Ni dulce ni amargo

Sarina Bowen

Fragmento

Capítulo 1

1

Tuxbury, Vermont

Griffin

—¿Griffin?

Mi madre estaba sentada frente a mí a la gran mesa de la granja mientras yo masticaba el último pedazo de su beicon ahumado con leña de manzano.

Mi jornalero y yo ya nos habíamos comido las tortillas de queso cheddar de Vermont y el pan casero con mantequilla de leche de nuestras vacas.

Había sido un desayuno estupendo, pero lo que mi madre dijo a continuación fue incluso mejor.

—He buscado a alguien para que os ayude esta temporada.

Me quedé con la taza de café a medio camino de la boca.

—¿De verdad?

—Eso es. Empieza hoy.

—No lo dirás en serio.

Siempre andábamos cortos de personal en esta época del año en que la hierba crecía tan rápido que casi la veías estirarse y los insectos libraban una guerra sin cuartel contra mis manzanos.

Todavía no habían dado las nueve, pero el peón y yo llevábamos horas trabajando. Al amanecer habíamos ordeñado unas cuantas docenas de vacas de dos establos. Solo habíamos vuelto a la casa para tomar un buen desayuno tras el ordeño, pero teníamos que volver al tajo. Durante las siguientes ocho horas teníamos por delante una lista de proyectos y reparaciones tan larga y apretada que llegaba al quinto pino.

La promesa de mi madre de otro empleado era música para mis oídos. Dejé la taza en la mesa y la miré a los ojos; cuando vi su expresión, inusualmente indefinida, sentí la primera punzada de preocupación. Quizá no iba a gustarme enterarme de a quién había contratado.

—Anoche llamó Angelo —dijo.

«Maldita sea.» Ya sabía de qué iba la cosa. Angelo era un hombre encantador, parroquiano de nuestra iglesia católica, situada a un par de pueblos de distancia, en Colebury. También era agente de la condicional.

—Hoy trae a un joven, acaban de soltarlo; ha pasado tres años en la cárcel por homicidio. Fue un accidente de coche, Griff; estampó el coche contra un árbol.

El familiar ramalazo de ansiedad de llevar un negocio con dificultades me atenazó el pecho. Puede que tomarme la segunda taza de café hubiera sido un error.

—Estamparse contra un árbol no es ilegal, mamá; algo más tuvo que pasar.

—Bueno... —Dulcificó el rostro—. Mató al hijo del sheriff, que lo acompañaba en el coche; además, iba bastante drogado.

—Ah. —La verdad salía a la luz—. Así que has contratado a un drogadicto.

Frunció el ceño.

—A un adicto en rehabilitación. Hace un mes que salió de la cárcel y lleva en rehabilitación desde entonces. Angelo dice que el chico puede conseguirlo, que lo único que le hace falta es tener trabajo. Se alojará en el barracón. A menos que tengas algún secreto, nuestra propiedad es una zona libre de drogas.

Zachariah, nuestro peón, reprimió una carcajada.

—El café es nuestra droga, señora Shipley, pero estamos muy enganchados.

Mi madre se le acercó y le dio un cariñoso apretón en la muñeca; se le daba bien acoger a los descarriados y Zachariah era su adquisición más exitosa. Sin embargo, no todos eran como él. Noté que me subía la tensión con la idea de añadir una drogadicción a nuestra larga lista de dificultades. ¡Como si necesitara más complicaciones!

Desde la muerte de mi padre, tres años atrás, mi madre y yo llevábamos juntos la granja. Yo tomaba todas las decisiones acerca de qué cultivar y dónde venderlo; mi madre hacía que todo funcionara: llevaba las cuentas y nos daba de comer a mí y a Zach, el peón, a mis tres hermanos pequeños, a mi abuelo y a los temporeros que hubiera. Cuando empezara la recogida de la manzana, al cabo de cinco semanas, manejaría nuestro ajetreado negocio mientras alimentaba a un ejército, porque nuestra plantilla se cuadruplicaría.

Así que mi más que capaz madre tenía todo el derecho a decidir sobre una contratación rápida, y ambos lo sabíamos; aun así, sus elecciones me ponían nervioso.

—Tiene veintidós años, Griff. —Se cruzó de brazos esperando que dijera algo—. Está limpio, dicen. No toma drogas, pero nadie más va a darle una oportunidad, y solo lo contrataríamos para la temporada de cultivo y para la cosecha. Dieciséis semanas como mucho.

«Vale. Las dieciséis semanas más cruciales para mí de todo el año.» Un hombre listo sabe cuándo dar el brazo a torcer con su madre. Evidentemente, ella ya había tomado una decisión y el día iba avanzando.

—Está bien —me rendí—. Cuando llegue lo instalaremos en el barracón. Avísame y le enseñaré la granja. Vamos, Zach. —Me levanté y cogí la gorra de béisbol. Zach me imitó.

Recogimos los platos sucios y salimos por la puerta de la cocina, donde mi hermana estaba limpiando. Eran sus vacaciones de verano en la facultad de Derecho.

—¿Los mellizos han sacado las gallinas? —le pregunté a modo de saludo.

—Sí, mi capitán —me respondió con sarcasmo—. Ya están fuera.

—Gracias. —Le di un apretón en el codo mientras pasaba a su lado, para compensar mi grosería. A veces soy un gruñón controlador, sobre todo durante la temporada de cultivo, y mis hermanas enseguida me dan una llamada de atención.

—Eh, Griff —me llamó May cuando ya abría la puerta—, ¿todavía quieres mandar a Tauntaun al matadero hoy? Tendrás que avisarme.

Me quedé en la puerta.

—Buena pregunta.

La matanza del cerdo supondría un montón de trabajo y yo no tenía tiempo. Por otra parte, a la semana siguiente sería la misma historia, si no peor.

—Sí. Deberíamos hacerlo, a menos que el día se convierta en una locura. Te avisaré para que calientes el agua.

May me hizo el saludo militar y Zach y yo salimos.

Echando un vistazo a la propiedad, vi a los mellizos en el prado trasero, detrás del barracón. Estaban moviendo la verja electrificada portátil que usábamos para mantener nuestras gallinas a salvo de los depredadores y, seguramente, peleándose por algo. A sus diecisiete años eran una década más jóvenes que yo.

Dentro de un año tendría que pagar la matrícula universitaria de ambos y no pasaba un día sin que eso no me quitara el sueño. Miré la propiedad con ojo crítico: la enorme y envejecida granja en la que me había criado estaba, de momento, en buen estado; habíamos renovado el techo y la habíamos pintado el año anterior; sin embargo, en una granja siempre hay algo que falla. Si no hay un problema en la casa, lo hay en el barracón de piedra o en las lecherías. O en el lagar, o en el tractor.

Incluso aunque no hubiera nada roto ese día, tendría que tomar decisiones de negocios en un futuro cercano. Tenía que reinvertir en la granja, pero también necesitábamos efectivo; tenía que hacer la granja más rentable de algún modo sin tener que pedir prestado un montón de dinero.

Ojalá hubiera sabido cómo. Susp

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