Matrimonio en guerra (Los Knightley 1)

Fragmento

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Prólogo

Madrid, 1790

—¿Casarme contigo? —lo miró desde el lecho, todavía desnuda, con el mismo desdén con el que le hablaba—. Ya tengo un esposo, Arthur.

Lord Arthur Wesley, ya vestido y calzado, cerró los puños buscando mantenerse impávido. No podía arrepentirse de sus precipitadas palabras, pues provenían desde el mismísimo centro del pecho, pero la decepción le escocía en el orgullo, que era lo que le mantenía en pie con rostro pétreo. El desamor, sin embargo y aun esperado, le había dejado sin aliento, como si de ese mismo pecho le hubieran arrancado el corazón.

—Un esposo al que hace meses que no ves, un esposo al que no respetas. Un esposo al que no amas.

—¿Crees que podría respetarte a ti más que a él? —El mismo desdén, mayor dolor.

No le hablaba de amor.

—Lo que creo es que eres una deslenguada. Una arpía malcriada, Cayetana.

La conocía bien, hacía ocho meses que eran amantes y devolvió el golpe con un insulto que fue a dar donde más daño podía infringir: la duquesa no toleraba que se juzgara su carácter capcioso.

—Y yo estoy convencida de que tu tiempo aquí se ha agotado. En tres días regresas a Irlanda a ocupar el asiento en la Cámara que tu padre te ha procurado, ¿no es cierto? Quizá deberías comenzar a recoger tus escasas pertenencias y despedirte de la moza de alguna cantina que aprecie más que yo tus exiguas promesas.

Como él, también ella sabía dónde atestar cada estocada. La realidad era que habían intimado más de lo que la dama acostumbrara, tras compartir confidencias en muchas horas de alcoba. La juventud y el arrojo de Arthur habían despertado una ternura en Cayetana que creía enterrada desde la muerte de su madre.

—Ven conmigo a Irlanda.

Lo miró con fijeza, dividida. No lo haría, la mera idea era hilarante, pero no sabía si deseaba herirle, tan insultada se sentía, o agradecerle la ofensa. Sospechaba que aquel joven teniente de Infantería la quería de una forma desinteresada. Que la quería a ella.

Él vio sus dudas y las confundió.

—Cayetana… —Quiso tentarla.

Y que creyera que podía sucumbir a tan escaso futuro forzó una respuesta desmesurada. No había errado al llamarla arpía.

—Doña Teresa de Silva y Álvarez de Toledo para ti, soldado— respondió su orgullo por ella, la burla en cada palabra—. Su alteza, su excelencia, su gracia… Tengo cincuenta y seis títulos nobiliarios a elegir para que te dirijas a mí, Arthur. ¿Cómo se te ha ocurrido pensar que una dama de tan elevado rango como el mío lo dejaría todo por un soldado?

—No soy un soldado, soy un caballero de la Corona Británica —protestó con la vehemencia de a quien se tildaba de advenedizo.

—Eres el tercer hijo de un primer conde ¡y ni siquiera eres inglés!

El joven se hizo atrás, tal fue la violencia con la que le llegó el insulto. Tomó aire y lo soltó despacio, valorando qué hacer a continuación. El estratega que había en él supo que había perdido la batalla. La guerra entera. A pesar de su corta edad, veinte años, sus superiores habían destacado de él su táctica, la astucia con la que maniobraba y que le había ganado el respeto de muchos soldados y no solo del setenta y tres Regimiento de Infantería.

—Como bien has dicho, será mejor que me marche. Parto en tres días y tengo muchos quehaceres pendientes.

No esperó un ruego que no llegaría, en cinco zancadas alcanzó el picaporte de la puerta. Se permitió girarse una vez más a mirar su cuerpo níveo descubierto sobre la enorme cama y se preparó para su ausencia.

—Te deseo lo mejor —le dijo con sobriedad; no hablaba el rencor sino la seguridad de que aquellas últimas frases suyas jamás serían olvidadas—. Te deseo, Cayetana, que encuentres quien te haga feliz, quien acierte donde yo erré y te dé todo lo que yo quería entregarte desde este día.

Se marchó sin mirar atrás.

Sin saber que Cayetana lloraría aquellas palabras durante los meses siguientes, cuando descubriera que estaba encinta de aquel condenado irlandés.

Aquel «condenado irlandés» se convertiría, con los años, en Comandante en Jefe del Ejército Británico y el más afamado héroe de guerra de la corona al derrotar de manera definitiva a Napoleón Bonaparte, convirtiéndose en el duque de Wellington. Pero unos años antes batallaría en la guerra de la península y descubriría que su Cayetana había muerto, pero que le había dado una hija: Jimena, digna sucesora de la última duquesa de Alba española.

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Capítulo 1

Madrid, finales de marzo de 1810

Jimena entraba con paso apresurado en la pequeña capilla lateral de la iglesia de Santiago y San Juan Bautista, a menos de cinco minutos del Palacio Real donde vivía como miembro de la corte. Encontró el confesorio ocupado y se dirigió a un banco cercano al altar, en el que se arrodilló para ocupar su tiempo rezando al Santo Matamoros hasta que llegara su turno en el pequeño cubículo. Como cada jueves a las cuatro en punto, el sacerdote de aquel modesto templo obviaría al hombre que, aun con sotana de la Santa Iglesia Romana Católica y Apostólica, hablaba en inglés y no parecía interesado en orar.

El deán amaba a su Patria casi tanto como a Dios, y los franceses y su Ilustración no habían traído nada bueno al Imperio. La pérdida de la Armada Invencible había sido el inicio de una pésima alianza que significó la invasión de 1808 y desembocó en una guerra abierta con Europa al año siguiente, que solo el Señor podía saber cómo terminaría. El Altísimo no podía estar del lado de Bonaparte, así que él miraba hacia otro lado si el santo lugar que moraba podía servir de algún modo de ayuda para derrocarlo.

Por eso era por lo que todos los jueves a la misma hora se marchaba con discreción a la Sacristía si alguna mujer no lo entretenía en el confesionario, como había ocurrido aquella tarde, para consternación de Jimena.

Cuando a las cuatro y diez aquella dama continuaba arrodillada y Ryan seguía sin aparecer comenzó a preguntarse si…

—¿De veras me crees capaz de confesar a una señora como aquella? —dijo a la espalda de la muchacha una voz jovial—. Su peor pecado debe ser la gula, dado lo orondo de su figura.

Sin volverse al hombre vestido de sacerdote, no sabían quién podía estar vigilándoles, continuó rezando al santo, respondiendo en un susurro tan sigiloso como lo habían sido los pasos de él. Le habló en inglés.

—No descartes la envidia, es el pecado por excelencia en mi país.

—Lo es también en Inglaterra, me temo.

—Pero tú eres irlandés.

El sacerdote se arrodilló a su lado, humilde. Su voz no lo era.

—En todo caso creí que el pecado en boga en España era la traición.

La muchacha se tensó: si era sorprendida, ella misma sería acusada de traición y condenada a muerte.

Hacía dieciocho meses que su padre había sabido de ella y, desde ese mismo momento, se había ofrecido a ayudarle. Dieciocho meses, por tanto, que colaboraba con el general Wellington y conspiraba contra José I, el usurpador de La Corona.

Y si su padre era el único familiar que tenía, Ryan era el único amigo que Jimena podía contar. Se sabía culpable de su soledad; tenía, según decían, el carácter endemoniado de su madre, pero dudaba que nadie en la corte hubiese podido despertar jamás en ella la confianza y lealtad que le despertaba Ryan Kavanagh.

—Debemos buscar otro sitio de reunión, Pepe Botella no quiere edificaciones alrededor de palacio y ha mandado derruir este lugar.

El irlandés soltó una palabrota. No era amigo de las sorpresas y, hasta la fecha, aquellas sacras paredes y la tácita aceptación de su capellán les habían sido de gran ayuda. Tendió la mano para ofrecérsela e invitarla a un lento paseo por la planta oscura.

—Málaga se ha alzado contra Bonaparte, pero no resistirá mucho tiempo el envite de la Grande Armée. —Relegó para otro momento dónde celebrar sus reuniones semanales; había que planificarlo con sosiego—. Granada y Sevilla han caído y la Junta General se ha desplazado a Cádiz.

—¿Cuánto tiempo podrán aguantar el asedio?

—Es difícil de saber, Jimena. —Su voz se volvió más grave—. Es muy difícil.

Se mantuvieron callados unos minutos. Sabía poco de Ryan, pensó, como cada vez que se citaba con aquel joven atractivo de ojos verdes que servía de enlace entre ella y su padre. Apostaría a que tenían la misma edad, casi veinte años, y también que era de origen noble; ¿bastardo como ella, quizá?, aunque algo le decía que no era el caso. Se habían confiado la vida el uno al otro, él, de hecho, se la había salvado una vez, pero sabía muy poco de su pasado. Sospechaba, no obstante, que él debía conocerlo todo de ella, incluso lo más sórdido.

Lo que sí sabía de Ryan era que sus silencios implicaban un mal augurio. Aquellos encuentros debían ser fugaces.

—¿Qué tengo que hacer?

Dieron unos pasos más antes de que la detuviera para mirarla de frente.

—Antes de decirte qué necesitamos, qué precisa el Ejército, tengo que advertirte de que tu padre no está de acuerdo en que formes parte de esta misión porque es peligrosa en extremo y nos han llegado rumores, además, de que el Ministerio de Guerra inglés también ha enviado a alguien a encontrar lo que estamos buscando.

—Debe de ser muy importante —reflexionó. Desde Londres confiaban en el Alto Mando y no solían actuar a sus espaldas.

—Capital. Podría cambiar el destino de esta maldita guerra.

Volvieron a iniciar su lento, silencioso paseo. El confesionario se hallaba vacío y no se veía al cura por ningún lado.

Una parte de ella quería ayudar a su país a expulsar al ejército invasor. Otra, mucho mayor, quería impresionar a su padre. Por primera vez había alguien por quien ser valorada, alguien cuya opinión importaba.

Desde que muriera su madre contando ella once años, una mujer que la apartó de sí desde su nacimiento, y fuera enviada a Madrid, había sido «la duquesita», la bastarda de la Casa de Alba castellana, su último vestigio y la heredera de todo lo que no estuvo sujeto al mayorazgo, convirtiéndola en una de las mujeres más ricas del país, pero no en una dama. Vivía en los aposentos de los invitados del Palacio Real porque su estirpe era innegable, mas no gozaba de ningún respeto.

Y con nada más que ganar y nada que perder, había disfrutado escandalizando a la corte, siendo el centro de atención, entrando y saliendo a placer sin dar explicaciones, desesperando a su supuesta madrina, una pariente lejana, viuda y de bajo rango venida a menos contratada a conveniencia, sin importarle entonces lo que de ella se dijera. Con cada supuesto escándalo, con cada desplante a los caballeros que la pretendían por su dinero, con cada extravagancia, hundía más en el fango su propio nombre sin pensar que en el futuro podría arrepentirse de las infamias que de ella se decían, falsas en su mayoría.

—Napoleón ha enviado a su hermano una misiva con las directrices a seguir en la toma de Cádiz para que las entregue a sus generales.

—¿A Pepe Botella?, ¿por qué habría de hacer algo tan estúpido?

Sonrió Ryan al escuchar, de nuevo, el mote que el pueblo había atribuido a José I, proclamado rey en detrimento de Fernando VII, «cada cual tiene su suerte, la tuya es de borracho hasta la muerte». Los españoles tenían un humor ingenioso e incisivo. Y también mucha razón: José Bonaparte no era un hombre con grandes aptitudes, y que Napoleón delegase en su hermano el asedio parecía significar que sus pretensiones imperialistas de conquista iban a continuar la expansión por el este de Europa. Quién sabía si su locura pretendería llegar a la mismísima Rusia.

—Bonaparte cree que cuando caiga Cádiz, y con ella la Junta General, la Resistencia quedará descabezada y las guerrillas desaparecerán con la misma espontaneidad con la que aparecieron.

—No mientras El Empecinado viva. Y tampoco después. Jamás. —Se juró—. Mientras quede un hombre libre en las sierras, quedará un hombre tendiendo emboscadas a los malditos franceses. —Ryan no podía dejar de admirar su bravura. Jimena era una joven muy hermosa. Si no fuera hija de quien era…— ¿Dónde está ese documento?

Pero lo era. Y por eso formaría parte de aquel cometido.

—Es peligroso —quiso repetir, para la conciencia de ambos.

—¿Dónde?

—En el despacho del rey.

—¿El Gobierno inglés ha enviado a un espía a adentrarse en palacio? —Apenas podía contener la voz—. Quien sea, si es capaz de entrar, no logrará salir de allí con vida.

Ryan la detuvo una vez más y la volvió hacia sí para observarla con la mirada desnuda, llena de preocupación.

—¿Crees que tú sí serías capaz?

Lo pensó con detenimiento.

—Hay un pasadizo desde ese mismo despacho a la biblioteca. Y el ama de llaves es de mi confianza. —Un grupo de mujeres de palacio contaba a Jimena todo lo que ocurriera en la corte y que fuera distinto o de relevancia. De algún modo habían descubierto sus lealtades y creían que tenía comunicación con la Junta General; no las había sacado de su error—. Podría ir y volver por allí. El único riesgo que correría en realidad sería que alguien entrase en el estudio estando yo dentro, lo que es bastante improbable porque permanece cerrado cuando no está en uso y solo tienen llaves el mismísimo José y su valido. —Había otros métodos, siempre había otros métodos cuando se quería robar algo importante, pero el suyo no conllevaba grandes riesgos—. Por tanto…

—Si nosotros conocemos la existencia de la carta —la interrumpió—, y que un espía británico intentará robarla…

—Tánatos —concluyó.

Ryan asintió. Era muy posible que Tánatos, el más letal miembro de la guardia pretoriana de Napoleón, del que poco se sabía y cuyo rostro solo habían visto sus víctimas, también conociera aquella información, supiera que pretendía ser robada y acudiera al Palacio Real a interceptar la misiva y al ladrón.

—Razón de más —respondió con mayor convicción—. Esta madrugada entraré en el despacho del rey Fernando —no reconocería al invasor como soberano— cuando el reloj marque las dos de la madrugada y haré una primera incursión rápida. Si la hallo, encenderé mi candela y nos veremos mañana aquí a la misma hora. Y si no lograra encontrarla, mañana por la noche volveré a registrarlo todo de manera minuciosa hasta dar con esa carta, si todavía no ha salido de palacio.

Sin mucho más que decirse, se despidieron con una reverencia.

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Capítulo 2

Raphael comenzaba a perder la paciencia. Llevaba veintisiete minutos encerrado en el estudio de José Bonaparte según el enorme reloj de pared, que marcaba las dos y once de la madrugada. El hermano de Napoleón era un hombre poco pulcro, su enorme escritorio así lo atestiguaba, a rebosar de documentos amontonados, al menos en apariencia, al azar. Había supuesto un ejercicio de memoria importante tomar cada uno de ellos, leer su contenido en un francés que hablaba a la perfección y dejarlo en el mismo lugar solo por si existía la remota probabilidad de que el rey sí supiera cuál era el orden de sus papeles dentro de aquel desorden. Para su consternación, no había hallado lo que buscaba.

Dio una vuelta sobre sí mismo, sopesando qué hacer. Las paredes estaban cubiertas de estanterías en las que abundaban libros que podía, si quería ocupar más tiempo, abrir para comprobar que no contendrían nada en absoluto. Dos enormes alfombras vestían el suelo y sobre ellas descansaban pesados muebles. Suspiró frustrado y se acercó a los cuadros de las paredes, lujosos paisajes que supuso de maestros españoles, y también dos retratos más pequeños, uno del propio José y otro de su hermano, el Emperador de los franceses. Movió cada uno con destreza, pero tampoco encontró nada, ningún dispositivo de seguridad, ningún pergamino enganchado en sus reversos. No lo esperaba, en realidad.

Podía separarlos de la pared en la medida de lo posible para hacer un registro más exhaustivo. Podía levantar las alfombras, también. Podía revolver cada libro...

O podía volver a la maldita gaveta oculta del buró, esa que, a pesar de estar bien disimulada, había descubierto nada más observar con detenimiento el escritorio y que no había podido abrir. Había sido más sencillo acceder a aquella biblioteca haciendo saltar la manecilla de la puerta desde el pasillo principal, aprovechando que el guardia se había acercado a la ventana a vaciar su vejiga, al que había llegado través de una de las muchas entradas de servicio laterales y menos vigiladas. Podía aplicarse de nuevo con la ganzúa menor que portaba y no cejar hasta abrirla o hasta que se hiciera la hora de marcharse, antes de que los criados comenzaran sus quehaceres por los corredores de palacio. O hasta que su posición supusiera un peligro para su persona. Se temía que el resultado, escogiese la opción que escogiese, sería idéntico.

Era la primera vez que se le resistía una cerradura en sus veintidós años de vida. Era un hombre versado en el arte del escapismo, se dijo con sarcasmo volviendo al escritorio, aun sabiendo lo fútil de sus esfuerzos, recordando cuántas veces había liberado las aldabillas de la enorme casa de campo de sus ancestros, tantas como había sido necesario para que su hermano mayor, Marcus, y él escaparan en cada ocasión que habían sido castigados por su severo padre.

Había abierto con facilidad todas las entradas y salidas que se le había requerido, y justo había de ser esa la primera ocasión en que fracasara, en la misión más importante que su país le había encomendado en los dos años que hacía que trabajaba para el Servicio Secreto del Ministerio de Guerra.

—¡Campanas del infierno! —protestó en voz apenas audible cuando el garfio volvió a saltar, escupido por el cerrojo.

Le pareció escuchar una exclamación ahogada. Alzó la cabeza hacia la puerta, alerta, aunque el sonido provenía de la enorme chimenea. Del mismo lugar donde unos minutos antes, cuando el reloj marcara las dos en punto, había creído escuchar una especie de ligero chasquido.

Se detuvo, todo su cuerpo en tensión, y observó con fijeza lo que se distinguía del alcabor tras el grueso biombo decorativo que ocultaba a los ojos el enorme hueco. Nada, se dijo tras unos segundos.

Volvió a respirar con fuerza, más frustrado. No lograría abrir aquella gaveta con las herramientas de las que disponía. Era exasperante tener al alcance de la mano las disposiciones sobre Cádiz y no poder tomarlas.

Era el momento de marcharse, se lamentó reconociendo su derrota. Recogió su colección de ganzúas, dio una última ojeada a la sala en general para asegurase de que todo estaba tal y como lo había encontrado, y se dispuso a irse por donde había venido, rezando a todos los santos por encontrarse con las mismas facilidades que al entrar.

En un impulso se acercó a la enorme chimenea por última vez al pasar por delante. Pudo apreciar que se trataba de una excelente pieza de mármol negro con rejillas en tres alturas en los laterales y varios conductos para evacuar los humos. A pleno rend

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