias, y habría seguido ocupándose de ella si no hubiese sucumbido a la enfermedad. Cuando ya se encontraba demasiado débil para salir de casa, Kathy se había hecho cargo de todo. A fin de cuentas, siempre se habían cuidado mutuamente. Hasta el final.

Kathleen no era tonta. En un barrio como Whitechapel, los tontos no duraban mucho. Su madre se ganaba la vida cosiendo, pero no siempre tenía encargos para salir adelante. Sabía lo que se había visto obligada a hacer en ocasiones pa

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos