Días de ira, noches de pasión (Un romance en Londres 3)

Nieves Hidalgo

Fragmento

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Prólogo

Londres, enero de 1813

Había cometido un error.

«Posiblemente, el más grande de tu vida, Sabrina», se recriminó mientras veía alejarse, con los ojos brillantes por las lágrimas y un dolor opresivo en el pecho, el carruaje en el que iba el hombre al que nunca podría aspirar. Porque ella era una mujer sin futuro y él, un caballero. Había sido solo un sueño. Maravilloso, sí, pero solo eso: un sueño que duró hasta el amanecer, cuando escapó del cuarto a hurtadillas para no despertarlo.

Se le encogió el alma al imaginar los peligros a los que iba a estar expuesto.

«¡Maldita guerra y maldito Napoleón!»

Las confrontaciones duraban ya demasiado y eran muchos los jóvenes ingleses que habían perdido la vida en los distintos campos de batalla. Imaginárselo a él en medio del fuego enemigo le provocó un vahído. Nunca entendió por qué los hombres eran tan absurdos y veían la guerra como un juego. Se iban para alcanzar honor y gloria, decían. Pero unos regresaban lisiados y otros... Otros no volvían nunca y yacían enterrados en cualquier zanja. Elevó una oración por él y acudió a la insistente llamada de la mujer que, en su infinita bondad, le había dado un hogar. De eso hacía ya siete años, cuando quedó huérfana tras el incendio que se llevó la vida de su madre.

Estaba enamorada de ese aristócrata desde el primer día en que lo vio entrar en la posada, donde trabajaba para pagarse comida y cama, acompañado por algunos jóvenes y bullangueros amigos. No le eran ajenos ese tipo de petimetres que iban a degustar el buen vino y los excelentes platos del local. Y no le agradaban. Pero aquel día, el corazón le había dado un vuelco y seguía dándoselo cada vez que él aparecía por allí, a veces solo, a veces acompañado.

—¿Quién es el del cabello de color cobre al que llaman el Barón, señora Neeson?

—Alguien a quien no debes acercarte, muchacha. Todos ellos son iguales —dijo, torciendo el gesto—: señoritingos que solo se preocupan de sus juergas y de encandilar a cuanta mujer se les pone a tiro. Hazme caso y no te dejes ver por ellos, eres demasiado bonita para la boca de esos asnos.

Jamás les sirvió, ni siquiera se acercó. Aunque cayó en la tentación de espiarles desde el piso superior cuando estaban en la posada, se mantuvo alejada porque no era su cometido atender a los clientes y porque, además, creía en el buen criterio de Cadence Neeson. Gracias a su ángel de la guarda y patrona, ella se limitaba a arreglar las habitaciones, procurar que no faltara nada en la despensa y planchar la ropa blanca. Si por su esposo hubiera sido, no solo habría hecho las veces de camarera, sino que estaría dispensando otro tipo de «servicios» a los clientes que solicitaban algo más que vino y comida, como hacían Freda y Josleen, las otras muchachas que dormían con ella en el mismo cuarto. Jack Neeson renegó de ella desde el principio y el aborrecimiento era mutuo, pero a él no le quedaba más remedio que plegarse a los deseos de su esposa porque, por mucho que intentara hacerse el gallito, ella tenía más redaños que él y siempre acababa por salirse con la suya.

Sí, estaba protegida por aquella buena mujer, pero ¿seguiría prestándole su cariño y apoyo si supiera lo acontecido la noche anterior? Aún no se explicaba qué demonio la poseyó para hacer algo tan indecoroso; enrojecía de vergüenza al recordarlo. No se arrepentía, pero tampoco se sentía orgullosa de su falta de decencia. Sin embargo, tras escuchar a medias la conversación en la que se hablaba sobre la marcha de algunos del grupo a tierras alemanas —y él era uno— a fin de ponerse a las órdenes de un militar prusiano para luchar contra Bonaparte, tomó la audaz decisión de no dejarlo desaparecer de su vida sin conocer sus besos. Nunca la habían besado y quería que su primera experiencia fuera con él. En un momento de enajenación había cruzado los límites y, aprovechándose de que él había bebido algo más de la cuenta, se coló en el cuarto donde iba a pasar la noche, amparada por la penumbra.

Lo que empezó como la curiosidad por saber cómo sería un beso suyo, acabó en una entrega total y sin remordimientos. Él la confundió con una de las otras muchachas y ella se dejó seducir por esa voz templada, esos labios que le hicieron conocer la gloria y unas manos que despertaron en ella sensaciones desconocidas.

En ese momento, sin embargo, sí que le corroía el alma. Pero no por haber estado en su cama y disfrutado de sus caricias, sino porque el alcohol, la oscuridad y, sobre todo, la distancia, harían que él se olvidara de una mujer de una sola noche.

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1

Londres, 1818

Julius trató de colocarse el pañuelo de la forma que le gustaba sin conseguirlo. Su ayuda de cámara sufría uno de sus achaques, los años empezaban a pasarle factura, como a él mismo. Dejó escapar una palabrota entre dientes y escuchó una risa femenina a su espalda. Se volvió y se le evaporó el fastidio como por ensalmo; cualquier inconveniente se volatilizaba cuando ella aparecía.

—Echa una mano a este pobre anciano en lugar de divertirte a mi costa.

La joven se acercó, deshizo la lazada y volvió a anudarla, esa vez del modo que quería, y él asintió complacido al mirarse en el espejo.

—No sé qué haría sin ti, Sabrina.

—Pues conquistar a otra dama que ocupara mi lugar —bromeó ella.

Como sabía muy bien lo alejada que estaba su respuesta de la realidad, se limitó a tomarla del codo y juntos bajaron al piso inferior. Julius solo hacía gala de esa cercanía cuando estaban a solas, la joven insistía en ello para no dar que hablar, aunque todos los habitantes de la casa sabían de su debilidad por ella. Sus años mozos quedaron atrás hacía mucho y, aunque no negaba que se pudo tachar su conducta como la de un libertino, el tiempo acababa por poner a todos en su lugar. Solo sentía cariño y admiración por Sabrina y, desde luego, le hubiera gustado que perteneciera a su familia.

El mayordomo les abrió la puerta y accedieron al comedor, donde ya les aguardaba Charleen, una auténtica princesa de cabello oscuro que les dedicó una sonrisa deslumbrante al verlos entrar. Sabrina había puesto una y mil pegas a que ellas le acompañasen, pero Lancashire zanjó la cuestión haciéndole comprender que detestaba comer a solas. Tuvo que claudicar, no sin dejar claro que no se encontraba cómoda porque, bajo ningún concepto, quería dar la impresión de ocupar un lugar que no le correspondía.

El conde se acercó a la niña, besó su coronilla y apartó luego la silla de Sabrina para, a continuación, ocupar él la suya a la cabecera de la mesa. Sabrina, en principio, no se sentó, sino que se acercó al mueble donde los criados habían depositado varias bandejas y procedió a servirles el desayuno, como hacía cada mañana.

Mientras escuchaba en sordina las preguntas de Charleen a su madre, Julius pensó que era un hombre muy afortunado. Al final de su vida,

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