Ódiame de día, ámame de noche (Un romance en Londres 2)

Nieves Hidalgo

Fragmento

odiame_de_dia_amame_de_noche-2

1

Sevilla, septiembre de 1817

Los ojos almendrados y oscuros de María Vélez se entornaron al mirar a su nieto y observar sus rasgos aristocráticos. Estaba sentado frente a ella, en uno de los sillones de mimbre, y mantenía los párpados cerrados y las piernas estiradas, una bota sobre la otra. Le vio mover una mano con dejadez para espantar a la impertinente mosca que le zumbaba junto a la oreja y sonrió. Era como ver a un animal salvaje en reposo, en apariencia inofensivo, pero en cuyo interior latía el ímpetu peligroso de la juventud.

María acercó la copa de jerez frío a sus labios y bebió un pequeño sorbo.

—¿Cuándo piensas regresar a Inglaterra?

—¿Tantas ganas tienes de perderme de vista, abuela? Cuando tú regreses conmigo.

—Entonces, nunca.

La respuesta hizo que los ojos de Jason Rowland, vizconde de Wickford y futuro conde de Creston, se abrieran. Tan oscuros como los de ella, tenían en ese momento una intensidad tormentosa, ese tipo de mirada que seducía a las mujeres e intimidaba a los hombres. Pero de inmediato perdió el punto de dureza y se tornó en otra más abierta, levemente cáustica. Se sentó derecho, tomó su copa y bebió fijando la mirada en el rostro arrugado, pero aún señorial y hermoso, de la anciana.

—Si entendiera tu punto de vista, tendría ganado el cielo. Pero no lo entiendo. Permanecer aquí, a la sombra de la injusticia de un rey que se ha burlado de las decisiones de su pueblo derogando la Constitución de Cádiz y persiguiendo sin tregua a los liberales, es de locos.

—¿Acaso estaría mejor en un país regentado por un hombre con muy pocos escrúpulos, que dedica su tiempo a francachelas y festejos, y además es bígamo?

—No defiendo a Prinny y lo sabes, pero aquí no estás segura porque tus miras políticas te acarrearán enemigos.

—Soy una vieja a la que ya nadie hace caso y España es mi hogar.

—Tu hogar ha sido Creston House desde que te casaste con el abuelo. Y allí es donde deberías estar, con tu hijo y conmigo.

—Tu abuelo nos abandonó hace ya años, Dios le tenga a su lado. Retornar a los lugares en los que compartimos nuestra felicidad sería una tortura, por eso decidí volver a Sevilla. En Inglaterra todo me recordaba a él.

—Aún lo echas de menos.

—Lo haré hasta mi último aliento.

—Mi padre no deja de añorarte a ti.

—James tiene muchas ocupaciones, yo solo sería una carga para él.

—Ahora, la que dice tonterías eres tú.

—Quiero ser enterrada aquí, cerca del Guadalquivir. Sin embargo, a ti sí que te echarán en falta. Y no creo que tenga que recordarte que tienes una esposa.

El rostro de Jason se tensó con la mención de la mujer a la que odiaba. Dejó la copa sobre la mesa de hierro forjado con demasiada rapidez, como si con el gesto quisiera desprenderse de la alusión a ella, y desvió la mirada hacia los parterres de geranios.

—Ni mi padre ni ella notarán mi ausencia —dijo, reticente.

—No eres nada justo.

—¿Eso crees? —Se inclinó hacia ella y apoyó los codos sobre las rodillas—. Cassandra estará encantada dilapidando mi fortuna a manos llenas sin la necesidad de tener que soportar mi presencia; no me extrañaría que ya hubiera encontrado a algún avispado que caliente su cama. En cuanto a mi padre...

—¡Jason, no seas vulgar!

—En cuanto a mi padre —repitió con un retintín irónico, haciendo caso omiso de la regañina—, tiene lo que quería: una nuera. Que no le haya dado un nieto aún, no es mi culpa. Yo te aseguro que hasta que mi «adorable» esposa me traicionó y echó de su cuarto, hice todo cuanto debía para engendrar un heredero.

—¡Es suficiente, muchacho! —Palmeó enojada el brazo del sillón.

—Perdona, abuela. Siento haberte hablado así, pero has sido tú quien ha vuelto a sacar el tema.

—Tu padre te quiere a rabiar, lo creas o no. Es vuestro carácter irascible el que os ha enfrentado desde que eras un mocoso, ambos sois demasiado tercos. Alguno de los dos debería, como decimos aquí, apearse del burro.

Jason se echó a reír: los dichos y refranes de su abuela conseguían casi siempre devolverle el buen humor.

—Lo que pasa es que no soporto que se meta en mi vida.

—Vas a cumplir treinta años y es lógico que él espere un nieto. Un nieto al que mimar. Y yo, de paso, un bisnieto que alegre mis últimos días. Creston House necesita un heredero y lo sabes muy bien. Por tradición y por lógica, es inapelable. En cuanto a tu esposa... Dale tiempo, hijo, apenas os conocéis, ni siquiera la cortejaste como suele ser habitual. Además, eso de que te traicionó...

—Lo hizo. Pero no fue un cortejo al uso, desde luego, eso sí lo reconozco. De todos modos, ella apenas me puso trabas para meterse entre mis sábanas.

—¡Jason!

—Mi padre me quería casado, yo estaba harto de discusiones y ella es muy hermosa. ¿Por qué no pedirle matrimonio? Era el mejor modo de que él me dejara en paz de una vez por todas.

—Puede que te pareciera el mejor, pero muy poco apropiado para forjar la base de una convivencia estable.

—Lo hubiera sido de no comportarme yo como un imbécil. Me enamoré y ella, por el contrario, me engañó y pisoteó mi orgullo. Eso sí, durante el escaso tiempo que nos mantuvimos juntos, no me puedo quejar en absoluto de su comportamiento en la cama.

—¡¡Ya está bien!! Por muy vizconde que seas, aún puedo cruzarte la cara de una bofetada —amenazó la anciana, ya muy incómoda por las expresiones de su nieto.

Jason recostó la cabeza en el respaldo y cerró los ojos. Lamentaba su escasa delicadeza, pero no conseguía que no perdiera los estribos cada vez que hablaba de su condenada esposa: la miserable que se burló de él, que le despreció y echó su corazón a los perros.

Cuando quiso darse cuenta, ella no estaba en el patio. Se levantó, pesaroso y avergonzado por haberla hecho enfadar y fue en su busca. La encontró en las cocinas hablando con Rocío, a la que saludó con un guiño. Abrazó a su abuela por la espalda, besó sus blancos cabellos y rogó:

—Perdóname una vez más, nana. Soy un imbécil sin remedio.

María se giró en sus brazos y él volvió a besarla, ahora en la frente.

—Lo que eres es un bribón.

—Aun así, supongo que algo me tocará de lo que habréis preparado de comer, porque estoy famélico. ¿Qué tenemos para hoy?

—¿Qué le parece un gazpacho y unos andrajos con bacalao, señorito?

La cocinera estaba pendiente de todos sus caprichos, como el resto de los sirvientes de la casa, y no había día que no le sorprendiera con algún nuevo plato. Era bajita, regordeta, con el cabello negro como la noche y unos ojos que siempre relucían de buen humor.

—Suena fantástico, Rocío. Salvo eso de los andrajos. Porque además de bacalao, ¿qué lleva?

La mujer sonrió y movió la cabeza sin dejar de picar tomates.

—Ajos, tomates, pimentón, cebollas, almejas... Un poquito de hierbabuena. Usted déjeme a mí. ¿Alguna vez le he puesto en la mesa algo que no se haya comido hasta hacerle rebañar el plato?

—No tiene mucho mérito —bromeó, enlazándola por la ancha cintura—; soy un estómago agradecido.

—Eso sí

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