La vida vale la pena, ya verás

Agnès Martin-Lugand

Fragmento

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1

 

 

 

¿Cómo había podido, una vez más, ceder ante la insistencia de Félix? Mediante no sé qué tipo de milagro, siempre conseguía pillarme: encontraba un argumento o un aliciente para convencerme de acudir. Todas las veces me dejaba liar, me decía a mí misma que, quizás, podría encontrar un no sé qué que me hiciera flaquear. Y eso que conocía a Félix como si lo hubiese parido, y nuestros gustos eran diametralmente opuestos. Por tanto, cuando pensaba y decidía por mí, metía irremediablemente la pata. Con todo el tiempo que llevábamos siendo amigos debería haberlo sabido. Y así fue como, una vez más, pasaba una noche de sábado acompañada por un imbécil integral.

 

 

La semana anterior había tenido que soportar al rey de lo ecológico y la vida sana. Cualquiera diría que Félix tiene problemas de memoria con respecto a los vicios de su mejor amiga. Me pasé la velada recibiendo lecciones sobre mi consumo de tabaco, de alcohol y de comida basura. Ese perroflauta en chanclas había declarado con total naturalidad que mi estilo de vida era desastroso, que acabaría estéril y que en realidad estaba flirteando inconscientemente con la muerte. Supongo que Félix había olvidado entregarle la ficha completa de su pretendienta. Le respondí, con una gran sonrisa, que, en efecto, el tema de la muerte y las ganas de suicidarme me tocaban muy de cerca, y me marché.

 

 

El cretino de turno tenía un estilo diferente esta vez: era más bien guapo, con bastante saque y sin ganas de dar lecciones. Su defecto, no precisamente pequeño, era que parecía convencido de que me iba a llevar a la cama a base de contarme sus logros en compañía de su amante, llamada GoPro: «Este verano descendí por un glaciar con mi GoPro... Este invierno hice esquí de baches con mi GoPro... Sabes qué, el otro día bajé al metro con mi GoPro», etcétera. Llevaba más de una hora así, incapaz de pronunciar una frase sin hablar de ella. Había llegado al punto de preguntarme si se la llevaría al baño.

—¿Adónde dices que voy con mi GoPro? Creo que no lo he entendido bien —se interrumpió.

Ay..., lo había pensado en voz alta. Estaba harta de ser la mala, incapaz de interesarme por lo que contaba y preguntándome qué hacía allí. Sin embargo, decidí arrancar el esparadrapo de un tirón.

—Mira, de verdad que eres un tío simpático, pero la historia de amor con tu cámara en la frente es demasiado hermosa para que yo me inmiscuya entre vosotros. Paso del postre. Y para el café tengo de todo en casa.

—¿Cuál es el problema?

Me levanté y me imitó. A modo de despedida le hice un gesto con la mano y me dirigí a la caja: no me había vuelto tan cruel como para dejarle pagar la factura de ese fiasco. Le lancé una última mirada y contuve una carcajada. Era yo la que debería haber llevado una GoPro para conservar un recuerdo de su cara. Pobre chico...

 

 

Al día siguiente me despertó el teléfono. ¿Quién osaba interrumpir mi sacrosanto zanganeo del domingo por la mañana? La respuesta era obvia.

—Dime, Félix —gruñí al aparato.

—And the winner is?

—Cállate.

Su risita ahogada me irritó.

—Te espero donde siempre dentro de una hora —articuló torpemente antes de colgar.

Me estiré como un gato sobre la cama y miré el despertador: las 12.45. Podría haber sido peor. No tenía problema ninguno en levantarme durante la semana para abrir «La Gente feliz lee y toma café», mi café literario, mientras conservara mi oasis dominical de sueño para recuperarme, para vaciar mi mente. Dormir seguía siendo mi refugio; primero de las grandes penas, luego de los pequeños problemas. Ya en pie, comprobé con alegría que sería un día maravilloso; la primavera parisina no faltaba a su cita.

Cuando estuve lista para salir, me aguanté las ganas de coger las llaves de La Gente. Era domingo, y me había prometido no volver por allí el «día del Señor». Me tomé todo el tiempo del mundo para acercarme a la Rue des Archives. Deambulé un rato, remoloneé mirando escaparates mientras fumaba el primer cigarrillo del día, me crucé con algún habitual de La Gente al que saludé con un gesto. Félix rompió aquel apacible encanto cuando llegué a nuestra terraza dominical.

—¿Qué andabas haciendo? ¡Han estado a punto de echarme de nuestra mesa!

—Buenos días, mi adorado Félix —le respondí plantándole un sonoro beso en la mejilla.

Frunció el ceño.

—Estás demasiado amable, me ocultas algo.

—¡En absoluto! Háblame de tu noche. ¿A qué hora has terminado?

—Cuando te he llamado por teléfono. Tengo hambre, ¡vamos a pedir!

Dejé que hiciese una seña al camarero para reclamar nuestro brunch. Era su nueva manía. Para compensar, había decidido que, tras sus locas veladas de los sábados, el brunch le mantendría más en forma que un trozo de pizza pasado y recalentado. Desde entonces, me quería plantada ante él para que pudiese admirar cómo devoraba sus huevos revueltos, su baguette, sus salchichas, y cómo se bebía el litro de zumo de naranja destinado a aplacar su sed post-after.

 

 

Yo, como de costumbre, me limitaba a picotear sus restos. Me quitaba el apetito. Fumábamos con las gafas de sol en las narices, tirados sobre las sillas.

—¿Irás a verlos mañana?

—Como siempre —le respondí sonriendo.

—Dales un beso de mi parte.

—Prometido. ¿Tú ya no vas nunca?

—No, ya no lo creo necesario.

—Y pensar que antes no quería ni acercarme...

Se había convertido en mi ritual de los lunes. La Gente cerraba y yo iba a visitar a Colin y a Clara. Lloviese, nevase o granizase, tenía una cita con ellos. Me gustaba contarles cómo había pasado la semana, las anécdotas de La Gente... Desde que había vuelto a salir, le detallaba mis desastrosas citas a Colin, me parecía que se reía y yo me reía con él, como si tramásemos algo. A Clara me resultaba más difícil hablarle en confianza. El recuerdo de mi hija me hacía siempre caer en un abismo de dolor. Me llevaba sin darme cuenta la mano al cuello, y fue durante una de esas conversaciones íntimas con Colin cuando quité de mi cadena la alianza que llevaba a modo de colgante. Para siempre.

 

 

Mi cuello estaba desnudo desde hacía unos meses. Le había explicado a Colin

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